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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (7 page)

Precisamente en aquel momento se enfrentaba con esa hija, que estaba furiosa. Era ella solamente unos cuantos centímetros más baja que él, y al director le faltaba poco para el metro ochenta. La muchacha era un terremoto de ojos y cabellos oscuros, y en aquel instante estaba de un humor más tenebroso aún.

—¡No puedo hacerlo, no lo haré! —repitió.

—Pero Arta, Arta, sé razonable —dijo Hinrik—. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué voy a hacer? En mi posición, ¿qué elección me queda?

—¡Si mamá viviese, ella sí que hubiese encontrado una solución! —Golpeó el suelo con el pie. Su nombre entero era Artemisa, nombre real que había sido llevado al menos por una hembra de cada generación de Hinriads.

—Sí, sí, sin duda. ¡Bendita sea! ¡Y cómo era tu madre! A veces pareces haber salido del todo a ella, y en nada a mí. Pero, Arta, sin duda que no le has dado una oportunidad. ¿Has observado sus..., sus buenos puntos?

—¿Cuáles son?

—Los que...

Hizo un gesto vago, reflexionó un poco, y lo dejó correr. Se acercó a ella, dispuesto a poner una consoladora mano sobre su hombro, pero la muchacha se apartó vivamente. Su túnica escarlata resplandecía en el aire.

—He pasado una tarde con él —dijo amargamente—. Intentó besarme. ¡Fue algo asqueroso!

—Pero todo el mundo se besa, querida. No es lo mismo que en tiempos de tu abuela, de venerada memoria. Los besos no son nada, menos que nada. ¡Sangre joven, Arta, sangre joven!

—Sangre joven, ¡bah! La única vez que ese horrible hombrecillo ha tenido sangre joven en sus venas en los últimos quince años ha sido inmediatamente después de una transfusión. Es diez centímetros más bajo que yo, padre. ¿Cómo voy a dejar que me vean en público con un pigmeo?

—Es un hombre importante, muy importante.

—Eso no añade ni un centímetro a su estatura. Es patizambo, como todos ellos, y le huele mal el aliento.

—¿Le huele mal el aliento?

Artemisa hizo con la nariz un mohín a su padre.

—Exacto; huele mal. Tiene un olor desagradable. No me gustó, y se lo hice saber.

Hinrik abrió la boca, asombrado, y dijo en un murmullo ahogado:

—¿Se lo hiciste saber? ¿Le hiciste creer que un alto funcionario de la corte real de Tyrann puede tener una característica personal desagradable?

—Efectivamente. ¡Has de saber que tengo buen olfato! De modo que cuando se acercó demasiado me tapé la nariz y le di un empujón. ¡Vaya hombre! Digno de admiración. Se cayó de espaldas, patas arriba.

Hizo un gesto con los dedos, como ilustrando sus palabras, el cual pasó inadvertido a Hinrik; éste gruñó sordamente y se cubrió la cara con las manos. Luego miró tristemente a través de sus dedos.

—¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cómo pudiste hacer tal cosa?

—No me sirvió de nada. ¿Sabes lo que dijo? ¿Lo sabes? ¡Fue la última gota, el límite! Decidí entonces que no podría soportar a aquel hombre aunque midiese tres metros.

—Pero... ¿qué dijo?

—Pues dijo..., como en el vídeo, papá..., dijo: «¡Ah! Vaya briosa muchacha. ¡Me gusta aún más así!» Y mientras tanto dos sirvientes le ayudaban a levantarse. Pero no volvió a tratar de echarme el aliento a la cara.

Hinrik se dejó caer en una silla, se inclinó hacia delante y contempló a Artemisa con detenimiento.

—¿Y no podrías sencillamente simular que te casabas? No seria necesario que lo tomases en serio. ¿Por qué no tan sólo por conveniencia política...?

—¿Qué quieres decir, padre? ¿Tendré que cruzar los dedos de la mano izquierda mientras firmo el contrato con la derecha? Hinrik pareció algo confuso.

—No, desde luego. ¿De qué serviría eso? ¿De qué modo el cruce de los dedos alteraría la validez del contrato? La verdad. Arta, me sorprende tu estupidez.

Artemisa suspiró.

—Pues entonces, ¿qué quieres decir?

—¿A qué te refieres? Ya ves, me has perturbado. No puedo concentrarme bien cuando discutes conmigo. ¿Qué estaba diciendo?

—Que debía disimular que me casaba, o algo así. ¿Recuerdas?

—Oh, sí. Quiero decir que no es necesario que lo tomes demasiado en serio, ¿comprendes?

—Supongo que podré tener amantes. Hinrik se puso rígido y frunció el ceño.

—¡Arta! Te he educado como una muchacha modesta y respetable. Y lo mismo hizo tu madre. ¿Cómo puedes decir tales cosas? ¡Es vergonzoso!

—¿Pero no es eso lo que quieres decir?

—Yo puedo decirlo. Soy un hombre, un hombre maduro. Una muchacha como tú no debería repetirlo.

—Pues bien, lo he repetido, y ahí se queda. No me importa tener amantes. —Puso los brazos en jarras y las mangas de su túnica resbalaron dejando al descubierto sus hombros redondos y morenos—. ¿Qué haré entre un amante y otro? Él será siempre mi marido, y no puedo soportar precisamente esa idea.

—Pero es viejo, querida. Tu vida con él no duraría mucho.

—Duraría demasiado, gracias. Hace cinco minutos tenía la sangre joven. ¿Recuerdas?

Hinrik extendió sus manos y las dejó caer.

—Arta, ese hombre es un tyrannio, y uno de los poderosos. Se le considera muy bien en la corte del Khan.

—Es posible. Quizás el Khan también huele mal. En la boca de Hinrik se dibujó una mueca de horror. Automáticamente miró por encima del hombro. Luego dijo con voz ronca:

—Nunca repitas semejante cosa.

—La diré si tengo ganas. Y, además, ese hombre ya tiene tres mujeres. No hablo del Khan, sino del hombre con quien quieres que me case —dijo anticipándose a su padre.

—Pero han muerto —explicó ansiosamente Hinrik—. Arta, no están vivas. No lo creas. ¿Cómo puedes haberte figurado que iba a permitir que mi hija se casase con un bígamo? Exigiremos que presente documentos. Se casó con ellas consecutivamente, no a la vez, y ahora ellas están todas muertas.

—No me sorprende.

—¡Oh, maldita sea! ¿Qué voy a hacer? —Hizo un último esfuerzo por conservar su dignidad—. Arta, es el precio de ser una Hinriad, y la hija de un director

—Nunca he pedido ser una Hinriad ni la hija de un director.

—Eso no tiene nada que ver con el asunto. Se trata sencillamente de que la historia de toda la galaxia indica que hay ocasiones en que las razones de estado, la seguridad de los planetas, el mejor interés de los pueblos requiere que..., bueno...

—Que alguna infeliz muchacha se prostituya.

—¡Oh, qué vulgaridad! Algún día, ya verás, ya verás..., algún día dirás algo así en público.

—Pues bien, así son las cosas, y no lo haré. Antes moriría. Antes haría cualquier cosa. Puedes estar seguro.

El director se levantó y extendió los brazos hacia ella. Sus labios temblaban y no dijo nada. La muchacha se precipitó hacia su padre llorando desesperadamente y se aferró a él.

—¡No puedo, papá, no puedo! ¡No me obligues a hacerlo! —Él la acarició torpemente.

—Pero si no lo haces, ¿qué sucederá? Si los tyrannios están descontentos me destituirán, me encarcelarán, quizá me ejecu... —ahogó la palabra—. Los tiempos que corremos son muy delicados, Arta, muy desdichados. La semana pasada fue condenado el ranchero de Widemos, y creo que ha sido ejecutado. ¿Te acuerdas de él, Arta? Hace medio año estuvo en la corte. Era un hombre de cabeza redonda y ojos profundos. Al principio te asustaba.

—Me acuerdo.

—Pues bien, probablemente ha muerto. Y, ¿quién sabe? Quizá yo sea el siguiente. Tu pobre, inofensivo padre, el siguiente. Estos tiempos son malos. Estuvo en nuestra corte, y eso es muy sospechoso.

De repente la muchacha se apartó de él.

—¿Y por qué tendría que ser sospechoso? Tú no estabas comprometido con él, ¿verdad?

—¿Yo? Claro que no. Pero si insultamos abiertamente al Khan de Tyrann rechazando una alianza con uno de sus favoritos, quizás incluso se les ocurra creerlo.

El retorcimiento de manos de Hinrik fue interrumpido por el zumbido sordo de la extensión telefónica. Hinrik se sobresaltó.

—Recibiré la comunicación en mi cuarto. Tú quédate y descansa; te encontrarás mejor después de una siesta. Ya verás, ya verás. Ahora estás algo nerviosa.

Artemisa le siguió con la mirada mientras salía y frunció el ceño. Su fisonomía denotaba una intensa concentración, y durante unos minutos permaneció en una inmovilidad absoluta, sólo alterada por la suave marea de sus senos.

Se oyó ruido de pisadas junto a la puerta, y la chica se volvió.

—¿Qué ocurre? —preguntó con un tono de voz más agudo de lo que había sido su intención.

Era Hinrik, y su cara aparecía lívida de miedo.

—Era el comandante Andros quien llamaba.

—¿De la policía exterior?

Hinrik no pudo hacer otra cosa que asentir.

—¡Pero seguro que no pueden...! —gritó Artemisa. Estuvo a punto de expresar en palabras aquella horrible idea, pero esperó en vano una aclaración.

—Hay un joven que solicita audiencia. No le conozco. ¿Para qué habrá venido aquí? Es de la Tierra.

Mientras hablaba, tenía que hacer pausas para tomar aliento, y vacilaba, como si su mente estuviese girando vertiginosamente.

La muchacha corrió hacia él y le sujetó por el codo.

—Siéntate, padre —le dijo secamente—. Dime lo que ha ocurrido.

Le sacudió, haciéndole reaccionar. Parte del pánico desapareció del rostro de su padre.

—No lo sé exactamente —murmuró—. Hay un joven que va a venir con detalles referentes a una conspiración contra mi vida. ¡Contra mi vida! Y me dicen que tengo que escucharle. —Sonrió como un necio—. El pueblo me quiere. Nadie podría querer matarme. ¿No es cierto?

Observaba ansiosamente a la muchacha, y se tranquilizó cuando ella dijo:

—Naturalmente que nadie puede querer matarte.

—¿Crees que podrían ser ellos?

—¿Quiénes?

—Los tyrannios —murmuró—. El ranchero de Widemos estuvo ayer aquí, y lo han matado. —Su voz subió de tono—. Y ahora envían a alguien para que me mate a mí.

Artemisa le agarró el hombro con tal fuerza que le hizo concentrarse de inmediato en el dolor.

—¡Padre! —exclamó la muchacha—. ¡Siéntate y cálmate! Ni una palabra más. Escúchame: nadie te va a matar. ¿Me oyes? Nadie te va a matar. Hace seis meses que estuvo aquí el ranchero. ¿Recuerdas? ¿No fue hace seis meses? Piensa.

—¿Hace ya tanto tiempo? —murmuró el director—. Sí, sí, así debe ser.

—Pues ahora quédate aquí y descansa. Estás demasiado agitado. Yo misma veré al joven, y te lo traeré si no hay peligro.

—¿Lo harás así, Arta? ¿Lo harás? No dañará a una mujer. Seguro que no.

La chica se inclinó y le besó una mejilla.

—Ten cuidado —murmuró él, cerrando cansadamente los ojos.

6.- ¡Ése lleva una corona!

Biron Farrill esperaba inquieto en uno de los edificios externos del complejo palaciego. Por primera vez en su vida experimentaba la deprimente sensación de ser un provinciano.

La mansión de Widemos, donde creció, había parecido hermosa a sus ojos, y su memoria le atribuía ahora un brillo puramente bárbaro. Sus líneas curvadas, su trabajo de filigrana, sus torrecillas cuidadosamente trabajadas, sus recargadas «ventanas falsas»... Se estremeció al pensar en ellas.

Pero aquello..., aquello era diferente.

El complejo palaciego de Rhodia no era solamente una ostentosa masa construida por los pequeños señores de un reino de ganaderos, ni tampoco la expresión infantil de un mundo moribundo y a punto de desaparecer. Era la culminación, en piedra, de la dinastía de los Hinriad.

Los edificios eran majestuosos y tranquilos. Sus líneas rectas y verticales se alargaban hacia el centro de cada una de las estructuras, pero evitando efectos afeminados tales como los de las agujas. Parecían hoscos, y sin embargo se elevaban y culminaban en tal forma que impresionaban al espectador sin revelar a primera vista la razón de ello. Eran reservados, suficientes, orgullosos.

Y lo que sucedía con cada uno de los edificios por separado ocurría con su conjunto: subían
in crescendo
hasta el palacio central. Uno por uno habían ido desapareciendo hasta los pocos artificios que quedaban en el estilo masculino de Rhodia. Incluso se había prescindido de las «ventanas falsas», tan apreciadas como decoración, y tan inútiles en un edificio ventilado e iluminado artificialmente. Y eso se había llevado a cabo sin perder nada.

No había sino líneas y planos, una abstracción geométrica que atraía la mirada hacia el cielo.

El comandante tyrannio se detuvo un momento a su lado al salir de la habitación interior.

—Ahora será recibido —dijo.

Biron asintió con la cabeza, y poco después un hombre más alto, con un uniforme escarlata y canela, le saludó juntando los talones. De repente se le ocurrió a Biron que quienes ostentaban el verdadero poder no necesitaban exhibición externa y podían contentarse con el azul pizarra. Recordó el espléndido formulismo de la vida de un ranchero, y se mordió los labios al pensar en su inutilidad.

—¿Biron Malaine? —preguntó el guardia rhodiano, y Biron se levantó para seguirle.

Había un pequeño y resplandeciente vagón monocarril delicadamente suspendido por medio de fuerzas magnéticas sobre un eje de metal rojizo. Biron no había visto nunca uno semejante y se detuvo antes de entrar en él.

El pequeño vagón, con capacidad para cinco o seis personas a lo sumo, oscilaba a impulsos del viento, como una grácil lágrima que reflejaba el resplandor del espléndido sol de Rhodia. El carril único era delgado, apenas algo más que un cable, y corría a lo largo de la Parte inferior del vagón sin tocarlo. Biron se inclinó y vio el azul cielo entre las dos partes. Mientras lo miraba, y por espacio de un instante, una ráfaga de viento lo alzó, de modo que quedó suspendido algunos centímetros por encima del carril, como impaciente por volar, y tirando de la invisible fuerza que lo sujetaba. Luego descendió aleteando acercándose cada vez más al carril, pero sin llegar a tocarlo nunca.

—Entre —dijo impacientemente el guardia tras él; Biron ascendió dos peldaños y entró en el vagón.

Los peldaños permanecieron en el exterior el tiempo suficiente para que le siguiese el guardia, y luego se alzaron silenciosa y suavemente encajando en su lugar de tal modo que la superficie externa del vagón no presentaba solución de continuidad.

Biron se dio cuenta de que la opacidad externa del vagón era una ilusión. Una vez dentro se encontró sentado en una burbuja transparente. Al mover un pequeño mando el vagón se elevó. Subía con facilidad, hendiendo el aire que silbaba a su paso. Por un momento Biron captó el panorama del complejo palaciego desde el vértice del arco.

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