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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Escuela de malhechores (6 page)

—Por nada.

Otto no estaba seguro de querer compartir aún lo que le había dicho la mente. Antes tenía que averiguar lo que significaba.

La conversación entre la condesa y la chica subía de tono, y la norteamericana parecía cada vez más enfadada.

—Era ropa de diseño, ¿y qué es lo que se me da a cambio? Un mono de basurero. Y, por si fuera poco, me tengo que desnudar delante de la cosa esa —añadió señalando el rostro azul de la mente, que seguía suspendido por encima del pilar blanco—, que es algo superembarazoso, y encima ahora me dice que no puedo…

La condesa se inclinó hacia delante y le dijo algo al oído a la chica. Otto no alcanzó a oír lo que decía la condesa, pero, en apenas unos segundos, la expresión de indignada perplejidad de la norteamericana se esfumó y se puso pálida como la cera.

—Tie… tie… tiene razón. ¿Para qué quiero una ropa tan cara? —tartamudeó la chica mientras se alejaba de la condesa—. Me encanta el uniforme, no le cambiaría absolutamente nada.

—Estaba segura de que acabaría dándome la razón —dijo la condesa, sonriendo a la muchacha.

La condesa se comportaba como un gato jugando con un ratón. Otto se acordó de su propia experiencia con ella y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

—¿Estás bien, amigo? Se te ve inquieto —Wing miró a Otto con curiosidad.

—No es nada. Solo un escalofrío —una tenue sonrisa asomó al rostro de Otto—. Más vale que vayamos con cuidado con ella, Wing —añadió mirando hacia donde estaba la condesa—. No sé qué es lo que le hace a la gente, pero no da la impresión de ser una gran defensora de la libertad de expresión.

Wing expresó su asentimiento bajando la cabeza.

—Yo diría que de ninguna libertad —repuso abundando en la idea.

La condesa se volvió hacia el grupo.

—Bueno, ahora que la señorita Trinity y yo hemos concluido nuestra pequeña charla, convendría que fuéramos corriendo al comedor. Estoy segura de que a estas alturas ya les habrá entrado hambre —del grupo emergió un murmullo de asentimiento—. Bueno, júntense todos. ¿Falta alguien?

La condesa escrutó el nutrido grupo de alumnos.

Se oyó un zumbido a sus espaldas y la puerta del único cubículo que seguía ocupado se abrió.

—Disculpad, ¿puede alguien ayudarme con la cremallera? ¡No funciona bien!

Franz salió del cubículo tirando furiosamente de la cremallera que había en la parte delantera del mono. Se las había arreglado para subirla hasta la mitad, pero no conseguía pasar de ahí. Un par de chicos se dieron codazos e intercambiaron una sonrisa burlona.

Laura echó una mirada de reproche al sonriente chico que tenía al lado y luego se acercó a Franz.

—Anda, deja que te ayude —tiró de la cremallera, pero apenas consiguió moverla—. Vas a tener que contener la respiración, Franz —le dijo al rubicundo muchacho.

Franz asintió con la cabeza, tomó una gran bocanada de aire y su rostro se puso más rojo todavía mientras sus carrillos se hinchaban como los de un trompetista. Laura se puso a dar tirones a la cremallera, que empezó a subir lentamente hasta que de pronto cedió y salió disparada por el pecho de Franz hasta alcanzar su cuello.

—Ahora la has subido demasiado y me aprieta —jadeó Franz, cuya cabeza parecía un globo a punto de reventar.

—Lo siento.

Laura se apresuró a bajar la cremallera un par de centímetros, aflojando la parte del mono que rodeaba el cuello de Franz. El muchacho exhaló de golpe una bocanada de aire y su rostro adquirió un tono rojizo menos intenso.

—Sí, gracias. Ahora está mucho mejor. Eres muy amable —Franz sonrió a Laura—. Condesa, empiezo a pensar que mi uniforme tal vez sea demasiado pequeño, ¿no?

La condesa suspiró y se volvió hacia la mente.

—No parece que al señor Argentblum le valga su uniforme. ¿Se ha producido algún error en las mediciones? —inquirió.

—No ha habido ningún error en las medidas, la talla del uniforme del señor Argentblum es la más grande que guardo en mi banco de memoria. He preparado un diseño alternativo y me encargaré de que el uniforme le sea enviado a sus alojamientos —explicó la mente.

—Muy bien —la condesa volvió a suspirar—. Me temo que de momento tendrá que apañárselas con ese, señor Argentblum. Ya se pondrá más tarde su uniforme nuevo. Pero ahora lo prometido es deuda. Hora de almorzar.

Al oír aquello, los ojos de Franz se iluminaron y una inmensa sonrisa reemplazó la mueca de indignación que había asomado a su rostro cuando la mente describió de forma tan cruda los requisitos de su uniforme. Otto sospechaba que Franz habría estado dispuesto a ir a almorzar desnudo de haber sido necesario y, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo evitar que se le formara una imagen mental que podría provocarle pesadillas el resto de sus días.

Wing le miró con gesto preocupado.

—¿Te encuentras bien, Otto? Te has puesto muy pálido. ¿Es que la condesa está intentando manipularte de nuevo?

En la mente de Otto había aparecido la imagen de Franz desnudo y atracándose a comer judías directamente de una lata.

—No, Wing, es mucho peor que eso…

Otto y Wing, aferrando sendas bandejas, hacían cola mientras aguardaban pacientemente a que les llegara el turno en el mostrador. El comedor ocupaba la totalidad de la cueva y el ruido de cientos de estudiantes charlando mientras comían retumbaba en las paredes de roca desnuda. La sala estaba llena de mesas redondas, cada una de ellas estampada con el logotipo de HIVE y rodeada por media docena de sillas. Otto no sabía si estaban allí todos los alumnos de la escuela, pero, tras hacer un cálculo aproximado, concluyó que debía de haber más de un millar de personas almorzando en la caverna. No distinguía bien lo que comía cada cual, pero había una inmensa variedad de platos de comida de distintos colores distribuidos por todas las mesas. La mezcla de olores que había en la caverna resultaba casi abrumadora. Pero a Otto el ruido de sus tripas le recordó que, en realidad, le traía sin cuidado lo que hubiera en el menú, siempre y cuando fuera sustancioso y no incluyera ninguna toxina especialmente perjudicial para la salud.

En una plataforma que se alzaba en el extremo más apartado de la sala había una mesa oval de un tamaño muy superior al resto. Sentado a la cabecera, en una posición de privilegio que le permitía dominar toda la sala, se encontraba el doctor Nero. La condesa estaba sentada a su izquierda, pero a los demás comensales Otto los veía por primera vez. A la derecha de Nero se sentaba un anciano lleno de arrugas que tenía aspecto de tener lo menos cien años. Llevaba una bata blanca sobre un traje de lana y sus cabellos parecían fuegos artificiales que estallaran en su cabeza. Lucía una pajarita rojo chillón y unas gafas que llevaban en la montura un extraño dispositivo de lentes intercambiables que podían abatirse para colocarlas en la posición requerida. Junto a él estaba sentado un hombre negro, enorme, que vestía un uniforme de camuflaje con un ostentoso despliegue de medallas y borlas en el pecho y que se cubría la cabeza con una boina negra ladeada. En una mano llevaba enfundado una especie de guante de acero y atacaba el filete que tenía en el plato como si le estuviera ajustando las cuentas a la comida.

Con todo, el más extravagante de los comensales de la mesa presidencial ni siquiera era humano. En el lado contrario al del doctor Nero, sentado en una silla elevada, había un sedoso gato blanco con un resplandeciente collar tachonado de joyas. El animal comía de un cuenco plateado que había sobre la mesa y a juzgar por la actitud de los demás profesores se habría dicho que a ninguno de ellos le parecía que aquello fuera algo inusual. Otto sabía que había personas que mimaban en exceso a sus animales de compañía, hasta el punto, incluso, de llegar a tratarlos a veces como si fueran personas, pero el puesto de honor de aquel gato indicaba que quienquiera que fuera su dueño lo consideraba igual de importante que a los otros comensales, si no más. Otto se preguntó distraídamente quién podría ser su dueño, porque ni la condesa ni el doctor Nero le parecían el tipo de personas que suelen tener una mascota así. La cola, entretanto, había seguido avanzando paso a paso hasta cruzar una puerta con un cartel que decía: «Área de Servicio». Dentro, detrás de un mostrador de acero inoxidable brillantemente iluminado, había varios hombres con delantales y uniformes blancos de cocinero sirviendo a los alumnos. Parecía haber una enorme variedad de comida para elegir. Otto supuso que, dado que los alumnos de HIVE procedían de los más diversos países, la cocina tendría que dar satisfacción a una multitud de gustos y de demandas dietéticas diferentes. En el mostrador había docenas de platos humeantes que contenían distintos tipos de comida, algunos de los cuales Otto no conseguía reconocer a primera vista. Al igual que sucedía en el comedor, el olor de todos aquellos platos resultaba delicioso, aunque también un tanto abrumador debido a la gran cantidad de aromas de hierbas, especias y condimentos que competían entre sí para captar plenamente la atención del olfato. La cola avanzó un poco más y el primero de los nuevos alumnos en ser servido fue Franz, que, nada más acercarse al comedor, había salido corriendo y se las había ingeniado para ponerse en la cola antes que todos los demás.

La cola avanzaba a un ritmo constante y bien pronto les llegó el turno a Otto y a Wing, que, tras elegir sendos platos entre el surtido de alimentos expuestos, agarraron los cubiertos y abandonaron el mostrador para dirigirse a la salida que conducía al comedor. Al echar un vistazo a la cueva, se dieron cuenta de que Franz y la chica norteamericana ya estaban sentados a una mesa, así que Otto y Wing se dirigieron hacia allí para unirse a ellos. Franz comía rápida y ruidosamente: casi parecía sorber la comida del tenedor cuando se lo llevaba a la boca. La norteamericana, en cambio, jugueteaba con la comida del plato mientras la miraba con cara de asco.

—¿Os importa que nos sentemos aquí? —preguntó Otto.

La norteamericana levantó la vista del plato.

—Vosotros mismos —respondió con desánimo y, tras exhalar un suspiro, siguió jugueteando con la comida.

Mientras Otto y Wing tomaban asiento, a espaldas de Otto una vocecilla tímida preguntó:

—¿Puedo sentarme aquí? —el chico calvo de las gafas gruesas señalaba el sitio libre que Otto tenía al lado.

—Adelante —respondió Otto.

El chico sonrió y se sentó.

—Yo me llamo Otto y este es Wing —Otto señaló con un gesto a Wing, que, en lugar de comer, se limitaba a permanecer sentado mirando con desconfianza el cuenco que tenía delante—. ¿Y tú te llamas…?

—Nigel… Nigel Darkdoom —respondió el chico calvo con un hilo de voz.

Otto tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse a causa de la incongruencia que existía entre el aspecto insignificante de aquel chico y su apellido.
[3]
En cambio, Wing, nada más oír su nombre, dejó de mirar su plato y estudió con atención a Nigel.

—¿No tendrás por casualidad algún parentesco con el difunto Diabolus Darkdoom? —inquirió Wing.

—Sí, era mi padre —respondió Nigel, con gesto azorado y un deje de tristeza.

Otto nunca había oído hablar del tal Diabolus Darkdoom, pero a juzgar por la reacción de Wing debería haberlo hecho.

—Mi padre era un gran admirador de su trabajo —prosiguió Wing—. Me contó muchas historias sobre las aventuras de Darkdoom. Es un gran honor conocer a su hijo.

Nigel cada vez parecía más incómodo y su cara había adquirido una coloración de un rojo intenso.

—Fue un día triste cuando cayó en combate. Siento mucho tu pérdida —dijo Wing con sinceridad.

—Gracias —Nigel esbozó una sonrisa—. Aunque creo que nunca seré un hombre como mi padre. Siempre me decía que tenía que tener más confianza en mí mismo, pero me parece que por más que me empeñe nunca llegaré a ser un verdadero Darkdoom.

Wing asintió con la cabeza.

—Yo también sé lo que es vivir a la sombra de tu propio padre.

—¿Quién vive a la sombra de quién? —preguntó Laura, mientras hacía ademán de tomar asiento en el último sitio libre que quedaba en la mesa.

—Me parece que todos vivimos a su sombra —comentó Otto, señalando al doctor Nero.

—Ajá, me parece que en eso tienes mucha razón —Laura se sentó del todo y señaló la generosa ración de comida que había en su plato—. En fin, al menos parece que HIVE sabe que el camino que conduce a los corazones pasa por el estómago.

—O a unos dos centímetros a la derecha del esternón —repuso Otto, sonriendo a Laura.

Wing soltó una risa y sacudió la cabeza. La chica norteamericana dejó su tenedor en la mesa y suspiró.

—Lo que no alcanzo a comprender es cómo se las han arreglado para mantener este lugar en secreto durante tanto tiempo. No sé, hemos visto aquí a cientos de personas y, según decían en la película, HIVE lleva funcionando cerca de cuarenta años. Es increíble que durante todo este tiempo nadie se haya ido de la lengua —volvió a coger el tenedor y se puso otra vez a revolver la comida, que seguía intacta en el plato.

—Mi padre nunca se cansa de decirme que hay un montón de formas de mantener un secreto durante mucho tiempo —terció Franz, mientras inclinaba su cuenco para atrapar los últimos trozos de su almuerzo—. Quién sabe, a lo mejor se refería al gran secreto de que él estuvo aquí como alumno o a su intención de mandarme a este horrible lugar —y señaló con una mano los muros que les rodeaban.

Laura parecía desconcertada.

—Eso es lo que menos consigo entender. ¿Cómo es posible que mi padre y mi madre hayan consentido en que venga aquí? No soy una especie de superdelincuente juvenil y no me los imagino dando su aprobación a todo esto, resulta demasiado extraño. Quiero decir que no es posible que un tipo se plantara un día en la puerta de nuestra casa y dijera: «Siento molestarles, señor y señora Brand, pero, si no les importa, nos gustaría raptar a su hija y entrenarla para hacerse con el control del mundo en compañía de una panda de pequeños megalómanos».

—Vale, pero alguien tiene que haberte matriculado —repuso la norteamericana—. Si mi padre y mi madre me han enviado aquí, puedes estar segura de que habrá sido por una buena razón. Siempre me decían que me mandarían al mejor colegio que encontraran, así que me imagino que debe ser este. Mi padre siempre decía que nada era lo bastante bueno para su Shelby.

Otto tenía la impresión de que los padres de Shelby habían buscado un colegio que pudiera tenerla encerrada a cal y canto durante unos cuantos años en un lugar seguro y lo más alejado de ellos que fuera posible. De todos modos, había algo en Shelby que le mosqueaba. Siempre había tenido una habilidad especial para pillar a los mentirosos y había algo en aquella chica que sonaba a falso. Sospechaba que estaba ocultando algo, como si esa personalidad tan desagradable que mostraba fuera puro teatro. Decidió vigilarla con cuidado para ver si podía acercarse un poco más a la verdad.

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