Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
El linganio que se acercaba se movía con confianza y rapidez. Cuando llegó algo más cerca fue fácil ver que no se trataba simplemente de un avance mano sobre mano; cada vez que la mano delantera se flexionaba, empujándole hacia delante, se soltaba y flotaba unos cuantos metros en la misma dirección, antes de que la otra mano descendiera y se agarrara de nuevo.
Era algo simiesco a través del espacio; aquel hombre espacial era un resplandeciente mono de metal.
—¿Y qué pasa si falla? —preguntó Artemisa.
—Parece demasiado experto para que le ocurra eso —respondió Biron—, pero si fallase, como brillaría al sol, le recogeríamos de nuevo.
El linganio estaba ahora cerca, y había desaparecido del campo de la placa visora. Al cabo de otros cinco segundos se oyó el sonido de unos pies sobre el casco de la nave.
Biron hizo bajar la palanca que encendía las señales que indicaban el contorno de la esclusa de aire de la nave. Un momento después, y en respuesta a una imperiosa serie de golpes, se abrió la puerta exterior. Se oyó un fuerte golpe justamente al otro lado de una sección ciega en la pared de la cabina del piloto. La puerta exterior se cerró, aquella sección de la pared se deslizó, ocultándose, y un hombre penetró en el interior.
Su traje quedó instantáneamente cubierto de una escarcha que ocultaba el grueso cristal del casco, convirtiéndolo en un montículo blanco. Todo él irradiaba frío; Biron dio más potencia a los calentadores, y entró una bocanada de aire caliente y seco. Durante un instante la escarcha permaneció aún sobre el traje, y luego comenzó a aclararse, convirtiéndose en rocío.
Los torpes dedos metálicos del linganio hurgaban en los cierres del casco, como si estuviese impaciente dentro de su nívea blancura. Por fin se lo quitó y al pasar por la cabeza el suave aislante del interior le revolvió el cabello.
—¡Su excelencia! —exclamó Gillbret, y luego, dirigiéndose a Biron con voz triunfante añadió—: Biron, es el autarca en persona.
Pero Biron sólo pudo decir con voz que trataba en vano de ocultar su estupefacción:
—¡Jonti!
El autarca apartó suavemente su traje espacial con el pie y se apoderó de la mayor de las sillas acolchadas.
—Hacía tiempo que no me ejercitaba de esta manera —dijo—, pero se dice que, una vez aprendido, ya no se olvida nunca, y por lo que parece así ha sido en mi caso. ¡Hola, Farrill! Buenos días, señor Gillbret. ¡Y si recuerdo bien, esta dama es la señorita Artemisa, la hija del director!
Colocó cuidadosamente un largo cigarrillo entre sus labios y lo encendió con una simple aspiración. El oloroso tabaco llenó el aire con su agradable olor.
—No esperaba verle de nuevo tan pronto, Farrill —dijo.
—¡O tal vez nunca más! —dijo Biron con acritud.
—Nunca se sabe —acordó el autarca—. Naturalmente, con un mensaje que sólo decía «Gillbret», sabiendo que Gillbret no era capaz de pilotar una nave espacial, y, además, teniendo en cuenta que yo mismo envié a Rhodia a un joven que sí sabe pilotarla y es perfectamente capaz de robar un crucero tyrannio en su desesperación por escapar; y finalmente, al saber que uno de los hombres en el crucero era un joven de porte aristocrático, la conclusión resultaba obvia. No me sorprende verle.
—Me parece que sí le sorprende —dijo Biron—. Creo que le asombra. Como el asesino que es usted, debería asombrarle. ¿Cree que le voy a la zaga en mis deducciones?
—Tengo muy buena opinión de usted, Farrill.
El autarca permanecía por completo imperturbable, y Biron se sintió incómodo y estúpido al expresar su resentimiento. Se volvió furiosamente hacia los otros.
—Este hombre es Sander Jonti, el Sander Jonti de quien os he hablado. Es posible que además sea el autarca de Lingane, o cincuenta autarcas juntos, pero para mí es Sander Jonti.
—Es el hombre que... —empezó a decir Artemisa. Gillbret se llevó su delgada y vacilante mano a la cabeza.
—Reprímete, Biron. ¿Estás loco?
—¡Éste es aquel hombre! ¡No estoy loco! —gritó Biron. Se reprimió haciendo un esfuerzo—. Está bien. Supongo que no sirve de nada chillar. Salga de mi nave, Jonti. Ya ve que lo digo con bastante calma. Salga de mi nave.
—Pero querido Farrill, ¿por qué razón?
Gillbret hacía ruidos incoherentes con su garganta, pero Biron le apartó, bruscamente a un lado y se enfrentó con el autarca que seguía sentado.
—Cometió usted un error, Jonti. No podía saber anticipadamente que cuando salí de mi dormitorio en la Tierra iba a dejar allí dentro mi reloj de pulsera. Y da la casualidad de que la correa de mi reloj de pulsera es un indicador de radiación.
Él autarca lanzó al aire un anillo de humo y sonrió plácidamente. Biron prosiguió:
—Y aquella correa nunca se tornó azul, Jonti. Aquella noche no hubo bomba en mi cuarto. ¡Sólo una bomba falsa, deliberadamente colocada! Y si lo niega, es usted un embustero, Jonti, o autarca, o lo que quiera usted llamarse a sí mismo. Aún más: usted fue quien colocó la falsa bomba. Me inutilizó con hypnita y dispuso el resto de la comedia de aquella noche. Todo está perfectamente claro, ¿sabe? Si me hubiese abandonado, habría dormido toda la noche y no hubiese notado nunca nada anormal. Así pues, ¿quién me llamó por el visiófono hasta asegurarse de que me había despertado? Es decir, que me había despertado para encontrar la bomba, la cual había sido deliberadamente colocada junto a un contador para que no pudiese dejar de encontrarla. Y ¿quién demolió mi puerta para que pudiese marcharme antes de descubrir que, al fin y al cabo, la bomba era inofensiva? ¡Aquella noche se debió usted divertir mucho, Jonti!
Biron hizo una pausa para ver el efecto que había producido, pero el autarca no hizo sino inclinarse, expresando un cortés interés. Biron sintió que su furia iba en aumento. Era algo así como golpear almohadas, batir agua o dar patadas en el aire. Prosiguió con voz ronca:
—Mi padre estaba a punto de ser ejecutado; de eso bien pronto me hubiese enterado. Quizás hubiese ido a Nefelos, o quizá no, pues habría seguido mi instinto y nada más. Luego me habría enfrentado, abiertamente o no, con los tyrannios, pero hubiera sabido cuáles eran mis posibilidades, y me hubiera preparado para hacer frente a lo que pudiera suceder.
»Pero usted quería que yo fuese a Rhodia, a ver a Hinrik. Y normalmente no podía esperar que yo hiciese lo que usted quería. No era fácil que acudiese a usted en busca de consejo, a menos que pudiese preparar una situación adecuada, que es precisamente lo que hizo.
»Creí que me iban a asesinar, y no podía pensar en ninguna razón para ello, pero usted sí. Usted parecía haberme salvado la vida y saberlo todo; por ejemplo lo que yo tenía que hacer. Me encontraba confundido, desequilibrado, y seguí su consejo.
Biron se detuvo para recobrar el aliento, esperando una respuesta, pero no la obtuvo.
—No me explicó que la nave en que salí de la Tierra era una nave de Rhodia y que había cuidado de informar al capitán de mi verdadera identidad —prosiguió a voz en grito—. No me explicó que su intención era que cayese en manos de los tyrannios en cuanto aterrizase en Rhodia. ¿Acaso niega todo esto?
Hubo una larga pausa, durante la cual Jonti apagó la colilla de su cigarrillo aplastándola lentamente.
Gillbret se retorcía las manos.
—Biron, estás poniéndote en ridículo. El autarca no... Entonces Jonti levantó la mirada y dijo quedamente:
—El autarca, sí... Lo admito todo. Tiene razón, Biron, y le felicito por su clarividencia. La bomba era falsa, y fui yo quien la puso y le envié a Rhodia con la intención de que los tyrannios le arrestasen.
La cara de Biron se distendió. Parte de la futilidad de la vida se había desvanecido.
—Algún día, Jonti, ajustaremos cuentas —dijo—. De momento parece que es usted el autarca de Lingane, y que tiene tres naves que le esperan allí afuera, y eso me entorpece algo más de lo que me gustaría. Sin embargo, el «Implacable» es mío, y yo soy su piloto. Póngase el traje y salga. El cable espacial está todavía en su lugar.
—No es su nave. Es usted un pirata, más que un piloto.
—La posesión es aquí la ley. Le doy cinco minutos para que se ponga el traje.
—¡Por favor, nada de tragedias! Nos necesitamos mutuamente, y no tengo intención de marcharme.
—Yo no le necesito. No le necesitaría ni siquiera si toda la armada tyrannia se estuviese acercando a nosotros en este mismo instante, y usted pudiese hacerla desaparecer del espacio.
—Farrill —dijo Jonti—, está usted hablando y obrando como un adolescente. Ha dicho lo que quería. ¿Puedo hablar yo ahora?
—No. No veo ninguna razón para escucharle.
Artemisa chilló. Biron hizo un movimiento, pero se detuvo en el acto. Rojo de ira al verse frustrado, permaneció tenso pero impotente.
—Y ahora, ¿la ve? —preguntó Jonti—. La verdad es que tomo ciertas precauciones. Lamento ser poco sutil y tener que utilizar una arma como amenaza. Pero me imagino que me servirá para obligarles a que me escuchen.
El arma que sujetaba era un demoledor de bolsillo. No había sido ideado para producir dolor o para inmovilizar: ¡mataba!
—Hace años que estoy organizando a Lingane en contra de los tyrannios —prosiguió—. ¿Sabe lo que eso significa? No ha sido fácil. Ha sido casi imposible. Los Reinos Interiores no ofrecen ayuda alguna; lo sabemos por larga experiencia. Los Reinos Nebulares no tienen más salvación que la que ellos mismos se procuren, pero convencer de esto a nuestros jefes nativos no es cosa fácil. Su padre, Biron, era un activista, y le mataron. No se trata de un juego, recuérdelo.
»La captura de su padre fue para nosotros una crisis. Era cuestión de vida o de horrible muerte. Estaba en nuestros círculos interiores y era evidente que los tyrannios no andaban lejos de nosotros; había que despistarles, y para hacerlo no podía detenerme en consideraciones de honor y de integridad, que de nada sirven.
»No podía dirigirme a usted y decirle: "Farrill, tenemos que despistar a los tyrannios. Usted es el hijo del ranchero, y, por lo tanto, sospechoso. Vaya y hágase amigo de Hinrik de Rhodia, para que los tyrannios vuelvan la mirada hacia allá; apártelos de Lingane. Puede ser peligroso, quizá pierda la vida, pero los ideales por los que murió su padre están por encima de todo lo demás".
»Quizá lo hubiese comprendido y hubiese actuado en consecuencia, pero no podía permitirme el lujo del experimento y obré para que usted actuara sin saberlo. Le aseguro que me resultó muy penoso, pero no me quedaba otro camino. Pensé que quizá no sobreviviría, se lo digo francamente. Pero usted podía ser sacrificado, también le digo esto con franqueza. Tal como han salido las cosas, resulta que ha sobrevivido, y me alegro.
»Y hay otro asunto, cuestión de cierto documento...
—¿Qué documento?
—¡Alto ahí! Ya le dije que su padre trabajaba para mí, de modo que yo sabía lo que él sabía. Usted tenía que obtener aquel documento y al principio parecía que era la persona adecuada. Estaba en la Tierra, legítimamente, era joven y no era fácil que sospechasen de usted, al principio, quiero decir.
»Luego, cuando arrestaron a su padre, usted se convirtió en una persona peligrosa. Iba a ser objeto de las sospechas de los tyrannios, y no podíamos permitir que usted se apoderase del documento, puesto que entonces iría a parar casi inevitablemente a manos de ellos. Teníamos que apartarle de la Tierra antes de que pudiese completar su misión. Ya ve como todo se explica.
—¿De modo que ahora lo tiene usted?
—No, no lo tengo —dijo el autarca—. Desde hace años que falta de la Tierra cierto documento que podría haber sido aquél. Si efectivamente es aquél, no sé quién lo tiene. ¿Puedo apartar ya el demoledor? Se hace pesado.
—Apártelo —dijo Biron.
—¿Qué le dijo su padre del documento? —preguntó el autarca tras haber apartado el arma.
—Nada que usted no sepa, puesto que trabajaba para usted. El autarca sonrió, pero su sonrisa era forzada.
—¡Desde luego!
—¿Ha terminado ya su explicación?
—Sí. Totalmente.
—Entonces —dijo Biron—, salga de la nave.
—Espera un poco, Biron —terció Gillbret—. No se trata sólo de una cuestión personal. También estamos aquí Artemisa y yo, ¿sabes? También tenemos algo que decir. Por lo que a mí se refiere, encuentro que lo que el autarca dice parece razonable. Te recuerdo que en Rhodia te salvé la vida, y creo que hay que tener en cuenta mi punto de vista.
—¡Muy bien! ¡Me salvó la vida! —gritó Biron, e indicó la esclusa de aire con un dedo—. Márchese, pues, con él. Váyase. Salga de aquí también. Usted quería encontrar al autarca. ¡Aquí está! Me comprometí a conducirle hasta él, y mi responsabilidad ha terminado. No pretenda decirme a mí lo que yo tengo que hacer.
Se volvió hacia Artemisa, sin poder reprimir aún parte de su ira.
—Y tú, ¿qué? También salvaste mi vida. Todos os habéis dedicado a salvar mi vida. ¿También quieres marcharte con él?
—No me pongas las palabras en la boca, Biron —dijo la chica con calma—. Si quisiese marcharme con él, lo diría.
—No te sientas obligada a nada. Puedes marcharte cuando quieras.
La muchacha pareció ofenderse y se apartó. Como solía ocurrirle, Biron se daba cuenta de que cierta parte más sosegada de sí mismo sabía que estaba obrando de un modo infantil. Jonti le había hecho aparecer como un necio, y no podía contener su resentimiento. Además, ¿por qué tenían todos que aceptar con tanta tranquilidad la tesis de que lo correcto era echar a Biron Farrill a los tyrannios, como se echa un hueso a un perro, para que no saltasen sobre el cuello de Jonti? ¿Quién diablos se figuraban que era él?
Pensó en la falsa bomba, en la nave rhodiana, en los tyrannios, en aquella agitada noche en Rhodia, y se compadeció de sí mismo.
—¿Y bien, Farrill? —dijo el autarca.
—¿Y bien, Biron? —añadió Gillbret. Biron se volvió a Artemisa.
—¿Tú qué opinas?
—Pues pienso que todavía tiene allí tres naves, y que, además, es el autarca de Lingane. No creo que te quede elección posible.
El autarca la miró y expresó su admiración.
—Es usted una muchacha inteligente, señorita. Es adecuado que una mente semejante se encuentre en un exterior tan agradable. —Durante un momento su mirada se posó en ella.
—¿Cuáles son las condiciones? —preguntó Biron.