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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (10 page)

Al lado de la cama estaba una mujer esbelta, cuya túnica de seda negra ocultaba todo su cuerpo con excepción del rostro, pero no disimulaba sus hermosas curvas. Una máscara de encaje negro ocultaba el resto de su persona.

La mujer miró a Fafhrd durante siete violentos latidos de corazón y luego se sentó en la cama. Un brazo y una mano bien torneados y enfundados en encaje negro salieron de debajo de la túnica. La mano dio unas suaves e invitadoras palmadas sobre la colcha, mientras la máscara seguía mirando fijamente al recién llegado.

Fafhrd se desprendió del bulto atado a su espalda y se desabrochó el cinto del que pendía el hacha.

El Ratonero terminó de introducir toda la delgada hoja de su daga en la grieta junto a su oreja, utilizando como martillo el pedernal que guardaba en su bolsa. Cada golpe de la piedra contra el pomo hacía saltar chispas, pequeños resplandores que reproducían en miniatura los grandes resplandores de los relámpagos que seguían iluminando a intervalos la chimenea, mientras que los truenos constituían un tremendo obligado musical con respecto a los golpes del Ratonero. Hrissa se agazapaba sobre los tobillos de éste, y él le miraba de vez en cuando, como si preguntara al felino su parecer.

Una ráfaga de viento cargado de nieve que ascendió de improviso por la chimenea levantó a la esbelta y velluda bestia un palmo por encima del Ratonero, y casi levantó también a éste, pero el hombrecillo tensó aún más sus músculos y el puente, un poco arqueado hacia arriba, se mantuvo firme.

Había terminado de anudar un extremo de la negra cuerda alrededor del mango de la daga —y la fatiga de sus dedos y antebrazos los hacía casi inútiles— cuando una ventana de dos pies de altura y cinco de anchura, cuya gruesa contraventana de roca se deslizó a un lado, apenas a un palmo por encima del hombro del Ratonero situado junto a la pared, se abrió. De aquella ventana salió un débil resplandor rojizo, que iluminó algo cuatro rostros con negros ojos porcinos y unas cúpulas calvas por cabeza.

El Ratonero los examinó, llegando a la conclusión de que los cuatro eran de una fealdad extrema. Sólo sus anchos dientes blancos, que aparecían entre los labios sonrientes, los cuales casi unían las orejas tan porcinas como los ojos, podían considerarse bonitos.

Hrissa saltó en seguida a través de la ventana y desapareció. Los dos rostros entre los que pasó ni siquiera parpadearon.

Entonces ocho brazos cortos y musculosos aferraron al Ratonero y le alzaron al interior. Los movimientos intensificaron el dolor de sus calambres, y se quejó débilmente. Veía a su alrededor los gruesos cuerpos enanos, vestidos con jubones y calzones de pelaje negro (uno de ellos llevaba una falda del mismo material), pero todos ellos descalzos, mostrando unos pies de uñas grandes y gruesas. Entonces el dolor se hizo insoportable y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, vio que le estaban dando masaje sobre una mesa dura, desnudo y con el cuerpo embadurnado de aceite. Se hallaba en una cámara de techo bajo, mal iluminada, y le rodeaban los cuatro enanos, cosa que supo incluso antes de abrir los ojos por los apretones y golpes que daban a sus músculos ocho manos ásperas.

El enano que le masajeaba el hombro derecho y le golpeaba la parte superior de la espalda arrugó sus párpados cubiertos de verrugas y mostró sus hermosos y blancos dientes, más grandes que los de un gigante, haciendo una mueca que quizá era una sonrisa amistosa. Entonces dijo en una atroz jerga mingol:

—Soy Rompehuesos y ésta es mi esposa, Sebochirlón. Mimando tu cuerpo por el lado de babor, están mis hermanos Aplastapiés y Cascatestas. Ahora bebe este vino y sígueme.

El vino tenía un sabor picante, pero disipó el mareo del Ratonero, y fue un alivio verse libre del violento masaje, así como de los dolorosos calambres musculares.

Rompehuesos y Sebochirlón le ayudaron a levantarse, mientras Aplastapiés y Cascatestas le frotaban enérgicamente con ásperas toallas. Una vez en pie sobre las frías losas, al Ratonero le pareció por un instante que la habitación giraba a su alrededor, pero en seguida recuperó el sentido del equilibrio y experimentó una sensación deliciosa, como si le hubieran quitado el fardo de su fatiga.

Con andares de pato, Rompehuesos penetró en la penumbra más allá de las antorchas humeantes, y el Ratonero le siguió sin preguntar nada, aunque en su fuero interno se decía si aquéllos serían los Gnomos del Hielo de los que le había hablado Fafhrd.

Rompehuesos descorrió un pesado cortinaje en la oscuridad, revelando un espacio de luz ambarina. El Ratonero pasó de la aspereza de la roca a la suavidad de aquel ambiente. Los cortinajes se cerraron tras él.

Estaba solo en una cámara tenuemente iluminada por globos colgantes como grandes topacios, pero supuso que si los tocaba brincarían como cuescos de lobo. Había un diván grande y ancho, y más allá una mesa baja apoyada en la pared de la que colgaban tapices y un taburete de marfil. Colgado de la pared, por encima de la mesa, había un espejo de plata, y sobre la mesa se alineaban cantidades increíbles de botellas pequeñas y muchos frascos de marfil.

No, la habitación no estaba totalmente vacía. Hrissa, recién atusado, estaba agazapado en un rincón, pero no miraba al Ratonero, sino a un punto por encima del taburete.

El Ratonero sintió un escalofrío, pero no era totalmente de miedo.

Una pizca de una sustancia verde muy claro saltó de uno de los frascos hasta el punto que Hrissa contemplaba, y se desvaneció allí, pero una franja de aquella sustancia verde se reflejó en el espejo. La extraña maniobra se repitió, y pronto en el espejo de plata se vio una máscara verde, algo difuminada por la opacidad del metal.

Entonces la máscara desapareció del espejo y simultáneamente reapareció nítida, colgando en el aire, encima del taburete de marfil. Era la máscara que el Ratonero conocía bien, el mentón estrecho, los pómulos altos y arqueados, la nariz y la frente rectas.

Los labios fruncidos, oscuros como el vino, se entreabrieron la voz suave y gangosa preguntó:

—¿Te desagrada mi semblante, hombre de Lankhmar?

—Bromeáis cruelmente, oh princesa —replicó el Ratonero. confiando en su sangre fría, al tiempo que hacía una reverencia—. Sois la Belleza personificada.

Unos dedos delgados, ahora delineados a medias por el verde claro, se introdujeron en el frasco de ungüento y extrajeron a cantidad más generosa.

La suave voz gangosa, que tan bien coincidía con la mitad de la risa que el Ratonero oyera bajo la nevada, le dijo entonces:

—Me juzgarás en mi integridad.

Fafhrd despertó en la oscuridad y tocó a la muchacha tendida a su lado. En cuanto supo que ella también estaba despierta, la cogió por las caderas. Al notar que su cuerpo se ponía rígido, la alzó en el aire, mientras él permanecía tendido boca arriba. La muchacha era sorprendentemente liviana, como si estuviera hecha de hojaldre o plumón, pero cuando volvió a depositarla a su lado, su carne era tan firme como la de cualquier otra mujer, aunque más suave que la de la mayoría.

—Encendamos una luz, Hirriwi, te lo ruego —le dijo Fafhrd.

—Eso sería imprudente, Faffy —respondió ella en una voz que era como una cortina de diminutas campanillas de plata levemente agitadas—, ¿has olvidado que ahora soy totalmente invisible, lo cual podría atraer a ciertos hombres, pero me temo que a ti...?

—De acuerdo, de acuerdo, me gustas real —respondió él, cogiéndola con vehemencia de los hombros para demostrar sus sentimientos, pero en seguida apartó las manos, sintiéndose culpable al pensar en lo delicada que ella debía de ser.

La muchacha se echó a reír: todas las campanillas de plata sonaron al unísono, como si alguien hubiera apartado la cortina con un movimiento brusco.

—No temas —le dijo—, mis huesos ligeros están hechos de una materia más fuerte que el acero. Es un enigma que no acertarían a solucionar vuestros filósofos y que se relaciona con la invisibilidad de mi raza y la de los animales de los que surgió. Piensa en lo fuerte que puede ser el vidrio templado y, sin embargo, la luz puede atravesarlo. Mi maldito hermano Faroomfar tiene la fuerza de un oso, a pesar de su esbeltez, mientras que mi padre, Oomforafor, es todo un león pese a sus siglos de edad. El encuentro de tu amigo con Faroomfar no fue una prueba definitiva... ¡pero cómo le hizo aullar!... Mi padre se enfureció con él. Y luego están mis primos. En cuanto termine esta noche —que no será pronto, querido, pues la luna aún está ascendiendo— debes regresar a Stardock. Prométemelo. Se me encoge el corazón al pensar en los peligros a los que ya has hecho frente, y en estos últimos tres días no sé cuántas veces me he sentido terriblemente asustada por lo que pudiera pasarte.

—Sin embargo, no nos has advertido —musitó él—,sino que me has atraído hasta aquí.

—¿Es que tienes alguna duda sobre el motivo? —Ahora él palpaba su nariz respingona, sus mejillas como manzanas, y podía notar que estaba sonriendo—. ¿O quizá te enoja que te permitiera arriesgar un poco tu vida para que ganaras tu puesto en este lecho?

Él la beso en sus anchos labios para mostrarle que sus últimas palabras no eran ciertas, pero ella le rechazó con un empujón.

—Espera, Faffy, querido. ¡No, te digo que esperes! Sé que eres codicioso e impetuoso, pero por lo menos puedes esperar hasta que la luna recorra la anchura de una estrella. Te he pedido tu promesa de que al alba descenderás a Stardock.

Se hizo un largo silencio en la oscuridad.

—¿Y bien? —le acució ella—. ¿Qué es lo que cierra tu boca? No te has mostrado tan indeciso en otros aspectos. El tiempo pasa, la luna avanza.

—Hirriwi —dijo Fafhrd en voz baja—. Debo escalar Stardock.

—¿Por qué? —le preguntó ella en su tono campanilleante—. La profecía del poema se ha cumplido. Has tenido tu recompensa.

Si sigues adelante, sólo encontrarás gélidos y estériles peligros. Si regresas, te protegeré del aire..., sí, y a tu compañero también... hasta el mismo Yermo. —Su dulce voz vaciló un poco—. Oh, Faffy, ¿es que no basto para hacerte olvidar la conquista de :a montaña cruel? Aparte de todo lo demás, te amo... si entiendo bien lo que los mortales quieren decir con esa palabra.

—No —respondió él solemnemente en la oscuridad—. Eres maravillosa, más que cualquier muchacha que haya conocido... y atrio, cosa que no suelo decir a nadie con frecuencia..., pero la verdad es que sólo haces que desee todavía más conquistar Stardock. ¿Puedes comprenderme?

Ahora hubo una larga pausa de silencio en la otra dirección.

—Bien —dijo ella por fin—. Eres voluntarioso y harás lo que tengas que hacer, pero te he advertido. Podría decirte más, ofrecerte razones para que desistas, discutir más, pero sé que al final se impondría tu testarudez... y el tiempo galopa. Tenemos que montar nuestros corceles y alcanzar a la luna. Bésame de nuevo, despacio, así.

El Ratonero estaba tendido al pie de la cama, bajo los globos ambarinos, y contemplaba a Keyaira, la cual yacía en sentido longitudinal, con los esbeltos hombros de color verde manzana y su rostro sereno y dormido apoyados en varias almohadas.

El aventurero cogió el extremo de una sábana y lo humedeció en el vino de una copa que estaba junto a su rodilla, y frotó con él el delgado tobillo derecho de Keyaira, tan suavemente que no hubo ningún cambio en el lento movimiento de su estrecho seno. El Ratonero acababa de limpiar todo el ungüento verdoso de un fragmento tan grande como la palma de su mano, y se inclinó para examinar su obra. Esta vez esperaba ver piel, o por lo menos el cosmético verde en la parte trasera del tobillo, pero no, lo que vio a través del pequeño rectángulo irregular que había limpiado era sólo el cubrecama que reflejaba la luz ambarina de los globos. Era aquél un misterio fascinante y desconcertante.

Dirigió una mirada inquisitiva a Hrissa, el cual yacía ahora en un extremo de la mesa baja, rodeado de los fantásticos frascos de perfume, mientras contemplaba a los ocupantes de la cama, con el hocico peludo apoyado en las patas. Al Ratonero le pareció que le miraba con desaprobación, por lo que se apresuró a recoger ungüento de otras partes de la pierna de Keyaira y embadurnar de nuevo la zona que había limpiado hasta que quedó más o menos cubierta de verde.

Se oyó entonces una risa tenue. Keyaira, ahora apoyada sobre los codos, le miraba a través de los párpados entrecerrados y provistos de largas pestañas.

Cuando habló, lo hizo en tono jocoso, pero con una voz somnolienta, aunque habría sido difícil decir si era real o fingida.

—Nosotros, los invisibles, sólo mostramos el lado externo de cualquier cosmético o atuendo que nos ponemos. Es un misterio que no pueden comprender quienes nos ven.

—Eres la reina del Misterio que camina entre las estrellas —dijo Ratonero, acariciando ligeramente los dedos de los pies verdes—, y yo soy el más afortunado de los hombres. Temo que esto sea un sueño y me despierte en los helados salientes de Stardock. ¿Por qué estoy aquí?

—Nuestra raza se extingue —dijo ella—, nuestros hombres se han vuelto estériles. Hirriwi y yo somos las únicas princesas que quedamos. Nuestro hermano Faroomfar tenía grandes deseos de ser nuestro consorte, pues todavía se jacta de su virilidad... fue él con quien te batiste... pero nuestro padre Oomforafor dijo: «Debe ser nueva sangre, la sangre de los héroes», y así los primos y Faroomfar, aunque este último muy en contra de su voluntad, deben volar de aquí para allá y dejar esos señuelos poéticos escritos en pergamino en lugares solitarios y peligrosos, donde es posible que tienten a los héroes.

—Pero ¿cómo pueden acoplarse los seres visibles y los invisibles? —preguntó el Ratonero.

Ella se rió complacida.

—¿Tan corta es tu memoria, Ratón?

—Quiero decir tener progenie —se corrigió él, un poco molesto porque ella había usado el apodo de su adolescencia—. Además, ¿no serían tales vástagos unos seres nebulosos, una mezcla de materia visible e invisible?

La máscara verde de Keyaira se agitó un poco de un lado a otro.

—Mi padre cree que semejante acoplamiento será fértil y que los niños engendrados serán invisibles, porque este rasgo es dominante con respecto a la visibilidad, pero que, sin embargo, se beneficiarán de otras maneras con la mezcla de sangre caliente y heroica.

—Entonces, ¿te ordenó tu padre que te acoplaras conmigo? —le preguntó el Ratonero, un poco decepcionado.

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