Read Escuela de malhechores Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
De pronto, el micrófono del artilugio captó el sonido de unas voces que se acercaban. ¡Alguien iba a entrar en los vestuarios! A la minúscula araña mecánica aún le quedaban unos sesenta centímetros para alcanzar el respiradero, y eso a pesar de que estaba trepando por la superficie lisa de la pared tan rápido como podía. El respiradero se veía cada vez más grande en la pantalla y, mientras el artilugio avanzaba centímetro a centímetro, Otto lo azuzaba mentalmente para que fuera más rápido. Giró la cámara para que enfocara la sala que quedaba a su espalda y vio horrorizado que habían entrado dos policías, uno de ellos con una correa a la que estaba atado un perrazo que olisqueaba el aire con curiosidad. El micrófono que había instalado Otto captó su conversación.
—Hace solo un par de horas que hemos revisado esta estancia. No puedo creer que el jefe nos haga repetir tan pronto el registro —dijo uno de ellos, poniendo cara de fastidio.
—Ya lo conoces —repuso el otro—. Hay que hacerlo todo ciñéndose a las normas.
Otto advirtió que el perro olisqueaba con curiosidad la puerta del cubículo de la ducha por la que había salido la araña metálica. No alcanzaba a comprenderlo. El artilugio no podía oler a nada, no era más que un objeto de plástico y metal, ¿cómo era posible que el perro mostrara tanto interés por aquel cubículo en concreto? El perro se dio la vuelta y se puso a olisquear un rastro por el suelo, exactamente el mismo que había seguido el artilugio. De pronto, a Otto se le encendió una luz. Qué idiota era, se dijo para sus adentros. Era posible que el artilugio en sí no oliera a nada que el perro pudiera detectar, pero acababa de atravesar varios cientos de metros de alcantarillado y se jugaba lo que fuera a que aquello lo había impregnado de un olor cuyo rastro podía seguir el animal.
El artilugio ya había alcanzado el respiradero de la pared y Otto, con sumo cuidado, le hizo introducir sus dos patas delanteras por el borde de la rejilla para hacer palanca y abrir un hueco lo bastante ancho para que pudiera colarse dentro. Tenía la esperanza de que las bisagras de la rejilla no fueran tan rígidas como para que la diminuta máquina no pudiera levantarlas, de modo que se sintió profundamente aliviado cuando vio que el hueco que se iba abriendo era cada vez mayor. Hizo girar de nuevo la cámara y vio que el perro olisqueaba el suelo y avanzaba entre los bancos hacia el respiradero, seguido de su cuidador.
—Parece que Rex ha detectado algo por aquí —señaló el cuidador poniéndose de rodillas junto al animal—. ¿Qué pasa, muchacho? ¿Has olido algo? Busca, busca.
Soltó la correa y el animal cruzó la sala, acercándose cada vez más al artilugio, que ya casi había acabado de introducirse del todo por el estrecho hueco que se había abierto en la base de la rejilla. Otto impulsó suavemente el artilugio hacia delante y la última pata de la araña desapareció por el hueco. Ya estaba dentro de la conducción del aire, que se prolongaba formando una suave pendiente hasta perderse en la oscuridad. Por desgracia, aquel minúsculo movimiento llamó la atención del perro, que se puso a ladrar y a arañar la pared con sus patas delanteras en un intento inútil de aproximarse al respiradero, que estaba casi a la altura del techo.
Los dos policías cruzaron la sala y llegaron hasta donde estaba el perro. El hombre de la correa miró con curiosidad a su compañero canino.
—Bueno, está claro que ha olido algo allí arriba. Será mejor que echemos un vistazo al respiradero ese.
A Otto se le heló la sangre. Hizo avanzar lentamente el artilugio para alejarlo de la rejilla. Sabía que si lograba introducirlo unos centímetros más en la conducción, la oscuridad lo ocultaría, pero solo disponía de un par de segundos. De pronto, la cara de uno de los policías apareció al otro lado de la rejilla y escrutó la oscuridad de la conducción del aire.
—No se ve tres en un burro —informó a su invisible colega.
—Puedes abrir la rejilla. Mira, solo está sujeta por una bisagra —respondió el otro policía.
Si abría la rejilla, no habría ninguna posibilidad de que no viera el artilugio. Pero tampoco había ninguna duda de que si Otto intentaba moverlo rápidamente, el policía lo oiría corretear por la superficie metálica del conducto de ventilación. La mente de Otto trabajaba febrilmente. ¡Claro! Pulsó una tecla y apareció una ventana con el siguiente mensaje: «A
PARATO DESACTIVADO
».
Dentro del conducto de ventilación, las patas del pequeño robot se introdujeron en su cuerpo esférico, y la gravedad hizo el resto. La esfera rodó sin hacer ruido por la suave pendiente del conducto y se internó en la oscuridad justo en el momento en que el policía levantaba la rejilla. Otto pudo oír lo que decían mientras inspeccionaban la conducción.
—Aquí no hay nada. No entiendo por qué se ha excitado tanto Rex.
—Probablemente habrá captado algún olor de la cocina que venía por el aire acondicionado. Ya lo conoces. Es un glotón.
Las voces se fueron desvaneciendo poco a poco a medida que los dos policías completaban el registro del vestuario y se alejaban. Otto procuró tranquilizarse y al poco tiempo comenzó a sentir que su corazón recuperaba su ritmo normal. Se había salvado por los pelos, pero no podía permitirse el lujo de perder los nervios ahora. Disponía de unos treinta minutos para conducir al artilugio hasta su objetivo y para eso antes tenía que recorrer un desconocido sistema de ventilación. No había tiempo que perder.
La diminuta araña mecánica correteaba sobre sus larguiruchas patas de metal por los conductos de ventilación. «Hay que doblar ese recodo», se dijo Otto mientras impulsaba suavemente el mando, dirigiendo el artilugio hacia su objetivo. La araña dobló el recodo y bajó por la abertura del conducto hasta desembocar en un pequeño espacio oscuro que se encontraba a un par de centímetros de altura. Otto sabía que esa zona estaba justo debajo del estrado desde donde iba a pronunciar su discurso el primer ministro dentro de unos cinco minutos. Giró la cámara del artilugio e inspeccionó detenidamente el entorno en busca de su objetivo. Ahí estaba, a unos pocos centímetros de distancia: un amasijo de cables que caían por un agujero que había en el suelo del estrado y que colgaban por el angosto hueco que había debajo. Hizo avanzar al artilugio para que se colocara justo al lado de los cables y rápidamente identificó el que iba buscando. A continuación, pulsó una tecla de su portátil.
«P
INZAS DEL INTERFAZ DESPLEGADAS
», decía la pantalla.
Bajo el estrado, dos minúsculas pinzas metálicas salieron del artilugio. Con sumo cuidado, Otto dirigió las pinzas hacia el cable elegido, pulsó otra tecla y las pinzas se cerraron con fuerza sobre el cable.
«I
NTERFAZ ESTABLECIDO
», le informó la pantalla.
Otto se apresuró a realizar un par de comprobaciones y quedó muy complacido al ver que todo funcionaba exactamente como lo había planeado. «Vale, lo más difícil ya está hecho», se dijo para sus adentros mientras se volvía hacia un televisor que había en una mesa en un rincón de la habitación. Accionó el mando a distancia para encender la televisión y luego fue pasando canales. Pronto localizó el que buscaba: un periodista hablaba a la cámara mientras al fondo se veía el estrado bajo el cual se encontraba oculto el artilugio. Otto aguardó un par de minutos, oyendo sin prestar demasiada atención al periodista, que peroraba sobre la importancia del discurso del primer ministro. También Otto estaba convencido de que el primer ministro recordaría aquel día como uno de los momentos cumbre de su carrera política.
El periodista acabó de hablar justo en el momento en que el primer ministro subía al estrado.
—Empieza el espectáculo —se dijo Otto, volviéndose hacia su ordenador.
Durante un rato estuvo viendo cómo el primer ministro comenzaba su discurso, aunque, en realidad, no escuchaba lo que decía. Los políticos le resultaban insoportablemente aburridos y no era probable que aquel discurso fuera a ser una excepción.
—Vamos a darle un par de minutos que le sirvan de calentamiento —dijo en voz alta.
Durante los siguientes minutos de espera, la interminable divagación del primer ministro solo se vio interrumpida ocasionalmente por los aplausos programados de rigor. «Bueno, ya está bien», se dijo Otto y, acto seguido, pulsó una tecla del portátil. Apareció una ventana con un texto que avanzaba lentamente por la pantalla. Eran las mismas palabras que estaba pronunciando el primer ministro: Otto había establecido una conexión directa con su
teleprompter
. Al final de cada bloque de texto había instrucciones entre paréntesis como, por ejemplo, «P
AUSA PARA APLAUSOS
» o «I
NTENSA EMOCIÓN
». Otto dejó suspendido un dedo sobre la tecla de retorno y miró a la televisión.
—Adiós, primer ministro —dijo en voz baja mientras dejaba caer el dedo sobre la tecla.
Había tardado varias semanas en perfeccionar el programa que estaba ejecutando su ordenador. Dicho de forma sencilla, lo que hacía era transmitir directamente a la pantalla de cristal inclinada del
teleprompter
del primer ministro una señal que solo duraba un par de segundos. Pero no se trataba de una señal corriente, estaba programada para producir una reacción muy concreta. Otto sabía que en aquel momento el texto del discurso del primer ministro que aparecía en la pantalla del
teleprompter
del estrado había sido reemplazado por una breve interferencia. El chisporroteo de píxeles blancos y negros, similar al de un televisor sin señal, parecía no responder a ninguna pauta determinada. Pero aquello no tenía nada que ver con un estallido azaroso de electricidad estática. Se trataba de un diseño que Otto había elaborado con toda meticulosidad y que había tardado algún tiempo en perfeccionar. La señal tenía la increíble propiedad de hacer que quienquiera que la viera quedara de forma inmediata bajo el control hipnótico de Otto. Ya había probado el programa con la señora McReedy y, tras ver cómo se pasaba varios minutos andando a cuatro patas por el suelo y ladrando como un perro, había quedado convencido de que funcionaría según lo previsto. Por suerte, los
teleprompters
modernos estaban diseñados de tal manera que para todo aquel que no fuera el conferenciante parecían una simple lamina de cristal inclinada, lo cual significaba que las dos únicas personas en el mundo que sabían lo que estaba ocurriendo eran Otto y el primer ministro.
Otto echó un vistazo a la televisión y comprobó con gran satisfacción que el primer ministro había enmudecido en medio de una frase y que estaba mirando el
teleprompter
con gesto ausente. Algunos de los ministros del gabinete que se encontraban sentados detrás del estrado parecían un tanto confundidos, sin saber qué había provocado que su líder se callara de pronto. Habría resultado muy divertido dejarle unos cuantos minutos paralizado como una estatua, pero los planes de Otto eran otros. Pulsó una tecla del ordenador y la señal hipnótica fue reemplazada por un nuevo texto en movimiento. Pero no se trataba del discurso original: aquella era la versión de Otto.
De pronto, el primer ministro pareció salir de su trance y continuó hablando como si tal cosa.
—Ciudadanos de Gran Bretaña, sin duda sois conscientes de que tanto yo como los demás miembros de mi gabinete sentimos por vosotros y por vuestras familias el más profundo desprecio. Gobernar a una pandilla de subnormales babosos como vosotros representa una carga insoportable y, para seros honesto, no creo que se valore suficientemente la paciencia que tenemos al soportar vuestros constantes lloriqueos.
No había en la expresión del primer ministro nada que indicara que el nuevo discurso fuera un tanto peculiar. Detrás de él, los miembros del gabinete le miraban atónitos y con las bocas abiertas en un gesto de incredulidad.
—El caso es que, en contra de lo que podáis pensar, no somos servidores públicos. Sois vosotros, panda de palurdos descerebrados, quienes sois nuestros servidores y cuanto antes asumáis la posición que os corresponde, de rodillas delante de nosotros, tanto mejor. Hablemos a las claras: en materia de inteligencia ninguno de vosotros nos llega ni a la suela de los zapatos —dijo señalando a las personas que tenía sentadas detrás— y cerca de la mitad de vosotros apenas si sabéis leer o escribir y en el estado en que se encuentra nuestro sistema educativo no parece que eso sea algo que se vaya a solucionar en un futuro cercano.
A esas alturas ya se había levantado un murmullo de indignación entre el público del centro de convenciones y un par de miembros del gabinete se decían cosas al oído con gesto apremiante. El primer ministro, con su característica sonrisa acartonada, prosiguió con su discurso.
—En realidad, el mensaje que quiero transmitiros es muy simple: nos traéis al fresco. Jamás nos habéis importado y jamás nos importaréis. Haríais mejor en cerrar la boca y dejar de lamentaros porque todo lo que hagáis o digáis nos importa un rábano. Lo único que nos interesa es el poder y el dinero. Vuestros aburridos y patéticos problemillas son irrelevantes.
La sonrisa del primer ministro se hizo aún más amplia.
—Francamente, podéis coger vuestros problemas y metéroslos por donde os quepan. Gracias.
Otto vio cómo la última instrucción que destruiría para siempre la carrera política del primer ministro desaparecía por la parte de arriba de la pantalla de su ordenador: «M
IENTRAS VIVAS, JAMÁS VOLVERÁS A DECIR UNA MENTIRA
».
El primer ministro permanecía de pie sonriendo al público, convencido sin duda de que había dado el discurso de su vida, lo cual, supuso Otto, en cierto modo era verdad. De pronto, una idea maligna se formó en su mente. Sabía que no era necesario, pero, qué demonios, cuándo iba a volver a tener una oportunidad como esa. Sonriendo de oreja a oreja, tecleó un último comando en la pantalla: «E
NSÉÑALE EL CULO AL PÚBLICO
».
El primer ministro, todo obediente, se dio la vuelta, se agachó y se bajó los pantalones. La televisión reemplazó de inmediato la toma del pálido trasero del primer ministro por otra de las horrorizadas y boquiabiertas expresiones del público. Otto ya no pudo contenerse más y estalló en un torrente de carcajadas. A eso lo llamaba él una vil lección en el verdadero uso del poder.
Se quedó un par de minutos mirando la televisión, disfrutando del desconcierto de los avezados comentaristas políticos, que se devanaban los sesos tratando de encontrarle una explicación a lo que acababan de ver. El asunto, desde luego, iba a dar mucho que hablar. Otto tuvo que hacer un esfuerzo para volverse de nuevo hacia el ordenador. Había llegado el momento de borrar huellas. Tecleó un comando en el aparato y apareció una nueva ventana: «S
ECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN INICIADA
».