Read Escuela de malhechores Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
La señorita González se apresuró hacia la salida, aliviada de que fueran las fuerzas de seguridad y no ella quienes se encargaran de averiguar qué pasaba. Le faltaban unos metros para llegar a la salida cuando empezó el tiroteo y por todas partes resonó el característico zumbido de las adormideras. Luego, las detonaciones se entremezclaron con unos gritos desgarradores y, finalmente, los disparos se fueron espaciando hasta que la cúpula quedó sumida en un silencio estremecedor. La señorita González corrió hacia la puerta y, cuando alargó la mano para agarrar el picaporte, le llegó un sibilante y pavoroso rugido desde la oscuridad que quedaba a sus espaldas. Abrió la puerta y huyó de la cúpula sin mirar atrás.
—Unidad seis, conteste —el jefe de seguridad parecía preocupado, algo inusual en él—. ¡Conteste!
—He vuelto a comprobarlo, señor. El sistema de comunicación no está averiado. Deberían recibirnos con toda claridad.
El jefe se puso a dar vueltas por el centro de control de seguridad, escudriñando los numerosos monitores que se alineaban frente a él. No le gustaba nada lo que estaba sucediendo. Primero, alguien se había burlado de una de sus unidades mandándola a los laboratorios técnicos en busca de un fantasmagórico intruso y ahora había perdido contacto con la unidad que había enviado para que investigara lo que estaba pasando en la cúpula hidropónica. Y para contribuir aún más a su confusión, al parecer se había perdido también todo contacto con la mente, que desde hacía diez minutos no contestaba a ninguna pregunta.
—¿Dónde está la unidad ocho? —preguntó sin dejar de mirar a los monitores.
—Están a dos minutos de la cúpula hidropónica, señor. No tardarán en informar —replicó el agente que estaba a su lado.
—Quiero un informe completo en cuanto lleguen y diga a Monroe que actúe con cautela hasta que sepamos qué ha pasado con la unidad seis.
No, aquello no le gustaba nada en absoluto.
Otto y Wing iban por el corredor camino de la enfermería. Nero caminaba unos metros por detrás, así que no podían hablar con libertad. De todas formas, a juzgar por su expresión de abatimiento, Wing no parecía muy inclinado a entablar conversación. Y Otto lo comprendía. De pronto, a sus espaldas sonó un pitido y los dos chicos se pararon mientras Nero sacaba su caja negra del bolsillo de la chaqueta.
—Sí, dígame —preguntó mirando a la pantalla.
—En la cúpula hidropónica está pasando algo raro, señor. La señorita González nos comunicó que habían entrado unos desconocidos y hemos perdido contacto con la unidad que envié a investigar —le informó el jefe de seguridad.
—¿Desconocidos? ¿Se ha averiado la reja de seguridad exterior? —preguntó Nero, frunciendo el ceño.
—No, señor, eso es lo raro. No hay señales de que nadie haya violado el sistema externo de seguridad. Quien esté ahí dentro procede del interior de HIVE. He intentado pedir información a la mente, pero no responde.
—Me temo que las funciones superiores de la mente están temporalmente fuera de conexión —Nero lanzó una mirada a Otto—. Por casualidad, no tendrá usted algo que ver con esto, ¿verdad, señor Malpense?
—No —repuso Otto con toda sinceridad, preguntándose qué estaría ocurriendo.
—Hummm. Muy bien, proceda con precaución y téngame informado —Nero parecía preocupado por primera vez desde que Otto llegó a HIVE. Cerró la caja negra y miró a los dos chicos—. Ustedes dos se vienen conmigo a la caverna hidropónica y como me entere de que esto tiene algo que ver con ustedes, no me voy a poner muy contento, créanme.
La unidad número 8 del cuerpo de seguridad corrió hacia la caverna hidropónica sin tener todavía noticias de la unidad seis. De pronto, de un recodo del corredor salió despavorida la señorita González. Tardaron un minuto en tranquilizarla y en conseguir que contara lo que le había ocurrido a la unidad seis, pero en cuanto les relató lo que había visto y oído, Monroe se puso inmediatamente en contacto con el jefe de seguridad.
—Cálmese, Monroe. ¿Qué le ha dicho exactamente? —la cara arrugada del jefe escrutó la pantalla de su caja negra.
—Que oyó disparos, pero que a los pocos segundos cesaron y que entonces se escuchó un rugido —a Monroe le costaba hablar con serenidad.
—¿Como de un animal? —preguntó el jefe, en un tono un tanto exasperado.
—Ha dicho que no sonaba humano, señor —replicó Monroe.
—¿Y no hay rastro de la unidad seis?
—No, señor. Si vamos a entrar ahí, quisiera pedirle permiso para abrir uno de los armeros convencionales. No parece que las adormideras sirvieran de mucho.
El jefe se lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza.
—Muy bien, Monroe. Abriré el armero que hay al final del corredor en que está usted ahora. Pero asegúrese de que sus hombres no se entusiasmen con los gatillos. Si los que andan por ahí son estudiantes, no quiero que nadie dispare primero y luego pregunte. ¿Está claro?
—Como el agua, señor. Le informaré cuando lleguemos a la cúpula. Cierro.
A treinta metros del punto del corredor en que se hallaban se abrió un panel en la pared. En su interior, en perfecto orden, se hallaba una docena de rifles de asalto que Monroe entregó a sus hombres, uno por uno.
—Los seguros puestos y los dedos fuera de los gatillos hasta que yo diga lo contrario. Si tienen que disparar, asegúrense antes de contra quién lo van a hacer.
Sus hombres estaban nerviosos: cómo no iban a estarlo.
Nero salió a la pasarela que estaba suspendida de la pared de la cueva y bajó la vista para contemplar la cúpula hidropónica. Otto y Wing se acercaron a la barandilla que bordeaba la plataforma y también miraron hacia abajo, justo a tiempo de ver a una docena de guardias de seguridad que corrían por el suelo de la caverna en dirección a la cúpula.
—Eso no son adormideras —dijo Wing, con una ceja levantada.
Otto miró con mayor atención e inmediatamente comprobó que Wing tenía razón. Lo que tenían en la mano eran rifles; las adormideras las llevaban enfundadas en el cinto. Un momento después llegaron a la puerta de la cúpula y parecieron preparar sus armas antes de entrar. Otto observó una vez más la preocupación que se leía en la cara de Nero: evidentemente, nada de aquello formaba parte de la rutina diaria de HIVE.
Los guardias entraron por la puerta de uno en uno. A través del cristal de la cúpula se veían sus linternas. De pronto, la que iba en cabeza se apagó y entonces se desencadenó el infierno. Todos empezaron a disparar al mismo tiempo y el eco de sus rifles resonó por toda la caverna. Uno de los hombres salió corriendo, cruzó el suelo de la cueva y dejó caer el rifle en su huida. Pronto le siguió otro y después dos más, todos ellos a la carrera, como si en ello les fuera la vida. No se oyeron más disparos ni hubo más señales de los demás miembros de la unidad. Nero abrió su caja negra.
—Atención, ¿qué rayos está pasando allá abajo? —preguntó.
—Cuando yo lo sepa, lo sabrá usted, señor —respondió el jefe de seguridad.
Al fondo, Otto oía a gente gritando.
De pronto hubo un estruendo ensordecedor y toda la cúpula hidropónica pareció estremecerse. Otto intentó atisbar algo en medio de la oscuridad, pero aunque le pareció adivinar movimientos en el interior, no pudo distinguir ningún detalle. De nuevo, otro ruido atronador resonó por la caverna y esta vez el techo de cristal de la cúpula se astilló formando en su superficie el dibujo de una tela de araña. Los ojos de Otto se abrieron sorprendidos. El cristal tenía tres centímetros de grosor y se suponía que era irrompible. Lo que lo estaba golpeando debía poseer una fuerza descomunal.
Un rugido ensordecedor retumbó en la caverna y el techo de la cúpula estalló en mil pedazos. Entonces, de entre los restos de la cúpula, surgió una cabeza monstruosa, pero perfectamente reconocible a pesar de estar hinchada y de haber sufrido una horrible mutación. Wing y Otto se miraron estupefactos y pronunciaron al unísono la misma palabra.
—¡Violeta!
Aquello se parecía bien poco a la diminuta planta que habían visto unas horas antes. La cabeza tenía las dimensiones de un camión y la boca mostraba unos dientes puntiagudos tan grandes como conos de tráfico, todo ello sostenido por un cuello largo y flexible más grueso que el tronco de una secuoya gigante. Al abrir sus fauces, soltó una baba verde y prorrumpió en un rugido que sacudió la plataforma en que se encontraban Nero y los chicos. La enorme cabeza se balanceó y sus dientes se abrieron y se cerraron en el aire cuando dos de los guardias que aún seguían allí dispararon contra ella con sus rifles. Fue como si la atacaran con un tirachinas.
—¡Jefe! Saque a sus hombres de la caverna. Tenemos un grave problema —ordenó Nero, girando su caja negra y apuntando con ella al monstruoso ser que se encontraba debajo.
—¡Santo Dios! —se oyó exclamar al jefe—. ¡A todas las unidades, retrocedan! ¡Abran todos los armeros que haya alrededor de la caverna! ¡Quiero lanzallamas y lanzacohetes en esa pasarela ya!
Por el momento, Nero, Otto y Wing estaban a salvo en la pasarela pues se encontraban a unos cincuenta metros por encima de la cabeza del monstruo. Mientras Otto contemplaba la escena con horrorizada fascinación, se dio cuenta de que aquel ser seguía creciendo. De las ruinas de la cúpula surgían largos tentáculos, cubiertos de ventosas y de agudas espinas, que se iban extendiendo por el suelo de la caverna a una velocidad vertiginosa.
Nero, furioso, se volvió hacia Otto y Wing.
—¿Qué ha hecho, Malpense? ¿Qué es eso?
Otto negó con la cabeza.
—Ya sé que probablemente no va a creerme, pero nosotros no hemos tenido nada que ver con esto.
—Entonces, tal vez puedan explicarme por qué los dos parecen conocer a esa monstruosidad —era la primera vez que Otto oía a Nero levantando la voz.
—Nigel nos la enseñó ayer, pero entonces solo medía quince centímetros —repuso Otto, con la esperanza de no estar condenando a su amigo, el enamorado de las plantas, a un terrible destino a manos de Nero.
—¿Darkdoom? ¿Darkdoom ha creado esto? —Nero estaba visiblemente sorprendido. Se llevó una mano a la frente y se frotó una sien—. Ay, ¿por qué tendrán que ser siempre los calvos?
R
aven vio cómo las dos chicas entraban en su habitación y cerraban la puerta tras de sí. Aunque no siempre estaba de acuerdo con Nero sobre la forma de abordar los intentos de fuga, hacía tiempo que había aprendido que era preferible no meterse a averiguar cuáles eran sus motivos. También lamentaba haber hecho daño al joven Fanchú, pero había visto de lo que era capaz cuando se enfrentó con los dos chicos mayores el día antes en el corredor y había comprendido que tenía que poner fin a la pelea antes de que empezara siquiera. Él, al menos, se curaría. No se podía decir lo mismo de la mayoría de los que se habían enfrentado con ella.
Cruzó el patio del pabellón residencial y se dirigió a sus habitaciones. Ahora que Malpense estaba seguro en manos de Nero, iba a intentar dormir un poco. Por haber tenido que seguirlos en todas las etapas de su intento de fuga, llevaba casi veinticuatro horas sin pegar ojo y, aunque su resistencia era casi ilimitada cuando lo requería la situación, de vez en cuando necesitaba descansar como todo el mundo.
De pronto, la caja negra que llevaba en el estuche de su cinturón empezó a vibrar. La sacó y la abrió. Nero la miraba desde la pantalla. Al ver la honda preocupación que reflejaba la cara del doctor, una luz roja se encendió en su cerebro.
—Raven, la necesito ahora mismo en la pasarela que da a la caverna hidropónica.
Nero no podía disimular un tono de angustia en la voz. Al fondo se oía resonar un rugido sobrecogedor.
—¿Qué pasa, doctor?
—Creo que es conveniente que lo vea por sí misma —replicó él, mirando hacia algo que había a su izquierda fuera del campo visual de la cámara.
—Voy para allá.
Raven cerró la caja negra y echó a correr en dirección a la caverna.
—¡Vamos, Nigel, despierta!
Otto sacudió ligeramente la caja negra, como si eso pudiera hacer que Nigel contestara enseguida. Después de unos angustiosos segundos, su imagen apareció en la pantalla, frotándose los ojos.
—Otto, ¿sabes que son las cuatro y media de la mañana? —gimió Nigel.
—¡Lo siento, pero es muy urgente!
—¿Qué pasa?
—Míralo tú mismo.
Otto apuntó con la cámara al monstruo salvaje en que se había convertido el proyecto científico de su amigo.
—¡Violeta! —gritó Nigel y, acto seguido, Otto volvió la cámara hacia sí mismo—. Dios mío, ¿qué le ha pasado?
—Esperaba que nos lo pudieras explicar tú.
—Anoche estaba bien. Fui a comprobarlo antes de acostarme. No tengo la menor idea de lo que puede haber causado eso.
Otto contempló la escena que tenía a sus pies. La masa reptante de tentáculos asesinos había cubierto ya todo el suelo de la caverna. Horrorizado, vio cómo un racimo de tentáculos arrancaba una de las rejillas del conducto de ventilación que estaba adosada a la pared y la lanzaba a un lado, dejando vía libre para que otro enjambre de tentáculos se introdujera a toda velocidad en la tubería
—¿Cómo la matamos, Nigel?
—¡No podéis matarla! ¡No sabe lo que hace!
—Es ella o nosotros. Si no se lo impedimos, va a invadir todo el colegio. Así que, ¿cómo la matamos? —Otto estaba perdiendo la paciencia.
Nigel, con una expresión de torturada indecisión en el semblante, titubeó un segundo.
—En la base del tallo hay una especie de racimo de nervios apiñados —dijo al fin—. Para matarla hay que destruir esos nervios.
Otto miró hacia abajo intentando distinguir algo en la base del monstruoso tallo. Y, entonces, lo vio. Una serie de bultos pringosos, cada uno del tamaño de un coche, que latían desacompasadamente.
—Bien, ya los veo.
—¡Tengo que ir para allá! ¡Quizá yo pueda tranquilizarla!
La enorme cabeza del monstruo se echó hacia atrás y emitió otro rugido chirriante, similar al de unas gigantescas garras que arañaran una pizarra.
—Sospecho que ya es un poco tarde, Nigel. Quédate donde estás.
El jefe de seguridad llegó corriendo hasta Nero cuando Otto cerraba su caja negra.
—Está en el sistema de ventilación, señor. Al ritmo que crece, dentro de un par de horas habrá invadido toda la escuela.
El hombre no parecía contar con ninguna sugerencia sobre lo que cabía hacer de forma inmediata. A sus espaldas, los guardias de seguridad ocuparon la pasarela. Unos llevaban lanzallamas con grandes bidones de combustible cargados a la espalda y otros estaban armados con lanzacohetes ajustados a los hombros.