Al instante apareció en la arcada la esbelta esclava, Ivivis, cuyos ojos, cuando vio que Gwaay se había ido y los brujos estaban durmiendo, se abrillantaron como los de un gatito. Corrió hacia el Ratonero, se sentó en su regazo y le rodeó con sus ligeros brazos.
Fafhrd se ocultó en un oscuro pasillo lateral, al ver que Hasjarl avanzaba apresuradamente por el corredor que iluminaban las antorchas, junto a un funcionario ricamente ataviado, de rostro repugnante a causa de las verrugas y una fea cicatriz y los globos oculares de color rojo, y al otro lado un joven pálido y apuesto cuyos ojos daban una sensación extraña de vejez. Fafhrd no había visto nunca a Flindach ni, por supuesto, a Gwaay.
Hasjarl estaba claramente enojado, pues su rostro se contorsionaba y se retorcía las manos furiosamente, como empeñadas en una batalla a muerte. Sin embargo, sus ojos estaban completamente cerrados. Cuando pasó velozmente ante la boca del pasillo donde estaba Fafhrd, éste creyó atisbar un fragmento de tatuaje en el párpado más próximo a él.
El hombre de los ojos rojos decía:
—No es necesario que acudáis corriendo al banquete de vuestro padre, señor Hasjarl. Tenemos tiempo.
Hasjarl se limitó a responder con un gruñido, pero el joven pálido dijo dulcemente:
—Mi hermano siempre es un dechado de puntualidad.
Fafhrd salió de su escondrijo, contempló a los tres hombres que se perdían de vista y entonces giró sobre sus talones y siguió al aroma de hierro caliente que conducía a la cámara de tortura de Hasjarl.
Era una cámara ancha, de techo bajo abovedado y la más iluminada que Fafhrd había visto hasta entonces en aquellos sombríos y mal llamados Niveles Superiores.
A la derecha había una mesa baja, alrededor de la cual se agazapaban cinco hombres fornidos y rechonchos, más patizambos que Hasjarl y todos ellos enmascarados desde el labio superior para arriba. Roían ruidosamente huesos que cogían de una fuente enorme, al tiempo que tomaban una especie de cerveza, directamente de unos pellejos de cuero. Cuatro de las máscaras eran negras y una roja.
Cerca de ellos había una torre circular de ladrillo, alta como un hombre, en la parte superior de la cual ardía un fuego de brasas. La parrilla de hierro colocada encima estaba al rojo. El brillo de las brasas era casi blanco, pero una vieja medio calva, encorvada y vestida con harapos accionó lentamente un fuelle y las brasas volvieron a adquirir un rojo intenso.
A lo largo de las paredes estaban apoyados o colgaban diversos instrumentos de metal y cuero, que evidenciaban su maligna finalidad por su parecido con diversas superficies exteriores y orificios del cuerpo humano: botas, collares, máscaras, doncellas de hierro, embudos, etcétera.
A la izquierda, atada a un potro de tormento, estaba una muchacha rubia y agradablemente llenita, enfundada en una túnica blanca. Su mano derecha, introducida en una especie de guante de hierro, estaba tensada hacia una máquina con una manivela. Aunque las lágrimas humedecían su rostro, en aquel momento no parecía sufrir dolores.
Fafhrd se acercó a ella, al tiempo que sacaba apresuradamente de su faltriquera y se ponía en el dedo anular de la mano derecha el anillo macizo que le había dado Lankhmar, el emisario de Hasjarl, como una insignia de su amo. Era de plata y tenía un gran sello negro en el que estaba acuñado el signo de Hasjarl: un puño cerrado.
La muchacha abrió mucho los ojos, presa de nuevos temores, al ver la aproximación de Fafhrd.
Sin mirarla apenas al detenerse junto al potro de tortura, Fafhrd se volvió hacia la mesa a la que se sentaban los comensales enmascarados, los cuales le miraban ahora boquiabiertos. Tendiendo hacia ellos el dorso de su mano derecha, les dijo con dureza pero tranquilamente:
—Por la autoridad que me confiere este sello, liberad a Friska. —Inmediatamente musitó a la muchacha, por la comisura de la boca—: ¡Valor!
El personaje enmascarado que correteó hacia él como un terrier, no pareció reconocer en seguida el sello de Hasjarl, o no ser consciente de su importancia, pues se limitó a decir, agitando un dedo grasiento:
—Lárgate, bárbaro. Este bocado exquisito no es para ti. No pienses en satisfacer aquí tu brutal lujuria. Nuestro amo...
—Si no aceptas de una manera la autoridad del Puño Cerrado, tendrás que aceptarla de otra —le interrumpió Fafhrd, y cerrando el puño en el que exhibía el anillo, lo descargó contra la sebosa mandíbula del torturador, el cual cayó al suelo y quedó inmóvil.
Fafhrd se volvió en seguida hacia los demás comensales, levantados a medias de sus asientos, y empuñando a Vara Gris, pero sin desenvainarla, apoyó el otro puño en la cadera y se dirigió al de la máscara roja, gritando de un modo similar al de Hasjarl:
—Nuestro Amo del Puño se lo ha pensado mejor y me ha ordenado que venga en busca de Friska, a fin de que pueda seguir actuando con ella durante la cena para entretener a quienes le acompañan. ¿Acaso queréis que un nuevo servidor, como yo mismo, informe a Hasjarl de vuestra negligencia y demora? Soltadla en seguida y no diré nada. —Apuntó con un dedo a la bruja que estaba al lado del fuelle—. ¡Tú! Trae su vestido.
Los enmascarados se incorporaron de inmediato dispuestos a obedecer, con las máscaras caídas sobre la boca y el mentón. Musitaron excusas, pero el nórdico hizo caso omiso. Incluso aquel al que había golpeado se puso en pie tambaleándose y trató de ayudar.
Bajo la supervisión de Fafhrd, le muchacha había sido liberada del dispositivo que le retorcía la muñeca, y estaba sentada en el borde del potro cuando llegó la bruja con un vestido y unas zapatillas muy adornadas. Antes de que la joven pudiera coger sus ropas, Fafhrd se apoderó de ellas, la tomó del brazo izquierdo y le hizo incorporarse bruscamente.
—Ahora no hay tiempo para eso —le dijo—. Dejaremos que Hasjarl decida cómo quiere que vistas para el juego. —Dicho esto, salió de la cámara de tortura, tirando de la muchacha, aunque otra vez musitó por la comisura de la boca—: Valor.
Cuando doblaron la primera curva del corredor y llegaron a una bifurcación oscura, el nórdico se detuvo y miró a la joven con el ceño fruncido. El miedo se reflejaba en sus ojos y se apartaba de él, pero se sobrepuso y le dijo con voz clara aunque temblorosa:
—Si me violas por el camino se lo diré a Hasjarl.
—No tengo intención de violarte sino de rescatarte, Friska —se apresuró a asegurarle Fafhrd—. Eso de que Hasjarl me ha enviado a buscarte no ha sido más que un truco. ¿Conoces algún lugar secreto donde pueda ocultarte durante unos días? ¡Hasta que huyamos de estas criptas mohosas para siempre! Te procuraré alimento y bebida.
Al oír esto, Friska pareció más asustada.
—¿Quieres decir que Hasjarl no ha ordenado esto? ¿Y que piensas huir de Quarmall? Oh, extranjero, Hasjarl sólo me habría retorcido la muñeca un poco más, quizá no me habría lisiado mucho, sólo habría acumulado unas cuantas indignidades más y, ciertamente no me habría quitado la vida. Pero si llegara a sospechar que he intentado huir de Quarmall... ¡Vuelve a llevarme a la cámara de tortura!
—No haré tal cosa —dijo Fafhrd, irritado—. Ten valor, muchacha. Quarmall no es el mundo entero, no es las estrellas y el mar. ¿Dónde hay una habitación secreta?
—Es inútil —dijo ella con voz temblorosa—.Jamás podríamos escapar. Las estrellas son un mito. Llévame a la cámara.
—¿Y quedar como un idiota? No —replicó ásperamente Fafhrd—. Te voy a rescatar de Hasjarl y también de Quarmall. hazte a la idea, Friska, pues es una decisión inamovible. Si intentas gritar, haré que te calles. Vamos, ¿dónde hay una habitación secreta? —Estaba tan exasperado que casi le retorció la muñeca, pero se detuvo a tiempo y se limitó a acercarle su rostro y ordenarle—: ¡Piensa!
La muchacha tenía un aroma como de brezo que se imponía al olor salobre del sudor y las lágrimas.
Con la mirada perdida y un hilo de voz, la muchacha dijo entonces:
—Entre los Niveles Superior e Inferior hay un gran salón con muchas habitaciones anexas. Dicen que en otro tiempo fue una parte de Quarmall llena de vida, pero ahora es un terreno disputado entre Hasjarl y Gwaay. Ambos lo reclaman, pero ninguno lo cuida, ni siquiera le limpian el polvo. Se conoce como el Salón Espectral. —Su voz se hizo más tenue todavía—. Cierta vez el paje de Gwaay me rogó que nos encontráramos allí, pero no me atreví.
—Ajá, ése es el lugar que necesitamos —dijo Fafhrd, sonriente—. Vamos allá.
—Pero no recuerdo el camino —protestó Friska—. El paje de Gwaay me lo dijo, pero intenté olvidarlo...
Fafhrd había visto una escalera de caracol en el pasillo que se bifurcaba, y se dirigió a ella, llevando a Friska cogida de la mano.
—Sabemos que lo primero que hemos de hacer es bajar. Tu memoria mejorará con el movimiento, Friska.
El Ratonero Gris e Ivivis se habían solazado con tantos besos y caricias como parecía prudente en la Sala de Brujería de Gwaay, que ahora era más bien la Sala de los Brujos Durmientes. Luego, inducido sobre todo por Ivivis, habían visitado una cocina cercana, donde consiguió con sus halagos que la rolliza cocinera le diera tres rodajas grandes y delgadas de inequívoca chuleta de buey poco hecha, que devoró con gran satisfacción.
Aplacado por lo menos uno de sus apetitos, el Ratonero consintió en seguir el pequeño paseo e incluso detenerse a mirar una plantación de setas. Aquella visión de las hileras de hongos blancos que se extendían entre las columnas de roca, se difuminaban, estrechaban y convergían hacia el infinito, en la oscuridad con olor a amoníaco, fue de lo más extraño.
Por entonces el Ratonero y la muchacha habían intimado tanto que las bromas presidían su conversación. Él la acusaba de tener muchos amantes a los que atraía con su gracia y su belleza, mientras que ella lo negaba con firmeza, pero finalmente admitió que había un cierto Ivivis, paje de Gwaay, por quien en otro tiempo su corazón había latido una o dos veces con más rapidez.
—Y será mejor que te andes con cuidado, Invitado Gris —le advirtió, agitando ante él un esbelto dedo—, pues sin duda es el más impetuoso y el más hábil de los espadachines de Gwaay.
Entonces, para cambiar de tema y recompensar al Ratonero por su paciencia al contemplar la plantación de setas, le cogió de la mano y le llevó a una bodega, donde rogó mimosa al viejo e irritable despensero que le diera a su compañero una gran vasija de fluido ambarino. El Ratonero comprobó encantado que era la más pura y potente esencia de uvas sin ninguna mezcla amarga.
Con dos de sus apetitos ahora satisfechos, el tercero volvió a acometer al Ratonero con más vehemencia. Ya no podía contentarse con coger a la joven de la mano, y la túnica verde claro de ésta ya no era un objeto de admiración y cumplidos, sino sólo una barrera de la que debía prescindir lo antes posible y con el menor decoro posible.
Tomando la iniciativa, la llevó directamente como le permitía su recuerdo de la ruta hacia el que había elegido para ocultar su botín, a dos niveles por debajo de la Sala de Brujería de Gwaay. Finalmente, encontró el corredor que buscaba, en una de cuyas paredes colgaban gruesos tapices purpúreos e iluminado por unos escasos candelabros de cobre que colgaban del techo de roca con tres gruesas cadenas del mismo metal y sujetaban tres velas negras.
Ivivis le había seguido hasta allí fingiendo de vez en cuando una coqueta resistencia y haciendo un mínimo de preguntas aparentemente inocentes sobre lo que él se proponía hacer y por qué era necesario tal apresuramiento. Pero entonces sus vacilaciones se hicieron convincentes, sus ojos empezaron a reflejar una inquietud verdadera, incluso temor, y cuando el aventurero se detuvo junto a la ranura entre los tapices, ante la puerta de su cuarto, y con la sonrisa más cortesana y lasciva le indicó que habían llegado a su destino, ella retrocedió, ahogando una exclamación con el dorso de la mano.
—Ratonero Gris —susurró rápidamente, su expresión a la vez asustada e implorante—. Hay algo que debí haberte confesado antes y que he de decirte en seguida. Por una de esas malignas y burlonas coincidencias tan frecuentes en Quarmall, has elegido para escondrijo la misma cámara donde...
Fue una suerte para el Ratonero que tomara en serio la expresión y el tono de Ivivis, que fuese por naturaleza sensible y desconfiado y, en particular, que notara en los tobillos una ligera pero extraña corriente de aire que salía de debajo del tapiz, pues, sin otra advertencia, un puño que sostenía una daga atravesó la ranura entre los tapices en dirección a su garganta.
Con el borde de su mano izquierda, que había levantado para indicar a Ivivis el lugar donde iban a acostarse, el Ratonero desvió a un lado el brazo enfundado en una manga negra.
—¡Klevis! —exclamó la muchacha, con voz ahogada.
Con la mano derecha, el Ratonero cogió la muñeca de su atacante y la torció, mientras, simultáneamente, con la mano izquierda extendida le embestía por la axila.
Pero la presa del Ratonero, hecha apresuradamente, era imperfecta. Además, Klevis no estaba dispuesto a resistir y sufrir la rotura o dislocación del brazo de aquella manera. Girando con el movimiento de torsión del Ratonero, dio una voltereta hacia adelante.
El resultado fue que Klevis perdió su daga, que cayó con un ruido apagado sobre la gruesa alfombra, pero se liberó indemne de su oponente y, tras otras dos volteretas, se puso en pie sin esfuerzo, dándose la vuelta al tiempo que blandía un estoque.
Por entonces, el Ratonero había desenvainado Escalpelo y también su daga, Garra de Gato, pero mantenía esta última a su espalda. Atacó cautamente, con fintas de sondeo. Cuando Klevis contraatacó fuertemente se retiró, parando cada fiera estocada en el último momento, de modo que una y otra vez la hoja enemiga zumbaba cerca de él.
Klevis atacaba con saña. El Ratonero paraba las estocadas, esta vez sin retirarse. Un instante después quedaron cuerpo a cuerpo, sus estoques entrelazados cerca de las empuñaduras y por encima de sus cabezas.
Volviéndose un poco, el Ratonero detuvo la rodilla de Klevis dirigida contra su ingle, mientras que con la daga que Klevis no había visto, le hería desde abajo. Garra de Gato penetró bajo el esternón de Klevis, perforándole el hígado, las entrañas y el corazón.
Soltando su daga, el Ratonero empujó el cuerpo para apartarlo de sí y se volvió.
Ivivis estaba ante ellos, con la daga de Klevis en la mano, preparada para golpear.