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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (11 page)

No esperó respuesta y se interrumpió el contacto.

—De modo que así estamos —dijo Biron. También él lo había oído—. ¿Debo quedarme y comprometerla, o salir y entregarme? Supongo que no hay razón para esperar asilo en ningún lugar de Rhodia.

—¡Oh, cállese, bruto, necio! —dijo ella con un grito contenido.

Se contemplaron mutuamente. Biron estaba ofendido. En cierto modo también estaba tratando de ayudarla. No había razón para que ella le insultase.

—Está bien —dijo fríamente y sin convicción—. Tiene usted derecho a sus propias opiniones.

—No debería decir las cosas que dice de mi padre. Usted no sabe lo que es ser director. Trabaja para su pueblo, a pesar de todo lo que pueda usted pensar.

—Oh, sí, sin duda. Me ha vendido a los tyrannios para ayudar a su pueblo. Es muy lógico.

—En cierto modo sí lo es. Les ha mostrado que es leal. De no ser así, podrían deponerle y asumir el gobierno directo de Rhodia. ¿Es que eso sería mejor?

—Si un noble no puede encontrar asilo...

—Oh, usted no piensa más que en sí mismo. Ése es su defecto.

—No me parece que sea particularmente egoísta no querer morir. Sobre todo por nada. Antes de desaparecer tengo que pelear un poco. Mi padre les combatió.

Sabía que empezaba a parecer melodramático, pero aquella muchacha le hacía reaccionar así.

—¿Y de qué le sirvió a su padre? —preguntó la muchacha.

—De nada, me figuro. Le mataron.

Artemisa se sintió apenada.

—No hago más que decir que lo siento, pero esta vez es de veras. Estoy trastornada. —Luego, como en defensa propia, añadió—: Yo también tengo mis dificultades.

Biron lo recordó.

—Ya lo sé. Bueno, empecemos de nuevo.

Trató de sonreír. Por otra parte, su pie se encontraba mejor.

Ella trató de parecer despreocupada.

—Y no es usted verdaderamente bruto.

Biron se sintió embarazado.

—Oh, bueno...

Se detuvo, y Artemisa se llevó la mano a la boca. Rápidamente volvieron sus cabezas en dirección a la puerta. Se oía un repentino ruido de muchos pies que avanzaban en orden sobre el mosaico de plástico semielástico que cubría el pasillo exterior. La mayor parte pasó de largo, pero oyeron un leve y disciplinado sonido de talones que se juntaban ante la puerta, y percibieron el zumbido de llamada de la señal nocturna.

Gillbret tenía que actuar con rapidez. Primero debía ocultar el visisonor. Por vez primera deseó haber tenido un escondrijo mejor. Maldijo a Hinrik por haberse decidido tan pronto esta vez, por no haber esperado hasta la mañana. Tenía que escaparse; quizá no tuviese otra oportunidad.

Luego llamó al capitán de la guardia. No podía ignorar el pequeño hecho de que había dos guardias inconscientes y un prisionero fugado.

El capitán de la guardia lo tomó muy en serio. Hizo que se llevasen a los dos hombres inconscientes, y se enfrentó con Gillbret.

—Señor, no he acabado de comprender por su mensaje qué es exactamente lo que ha ocurrido —dijo.

—Pues lo que usted ve —contestó Gillbret—. Vinieron a arrestarle, y el joven no se sometió. Se ha ido, el espacio sabe dónde.

—Eso importa poco, señor —dijo el capitán—. Esta noche el palacio se ve honrado con la presencia de un personaje, de modo que está bien guardado a pesar de la hora. ¿Pero cómo pudo escaparse? Mis hombres estaban armados, pero él no.

—Peleó como un tigre. Desde esta silla, tras la cual me escondí...

—Lamento, señor, que no pensase usted en ayudar a mis hombres contra un acusado de traición.

—Vaya una idea divertida, capitán —dijo Gillbret, adoptando un aire desdeñoso—. Si sus hombres en doble número y armados, necesitaban mi ayuda, ya es hora de que reclute otros hombres.

—¡Está bien! Registraremos el palacio, le encontraremos y ya veremos si puede repetir su hazaña.

—Le acompañaré, capitán.

Ahora fue el capitán quien arqueó las cejas. Era su turno.

—No se lo aconsejaría, señor. Podría haber algún peligro.

Era la clase de observación que no se debía hacer a un Hinriad. Gillbret lo sabía, pero se limitó a sonreír y permitió que las arrugas llenasen su delgada cara.

—Ya lo sé —dijo—, pero a veces hasta el peligro me divierte.

La compañía de guardias tardó cinco minutos en formar. Gillbret, solo en su habitación durante aquel tiempo, llamó a Artemisa.

Biron y Artemisa se habían quedado petrificados ante el zumbido de la pequeña señal, la cual sonó por segunda vez; luego se oyeron unos prudentes golpes en la puerta, y la voz de Gillbret que decía:

—Déjeme probar, capitán. —Y luego, en voz más alta—: ¡Artemisa!

Biron sonrió aliviado y se adelantó hacia la puerta, pero la muchacha le cubrió la boca con la mano y dijo en voz alta:

—Un momento, tío Gil.

Indicó desesperadamente la pared con un dedo.

Biron no podía hacer más que mirar como un estúpido. La pared era completamente lisa. Artemisa hizo una mueca y pasó a toda prisa junto a él. Su mano sobre la pared hizo que una parte de la misma se deslizase sin ruido hacia un lado, descubriendo un tocador. Con un gesto de los labios indicó a Biron que se metiera dentro, mientras sus manos manipulaban el alfiler de adorno de su hombro derecho. Al abrirse aquel alfiler se interrumpió el pequeño campo de fuerza que mantenía cerrada una costura invisible a lo largo de su vestido. Dio un paso, y salió fuera de él.

Biron dio la vuelta después de cruzar lo que había sido la pared y mientras ésta se volvía a cerrar tuvo el tiempo justo de ver cómo la muchacha se echaba sobre los hombros una bata de piel blanca. El vestido escarlata yacía arrugado sobre la silla.

Biron miró en derredor suyo preguntándose si registrarían el cuarto de Artemisa. Si lo hacían se encontraría indefenso, pues el tocador no tenía otra entrada, y no había nada en él que pudiese servir de escondrijo mejor.

A lo largo de una de las paredes colgaba una hilera de vestidos, y el aire resplandecía débilmente delante de ellos. Su mano pasó fácilmente a través del resplandor, y solamente sintió una leve picazón al atravesarlo con la muñeca, pues su objeto era únicamente repeler el polvo, a fin de que el espacio detrás de él permaneciese asépticamente limpio.

Podría esconderse tras las faldas. Eso era precisamente lo que en realidad estaba haciendo. Había maltratado a dos guardias, con la ayuda de Gillbret, para llegar allí, pero ahora que había llegado se escondía literalmente tras las faldas de una dama.

De un modo incongruente, se puso a pensar que le hubiera gustado haberse dado la vuelta un poco antes de que la pared se cerrase tras él. La chica tenía realmente una figura notable. Era ridículo que se hubiese portado de una manera tan infantil y desagradable. Era evidente que ella no tenía la culpa de las faltas de su padre.

Y ahora lo único que podía hacer era esperar, contemplando la lisa pared y esperando el ruido de pies en la habitación de al lado, el momento en que la pared se abriese una vez más y se enfrentara de nuevo con las bocas de los látigos, pero esta vez sin un visisonor que le ayudase.

Y esperó, con un látigo neurónico en cada mano.

9.- Los pantalones de un dueño y señor

—¿Qué ocurre? —Artemisa no tenía por qué fingir intranquilidad. Se dirigió a Gillbret, quien estaba junto a la puerta, al lado del capitán de la guardia. Media docena de hombres uniformados estaba discretamente a la expectativa a corta distancia. Y luego, rápidamente, añadió—: ¿Le ha ocurrido algo a mi padre?

—No, no —la tranquilizó Gillbret—, no ha ocurrido nada que pueda afectarte en modo alguno. ¿Estabas durmiendo?

—Casi —replicó— y hace ya horas que mis chicas han salido. No había nadie para contestar, salvo yo misma, y me han dado ustedes un susto terrible.

Luego, de improviso, se volvió hacia el capitán, con un serio ademán.

—¿Qué desean de mí, capitán? Dígalo pronto, por favor. Éstas no son horas para una audiencia en regla.

Gillbret intervino antes de que el otro tuviese tiempo de abrir la boca.

—Algo muy divertido, Arta. Aquel joven, ¿cómo se llama?, ya sabes, se ha escapado, rompiendo dos cabezas a su paso. Le estamos buscando ahora con igualdad de fuerzas: un pelotón de soldados para un fugitivo. Y aquí me tienes, sobre la pista, entusiasmando al capitán con mi celo y mi valentía.

Artemisa pareció quedarse absolutamente estupefacta.

El capitán murmuró una imprecación; sus labios apenas se movieron. Luego dijo:

—Por favor, señor, no se expresa usted con claridad y estamos perdiendo miserablemente el tiempo. Señora, el hombre que dice ser el hijo del ranchero de Widemos ha sido arrestado por traición. Ha conseguido escaparse, y ahora anda suelto. Debemos registrar el palacio en su busca, habitación por habitación.

Artemisa retrocedió un paso frunciendo el ceño.

—¿Incluso mi habitación?

—Si su excelencia lo permite.

—¡Pues no lo permito! ¡Si hubiese un hombre desconocido en mi habitación lo sabría, sin duda alguna! Y la sugerencia de que yo pueda tener tratos con tal hombre, o con cualquier otro hombre, a estas horas de la noche, es una solemne impertinencia. Le ruego observe el respeto debido a mi rango, capitán.

Aquel estallido hizo su efecto. El capitán no pudo hacer más que saludar y decir:

—No tenía intención de sugerir nada de eso, señora. Perdone la molestia a estas horas de la noche. Su afirmación de que no ha visto al fugitivo es, naturalmente, suficiente. En las circunstancias presentes era necesario confirmar la seguridad de su excelencia. Se trata de un hombre peligroso.

—Seguramente no será tan peligroso como para que no puedan entendérselas con él, usted y su compañía.

La aguda voz de Gillbret se interpuso de nuevo.

—Capitán, venga. Mientras usted se entretiene en cortesías con mi sobrina, nuestro hombre habrá tenido tiempo de saquear la armería. Propongo que deje usted un guardia a la puerta de esta dama, de modo que no se perturbe lo que le queda de sueño. A no ser, querida —hizo bailar sus dedos frente a Artemisa—, que quieras unirte a nosotros.

—Será suficiente con cerrar la puerta y retirarme, gracias —dijo Artemisa con frialdad.

—Escoge un guardia grande —gritó Gillbret—. Ese mismo. Qué hermoso uniforme llevan nuestros guardias, Artemisa. Puedes reconocer un guardia desde lejos con sólo verle el uniforme.

—Excelencia —dijo el capitán con impaciencia—, no hay tiempo que perder; está retrasándonos.

A un gesto suyo, un guardia se separó del pelotón, saludó a Artemisa a través de la puerta que ya se cerraba, y luego al capitán. El ruido de pisadas ordenadas se desvaneció en ambas direcciones.

Artemisa esperó, luego abrió silenciosamente unos centímetros la puerta. El guardia estaba allí, plantado, con las piernas separadas, la espalda rígida, la mano derecha armada, y la izquierda sobre su botón de alarma. Era el guardia propuesto por Gillbret, uno alto, tan alto como Biron de Widemos, aunque no tan ancho de espaldas.

En aquel momento se le ocurrió a la muchacha que Biron, si bien era joven y, por lo tanto, poco razonable en algunos de sus puntos de vista, era por lo menos robusto y musculoso, lo que resultaba conveniente. Había sido una tontería mostrarse desagradable con él. Y tenía bastante buena facha.

Biron se irguió al abrirse la puerta. Contuvo la respiración y apretó los dedos.

Artemisa miró los látigos.

—¡Tenga cuidado!

Respiró aliviado y metió un látigo en cada bolsillo. Resultaban así bastante incómodos, pero no tenía fundas apropiadas.

—Eso era solamente en caso de que alguien me estuviera buscando.

—Salga y hable en voz baja.

Llevaba todavía su bata de noche, tejida con un material suave desconocido para Biron, y adornada con pequeños mechones de una piel plateada; se sujetaba al cuerpo gracias a alguna leve atracción estática propia del material, de modo que no requería botones, cierres, lazos ni campos de costura. Y, en consecuencia, tampoco hacía mucho más que esfumar levemente los contornos de la figura de Artemisa.

Biron sintió que sus orejas enrojecían, y paladeó la sensación.

Artemisa esperó, hizo un gesto circular con su dedo índice y preguntó:

—¿Le importa?

Biron la miró a la cara.

—¿Qué? ¡Oh, perdón!.

Se volvió de espaldas y permaneció vagamente atento al suave crujido del cambio de las prendas exteriores. No se le ocurrió preguntarse por qué la muchacha no había utilizado el tocador o por qué, mejor aún, no se había cambiado antes de abrir la puerta. La psicología femenina presenta abismos que, cuando se carece de experiencia, desafían al análisis.

Cuando Biron se volvió, iba vestida de negro, con un traje de dos piezas que no alcanzaba la rodilla, y que tenía el aspecto consistente de las prendas destinadas más bien al aire libre que a los salones de baile.

—¿Nos vamos, pues? —dijo Biron de inmediato. La chica hizo un gesto con la cabeza.

—Primeramente tendrá que hacer su trabajo. Necesita usted otras ropas. Póngase al lado de la puerta y haré entrar al guardia.

—¿Qué guardia?

Artemisa sonrió.

—Han dejado un guardia a la puerta, a sugerencia de tío Gil.

La puerta del pasillo se abrió silenciosamente unos cuantos centímetros, deslizándose sobre su carril. El guardia estaba aún allí, rígidamente inmóvil.

—¡Guardia! —gritó ella—. ¡Entre, pronto!

No había ninguna razón para que un simple soldado vacilase en obedecer a la hija del director. Entró mientras la puerta seguía aún abriéndose.

—A la orden, exce... —empezó a decir impetuosamente, y sus rodillas se doblaron bajo el peso que cayó sobre sus hombros, mientras sus palabras quedaban cortadas, sin tan sólo un chillido de interrupción, por el antebrazo que se cerró alrededor de su laringe.

Artemisa cerró precipitadamente la puerta y observó la escena con sensaciones próximas a la náusea. La vida en el palacio de los Hinriads era tranquila, casi decadente, y hasta entonces nunca había visto la cara de un hombre congestionada con sangre, y cómo su boca se entreabría resoplando inútilmente bajo los efectos de la asfixia. Apartó la mirada.

Biron descubrió sus dientes al esforzarse en estrechar el círculo de huesos y músculos alrededor de la garganta del otro. Durante un minuto las debilitadas manos del guardia tiraron inútilmente del brazo de Biron, mientras sus pies descargaban golpes sin objeto. Biron le levantó del suelo sin aflojar su presa.

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