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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (24 page)

El número del personal reunido parecía contradecir los temibles rumores que se habían propagado al amanecer sobre una guerra secreta que había tenido lugar durante la noche entre los Niveles, y Brilla se sintió tranquilizado.

Más importantes y mejor situados eran los dos grupos de secuaces de Hasjarl y Gwaay, un grupo a cada lado de la pira. Sólo estaban ausentes los brujos de los dos hermanos, observó Brilla con una punzada de inquietud, aunque no quiso especular sobre las razones de tal ausencia.

Muy por encima de esta masa de humanidad mezclada, en lo alto de los muros, estaban los guardianes siempre silenciosos y alertas, los cuales permanecían inmóviles en sus puestos, con las hondas colgando de sus manos, preparados para reaccionar de inmediato en caso de peligro. Los muros de Quarmall jamás habían sido asaltados, y nunca un esclavo había salido vivo al mundo exterior.

Brilla estaba admirablemente situado para observar todo lo que ocurría. A su derecha, proyectándose desde la pared del patio, estaba el balcón desde donde Hasjarl y Gwaay contemplarían la cremación del cadáver de su padre; a su izquierda, proyectada de manera similar, estaba la plataforma desde la que Flindach dirigiría los rituales. Brilla estaba sentado cerca de la puerta a través de la que pasaría el cuerpo de Quarmall hacia su purificación final por el fuego. Se limpió el sudor de sus fofas mejillas con el borde de su túnica y se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que comenzara la ceremonia. El sol no podía estar ya lejos de lo alto del muro, y con sus primeros rayos se iniciarían los ritos.

En aquel momento se oyó la vibración tremenda y apagada del gong enorme. Los reunidos volvieron las cabezas y se oyó el rumor de muchos cuerpos, que se movieron un instante; luego volvió a hacerse el silencio. En el balcón de la izquierda apareció Flindach.

El jefe de los magos tenía la cabeza cubierta por la Capucha de la Muerte, y sus ropas eran de grueso brocado de colores severos. En su cintura brillaba el símbolo dorado del poder, unas aspas de ventilador inscritas en un círculo, que Flindach, como Alto Mayordomo, debía conservar inviolado mientras la sede de Quarmall estuviera vacante.

Flindach alzó los brazos hacia el lugar por donde el sol no tardaría en aparecer y entonó el Himno de Salutación. Mientras lo hacía, los primeros rayos amarillos llegaron a los ojos de los que aguardaban en el patio. De nuevo aquella vibración sorda, que estremecía los mismos huesos de quienes estaban más cerca del gong, y en el otro balcón, frente a Flindach, aparecieron Gwaay y Hasjarl, ambos con atuendo similar pero diademas y cetros de forma distinta. Hasjarl llevaba en la frente una cinta de plata con zafiros incrustados, y sostenía el cetro de los Niveles Superiores, cuyo extremo terminaba en forma de puño cerrado. Gwaay llevaba una diadema taraceada con rubíes, y su cetro tenía en el extremo un gusano atravesado por una daga. Por lo demás, los dos hermanos vestían idénticamente con túnicas de ceremonia del rojo más oscuro, sujetas con anchos cinturones de cuero negro. No llevaban armas ni ningún otro ornamento, pues no estaban permitidos en tales ocasiones.

Una vez sentados en los altos taburetes puestos a su disposición, Flindach se volvió hacia la puerta más próxima a Brilla y empezó a cantar. Un coro oculto respondió a su voz potente, así como algunos de los grupos que aguardaban en el patio. Por tercera vez sonó el gong monstruoso, y cuando sus últimos ecos se desvanecían, apareció el cuerpo de Quarmal, transportado en una litera. Lo acarreaban las seis esclavas lankhmarianas y le seguían las mingolas. Este pequeño grupo era todo lo que quedaba de las muchas mujeres que habían dormido en la cama de Quarmal.

Brilla se preguntó sobresaltado, dónde estaba Kewissa, la de Ilthmarix, la favorita del viejo Señor. Él mismo había dispuesto la colocación de las mujeres. Kewissa no podía...

Lentamente, a lo largo de un sendero de cuerpos postrados, la litera avanzó hacia la pira. Colocaron el cadáver de Quarmall en posición sentada, y se movió de un modo horrible, como si estuviera aún vivo, debido a que las esclavas se tambaleaban bajo la carga excesiva. Estaba ataviado con ropas de seda púrpura y llevaba en la frente las cintas doradas de Señor de Quarmall. Las manos largas y delgadas, otrora tan activas en la práctica de la necromancia y los encantamientos, estaban entrelazadas rígidamente sobre el tratado de astrología que había sido su libro de cabecera durante toda su vida. Sobre su muñeca, encapuchado y encadenado, estaba posado un gerifalte, y a los pies de su amo muerto yacía su leopardo de carreras favorito, inmóvil en la quietud de la muerte. Los que fueron ojos terribles de Quarmall estaban cubiertos de cera; aquellos ojos que habían presenciado tanta muerte estaban ahora muertos para siempre.

Aunque Brilla seguía inquieto por la ausencia de Kewissa, alentó a las demás muchachas cuando pasaron por su lado, y una de ellas le dirigió una melancólica sonrisa. Todas sabían que era un honor acompañar a su amo al otro mundo, pero ninguna lo deseaba en especial. Sin embargo, poco era lo que podían hacer, excepto seguir las instrucciones. Brilla sintió lástima de ellas. Eran muy jóvenes, tenían cuerpos lujuriosos y eran capaces de proporcionar mucho placer a un hombre, pues él las había adiestrado bien. Pero era preciso seguir la costumbre. ¿Cómo era posible que Kewissa... ? Brilla no quiso seguir especulando.

La litera ascendió por la rampa. Aumentó el volumen y el ritmo del cántico, a medida que las esclavas con su carga se acercaban a la cima de la pira, y los rayos del sol, que ahora incidían de pleno en el rostro muerto de Quarmal, se reflejaban en el cabello y la piel blanca de las esclavas de Lankhmar, que con sus compañeras se habían arrojado a los pies de Quarmal.

De súbito, Flindach bajó los brazos y se hizo el silencio, un silencio absoluto que contrastaba de un modo sorprendente con el cántico mesurado y el fragor de los gongs.

Gwaay y Hasjarl permanecían inmóviles, mirando fijamente la figura del que había sido Señor de Quarmall.

Flindach alzó de nuevo los brazos y de la puerta opuesta a aquélla por donde habían traído el cadáver de Quarmal salieron ocho hombres. Cada uno llevaba una antorcha e iba desnudo, con excepción de una capucha púrpura que le ocultaba el rostro. Acompañados por las ásperas notas de gong, corrieron rápidamente a la pira, se colocaron dos a cada lado y, aplicando sus antorchas a la leña preparada, saltaron sobre las llamas que ellos mismos habían prendido y, trepando hasta lo alto de la pirámide truncada, abrazaron lascivamente a las esclavas.

Las llamas engulleron en seguida la madera impregnada de resina y aceite. Por un momento pudieron verse, a través de la espesa humareda, las formas entrelazadas y contorsionadas de los esclavos, y la delgada figura del difunto Quarmal, que miraba a través de los párpados cerrados directamente al sol. Entonces, aterrado por el calor y el humo acre, el gran halcón chilló airado y se alzó aleteando de la muñeca de su amo. Las cadenas le retuvieron, pero todos pudieron ver el brazo de Quarmall que se levantaba en un gesto de sublime despedida antes de que el humo lo ocultara por completo. El crescendo del canto llegó a su punto culminante y cesó bruscamente, al tiempo que Flindach indicaba con un gesto que los ritos habían terminado.

Mientras las ávidas llamas consumían rápidamente la pira y la carga que ésta soportaba, Hasjarl rompió el silencio impuesto por la costumbre. Se volvió hacia Gwaay y, acariciando el pomo de su cetro, con una sonrisa maligna, habló así:

—¿Ja! Habría sido muy grato verte entre las llamas, Gwaay, casi tanto como lo ha sido ver gesticular a nuestro progenitor después de su muerte. ¡Date prisa, hermano! Todavía tienes una oportunidad de inmolarte y conseguir fama e inmortalidad.

Soltó una risotada y su boca se cubrió de baba.

Gwaay acababa de hacer una seña casi imperceptible a un paje que estaba a su lado, el cual se alejó apresuradamente. Al joven Señor de los Niveles Inferiores no le había divertido lo más mínimo la broma inoportuna de su hermano, pero se encogió de hombros, sonriente, y replicó en tono sarcástico:

—Prefiero una muerte menos dolorosa, pero la idea es buena y la tendré en cuenta. —Con una voz más profunda, añadió—: Más nos habría valido nacer muertos, antes que desperdiciar nuestras vidas con odios inútiles. Pasaré por alto tus polvos y tus huracanes narcotizantes e incluso tus apestosas brujerías, y haré un pacto contigo. Por los dioses sombríos que rigen bajo la colina de Quarmall y por el Gusano que es mi signo, juro que para mí tu vida es sacrosanta. ¡No te atacaré con hechizos ni acero ni venenos!

Gwaay se puso en pie al terminar y miró directamente a su hermano.

Cogido por sorpresa, Hasjarl permaneció un instante en silencio y una expresión de perplejidad apareció en su rostro; luego un gesto despectivo distorsionó sus delgados labios, y replicó:

— ¡Así que me temes más de lo que creía! ¡Y tienes motivos para ello! Sin embargo, la sangre de ese viejo convertido en cenizas corre por tus venas, y siento por ti cierta ternura fraternal. ¡Sí, pactaré contigo, Gwaay! Por los Antiguos que se deslizan por las profundidades etéreas y por el Puño que es mi emblema, juraré que tu vida es sacrosanta... ¡hasta que te aplaste!

Y con una risa maligna, Hasjarl bajó de su taburete, como una comadreja deforme, y se perdió de vista.

Gwaay permaneció inmóvil, con la mirada fija en el espacio donde había estado sentado Hasjarl. Entonces, seguro de que su hermano ya no estaba presente, se dio unas fuertes palmadas en los muslos y, convulso a causa de una risa que no exteriorizaba, musitó sin dirigirse a nadie en particular:

—Incluso a las liebres más arteras se las captura con trampas sencillas.

Aún sonriente, se volvió para contemplar la danza de las llamas.

Lentamente, los pequeños grupos fueron conducidos a los pasadizos por los que habían venido y el patio se quedó de nuevo vacío, con excepción de los esclavos y sacerdotes cuyos deberes les retenían allí.

Gwaay se quedó contemplando la escena durante algún tiempo, y luego también él dejó el balcón y entró en las habitaciones. Una débil sonrisa seguía aferrada a las comisuras de su boca, como si recordara alguna ocurrencia divertida.

—... Y por la sangre de aquel a quien no es posible mirar sin perder la vida...

De este modo solemne invocaba el Ratonero, mientras con los ojos cerrados y los brazos extendidos enviaba el hechizo que le había facilitado Sheelba del Rostro sin ojos y que destruiría a todos los brujos por debajo del Primer Rango a una distancia indeterminada alrededor del lugar donde se pronunciaba el hechizo... Era de esperar que esa distancia fuese de varias millas y que los brujos de Hasjarl quedaran reducidos a polvo.

Tanto si su gran hechizo surtía efecto como si no —y en el fondo tenía serias dudas al respecto—, el Ratonero estaba muy satisfecho de su representación. Dudaba de que el mismo Sheelba lo hubiera hecho mejor. ¡Qué magníficos tonos profundos de pecho! Ni siquiera Fafhrd le había oído jamás declamar así.

Sintió deseos de abrir los ojos por un momento para observar los efectos que causaba su representación en los magos de Gwaay —sin duda le estarían mirando boquiabiertos, a pesar de su altanería—, pero las instrucciones de Sheelba eran muy rigurosas sobre este punto: los ojos debían estar completamente cerrados mientras se recitaban las últimas frases del hechizo y se pronunciaban las palabras prohibidas, pues incluso el más leve parpadeo podía anularlo. Evidentemente, se suponía que los magos son ajenos a la vanidad o la curiosidad... ¡Qué latazo!

De súbito, en la oscuridad de su cabeza, percibió el contacto con otra oscuridad mayor, una oscuridad maléfica y potente, de la que la luz es sólo la ausencia. Se estremeció y se le erizó el vello. Un sudor frío se deslizó por su rostro. Casi tartamudeó cuando iba por la mitad de la palabra mágica «slewerisophnak». Pero hizo un esfuerzo supremo de concentración y la terminó sin ningún error.

Cuando las últimas notas de su voz dejaron de rebotar entre el techo abovedado y el suelo, el Ratonero abrió un ojo y miró a hurtadillas a su alrededor. Entonces abrió el otro ojo. Estaba demasiado sorprendido para hablar. Por otro lado, ¿a quién se habría dirigido de haber podido hablar? La larga mesa, a uno de cuyos extremos se hallaba, no tenía ningún ocupante. Donde hacía unos instantes se habían sentado once de los magos más importantes de Quarmall —brujos del Primer Rango, cargo que cada uno de ellos había jurado sobre su negro tratado de astrología— sólo había espacio vacío.

El Ratonero les llamó en voz baja. Era posible que aquellos individuos provinciales se hubieran asustado ante la majestad de su discurso lankhmariano y se hubiesen escondido debajo de la mesa. Pero no obtuvo respuesta.

Habló en tono más alto. Sólo se percibía el crujido incesante de los ventiladores, aunque al cabo de cuatro días de permanencia en aquellos parajes subterráneos eran casi tan poco discernibles como la circulación de la sangre por las venas. El Ratonero se encogió de hombros y se arrellanó en su asiento.

—Si esos viejos embaucadores ponen pies en polvorosa, ¿qué ocurrirá a continuación? —murmuró para sí mismo—. ¿Y si huyen todos los sicarios de Gwaay?

Mientras empezaba a planear la estrategia que adoptaría si llegaba a ocurrir tal cosa, miró sombríamente el ancho sillón de respaldo alto cerca de donde él estaba, en el que se había sentado el que parecía más osado de los archimagos de Gwaay. Sólo había un taparrabos blanco algo arrugado..., pero sobre el paño se veía algo que hizo reflexionar al Ratonero: un montoncito de floculento polvo gris.

El Ratonero emitió un ligero silbido entre los dientes y se levantó para ver mejor los asientos restantes. En cada uno de ellos había lo mismo: un taparrabos limpio, algo arrugado, como si lo hubieran usado durante cierto tiempo, y, sobre el paño, un montoncito de polvo grisáceo.

En el otro extremo de la larga mesa, una de las fichas negras, que había permanecido erecta sobre su borde, rodó lentamente fuera del tablero y cayó al suelo con un ruido leve, que al Ratonero le pareció el último sonido del mundo.

Se levantó muy lentamente y con pasos silenciosos, gracias a sus mocasines de piel de rata, se dirigió a la arcada más próxima, ante la que había corrido unas gruesas cortinas antes de practicar su gran hechizo. Se preguntaba cuál habría sido el radio de acción de éste, hasta dónde había llegado e incluso si se había detenido, pues si, por ejemplo, Sheelba hubiera subestimado su poder y desintegrado no sólo a los brujos, sino también...

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