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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (28 page)

Por la misma arcada entró con paso vivo un brujo de baja estatura, vestido con una túnica negra y una capucha, que ocultaba sus facciones, y detrás de él, como su sombra, una figura algo más pequeña y vestida del mismo modo.

El Brujo Negro se situó a un lado de la litera, algo por delante de ésta, mientras que su acólito lo hacía detrás de él, a su derecha, y, alzando a lo largo de su capucha una varita terminada en una brillante estrella de plata, dijo en voz alta e impresionante:

— ¡Hablo por Gwaay, Amo de los Demonios y Señor de Quarmall..., como vamos a demostrar!

El Ratonero utilizaba su voz taumatúrgica más profunda, que nadie salvo él había oído jamás, excepto cuando hizo desaparecer a los brujos de Gwaay... y, bien mirado, tampoco en aquella ocasión la oyó nadie, o no vivió para recordar que la había oído. Estaba disfrutando de veras, maravillado de su propia audacia.

Hizo una pausa ni más ni menos larga de lo necesario, y entonces, señalando con su varita el bulto que yacía sobre la litera, alzó su otro brazo con gesto imperioso, la palma adelantada, y ordenó:

—¡De rodillas, sabandijas, todos vosotros, y rendid pleitesía a vuestro único dirigente legítimo, el Señor Gwaay, ante cuyo nombre los demonios se acobardan!

Algunos de aquellos necios situados en primera fila le obedecieron —era evidente que Hasjarl los había intimidado a la perfección— mientras que la mayoría de los otros miraban aprensivamente la figura arropada en la litera... Desde luego, era una ventaja disponer de Gwaay tendido e inmóvil, encarnando el aspecto más atroz de la Muerte, pues así constituía una amenaza más misteriosa.

Mirando por encima de sus cabezas desde la caverna de su capucha, el Ratonero distinguió al que supuso era el campeón de Hasjarl —¡dioses, era un gigante, tan grande como Fafhrd! —, y buen psicólogo, si aquella bolsa de seda roja con la que se cubría la cabeza era su propia idea. Al Ratonero no le gustaba la idea de enfrentarse a un tipo como aquel, pero si había suerte, las cosas no llegarían tan lejos.

Entonces, de entre las filas de los guardias atemorizados, a los que apartaba azotándolos con un látigo corto, salió un personaje encorvado vestido con una túnica escarlata... ¡Hasjarl por fin!, y destacando en primer plano, como exigía la trama.

La fealdad y el frenesí de Hasjarl sobrepasaban las expectativas del Ratonero. El Señor de los Niveles Superiores se acercó a la litera y durante un momento no hizo más que contorsionarse, balbucear y babear como un idiota. De repente encontró la voz y ladró de un modo impresionante y a buen seguro más alto que sus grandes sabuesos:

—Por derecho de muerte..., sufrida recientemente o hace muy poco..., por mi padre, destruido por los astros y convertido en cenizas... hace muy poco por mi impío hermano, alcanzado por mis encantamientos, y que no se atreve a hablar por sí mismo, sino que debe pagar a charlatanes..., yo, Hasjarl, me proclamo único Señor de Quarmall... ¡y de todo cuanto existe en él, hombres o demonios!

Dicho esto, Hasjarl empezó a volverse, seguramente para ordenar a algunos de sus guardias que apresaran al grupo de Gwaay, o tal vez para indicar a sus brujos que le atacaran con sus conjuros mágicos, pero en aquel instante el Ratonero batió palmas sonoramente. A esta señal, Ivivis, que se había situado entre él y la litera, echó atrás su capucha, abrió su manto y dejó que las prendas cayeran a sus palmas casi en un solo movimiento continuo, y lo que reveló dejó paralizados a los presentes, incluso a Hasjarl, como el Ratonero había sabido que ocurriría.

Ivivis vestía una túnica de seda negra transparente —un tenue ópalo oscuro que brillaba sobre la piel pálida y la figura esbelta y juvenil— pero cubría su rostro con la máscara blanca de una bruja, sonriente, mostrando sus colmillos, y con los ojos de fiera mirada, rojos donde debían ser blancos, tal como los había pintado el Ratonero siguiendo instrucciones de Gwaay, que hablaba a través de su máscara de plata. Los largos cabellos que enmarcaban aquel rostro eran verdes entreverados de blanco, y algunas hebras le colgaban sobre los hombros. Sostenía en la mano derecha, en ademán ritual, un gran cuchillo de podar.

El Ratonero señaló a Hasjarl, en quien los ojos de la máscara ya estaban fijos, y ordenó con su voz más profunda:

—¡Tráeme a ése, oh, Madre Bruja!

Ivivis avanzó con decisión.

Hasjarl retrocedió un paso y miró horrorizado a su vengadora, de cabeza monstruosa y cuerpo como el de una diablesa doncella, con los ojos de su padre para intimidarle y el cruel cuchillo para sugerir que sería juzgado por las muchachas a las que había torturado a muerte o lisiado para toda la vida.

El Ratonero supo que el éxito estaba al alcance de su mano.

En aquel instante se oyó en el otro extremo de la sala un sonido de gong apagado, tan profundo como agudo había sido el de Gwaay, y con una vibración estremecedora. Entonces, desde cada lado de la estrecha arcada negra en el extremo opuesto de la sala, se alzaron dos crepitantes columnas de fuego blanco, que atrajeron todas la miradas y anularon el hechizo del Ratonero. La reacción inmediata de éste fue maldecir a quien mostraba una puesta en escena tan superior.

El humo ascendía hacia las grandes losas negras del techo, mientras las columnas fueron empequeñeciéndose hasta adoptar la altura de un hombre, y salió de entre tres de ellas la figura de Flindach con su manto recamado y el Símbolo Dorado de Poder en la cintura, pero con la Capucha de la Muerte echada hacia atrás para mostrar su rostro marcado y verrugoso y sus ojos como los de la máscara de Ivivis. El Alto Mayordomo abrió los brazos en un gesto implorante aunque orgulloso, y con su voz profunda y resonante que llenó la Sala Espectral, dijo así:

—¡Oh, Gwaay! ¡Oh, Hasjarl! En nombre de vuestro padre incinerado y ahora más allá de las estrellas, y en nombre de vuestra abuela, cuyos ojos son también los míos, pensad en Quarmall, pensad en la seguridad de vuestro reino y en cómo vuestras guerras lo devastan. Cesad en vuestras hostilidades, abjurad de vuestros oídos fraternales y decidid ahora la sucesión a suertes... El ganador será el Señor Supremo, mientras que el perdedor partirá al instante con una gran escolta y cofres de tesoros, viajará a través de las Montañas del Hambre, el desierto y el Mar Oriental, y residirá en las Tierras Orientales, con toda comodidad y alta dignidad. O, si no queréis echarlo a suertes del modo acostumbrado, que los leones combatan a muerte para decidirlo, y lo demás será exactamente igual. ¡Oh, Hasjarl, oh, Gwaay, he dicho!

El gran mago se cruzó de brazos y permaneció entre las dos columnas de fuego blanco, que seguían ardiendo tan altas como él.

Fafhrd había aprovechado la conmoción para arrebatar su espada y su hacha a los asustados guardias que las sostenían, y para acercarse a Hasjarl como para protegerle a pecho descubierto delante de sus hombres. Ahora el nórdico tocó ligeramente a Hasjarl con el codo y le susurró a través de la bolsa que le enmascaraba:

—Sería mejor que aceptaras lo que propone. Yo conquistaré tu sofocante y odioso reino subterráneo para ti..— Sí, y una vez recompensado me marcharé de él más rápido todavía que Gwaay.

Hasjarl hizo una mueca airada y, volviéndose hacia Flindach, gritó:

—¡Yo soy aquí el Señor Superior, y no tengo necesidad de decidirlo a suertes! ¡Dispongo de mis archimagos para destruir a cualquiera que me desafíe con brujerías! ¡Yo y mi campeón acabaremos con quien se atreva a atacarme con su espada!

Fafhrd aspiró hondo y dirigió una mirada furibunda al príncipe deforme. El silencio que siguió a la baladronada de Hasjarl fue cortado, como con una afilada hoja de acero, por la fina voz que surgió del bulto tendido en la litera, rodeado por sus cuatro esclavos impasibles, o de algún punto situado por encima.

—Yo, Gwaay de los Niveles Inferiores, soy el Señor Supremo de Quarmall, y no mi desdichado hermano aquí presente, por cuya alma condenada me apeno. Y tengo encantamientos que han salvado mi vida de sus brujerías más malignas, y un campeón que hará trizas al suyo.

Aquella voz, al parecer mágica, intimidó a todos excepto a Hasjarl, el cual rió entre dientes, contorsionándose, y luego, como si él y su hermano fuesen niños en una sala de juegos, gritó:

— ¡Mentiroso podrido, fanfarrón afeminado, charlatán insignificante! ¿Dónde está ese gran campeón tuyo? ¡Llámale! ¡Ordénale que se presente! ¡Confiesa ahora que no es más que un invento de tu imaginación moribunda! ¡Ja, ja, ja!

Al oír esto, todos empezaron a mirar a su alrededor, algunos pensativos, otros con aprensión. Pero como no aparecía ninguna figura, desde luego ninguna con aspecto guerrero, algunos de los hombres de Hasjarl empezaron a reír con él. Otros no tardaron en imitarles.

El Ratonero Gris no tenía deseos de arriesgar su piel, no con aquel campeón de Hasjarl que parecía un enemigo imponente, armado con un hacha como la de Fafhrd y ahora, al parecer, actuando incluso como consejero de su señor —quizá una especie de capitán general entre bastidores, como él lo era de Gwaay—, pero sentía la tentación casi irresistible de aprovechar la oportunidad para coronar todas las sorpresas con una sorpresa maestra.

En aquel instante se oyó de nuevo la misteriosa voz metálica de Gwaay, que no procedía de sus cuerdas vocales, pues éstas se estaban pudriendo, sino que estaba creada por una fuerza de su voluntad imperecedera que dominaba a los invisibles átomos del aire.

—Desde las más negras profundidades, invisible para todos, en el mismo centro de la sala... ¡Preséntate, mi campeón!

Esto fue demasiado para el Ratonero. Ivivis había vuelto a cubrirse con el manto y la capucha negros mientras Flindach hablaba, sabedora de que el terror de su máscara de bruja y su forma de doncella era huidizo, y volvía a estar al lado del Ratonero, como su acólito. Él le entregó su varita con gesto rígido, sin mirarla, y llevándose las manos al cuello del manto, lo desató al tiempo que se echaba la capucha atrás. Las prendas cayeron a su espalda. Desenvainó a Escalpelo, saltó los tres escalones hasta la sección elevada del suelo y se agazapó, con la espada alzada por encima de la cabeza, componiendo una figura amenazante aunque algo pequeña, y colgados del cinto una daga... y un pequeño pellejo de vino.

Entretanto Fafhrd, que había estado mirando a Hasjarl para decirle unas últimas palabras, se quitó ahora la máscara roja, desenvainó a Vara Gris y avanzó hacia el centro con un brío intimidante.

Los dos hombres se vieron y reconocieron.

La pausa que siguió fue para los espectadores un nuevo testimonio de lo temible que cada uno era para el otro...; uno tan alto y poderoso el otro un brujo metamorfoseado. Era evidente que se intimidaban mutuamente.

Fafhrd fue el primero en reaccionar, quizá porque desde el principio le había chocado algo extrañamente familiar en los ademanes y el discurso del Brujo Negro. Empezó a soltar una carcajada, pero en el último momento logró cambiarla por unos gritos desaforados:

—¡Embaucador! ¡Charlatán! ¡Mago de pacotilla! ¡Husmeador de hechizos! ¡Sapo enano!

El Ratonero, quizá más sorprendido porque había observado el parecido del campeón enmascarado con Fafhrd, pero sin sospechar que pudiera ser él realmente, siguió ahora el juego de su camarada... justo a tiempo, pues también había estado a punto de echarse a reír, y replicó:

— ¡Fanfarrón! ¡Camorrista presuntuoso! ¡Indecente manoseador de chiquillas! ¡Palurdo! ¡Zafio! ¡Pies grandes!

Los tensos espectadores pensaron que estos insultos eran un tanto suaves, pero la vehemencia con que los campeones los lanzaban compensaban su poca sustancia.

Fafhrd avanzó otro paso, gritando:

— ¡Oh, había soñado con este momento! ¡Voy a convertirte en papilla, desde las uñas de los pies hasta los sesos!

El Ratonero dio un salto hacia adelante, a fin de no perder altura bajando los escalones, al tiempo que decía:

—Por fin voy a poder dar rienda suelta a mis iras. ¡Voy a despanzurrarte para echar fuera todos tus embustes, sobre todo los referentes a tus viajes por el norte!

—¡Recuerda a Ool Hrusp! —gritó entonces Fafhrd.

— ¡Recuerda a Lithquil! —exclamó el Ratonero.

Trabaron combate. Para la mayoría de los quarmallianos, Lithquil y Ool Hrusp podían ser, y sin duda eran, lugares donde los dos hombres se habían batido anteriormente, o campos de batalla donde habían luchado en bandos opuestos, o incluso mujeres por las que habían reñido. Pero, en realidad, Lithquil era el Duque Loco de la ciudad de Ool Hrusp, para satisfacer al cual, Fafhrd y el Ratonero habían representado cierta vez un duelo muy realista y minuciosamente ensayado que duró media hora. Así pues, aquellos quarmallianos que preveían una batalla larga y espectacular no quedaron en modo alguno decepcionados.

Primero Fafhrd dirigió tres potentes tajos, cada uno de los cuales podría haber partido en dos al Ratonero, pero éste los desvió uno tras otro, fuerte y astutamente, con Escalpelo, y así cada tajo silbó a una pulgada por encima de su cabeza, entonando la áspera canción cromática del acero contra el acero.

A continuación el Ratonero lanzó tres estocadas a Fafhrd, saltando a ras del suelo, como un pez volador y destrabando su espada cada vez del quite de Vara Gris. Pero Fafhrd siempre lograba hacerse a un lado, con una rapidez casi increíble en un hombre tan corpulento, y la delgada hoja pasaba inocua junto a su cuerpo.

Este intercambio de tajos y estocadas no fue más que el prólogo del duelo, que ahora tenía lugar en la zona de la fuente seca, y que parecía realmente violento, obligando a los espectadores a retroceder más de una vez, mientras que el Ratonero improvisaba derramando un poco de su espeso vino rojo de setas cuando estaban momentáneamente trabados en un furioso intercambio cuerpo a cuerpo, de manera que pareciesen seriamente heridos.

Tres de los presentes en la Sala Espectral no se interesaban por lo que parecía un duelo magnífico y apenas lo miraban. Ivivis no era una de aquellas personas... Pronto se echó la capucha hacia atrás, se quitó su máscara de bruja y siguió el combate de cerca, temerosa por la suerte del Ratonero. Tampoco lo eran Brilla, Kewissa y Friska, pues en cuanto oyeron el ruido de los aceros las dos muchachas insistieron en abrir un poco la puerta a pesar de las aprensiones del eunuco, y ahora miraban por la ranura, una cabeza sobre la otra, Friska en el medio y sufriendo por los peligros que corría Fafhrd.

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