Read Escuela de malhechores Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Claro que no, Otto. ¿Qué necesitas? —respondió Tom, aparentemente deseoso de ser de utilidad.
—Nada que sea demasiado difícil: unos cuantos componentes nuevos, un par de libros, programas, lo de siempre —Otto entregó un trozo de papel a Penny—. Ahí está todo; si tenéis alguna duda, hacédmelo saber.
Penny leyó atentamente la lista.
—No creo que haya ningún problema, Otto, pero puede que nos lleve un par de días.
Otto no había elegido al azar a la pareja: poseían unas habilidades excepcionales que los diferenciaban de los demás chicos. Dicho en otras palabras, parecían capaces de agenciarse cualquier cosa que Otto necesitara, por más rara o estrambótica que fuera. Tenía fundadas razones para pensar que si les decía que quería que desmontaran el London Eye para reconstruirlo en el jardín del orfanato, al menos lo intentarían. Ambos insistían, sin embargo, en que nunca robaban nada y en que su talento consistía en convencer a la gente para que les «diera» lo que necesitaban.
Otto siempre andaba con los ojos muy abiertos para identificar a los chicos del orfanato que, como aquellos dos, poseían algún «talento» excepcional. La experiencia le había enseñado que la gente se mostraba siempre mucho más dispuesta a confiar en los niños, una creencia que, explotada de una forma adecuada, podía resultar extremadamente útil. Añádase a ello el hecho de que eran huérfanos y se podrá imaginar uno lo fácil que les resultaba meterse a la gente en el bolsillo. Otto no alentaba a los niños a involucrarse en actividades claramente delictivas, pues hacerlo habría llamado inconvenientemente la atención, pero no veía que hubiera nada malo en recurrir a un inofensivo engaño o a alguna artimaña sin importancia si así lograba obtener lo que quería.
Penny entregó la lista a Tom, que le echó una ojeada.
—¿Para qué necesitas todas estas cosas? —preguntó frunciendo un poco el ceño.
—Para nada especial. Solo se trata de un par de experimentos que quiero hacer.
Otto no tenía intención de revelar los detalles de su plan a la pareja. Si lo hacía, lo más probable es que pensaran que las largas horas que pasaba solo en el ático le habían vuelto loco.
—Vale —Tom no parecía estar del todo satisfecho con la explicación que le había dado—, pero, como dice Penny, puede llevarnos un tiempo.
—Un par de días estaría bien —respondió Otto—, pero aseguraos de no dejar ninguna pista que pueda conducir hasta aquí —su plan solamente funcionaría si resultaba una absoluta sorpresa. No podía permitirse ningún desliz—. Y si conseguís todo lo que hay en la lista, esta semana tendréis una bonificación en la paga, una sustanciosa bonificación.
Al oír aquello, Tom y Penny sonrieron.
—Estupendo —replicó Penny—. Tampoco vendría mal una tele nueva para el dormitorio de las chicas.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Otto, dirigiéndole una sonrisa—. Cuanto más rápido consigáis las cosas de la lista, mayor será la televisión. ¿Qué tal suena eso?
Penny asintió con la cabeza, devolviéndole la sonrisa.
—De perlas. Vamos, Tom, será mejor que nos pongamos manos a la obra.
Mientras ambos se dirigían hacia las escaleras, Otto volvió a abrir el periódico. Había otro titular que le había llamado la atención aquella mañana: «E
L PRIMER MINISTRO SE PREPARA PARA EL CONGRESO DE SU PARTIDO EN BRIGHTON
».
A continuación, el artículo explicaba que muchos analistas tenían la impresión de que el discurso del primer ministro iba a ser el más duro de todos los que había dirigido a su partido hasta la fecha. Otto se fijó en la foto que lo acompañaba, una imagen del primer ministro saliendo del 10 de Downing Street con aspecto tenso y cansado.
«Todavía no conoces el significado de la palabra duro, pero ya lo conocerás… ya lo conocerás», se dijo Otto para sus adentros mientras contemplaba la foto.
Al cabo de unos pocos días, Tom y Penny cumplieron con éxito su misión y regresaron con todo lo que Otto les había pedido. Como de costumbre, se mostraron reacios a hablar de cómo habían conseguido algunos de los objetos más estrambóticos de la lista, pero Otto se fiaba de ellos y estaba seguro de que habían actuado con discreción. Ya solo quedaba iniciar el proceso de montaje de los componentes del aparato que constituía el elemento central de su plan. Sabía que la teoría en la que se basaba su diseño era muy consistente, pero aun así todavía tendría que realizar algunas pruebas para asegurarse de que todo funcionaría según lo previsto. A pesar de todo, como le ocurría siempre que trabajaba en la fabricación de algún aparato, Otto se sentía extrañamente tranquilo.
La señora McReedy, en cambio, parecía estar pasando por todos los estadios que conducen a un colapso nervioso. Nada de lo que Otto le decía contribuía a convencerla de que era posible salvar el orfanato y cada vez parecía más resignada a ver clausurado el viejo edificio. Otto suponía que, en parte, su nerviosismo lo provocaba el temor a que enviaran a auditores para revisar la contabilidad del orfanato y a las embarazosas pruebas que podían descubrir en relación con el inadecuado uso que había hecho de los fondos asignados para las clases particulares de Otto.
La maquinaria de la rumorología también había empezado a funcionar y Otto tenía la impresión de que a cada cinco metros uno de sus compañeros le paraba en los pasillos para preguntarle si había algo de verdad en los rumores que corrían. Otto no era tan tonto como para dar respuesta a esas preguntas, a fin de cuentas sabía que si su plan funcionaba ninguno de ellos tendría nada de lo que preocuparse. Por desgracia, su aparente indiferencia no contribuía precisamente a calmar la atmósfera de creciente nerviosismo que se estaba generando a su alrededor.
Finalmente, a falta de un día, Otto acabó el aparato que era el elemento esencial de su plan. En ese momento se encontraba en su banco de trabajo del ático ocupado en meter en una mochila todo el material que iba a necesitar durante los próximos días. Llamaron a la puerta y Otto, sin levantar la vista, gritó al visitante que pasara. Era la señora McReedy.
—¿Querías verme, Otto?
Su tono de voz y su aspecto eran el de una persona extremadamente fatigada.
—Sí, señora McReedy, solo quería decirle que voy a ausentarme durante un par de días. Tengo unos asuntos muy urgentes de los que ocuparme —añadió mientras seguía metiendo cosas en la mochila.
—Otto, ¿seguro que tienes que irte? Con todo lo que está ocurriendo ahora, no sé si seré capaz de manejar esto yo sola.
La mujer parecía estar a punto de volver a ponerse a llorar. Otto dejó de hacer su equipaje, se acercó a ella y trató de tranquilizarla posando una mano sobre su hombro.
—No se preocupe, señora McReedy. Solo serán un par de días y, si todo sale según lo previsto, ya no tendremos que volver a preocuparnos de que alguien trate de cerrar nuestro querido hogar.
Dicho aquello, la obsequió con su sonrisa más tranquilizadora.
—Bueno, ¿y adónde vas? —le preguntó la señora McReedy.
Otto sonrió de oreja a oreja.
—A la costa, señora McReedy. A meterme en política.
E
l viaje a la costa transcurrió sin ningún incidente reseñable. Otto viajó en tren y se alojó en un hotel que había reservado por internet. Su habitación no era gran cosa, pero eso no importaba mucho, pues no tenía la intención de pasar allí la noche. Solo necesitaba un lugar privado donde poder montar su equipo para usarlo más adelante durante ese mismo día. Una vez que lo tuviera montado y hubiera comprobado que funcionaba correctamente, se acercaría a la playa para examinar su objetivo.
No le fue difícil encontrar el centro de convenciones. Las medidas de seguridad eran tan aparatosas que resultaba prácticamente imposible pasarlo por alto. Un par de días antes, Otto había visto en la televisión al jefe de las fuerzas de seguridad jactándose del «cordón de acero» que se había tendido en torno a la sala de conferencias. Estaba convencido de que sería imposible que una persona que no dispusiera de la debida acreditación pudiera acercarse al lugar donde se iba a celebrar el congreso y aseguraba tener plena confianza en los sistemas y protocolos de seguridad que se habían establecido. Aquello, por supuesto, tuvo en Otto el mismo efecto que mostrarle a un toro un paño rojo. Sabía muy bien que cuanto más grande y complejo fuera el sistema de seguridad, más probabilidades habría de que existiera una pequeña grieta en algún lugar de la que pudiera sacar partido.
Pero Otto no tenía la intención de ser él mismo quien entrara en el edificio: sabía que eso era poco menos que imposible. No, lo único que tenía que hacer era encontrar un buen lugar para dejar el aparato que había fabricado y lo demás sería fácil. Se puso a pasear por la playa, al borde del primer cordón de seguridad, buscando el lugar apropiado. Y, de pronto, lo vio: una boca de alcantarilla que se encontraba a unos doscientos metros del centro de convenciones le pareció ideal. Mientras caminaba hacia la alcantarilla, hurgó en la mochila hasta que dio con el pequeño bolsillo donde guardaba el artilugio. Sacó una esfera metálica plateada del tamaño de una pelota de pimpón y sonrió para sí. Iba a resultar la mar de fácil. Se arrodilló junto a la boca de la alcantarilla como si fuera a atarse los cordones y, tras comprobar que no había nadie mirando, dejó caer la pelota en la alcantarilla. Luego se ató lentamente los cordones de sus deportivas, por si acaso había alguien mirando. Cuando se convenció de que nadie había visto lo que había hecho, se levantó y se dirigió de nuevo hacia la playa en dirección contraria al pabellón donde se iba a celebrar el congreso. El discurso del primer ministro comenzaría dentro de una media hora. Eso le daría tiempo de sobra a Otto para regresar al hotel y prepararse: la diversión estaba a punto de empezar.
Otto se aseguró de que no había nadie en el pasillo del hotel y luego se metió en su habitación. Dio unos pasos y, aliviado al ver que todo estaba exactamente como él lo había dejado, arrojó la mochila sobre la cama. A continuación, se acercó al escritorio y encendió su ordenador portátil, que estaba unido por un pequeño cable a lo que parecía una minúscula antena parabólica plateada. La máquina se iluminó y al cabo de unos instantes apareció una ventana con un mensaje parpadeante compuesto de tres palabras: «I
NICIACIÓN EN ESPERA
». Otto hizo un par de comprobaciones y quedó muy satisfecho al ver que el interfaz de control funcionaba según lo previsto. Se sirvió una Coca-Cola del minibar y volvió a instalarse delante del ordenador. A continuación, tecleó un nuevo comando, la ventana cambió y apareció el siguiente mensaje: «D
ESPLEGANDO EL SISTEMA DE PROPULSIÓN AMBULATORIA
».
A un kilómetro de distancia, en el fondo de la alcantarilla que Otto había encontrado antes en el paseo marítimo, una ranura de unos pocos milímetros comenzó a abrirse en la circunferencia de la esfera, que parecía estar dividiéndose en dos. De la ranura surgieron ocho minúsculas patas de metal que se retorcieron hasta quedar fijadas en su posición correcta, convirtiendo la esfera en algo que parecía un cruce entre la bola de una máquina Flipper y una araña.
Entretanto, en la habitación, Otto no podía evitar sentirse muy satisfecho de sí mismo. El mecanismo era extremadamente complejo —había tenido que embutir un montón de tecnología en un objeto minúsculo— y, sin embargo, todo parecía funcionar a las mil maravillas. Como es natural, había realizado pruebas en el ático del orfanato, pero aun así era un alivio comprobar que el dispositivo funcionaba in situ. Tecleó un nuevo comando y se abrió otra ventana en el ordenador. Mostraba una imagen granulada de lo que podía ver el dispositivo, transmitida por una cámara minúscula que llevaba en su superficie. Otto hizo rotar lentamente el dispositivo hacia los cuatro puntos cardinales para hacerse una idea más precisa del entorno. Sabía que el centro de convenciones se encontraba a unos doscientos metros al noreste de la alcantarilla y no tardó en divisar una tubería que se extendía más o menos en esa dirección. Empujó hacia delante el mando que tenía conectado al ordenador y puso a corretear al dispositivo por la tubería en dirección al centro de convenciones, haciéndole tomar de vez en cuando alguna bifurcación para tratar de mantenerlo en el rumbo correcto.
Otto estuvo varios minutos guiando con sumo cuidado al artilugio por la red subterránea de tuberías y alcantarillas en dirección a su destino. En los planos que había adquirido, el diagrama del sistema parecía muy sencillo, pero conseguir que el aparato siguiera el rumbo adecuado a través de aquel mugriento laberinto de túneles estaba resultando un poco más peliagudo de lo esperado.
Ya empezaba a pensar que en algún momento debía de haber tomado un camino equivocado, cuando de pronto avistó su objetivo. Una tenue luz se filtraba por una pequeña abertura que había arriba, un poco más adelante, y Otto supo de inmediato que se encontraba exactamente en el lugar correcto. Mientras guiaba con cuidado al dispositivo para que accediera a la abertura, la luz que provenía del otro extremo se iba volviendo cada vez más intensa.
Otto volvió a echar hacia delante el mando y el artilugio comenzó a trepar por las resbaladizas paredes de la tubería en dirección a la abertura.
—Pasito a paso, la araña trepó por el canalón… —canturreó el chico en voz baja mientras el artilugio se aproximaba a lo alto de la tubería.
Pulsó otra tecla y la cámara miniaturizada se proyectó fuera del cuerpo de la esfera, unida a una larga varilla flexible. Otto hizo girar la cámara, que asomó por encima de lo que resultó ser el desagüe de una ducha cubierta de azulejos blancos. Por fortuna, la ducha parecía estar vacía y, tras retraer la cámara, hizo que la araña subiera lentamente por el desagüe. Luego echó un vistazo a las copias de los planos del centro de convenciones que tenía extendidas sobre el escritorio, junto al ordenador. No había sido fácil hacerse con ellos sin despertar sospechas y Otto se temía que pudieran estar algo anticuados, pero confiaba en que le sirvieran de todas formas. Al ojear los planos, se dio cuenta de que el artilugio había ido a parar a las duchas anexas a los vestuarios de la piscina. El acceso más próximo al sistema de aire acondicionado se encontraba en el vestuario propiamente dicho, así que accionó el mando y el artilugio salió correteando por el suelo en dirección a su objetivo.
En el vestuario había varios hombres cambiándose y Otto se esforzó por no mirar sus fofos cuerpos semidesnudos mientras guiaba al artilugio entre las sombras que proyectaban los bancos. Hizo girar a la araña y trató de localizar la rejilla de ventilación con la cámara. Finalmente, dio con ella en lo alto de la pared más alejada: tendría que esperar a que los hombres que había en la sala acabaran de cambiarse. Tras un tiempo que se le hizo eterno, pero que no debieron de ser más que un par de minutos, los hombres acabaron de vestirse y salieron de la sala: había llegado el momento. Cuando trepara por la pared para alcanzar el respiradero, el artilugio estaría al descubierto, así que tenía que hacerlo a toda prisa. Otto empujó el mando hacia delante todo lo que pudo y la araña mecánica cruzó el suelo como una exhalación y comenzó a trepar en dirección al respiradero.