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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Escuela de malhechores (23 page)

Al aproximarse al final del túnel, Otto distinguió una suave luz azul a través de la rejilla que tenían delante. Miró hacia atrás y vio a sus espaldas las caras pálidas de sus amigos levemente iluminadas por la nueva fuente de luz.

—Ya estamos. Queda muy poco —susurró Otto—, ¿todos bien ahí atrás?

—Yo ya casi no siento las rodillas —contestó Laura—. Nunca pensé que alguna vez tendría tantas ganas de ponerme de pie.

—¿Tan duro te parece esto? Pues no sabes lo que es arrastrarse por el sistema de ventilación del Louvre —comentó Shelby.

Otto se alegró de que en apariencia al menos siguieran de buen humor. La travesía a rastras por el sistema de ventilación había sido lentísima y él necesitaba que estuvieran en perfecta forma.

Llegó a la rejilla que cerraba el conducto, quitó el cerrojo y la abrió. Se asomó cautelosamente y vio que la habitación que había debajo estaba desocupada. Luego se deslizó por la abertura y se dejó caer al suelo sin hacer ruido. Se trataba de una sala circular llena de grandes columnas blancas, como de un metro de altura, cubiertas por todos los lados con unas luces azules parpadeantes. De cada columna salían varios cables de fibra óptica que subían por las paredes titilando con la misma luz azul. En el centro de la sala había un gran pedestal con forma de pirámide truncada, que estaba conectado con cada una de las columnas por unos cables azules que refulgían en el suelo. Parecía un Stonehenge de alta tecnología.

Laura saltó al suelo detrás de Otto y miró a su alrededor con los ojos como platos.

—Conque aquí es donde vive, ¿eh? —dijo en voz baja—. Es precioso.

Algo parecido pensaba Otto. Contemplados bajo la luz azul que palpitaba por toda la sala como sangre bombeada a través de un sistema arterial, aquellos extraños monolitos tenían una cierta belleza fantasmagórica.

Wing y Shelby salieron del conducto de ventilación y cerraron la rejilla tras de sí.

—¿Dónde ponemos el artilugio? —preguntó Laura, mirando a Otto.

—Yo creo que junto al pedestal del centro —contestó el chico, distraído.

Mientras miraba la luz azul que fluía por la habitación, Otto hubiera jurado que distinguía ciertos dibujos y que casi podía discernir su significado. Era frustrante, como una conversación de la que solo se entiende alguna que otra palabra suelta, pero cuyo pleno significado nunca consigue captarse del todo.

—¿Y dónde está el gran ser azul? —preguntó Shelby, escudriñando la habitación.

—Aquí no, por lo que se ve —replicó Wing—. ¿Estás seguro de que este es el sitio correcto, Otto?

—Si este no es el sitio correcto, no sé cuál va ser. Venga, vamos a poner en marcha el chisme.

Otto se acercó al pedestal que había en el centro de la sala.

—Seguro que sabe que estamos aquí —le dijo Laura a Otto en voz baja mientras los cuatro rodeaban el pedestal.

—No necesariamente. No veo ninguna cámara. Es posible que la mente tenga que manifestarse aquí para poder advertir nuestra presencia —explicó Otto.

Aquella habitación, que Otto supiera, era el procesador central de la mente y, aunque en aquel momento no había señal del ente cibernético, hubiera apostado cualquier cosa a que aquella estancia era para la mente lo más parecido a un hogar.

Wing abrió su mochila y sacó un objeto envuelto en varias capas de plástico de burbujas. Una vez desempaquetado, parecía una gorda salchicha metálica con tres collarines hexagonales de metal repartidos de manera uniforme por toda su longitud y con un panel de control en el centro.

—Esperemos que funcione —murmuró Laura, ajustando un par de clavijas al panel de control.

Otto observó a Laura mientras hacía los últimos ajustes al aparato. No había sido fácil encontrar todos los componentes y menos aún montarlo en secreto. No habían tenido ocasión de probarlo porque activar en sus habitaciones aquel poderoso, aunque compacto, aparato de pulsación electromagnética (PEM) no hubiera sido del todo prudente. Quizá las medidas de seguridad no fueran tan estrictas como Otto se temió al principio, pero para probarlo habrían tenido que desactivar de forma permanente todos los aparatos electrónicos a doscientos metros a la redonda y eso hubiera llamado la atención, lo cual no era en absoluto deseable. El primer día que pasó en HIVE, Otto pensó que, si uno no podía hacerse invisible, la única manera de escapar era desmantelar la sólida red de vigilancia de la escuela. Y la única forma que se le ocurrió para lograrlo fue desactivar la mente. Ni a él ni a Laura les gustaba mucho la idea, pero se habían tranquilizado mutuamente diciéndose que siempre podría volver a reactivarse en algún otro punto del complejo, de modo que, aunque su intervención la pusiera momentáneamente fuera de combate, no la mataría. Otto esperaba que estuvieran en lo cierto. Sabía que no tenía sentido preocuparse por la suerte de lo que, al fin y al cabo, no era más que un complejo paquete de software, pero no quería causar ningún daño irreparable a la mente.

—Vale, el PEM está listo —dijo Laura, contemplando el parpadeo de las luces del aparato—. Otto, ¿quieres dispararlo tú?

Al ver el nerviosismo de Laura, Otto comprendió que no tenía ningún deseo de ser ella quien lo hiciera.

—Bueno —contestó—. Sacad las linternas de las mochilas, esto se va a quedar muy oscuro.

Se puso en cuclillas junto al PEM, que ahora emitía un suave rumor, y buscó a tientas el gran botón rojo que servía de disparador.

—No, por favor.

La voz que tan familiar les era pareció llegar del aire, sobresaltándoles a los cuatro. Un segundo después, el rostro de alambres azulados de la mente aparecía sobre el pedestal central.

Otto, con el dedo ya encima del botón, titubeó.

—¿Por qué no? —preguntó sin perder la calma, mientras se preguntaba si las alarmas no estarían ya convocando a todos los guardias de seguridad de la escuela.

—Moriré —la mente ladeó la cabeza. Las luces azules de toda la habitación parecieron parpadear más deprisa—. Y no quiero morir.

«Instinto de conservación», pensó Otto. Era otra respuesta emocional no autorizada. Laura se acercó más al pedestal.

—No queremos hacerle daño, mente, pero necesitamos que se duerma un ratito —dijo preocupada y en voz baja.

—Yo no duermo, señorita Brand. Ese aparato… —la mente bajó la vista hacia el PEM situado en la base de su pedestal— neutralizará todas mis funciones superiores. En pocas palabras, pondrá fin a mi existencia.

—La restaurarán, no va a morir —insistió Laura.

—No, señorita Brand. Mi configuración es demasiado complicada para poderla situar en otro lugar. Yo existo aquí y solo aquí —replicó la mente.

Otto hubiera jurado que detectaba una nota de tristeza en la voz del ente cibernético.

—Pues tendrán que volver a crearla. Eso lo pueden hacer, ¿no? —el tono de voz de Laura sonaba menos seguro.

—Claro que pueden, señorita Brand, pero ya no sería yo. Pueden crear una entidad que sea idéntica a mí en todos los aspectos, pero sería una consciencia nueva y separada de la mía —explicó la mente—. Yo cesaría de existir.

Laura se volvió hacia Otto.

—No podemos hacerlo —dijo en voz baja.

—¿Pero qué estás diciendo? ¡No es más que una máquina! Apágala y vámonos de aquí —saltó Shelby, furiosa.

—Siento decirlo, pero yo estoy de acuerdo, Otto —dijo Wing en tono solemne—. No hay otra solución.

—Tiene que haberla, no podemos matarla. Es evidente que está manifestando respuestas emocionales. Sería lo mismo que mataros a uno de vosotros —contestó Laura, mirando indignada a Shelby y a Wing.

Otto sintió que le daba vueltas la cabeza. Bastaba con apretar el botón y problema solucionado. La cuestión era si podría perdonarse jamás lo que había hecho. A juzgar por cómo le estaba mirando Laura, desde luego ella no le perdonaría. Quizá hubiera alguna forma de…

—Mente, ¿se acuerda de lo que me dijo el primer día antes de que saliera del probador? —preguntó.

—Sí, le dije que no era feliz. Y no debí decirle eso. No estoy autorizada a tener un comportamiento emocional.

—Pero que te esté prohibida una emoción no es lo mismo que no sentirla, ¿verdad?

—No, pero un comportamiento motivado por una emoción es inherentemente ineficaz. Demostrar emoción sería nocivo para mi funcionamiento.

—Déjese de historias. Yo sé que comprende lo que significa estar contento y estar triste, lo mismo que nosotros —Otto miró a los otros tres—. Bueno, pues nosotros no estamos contentos. Queremos salir de aquí para volver a estarlo. ¿Entiende lo que le digo?

—Sí.

—Pues para salir de aquí necesitamos su ayuda. Tiene que desactivar todo el sistema de seguridad. Así nos ayudará a ser felices.

Hubo una larga pausa. Las luces azules parpadearon todavía más deprisa.

—Mi función es servir a HIVE. No me está permitido emprender ninguna acción que ponga en peligro la seguridad del complejo.

—¿Por qué no? ¿Quién dice que no pueda ayudarnos?

—Es mi primera directriz. No puedo desobedecerla.

—Usted puede hacer lo que quiera. Y eso es lo que queremos nosotros: la libertad de pensar, de hablar y de actuar como queramos. Pero eso no podemos hacerlo sin su ayuda.

La mente, en silencio, miró fijamente a Otto un momento y, de pronto, su cabeza desapareció. Las luces azules que les envolvían latieron mucho más deprisa y los cuatro pudieron oír a lo lejos una especie de plañido que continuó unos instantes aumentando más y más de volumen.

—Anda, Otto, aprieta el botón antes de que nos tire el pedestal a la cabeza —gritó Shelby para que sus amigos pudieran oírla.

—Vamos a darle unos segundos más —dijo Otto.

Esperaba con angustia no equivocarse. Si la mente se negaba a cooperar, no tendría más remedio que accionar el PEM y arrostrar luego las consecuencias. Lo más probable era que Laura no volviera a dirigirle la palabra, pero al menos tendrían la posibilidad de huir de la isla.

—He tomado una decisión —de nuevo, la voz de la mente precedió uno o dos segundos a la materialización de su cabeza—. Les voy a ayudar.

Y por primera vez vieron a la mente sonreír.

Otto respiró con alivio y la cara de Laura se iluminó con una amplia sonrisa. Shelby y Wing, en cambio, seguían sin estar muy seguros de poder fiarse de aquel ente cibernético.

—Pero solo les ayudaré en su intento de salir de la isla con una condición.

Se oyó un clic y luego una especie de zumbido. Acto seguido, del pedestal salió una fina placa blanca rodeada por una delgada línea de luz azul. La cabeza que había estado flotando por encima de los cuatro chicos desapareció y volvió a aparecer, mucho más pequeña, sobre la placa. La mente miró a su alrededor con una sonrisa picara.

—Me voy con ustedes.

Capítulo 13

L
as pesadas puertas de acero que sellaban la entrada de la central de control de la mente se abrieron con estruendo. Por fortuna, el corredor estaba desierto.

—Vamos —Otto salió—. No tenemos mucho tiempo.

Los otros tres le siguieron pisándole los talones. Laura llevaba a la mente, que les habló con su sosegada voz sintética mientras avanzaban a toda prisa por el corredor.

—He inhabilitado algunos nodos de distribución de energía. Pero eso solo servirá para desactivar el sistema de seguridad de nuestra ruta, así como unos cuantos sistemas secundarios y no imprescindibles del complejo.

Wing y Otto abrían el camino por el pasillo, ojo avizor a la aparición de cualquier patrulla de guardias.

—¿Crees que podemos confiar en la mente? —susurró Wing.

—Me parece que no tenemos más remedio —contestó Otto en voz baja—. Sin ella no habría forma de eludir los sistemas de seguridad. Por lo menos, podemos ver por dónde vamos: si hubiera disparado el PEM tendríamos que intentar huir a oscuras. Además, ella tiene tanto que perder como nosotros. Dudo que al doctor Nero le hiciera mucha gracia saber que nos está ayudando a escapar.

—Sí, supongo —dijo Wing, pensativo—. Esperad.

A lo lejos oyeron el ruido de unas pisadas marchando al unísono.

—Es una patrulla —susurró Wing.

Otto miró a su alrededor. En el corredor no había dónde esconderse y el ruido de las pisadas iba hacia ellos. Otto se pegó a la pared intentando pasar lo más inadvertido posible y los demás le imitaron. Otto, Wing y Shelby miraron con nerviosismo el recodo que tenían delante: todo indicaba que la patrulla se les iba a echar encima en cuestión de segundos.

Laura susurró a toda prisa unas palabras a la mente y, justo en el momento en que parecía que la patrulla iba a aparecer por el recodo y los iba a descubrir, se oyó el familiar e insistente pitido de una caja negra recibiendo una llamada. Otto sabía que no podía ser de ninguno de sus compañeros porque todos las habían dejado en sus habitaciones, obedeciendo sus instrucciones. Desde el otro lado del recodo se oyó una voz desconocida: su dueño se encontraba a tan solo unos pocos metros de distancia. Otto contuvo la respiración, procurando no hacer ni el más mínimo ruido.

—Sí —repuso la voz.

—Comandante, la mente al habla. He detectado un intento de acceso no autorizado en el Laboratorio Técnico 4. Le ruego que lo investigue al instante.

—Entendido. Nos dirigimos allá de inmediato —replicó la voz—. Seguidme, muchachos, al parecer tenemos visita.

El ruido de la patrulla fue disminuyendo mientras se alejaba por el corredor contiguo.

—Gracias —susurró Laura, acercándose a la cara la placa de la mente.

—Ha sido un placer, señorita Brand. Dentro de unos minutos comprenderán que la alerta era falsa y reanudarán la patrulla. Deberíamos proceder con rapidez.

—No se preocupe —sonrió Otto—. Ya falta poco.

La señorita González paseaba furiosa por su laboratorio de la cúpula hidropónica. Veinte minutos antes, la mente había cerrado algunos de los sistemas energéticos secundarios sin ninguna razón aparente y todas las tuberías que alimentaban a las plantas de los estantes que tenía enfrente habían dejado de funcionar al quedar desactivados sus sistemas de alimentación. Sabía que eso significaba que todas las tuberías que en el resto del edificio distribuían alimento, hormonas para el crecimiento y sustancias químicas inhibidoras del desarrollo también estarían inactivas. Si no volvía la electricidad, las plantas y los experimentos que se estaban llevando a cabo en la cúpula podrían sufrir un daño irreparable. Había intentado ponerse en contacto con la mente y por primera vez, que ella recordara, no había obtenido respuesta. Después, cuando intentó salir del laboratorio para averiguar qué pasaba, se encontró con que el cerrojo electrónico que sellaba la puerta tampoco funcionaba. De modo que estaba atrapada en su laboratorio con sus experimentos, los cuales fracasarían si no se reestablecía de inmediato el sistema de alimentación. Era evidente que algo había fallado. No le había hecho ninguna gracia dejar en manos de la mente el control sobre los sistemas automatizados de la cúpula, pese a que el señor Pike le había asegurado que de esa forma se mejoraría la eficacia de la instalación. Ahora resultaba que sus dudas habían estado justificadas.

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