Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
Era difícil no mirar la placa visora. Pronto saltarían a través de aquella tinta.
—¿Sabe por qué le llaman la Nebulosa de la Cabeza de Caballo? —preguntó Biron distraídamente.
—¿Qué es un caballo?
—Un animal de la Tierra.
—Es una idea divertida, pero para mí la Nebulosa no se parece a ningún animal, Biron.
—Eso depende del ángulo desde el cual se mira. Desde Nefelos parece un brazo humano con tres dedos, pero una vez la observé desde el observatorio de la universidad de la Tierra, y verdaderamente se parecía un poco a una cabeza de caballo. Quizá de ahí le viene el nombre. ¿Quién sabe?
A Biron el asunto le aburría ya; sólo hablaba para oír el sonido de su propia voz.
Hubo una pausa que duró demasiado, pues dio a Gillbret una oportunidad para plantear un asunto que Biron no quería discutir, y sobre el cual no conseguía dejar de pensar.
—¿Dónde está Arta? —preguntó Gillbret. Biron le lanzó una rápida mirada.
—Está en el remolque. No voy tras ella —respondió Biron.
—Pero el autarca sí. Valdría más que viviese aquí.
—Suerte para ella.
Las arrugas de Gillbret se hicieron más pronunciadas, y sus pequeñas facciones parecieron encogerse aún más.
—Oh, no seas necio, Biron. Artemisa es una Hinriad. No se puede acostumbrar a la manera como la estás tratando.
—Déjelo correr —dijo Biron.
—No. Hace tiempo que tengo ganas de decirlo. ¿Por qué te estás portando así con ella? ¿Porque Hinrik puede haber tenido la culpa de la muerte de tu padre? Hinrik es mi primo, y no has cambiado respecto a mí.
—¡De acuerdo! —exclamó Biron—. No he cambiado respecto a usted; le hablo como siempre le ha hablado. Y también hablo con Artemisa.
—¿Como le has hablado siempre?
Biron permaneció silencioso.
—Se la estás entregando al autarca —dijo Gillbret.
—Es su elección.
—No. Es la tuya. Escucha, Biron —Gillbret adoptó un tono confidencial y puso una mano sobre la rodilla de Biron—, esto es algo en lo que no me gusta meterme, ¿comprendes? Se trata únicamente de que ella es lo único bueno que hay de momento en la familia Hinriad. ¿Te divertiría si te dijese que la quiero? No tengo hijos propios.
—No discuto su cariño.
—Entonces te aconsejo en bien de ella. Para los pies al autarca, Biron.
—Creí que se fiaba usted de él, Gil.
—Como autarca, sí. Como jefe antityrannio, también. Pero como hombre para una mujer, como hombre para Artemisa, no.
—Pues dígaselo a ella.
—No me haría caso.
—¿Y cree usted que me escucharía si se lo dijese yo?
—Si se lo dijeses bien dicho...
Biron pareció vacilar durante un momento y se humedeció con la lengua sus labios secos. Luego se volvió hacia Gillbret.
—No quiero hablar de ello —dijo con voz dura.
—Luego te arrepentirás —concluyó Gillbret tristemente.
Biron no dijo nada. ¿Por qué Gillbret no le dejaba en paz? A él también se le había ocurrido muchas veces que se arrepentiría. No era fácil, pero, ¿qué podía hacer? No había manera de evitarlo. Trató de respirar hondamente para librarse, de un modo u otro, de la oprimente sensación de su pecho.
Después del salto siguiente cambió el panorama. Biron había dispuesto los controles de acuerdo con las instrucciones del piloto del autarca, y dejó las operaciones manuales a Gillbret. Esta vez había decidido dormirse. Pero enseguida Gillbret le agarró un hombro y empezó a sacudirle.
—¡Biron! ¡Biron!
Biron dio media vuelta en la litera, cayó y aterrizó en el suelo, encogido, con los puños crispados.
—¿Qué ocurre?
Gillbret se apartó con rapidez.
—Tómalo con calma. Esta vez hemos topado con una F—2 —dijo Gillbret y respiró hondamente, relajándose.
—No me vuelvas a despertar así, Gillbret. ¿Dices que es una F—2? Supongo que te refieres a la nueva estrella.
—Claro. Me parece que tiene un aspecto muy divertido.
En cierto modo, así era. Aproximadamente el 95 por 100 de los planetas habitables de la galaxia giraban alrededor de estrellas de los tipos espectrales F o G, con un diámetro de un millón a dos millones de kilómetros y una temperatura superficial de cinco mil a diez mil grados. El Sol de la Tierra era G—0, el de Rhodia F—8, el de Lingane G—2, lo mismo que el de Nefelos. F—2 era algo caluroso, pero no excesivamente.
Las primeras estrellas en que se habían detenido eran del tipo espectral K, más bien pequeñas y rojizas. Aunque hubiesen tenido planetas, probablemente éstos no habrían sido habitables.
¡Una buena estrella es una buena estrella! En el primer día dedicado a fotografiar localizaron cinco planetas, de los cuales el más cercano distaba unos doscientos millones de kilómetros del primario.
Tedor Rizzet comunicó personalmente la noticia. Visitaba el «Implacable» con tanta frecuencia como lo hacía el autarca, iluminando la nave con su buen humor. Esta vez resoplaba furiosamente debido al esfuerzo que había hecho para pasar de un lado a otro por el cable metálico.
—No sé como se las arregla el autarca —dijo—. Nunca parece importarle. Me figuro que se debe a que es más joven. —De repente añadió—: ¡Cinco planetas!
—¿Para esta estrella? —preguntó Gillbret—. ¿Estás seguro?
—Del todo. Pero cuatro de ellos son del tipo J.
—¿Y el quinto?
—El quinto quizá sea bueno. Por lo menos tiene oxígeno en la atmósfera.
Gillbret soltó un pequeño grito de triunfo.
—Cuatro son del tipo J —dijo Biron—. Pero, en fin, solamente necesitamos uno.
Se daba cuenta de que era una distribución razonable. La mayor parte de los planetas de la galaxia cuyo tamaño era apreciable tenían atmósferas de hidrógeno. Al fin y al cabo, las estrellas consisten principalmente en hidrógeno, y constituyen el material primario de las formaciones planetarias. Los planetas del tipo J tenían atmósfera de metano o de amoníaco; algunas veces también contienen hidrógeno molecular, así como bastante helio. Tales atmósferas son en general profundas y muy densas. Los planetas mismos eran casi invariablemente de unos cincuenta mil kilómetros o más de diámetro, y su temperatura media rara vez superaba los cincuenta grados bajo cero. Eran totalmente inhabitables.
Allá, en la Tierra, le habían dicho que estos planetas recibían el nombre de planetas J, por la inicial de Júpiter, un planeta del sistema solar de la Tierra que era el mejor ejemplo de ese tipo. Quizá tenían razón. Lo cierto era que la otra clase de planetas era la de tipo T, y esa inicial, en efecto, venía de Tierra. Los tipos T eran, en general, relativamente pequeños, y debido a su menor gravedad no podían retener hidrógeno ni compuestos de ese gas, especialmente porque acostumbraban a estar más cercanos al Sol y eran más calientes. Sus atmósferas eran menos densas y, por lo común, contenían oxígeno y nitrógeno y, a veces, algo de cloro, lo cual era malo.
—¿Hay cloro? —preguntó Biron—. ¿Han analizado a fondo la atmósfera?
Rizzet se encogió de hombros.
—Desde el espacio solamente se pueden juzgar las capas superiores. Si hubiese cloro, se concentraría cerca del suelo. Ya veremos. —Puso la mano sobre uno de los amplios hombros de Biron, y dijo—: ¿Qué me dices de una copa en tu cabina, muchacho?
Gillbret les contempló con inquietud. Con el autarca que cortejaba a Artemisa, y el hombre que era su mano derecha convirtiéndose en compañero de bebida de Biron, el «Implacable» se iba haciendo cada día más linganio. Se preguntaba si Biron sabía lo que estaba haciendo; luego pensó en el nuevo planeta y dejó de preocuparse por lo demás.
Cuando penetraron en la atmósfera, Artemisa se encontraba en la cabina del piloto. Sonreía levemente y parecía satisfecha. Biron la miraba de reojo de vez en cuando. La chica casi nunca entraba allí, y su presencia sorprendió a Biron. Él la saludó, pero Artemisa no respondió a su saludo y se dirigió a su tío.
—Tío Gil —dijo con mucha animación—. ¿Es cierto que vamos a aterrizar?
Gil se frotó las manos.
—Eso parece, querida. Quizá salgamos de esta nave dentro de pocas horas, y caminemos sobre superficie sólida. ¿Verdad que es una idea divertida?
—Espero que sea el planeta que buscamos. Si no lo es, no será tan divertido.
—Queda todavía otra estrella —respondió Gil, frunciendo el ceño mientras hablaba.
Entonces Artemisa se volvió hacia Biron y dijo con frialdad:
—¿Ha dicho usted algo, señor Farrill?
Biron, cogido nuevamente por sorpresa, se sobresaltó.
—No, no he dicho nada.
—Entonces perdone. Creía que había dicho algo.
La muchacha pasó tan cerca de él que le rozó con el borde de su vestido de plástico, y por un momento se sintió envuelto en su perfume. A Biron se le contrajeron los músculos de la mandíbula. Rizzet estaba todavía con ellos. Una de las ventajas del remolque era que podían invitar a un huésped a pasar la velada.
—Ahora están obteniendo detalles de la atmósfera. Mucho oxígeno, casi un treinta por ciento, nitrógeno y gases inertes. Lo normal. No hay nada de cloro. —Hizo una pausa y añadió—: Humm...
—¿Qué ocurre? —preguntó Gillbret.
—No hay dióxido de carbono. Eso ya no me gusta.
—¿Por qué no? —preguntó Artemisa desde su puesto de observación junto a la placa visora, donde estaba viendo pasar la distante superficie del planeta a una velocidad de tres mil kilómetros por hora.
—Si no hay dióxido de carbono, no hay vida vegetal —dijo Biron secamente.
Ella le miró y sonrió de un modo afable.
Biron, contra su voluntad, le devolvió la sonrisa. Pero ella, sin mostrar ninguna alteración visible en sus facciones, sonreía a algo o a alguien que estaba más allá de Biron, ignorando a éste. Él se dio cuenta de que la suya era una sonrisa estúpida y dejó que se desvaneciera.
Lo mejor que podía hacer era evitar encontrarse con ella, pues de otro modo le era difícil dominarse. Al verla le fallaba la acción anestésica de su voluntad.
Gillbret estaba triste. La nave se deslizaba ahora lentamente. En la parte baja y densa de la atmósfera, el «Implacable» con su poco recomendable remolque, era difícil de manejar. Biron luchaba denodadamente con los controles.
—¡Anímese, Gil! —dijo.
No obstante, él no se sentía precisamente optimista. Las señales de radio aún no habían tenido respuesta, y si aquél no era el mundo de la rebelión, entonces no había ninguna razón para esperar más tiempo. ¡Su línea de acción estaba trazada!
—No tiene aspecto de ser el mundo de la rebelión —dijo Gillbret—. Es rocoso y está muerto, y tampoco hay mucha agua. —Se volvió—. ¿Han comprobado de nuevo la presencia de dióxido de carbono, Rizzet?
La cara rubicunda de Rizzet estaba alargada.
—Sí. Hay indicios. Una milésima por ciento, aproximadamente.
—No se puede saber —dijo Biron—. Quizás hayan elegido un mundo así precisamente porque parece desolado.
—Pero he visto granjas —dijo Gillbret.
—De acuerdo. ¿Cree que es posible ver mucho de un planeta sólo con darle unas vueltas? Bien sabe que, quienesquiera que sean, no pueden ser suficientes para llenar todo un planeta. Quizás hayan elegido un valle donde el dióxido de carbono del aire se ha ido acumulando por la acción volcánica, y donde hay agua abundante en las cercanías. Podríamos pasar a treinta kilómetros de distancia y no verles. Naturalmente, no estarían dispuestos a responder a señales de radio sin antes investigar a fondo.
—No es posible acumular una concentración de dióxido de carbono con tanta facilidad —musitó Gillbret. Pero siguió observando la placa visora con gran atención.
Biron deseó repentinamente que aquél no fuese el mundo que buscaban. Decidió que no podía esperar ya más. ¡Tendría que averiguarlo inmediatamente!
La sensación era extraña.
Habían sido apagadas las luces artificiales, y la luz del sol entraba libremente por las ventanillas. Aunque era un método menos eficaz de iluminar la nave, tenía el atractivo de la novedad. Se habían abierto las ventanillas y podía respirarse la atmósfera ambiental del planeta.
Rizzet estuvo disconforme, alegando que la falta de dióxido de carbono alteraría el equilibrio respiratorio del cuerpo, pero Biron creyó que sería soportable por un rato.
Gillbret se les había acercado, y ellos levantaron la mirada y se inclinaron hacia atrás, apartándose. Gillbret rió. Luego miró por la ventanilla, suspiró y exclamó:
—¡Rocas!
—Vamos a establecer un transmisor de radio en la parte más alta. Así tendremos un alcance mayor. En todo caso, deberíamos poder establecer contacto con todo este hemisferio. Y si el resultado es negativo, podremos probar el otro lado del planeta.
—¿Era eso lo que Rizzet y tú estabais discutiendo?
—Exactamente. El autarca y yo lo haremos. Ha sido él quien lo ha propuesto, lo que ha sido una suerte, pues de lo contrario hubiese tenido que proponerlo yo.
Miró de reojo a Rizzet mientras hablaba; Rizzet permaneció impasible. Biron se incorporó.
—Creo que sería mejor si me quitase mi traje espacial y llevase aquél.
Rizzet asintió. Sobre el planeta lucía el sol; en el aire había escaso vapor de agua, y ninguna nube, pero hacía mucho frío.
El autarca se encontraba en la esclusa principal del «Implacable». Su abrigo era de espumilla, y pesaba solamente unos cuantos gramos, a pesar de lo cual proporcionaba un aislamiento perfecto. Llevaba un tubo de dióxido de carbono sujeto al pecho y ajustado de tal forma que mantenía una tensión de vapor de CO
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perceptible en las inmediaciones.
—¿Te gustaría registrarme, Farrill? —preguntó. Alzó las manos y esperó, con una expresión divertida en su delgada cara.
—No —dijo Biron—. Y usted, ¿quiere registrarme a mí para ver si llevo alguna arma?
—No se me ocurriría hacerlo.
Esas cortesías resultaban tan frías como el tiempo. Biron salió a la dura luz del sol sujetando una de las asas de la maleta que contenía el equipo de radio. El autarca cogió la otra.
—No es excesivamente pesada —dijo Biron.
Se volvió y vio que Artemisa estaba de pie, junto a la salida de la nave, silenciosa. El vestido de la muchacha era blanco y liso, y se plegaba plásticamente a impulsos del viento. Las mangas semitransparentes se doblaban hacia atrás, pegándose a sus brazos y tornándolos de plata.
Por un instante Biron se ablandó peligrosamente. Quería volver corriendo, saltar al interior de la nave, coger a Artemisa de tal modo que sus dedos dejasen huellas en los hombros de la chica, y sentir cómo sus labios se encontraban con los de ella...