Authors: Kerstin Gier
Me alegro que Gideon no se dignara dirigirle ni una mirada.
—Lo sé, nos hemos retrasado, mister Alcott —dijo—. Ahora mismo íbamos a bajar.
—Eso… no será necesario —replicó Alcott cogiendo aire—. Ha habido un pequeño «cambio de planes».
No hizo falta que explicara nada más, porque detrás de él entró en la habitación Lord Alastair, respirando con toda normalidad esbozando una desagradable sonrisa.
—Bien, aquí estamos reunidos de nuevo —dijo.
Su antepasado fantasma de la capa larga, que le seguía como una sombra, no tardo ni un segundo en ponerse a lanzar su grandilocuentes amenazas de muerte: «¡Los indignos padecerán una muerte indigna!». Darth Vader —le había bautizado así en nuestro último encuentro por su peculiar ronquera— nos fulmino con la mirada. Sus ojos muertos, negros como cucarachas, rezumaban odio. Como envidiaba a toda esa gente que no podía verle ni oírle.
Gideon inclino la cabeza.
—Lord Alastair, qué sorpresa.
—Esa era mi intención —repuso Lord Alastair sonriendo con suficiencia—. Prepararos para una sorpresa.
Gideon me guió discretamente hacia el rincón, de modo que el escritorio quedara situado entre nosotros y los visitantes, algo que no me tranquilizo demasiado, porque se trataba de un modelo para damas del rococó extremadamente frágil. Habría preferido un mueble rustico de roble.
—Comprendo —replico Gideon cortésmente.
Yo también comprendía. Estaba claro que el intento de asesinato se había trasladado sin más del sótano a esa bonita habitación, porque el primer secretario era el traidor y Lavinia una serpiente traidora. En el fondo todo era muy simple. En lugar de ponerme a temblar de miedo, de pronto me vinieron ganas de reír.
Sencillamente todo aquello era demasiado para un solo día.
—Pero pensaba que habíais decidido escalonar un poco vuestros planes de asesinato después de que llegaran a vuestras manos los árboles genealógicos de los viajeros del tiempo —continuó Gideon.
Lord Alastair rechazo el comentario con un gesto desdeñoso.
—¡Los árboles genealógicos que nos trajo el demonio del futuro solo nos mostraron que es una empresa imposible exterminar totalmente a vuestras estirpes! —dijo—. Prefiero el método directo.
—Solo los sucesores de esa madame d’Urfé que vivió en la corte del rey de Francia ya son tan numerosos que se necesitaría más de una vida para localizarlos —completó el primer secretario—. Vuestra eliminación
in situ
me parece imprescindible. Si recientemente no os hubierais defendido de ese modo en Hyde Park, ahora el asunto ya estaría resuelto…
—¿Qué recibís como pago, Alcott? —preguntó Gideon como si le interesara realmente—. ¿Qué puede daros Lord Alastair para que rompáis el juramento de los Vigilantes y cometáis traición?
—Bien, yo… —empezó Alcott dispuesto a complacer su curiosidad, pero lord Alastair le cortó en seco:
—¡Una conciencia limpia! ¡Ese es su pago! La seguridad de que los ángeles del cielo glorificaran sus actos no puede compararse con el oro. La tierra debe verse libre de engendros demoníacos como vosotros, y solo de Dios esperamos agradecimiento por haber derramado vuestra sangre.
Muy bien, muy bien, perfecto. Por un breve instante confié en que lord Alastair simplemente necesitara a alguien que le escuchara. Tal vez solo quisiera charlar sobre sus monomanías religiosas y recibir unas palmaditas de aliento.
Pero cuando Darth Vader gruño con voz ronca «Merecéis la muerte, engendros del demonio», rechace la idea.
—¿De modo que creéis que el asesinato de una muchacha inocente os reportará el aplauso de Dios? Interesante.
La mano de Gideon se introdujo en el bolsillo interior de su levita y note que se estremecía casi imperceptiblemente.
—¿Tal vez estáis buscando esto? —preguntó con sorna el primer secretario, y sacó del bolsillo de su levita amarillo limón una pequeña pistola negra, que sostuvo en alto cogiéndola con la punta de los dedos—. Sin duda un aparato mortífero infernal del futuro, ¿me equivoco? —Miró hacia lord Alastair en busca de reconocimiento —. Pedí a nuestra seductora Lady Lavinia aquí presente que os registrara a fondo, viajero del tiempo.
Lavinia sonrió con aire culpable y Gideon adopto por un momento la expresión de alguien que se daría de bofetadas con motivo. Porque esa pistola habría sido nuestra salvación; una gente armada con espadas no habría tenido ninguna oportunidad contra una automática Smith and Wesson. Solo esperaba que el traidor Alcott accionara por descuido el gatillo y se disparara a sí mismo en el pie, en cuyo caso tal vez el ruido se oyera en la sala de baile, o tal vez no…
Pero Alcott hizo desaparecer de nuevo la pistola en el bolsillo de su levita haciendo que mis esperanzas se desvanecieran.
—Sorprendido, ¿no es verdad? He pensado en todo. Sabía que nuestra estimada lady tenía deudas de juego —dijo Alcott en tono amigable. Estaba claro que, como todos los granujas, no podía resistirse a presumir de sus hazañas criminales. Su cara alargada me recordaba a la de una rata—. Elevadas deudas de juego que ya no podían satisfacerse, domo de costumbre, concediendo cierta <> a sus acreedores. Ya me perdonaréis, madame— dijo dirigiéndose a Lavinia con una sonrisa babosa—, que no mostrara demasiado interés por vuestros servicios, pero con vuestra actuación de esta noche vuestras deudas han quedado saldadas.
No daba la sensación de que Lavinia se hubiera alegrado demasiado con la noticia.
—Lo lamento muchísimo, pero no tenía elección —le dijo a Gideon, pero me pareció que él ni siquiera la oyó. Parecía mucho más interesado en calcular con cuanta rapidez podría llegar a la chimenea y agarrar uno de los sables de la pared antes de que lord Alastair le atravesara con la espada. Seguí su mirada y llegué a la conclusión de que tenía pocas probabilidades de éxito, a no ser que me hubiera ocultado que en realidad era Superman. Había demasiada distancia hasta la chimenea, y además Lord Alastair, que no le perdía de vista un segundo, estaba mucho más cerca de ella que nosotros.
—Todo esto qué decís está muy bien —dije lentamente para ganar tiempo—, pero habéis hecho vuestros cálculos mal sin contar con el conde.
Alcott rió.
—¿Supongo que queréis decir más bien sin contar con Rakoczy? —Se frotó las manos—. Bueno, por desgracia, hoy sus especiales… llamémoslas aficiones le harán imposible cumplir con su deber, ¿no es cierto? —dijo muy ufano—. Su predilección por los narcóticos le han convertido en una presa fácil, si entendéis a que me refiero.
—Pero Rakoczy no está solo —replique. Sus kuruc no nos pierden de vista ni un momento.
Alcott lanzo una mirada a lord Alastair, momentáneamente desconcertado, pero en seguida volvió a reír.
—Ah, ¿sí? ¿Y dónde están ahora vuestros kuruc?
En el sótano, seguramente.
—Esperan en la sombra —murmuré en el tono más amenazador posible—. Preparados para atacar en cualquier momento. Y son capaces de hacer trucos con sus dagas y cuchillos que parecen cosa de brujería.
Pero, por desgracia, Alcott no se dejó intimidar. Hizo unos cuantos comentarios despreciativos sobre Rakoczy y sus hombres y de nuevo se puso por las nubes por su genial planificación y su aún más genial cambio de planes.
—Me temo que hoy vuestro astutísimo conde os esperara en vano, a vos y a su Leopardo Negro. ¿No queréis preguntarme que le tengo reservado?
Pero, por lo visto, Gideon había perdido el interés por las explicaciones de Alcott, porque no dijo nada. Y también lord Alastair parecía haberse hartado del parloteo del primer secretario. El lord quería ir al grano de una vez.
—Debe alejarse de aquí —dijo groseramente desvainando su espada y señalando a lady Lavinia.
Una buena forma de entrar en materia.
—Siempre había pensado que erais un hombre de honor y que solo os batíais en duelo con adversarios armados —dijo Gideon.
—Soy un hombre de honor, pero vos sois un demonio. No me batiré en duelo con vos, sino que os sacrificaré —repuso lord Alastair fríamente.
Lavinia dejó escapar un grito ahogado.
—Yo no quería que pasara esto —susurró a Gideon.
No, claro. Ahora de pronto tenía escrúpulos. ¿Por qué no te desmayas, vaca estúpida?
—¡Fuera con ella, he dicho!
Era la primera vez que lord Alastair y yo estábamos de acuerdo en algo. El lord hizo zumbar su espada en el aire a modo de prueba.
—Sí, desde luego; este no es espectáculo para una dama —Alcott empujo a Lavinia al corredor—. Cerrad la puerta y vigilad que no entre nadie.
—Pero…
—Aun no os he devuelto el pagaré —susurró Alcott—. Si quiero, mañana mismo los alguaciles se presentaran en vuestra casa y en ese caso habrá dejado de ser vuestra.
Lavinia no dijo nada más. Alcott corrió el cerrojo, se volvió hacia nosotros y saco una daga del bolsillo de su levita, un modelo que parecía más bien ornamental. Aun así, yo debería haber estado aterrorizada, pero la verdad es que no podía decirse que sintiera auténtico miedo. Supongo que porque la situación me parecía totalmente absurda. Irreal. Como una escena sacada de una película.
Y, además, ¿no teníamos que saltar de un momento a otro?
—¿Cuánto tiempo nos queda todavía? —le susurré a Gideon.
—Demasiado —soltó él con los dientes apretados.
En la cara de rata de Alcott se dibujó una expresión de alegre excitación.
—Yo me encargo de la muchacha —dijo impaciente por entrar en acción—. Y vos acabáis con el joven. Pero sed prudentes. Es astuto y hábil.
Lord Alastair se limitó a lanzar un resoplido desdeñoso.
—La sangre demoníaca empapará la tierra —gruñó Darth Vader con alegría anticipada. Su repertorio de frases parecía ser extremadamente limitado.
Como Gideon, con todo el cuerpo en tensión, parecía seguir sopesando la idea de apoderarse de alguno de los inalcanzables sables de la chimenea, yo miré alrededor en busca de un arma alternativa y sin pensármelo dos veces, agarré una de las sillas acolchonadas y apunté sus frágiles patas contra Alcott.
Por alguna razón, el hombre debió de encontrarlo divertido, porque me dirigió una sonrisa aviesa y se acercó a mí lentamente, ávido de sangre. Una cosa estaba clara: fueran cual fuesen sus motivos, ya no iba a poder vanagloriarse de tener la conciencia limpia en esta vida.
También lord Alastair se acercó.
Y entonces todo sucedió de golpe.
—Quédate aquí —me gritó Gideon mientras volcaba el delicado escritorio y le daba una patada para hacerlo resbalar por el parquet hacia lord Alastair; y casi al mismo tiempo arrancó uno de los candelabros de la pared y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el primer secretario.
El pesado objeto se estrelló contra su cabeza con un ruido horrible y el hombre se desplomo como un saco. Gideon no se entretuvo en comprobar si su ataque había tenido éxito, y mientras el candelabro volaba por los aires, salto en dirección a la colección de sables. Lord Alastair, por su parte, esquivo el escritorio, pero en lugar de tratar de impedir que Gideon cogiera los sables de la pared, en dos zancadas se plantó a mi lado. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de levantar la silla con la firme intención de aplastársela a lord Alastair en la cabeza cuando su espada se movió rápidamente hacia delante.
La hoja me atravesó el vestido y penetro profundamente en la carne bajo el arco costal izquierdo; y antes de que fuera realmente consiente de lo que había sucedido, lord Alastair ya había sacado el arma y se lanzaba con un grito triunfal contra Gideon, con la punta de la espada manchada con mi sangre apuntando hacia él.
El dolor llegó segundos después. Como una marioneta a la que le han cortado los hilos, caí de rodillas, e instintivamente me apreté el pecho con las manos. Oí a Gideon gritar mi nombre y vi como arrancaba dos sables de la pared y los blandía sobre su cabeza como un guerrero samurái, mientras me desplomaba en el suelo y mi nuca chocaba violentamente contra el parquet (la verdad es que en situaciones así una peluca resulta muy práctica). El dolor desapareció de repente, como por arte de magia. Durante un momento me quedé mirando al vacío, perpleja, y luego empecé a elevarme flotando en el aire, ingrávida, incorpórea, cada vez más arriba, hacia el techo decorado con estucados. A mi alrededor, a la luz de las velas, bailaban partículas de polvo doradas, y era casi como si me hubiera convertido en una de ellas.
Muy por debajo de donde estaba, me vi a mi misma tendida en el suelo, con los ojos muy abiertos y tratando de aspirar aire. Una mancha de sangre se extendió poco a poco por la tela de mi vestido. Mi cara perdió el color rápidamente y mi tez se volvió tan blanca como mi peluca. Maravillada, vi como mis párpados temblaban y luego se cerraban.
Pero la parte de mí que flotaba en el aire pudo seguir observándolo todo:
Vi al primer secretario, que yacía inmóvil junto al candelabro, sangrando por una gran herida en la sien.
Vi a Gideon, pálido de ira, lanzándose contra Alastair. El lord retrocedió hacia la puerta y paró el primer golpe con su espada, pero solo unos segundo más tarde Gideon lo había hecho recular y lo tenía acorralado en un rincón de la habitación.
Vi como se enfrentaban en un duelo encarnizado, aunque allí arriba el tintineo de las armas llegaba un poco amortiguado.
El lord lanzó un ataque y buscó una escapatoria por el flanco izquierdo de Gideon, pero él adivino sus intenciones y casi al mismo instante descargo un sablazo contra el antebrazo derecho descubierto de su adversario. Alastair miró primero a su oponente con cara de incredulidad, y luego su rostro se deformó en un grito mudo. Sus dedos se abrieron y la espada cayó y tableteó un momento sobre el parquet: Gideon le había clavado el brazo a la pared. Reducido a la impotencia, el lord —a pesar de los dolores que sin duda sentía— empezó a escupir salvajes insultos contra él.
Gideon se apartó sin dignarse dirigirle una sola mirada y corrió hacia mí. Quiero decir, hacia mí cuerpo, porque yo flotaba tontamente en el aire.
—¡Gwendolyn! ¡Oh, Dios mío! ¡Gwenny! ¡No, por favor!
Apretó su puño contra el punto, bajo mi pecho, en el que la espada había dejado un minúsculo agujero en el vestido.
—¡Demasiado tarde! —clamó Darth Vader—. ¿No veis como la vida se le escapa?
—Morirá, eso no podéis cambiarlo —gritó también lord Alastair desde el rincón, evitando cuidadosamente mover su brazo clavado. La sangre que le manaba formaba un pequeño charco a sus pies—. He atravesado su demoníaco corazón.