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Authors: Kerstin Gier

Esmeralda (26 page)

Rakoczy siguió riendo y luego tomó un gran trago del frasco y lo volvió a tapar con un movimiento enérgico.

—¿Sabe el conde que os entretenéis aquí experimentando con drogas en lugar de consagraros a vuestros deberes? —preguntó Gideon con voz gélida—. ¿No teníais otras tareas que cumplir esta noche?

Rakoczy se tambaleó un poco. Sorprendido, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento, contempló la horquilla en el dorso de su mano, y luego la extrajo de un tirón y se lamió la sangre como un gato callejero.

—El Leopardo Negro está siempre preparado para actuar, ¡en cualquier misión y en cualquier momento! —dijo, y a continuación se sujetó la cabeza con las manos, dio la vuelta al escritorio tambaleándose y se dejó caer pesadamente en la silla—. Aunque esta herida es realmente —murmuró antes de que su cabeza cayera hacia delante y se estampara contra la mesa.

Lady Lavinia se estremeció y se apoyó contra el hombro de Gideon.

—¿Está…?

—Espero que no. —Gideon se acercó al escritorio, cogió el frasco de la mesa y lo sostuvo a contraluz. Luego lo destapó y lo olió—. No tengo ni idea de qué es esto, pero si ha dejado fuera de combate tan rápidamente a Rakoczy… —colocó de nuevo el frasquito sobre la mesa—, apostaría que es opio. Supongo que no ha combinado muy bien con sus drogas habituales y el alcohol.

Sí, eso estaba claro. Rakoczy seguía allí tumbado sin moverse y no se le oía respirar.

—Tal vez se lo haya dado alguien que no quería que estuviera en posesión de sus facultades esta noche —dije todavía cruzada de brazos—. ¿Aún tiene pulso?

Habría ido a comprobarlo yo misma si no hubiera sido porque no me sentía capaz de acercarme. De hecho, temblaba tanto que bastante tenía con mantenerme en pie.

—¿Gwen? ¿De verdad te encuentras bien? —Gideon me miró frunciendo el ceño. Aunque me cueste decirlo, en ese instante lo que más deseaba era lanzarme a sus brazos y ponerme a llorar a moco tendido durante un ratito, pero la verdad es que no parecía que se muriera de ganas de abrazarme y consolarme, sino más bien todo lo contrario. Cuando asentí vacilando, me soltó enfadado—. ¿Qué demonios habías venido a buscar aquí? —Señalo al inanimado Rakoczy—. ¡En este momento podrías estar igual que él!

Me empezaron a castañetear los dientes, de manera que apenas podía hablar.

—Yo no tenía idea de que… —balbucí; pero Lavinia, que seguía aferrada como una lapa a Gideon, me interrumpió: estaba claro que era una de esas mujeres que no soportaban que nade les robe protagonismo.

—La muerte —susurró dramáticamente, y levantó la cabeza para mirar fijamente a Gideon a los ojos—. He sentido su aliento al entrar en esta habitación. Por favor… —Sus párpados temblaron—. Sostenedme…

No podía creerlo: ¡se había desmayado sin ninguna razón! Y naturalmente con mucha elegancia y en los brazos de Gideon. Por algún motivo me puso terriblemente furiosa que él la cogiera al vuelo, tan furiosa que incluso me olvidé de los temblores y del castañeteo de los dientes; pero al mismo tiempo —como si en ese carrusel de sentimientos no hubiera aún bastante variación— sentí que las lágrimas me nublaban los ojos. Maldita sea, estaba claro que caer desmayada era la mejor alternativa. Solo que a mí, naturalmente, no me habría cogido al vuelo.

En ese instante el exangüe Rakoczy dijo con una voz que hubiera podido venir perfectamente del más allá, tan ronca y profunda era:


Dosis sola venenum facit
. No pasa nada. Mala hierba nunca muere.

Lavinia (a partir de ese momento para mí ya no era ninguna lady) lanzó un gritito de espanto y abrió los ojos para mirar a Rakoczy. Pero entonces probablemente recordó de nuevo que en realidad estaba desmayada, y con un gemido volvió a derrumbarse lánguidamente en brazos de Gideon.

—Pronto estaré bien. No hay razón para armar tanto alboroto. —Rakoczy había levantado la cabeza y nos miraba con los ojos inyectados en sangre—. ¡Es culpa mía! Dijo que debía tomarse gota a gota.

—¿Quién lo dijo? —preguntó Gideon mientras sostenía a Lavinia en brazos como si fuera un maniquí de escaparate.

Con cierto esfuerzo Rakoczy consiguió volver a sentarse como es debido, y a continuación dejó caer la cabeza hacia atrás, se quedó mirando al techo y soltó una carcajada ronca.

—¿Veis cómo bailan las estrellas?

Gideon suspiró.

—Tendré que ir a buscar al conde —dijo—. Gwen, por favor, ¿no podrías echarme una mano con…?

Le miré perpleja.

—¿Con esa? ¿Estás loco o qué?

En dos zancadas me planté en la puerta y salí corriendo pasillo arriba para que no pudiera ver el mar de lágrimas que caían por la cara. No sabía por qué lloraba ni hacia dónde corría en realidad. Seguro que era una de esas reacciones postraumáticas de las que tanto se hablaba últimamente. Según había leído, las personas que había vivido una experiencia traumática hacían cosas rarísimas, como ese panadero de Yorkshire que se había destrozado el brazo en la prensa de amasar y antes de llamar a urgencias había cocido siete bandejas de rosquillas. Aquellas rosquillas eran lo más horrible que habían visto nunca los sanitarios que había ido a auxiliarle.

En la escalera dudé un momento. No quería ir abajo —ahí podía estar esperando ya lord Alastair para ejecutar su crimen perfecto—, de modo que corrí escaleras arriba. No había llegado muy lejos cuando oí a Gideon gritar detrás de mí:

—¡Gwenny! ¡Para! ¡Por favor!

Por un segundo le imaginé dejando caer a Lavinia al suelo cuan larga era para salir en mi busca, pero tampoco sirvió de nada: seguía en un mar de confusión, y cegada por las lágrimas, continué subiendo a trompicones por las escaleras y me metí por el primer corredor que encontré.

—¿Adónde vas?

Gideon había llegado junto a mí y trataba de cogerme la mano.

—¡Tanto da con tal de que sea lejos de ti! —sollocé, y entré corriendo en la habitación más próxima.

Gideon me siguió. Naturalmente. Estuve en un tris de pasarme la manga por la cara para secarme las lágrimas, pero en el último momento recordé el maquillaje de madame Rossini y me contuve. Ya debía de tener un aspecto bastante lamentable sin necesidad de poner más de mi parte. Para no tener que mirar a Gideon, eché una ojeada a la habitación. Velas encajadas en soportes fijados a la pared iluminaban un bonito mobiliario en tonos dorados: un sofá, un elegante escritorio, unas cuantas sillas, un cuadro que representaba un faisán muerto junto a unas peras, una colección de sables de aspecto exótico pulcramente colocados sobre la repisa de la chimenea y unas suntuosas cortinas doradas ante las ventanas. Por alguna razón, de pronto tuve la sensación de que ya había estado allí antes.

Gideon estaba frente a mí esperando.

—Déjame en paz —dije cansadamente.

—No puedo dejarte en paz. Cada vez que te dejo sola, te dejas llevar por tus impulsos y actúas de un modo irreflexivo.

—¡Vete!

Me entraron ganas de tirarme en el sofá y empezar a golpear los cojines con los puños. ¿Acaso era pedir demasiado que me dejaran tranquila un rato?

—No, no lo haré —dijo Gideon—. Escucha, siento lo que ha ocurrido. No debería haberlo permitido.

Dios mío, aquello también era muy típico. El clásico síndrome de hiperresponsabilidad. ¿Qué demonios tenía que ver él con que hubiera encontrado casualmente a Rakoczy y este estuviera como una regadera, como diría Xemerius? Aunque por otro lado, una pequeña dosis de sentimiento de culpa tampoco le iría mal.

—¡Pero lo has hecho! —le dije, y añadí—: Porque solo tenías ojos para ella.

—Estás celosa. —Gideon tuvo el descaro de ponerse a reír a carcajadas, en cierto modo aliviado.

—¡Ya te gustaría a ti!

Por fin había dejado de llorar, y me pasé disimuladamente los dedos por debajo de los párpados.

—El conde se preguntará dónde nos hemos metido —dijo Gideon después de una pequeña pausa.

—Pues que tu querido conde envíe a su compañero del alma transilvano a buscarnos. —Por fin conseguí mirarle de nuevo a los ojos—. Aunque en realidad ni siquiera es un conde. Su título es tan falso como las mejillas sonrosadas de ese… ¿cómo se llama?

Gideon rió bajito.

—Otra vez he olvidado su nombre.

—¡Mentiroso! —repliqué, pero se me escapó una risita tonta.

Gideon volvió a ponerse serio enseguida.

—El donde no es responsable del comportamiento de Rakoczy. Seguro que le castigarán por ello. —Suspiró—. No hace falta que el conde te guste, ¿sabes?, solo debes respetarlo.

Resoplé furiosa.

—Yo no debo hacer nada —dije, y me volví bruscamente hacia la ventana.

Y ahí… ¡estaba yo! Vestida con mi uniforme de la escuela, otra Gwendolyn asomaba la cabeza por detrás de la cortina y miraba con los ojos abiertos de par en par y con aire embobado. ¡Claro! ¡Por eso la habitación me resultaba conocida! Era la clase de mistress Counter, y la Gwendolyn de detrás de la cortina acababa de saltar por tercera vez en el tiempo. Le hice una seña con la mano y volvió a esconderse.

—¿Qué era eso?

—¡Nada! —respondí procurando poner cara de tonta.

—En la ventana. —Instintivamente se llevó la mano a la espada y la cerró en el vacío.

—¡Ahí no hay nada!

Mi siguiente reacción sin duda debe achacarse al síndrome postraumático —vuelvo a recordar al panadero y las rosquillas—, porque en condiciones normales seguro que nunca lo habría hecho. Además, creí ver con el rabillo del ojo algo verde que se deslizaba hacia la puerta y… bah, supongo que en el fondo solo lo hice porque ya sabía antes que lo haría. Podríamos decir que no me quedaba otro remedio.

—Podría haber alguien detrás de la cortina espiándonos… —tuvo tiempo de decir Gideon antes de que le echara los brazos al cuello y apretara mis labios contra los suyos. Y ya puestos, también apreté el resto de mi cuerpo contra el suyo al mejor estilo Lavinia.

Por un segundo temí que Gideon me rechazara, pero solo lanzó un suave gemido, me rodeó la cintura con los brazos y me apretó con más fuerza aún contra su cuerpo. Respondió a mi beso con tanta pasión que me olvidé de todo y cerré los ojos. Como antes durante el baile, lo que sucedía a nuestro alrededor o lo que iba a suceder después ya no importaba nada, y tampoco importaba nada que en realidad fuera un cerdo. Yo solo sabía que le quería y le querría siempre y que quería que me besara por toda la eternidad.

Una vocecita interior me susurraba que hiciera el favor de entrar en razón, pero los labios de Gideon y sus manos provocaban más bien el efecto contrario, y por eso no sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que volvimos a separarnos y nos quedamos mirándonos con cara de desconcierto.

—¿Por qué… has hecho eso? —preguntó Gideon jadeando.

Parecía totalmente desconcertado. Casi tambaleándose retrocedió unos pasos, como si quisiera poner cuento antes la máxima distancia posible entre nosotros.

—¿De qué estás hablando?

El corazón me palpitaba tan rápido y tan fuerte que seguro que él podía oírlo. Lancé una mirada a la puerta. Probablemente esa cosa verde que había creído ver con el rabillo del ojo fuera fruto de mi imaginación y aún yacía desmayada sobre la alfombra un piso más abajo esperando a ser despertada con un beso.

Gideon entornó los ojos y me miraba con desconfianza.

—Bueno, tú me has…

En dos zancadas llegó a la ventana y descorrió las cortinas. Vaya, eso también era muy típico de él: siempre que se mostraba… «agradable» conmigo, tenía que hacer todo lo posible para estropearlo enseguida.

—¿Estás buscando algo en concreto? —pregunté burlonamente.

Como es natural detrás de las cortinas no había nadie; mi yo más joven hacía rato que había saltado de vuelta y ahora se estaba preguntando dónde demonios había aprendido a besar tan increíblemente bien.

Gideon se volvió de nuevo. La expresión de desconcierto se había volatilizado de su rostro y había sido sustituida por su habitual expresión arrogante. Con los brazos cruzados, se apoyó en la repisa de la ventana.

—¿A qué ha venido esto, Gwendolyn? Unos segundos antes me miraba como si te diera asco.

—Yo solo quería… —empecé a excusarme, pero enseguida cambié de idea—. ¡¿Por qué haces preguntas tan tontas?! —exclamé—. Hasta ahora tú tampoco me has explicado por qué me besabas, ¿no? —Y añadí con un tono ligeramente retador—: Sencillamente tenía ganas de hacerlo. Y tú tampoco debería haber colaborado. —Aunque si no lo hubiera hecho, seguro que habría querido morirme.

Los ojos de Gideon lanzaban chispas.

—¿Sencillamente tenías ganas de hacerlo? —repitió, y se acercó de nuevo hacia mí—. ¡Maldita sea, Gwendolyn! Todo tiene una explicación, ¿sabes?… Hace días que trato… todo el rato he estado intentando… —Arrugó la frente, seguramente irritado por sus propios balbuceos—. ¿Acaso crees que soy de piedra? —La última frase la dijo bastante alto.

No sabía qué podía responder a aquello. Supongo que debía ser más bien una pregunta retórica ¿no? Como es natural, yo no creía que fuera de piedra, pero ¿qué demonios quería decirme con eso? Y las medias frases anteriores tampoco contribuyeron precisamente a aclarar la situación. Durante unos segundos nos miramos a los ojos sin hablar, hasta que yo aparté la mirada y él dijo con un tono de voz totalmente normal:

—Tenemos que irnos; si no aparecemos puntualmente en el sótano, todo el plan habrá sido inútil.

Ah, sí, es verdad, el plan. El plan que nos reservaba el papel de potenciales víctimas mortales autodesintegrables.

—Lo tienes claro si crees que voy a ir ahí abajo mientras Rakoczy está tumbado sobre el escritorio drogado hasta las cejas —dije con firmeza.

—En primer lugar, seguro que ya se habrá recuperado, y en segundo, ahí abajo nos están esperando al menos cinco de sus hombres. —Me tendió la mano—.Ven. Tenemos que darnos prisa. Y no tienes por qué tener miedo: aunque Alastair no hubiera venido solo, no tendría ninguna oportunidad contra esos luchadores kuruc.

Pueden ver en la oscuridad como gatos, y les he visto hacer trucos con cuchillos y dagas que parecen cosa de brujería. —Esperó a que colocara mi mano en la suya, y luego sonrió suavemente y añadió—: Y, además, estoy yo.

Pero antes de que pudiéramos dar un paso, Lavinia apareció en la puerta, y a su lado, sin aliento igual que ella, el primer secretario vestido de papagayo.

—Aquí los tenéis a los dos —dijo Lavinia.

Para alguien que acaba de recuperarse de un desmayo, parecía bastante en forma, aunque no estaba tan guapa como antes. A través de la capa de polvos clara se podían ver tiras de piel enrojecida— por lo visto, subir y bajar escaleras corriendo la había hecho sudar un poco —, y también en su escote se veían manchas rojas.

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