Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
—No te sigo —dijo la chica.
—Sabía que te deseaba, Arta —dijo Biron—. Políticamente, serías un perfecto partido matrimonial. Para sus intenciones, el nombre de Hinriad sería más útil que el de Widemos. De modo que una vez que te hubiese conseguido, ya no me necesitaría más. Por ello deliberadamente le fui forzando hacia ti, Arta. Obré en la forma en que lo hice creyendo que te inclinarías hacia él. Cuando lo hiciste, creyó que había llegado la hora de librarse de mí, y Rizzet y yo le tendimos la celada.
—¿Y me amabas todo ese tiempo?
—¿Puedes llegar a dudarlo, Arta?
—Y como es natural, estabas dispuesto a sacrificar tu amor en aras de la memoria de tu padre y del honor de tu familia. ¿Cómo reza aquel antiguo dicho? «¡No podría amarte ni la mitad de lo que te amo, si no amase el honor todavía más!»
—¡Por favor, Arta! —dijo Biron tristemente—. No me siento orgulloso de mí mismo, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Podrías haberme explicado tu plan, considerarme tu aliada y no convertirme en tu instrumento.
—No era una batalla para ti. Si fracasaba, lo cual bien pudo suceder, tú hubieses quedado al margen. Si el autarca me hubiese matado, y tú no estabas de mi parte, te dolería menos. Incluso podías haberte casado con él y haber sido feliz.
—Como has sido tú el que has ganado, podría suceder que sintiese su pérdida.
—Pero no es así.
—¿Cómo lo sabes?
—Por lo menos trata de ver mis motivos —dijo Biron desesperadamente—. Concedo que fui un necio, un necio criminal, pero, ¿no puedes comprenderlo? ¿Es que no puedes intentar no odiarme?
—He intentado no amarte —dijo la muchacha con dulzura—. Y, ya ves, he fracasado.
—Entonces me perdonas.
—¿Por qué? ¿Porque lo comprendo? ¡No! Si se tratase de una cuestión de simple comprensión, de ver tus razones, entonces no podría nunca perdonar tus acciones. ¡Si fuese eso, y nada más! Pero te perdonaré, Biron, porque no podría soportar no hacerlo. ¿Cómo podría pedirte que volvieses a mí si no te perdonara?
La muchacha estaba en sus brazos y sus helados labios se volvían hacia los de él. Estaban separados por una doble capa de gruesas vestiduras, y sus manos enguantadas no podían sentir el cuerpo que abrazaban, pero los labios de Biron percibían la suavidad de la cara blanca y lisa de la muchacha.
—El sol se está poniendo; va a hacer más frío —dijo al fin, algo preocupado.
—Es raro, pero no me doy cuenta —respondió ella suavemente. Y juntos regresaron a la nave.
Biron se enfrentaba ahora a la tripulación, con un aire de descuidada confianza que no sentía. La nave lingania era grande, y la tripulaban cuarenta hombres. Estaban ahora sentados frente a él. ¡Cuarenta caras! Todos ellos habían sido educados desde su nacimiento en una obediencia ciega a su autarca.
Algunos habían sido convencidos por Rizzet; otros, por lo que habían oído de las palabras del autarca a Biron, aquel mismo día. Pero, ¿cuántos otros estaban aún indecisos, o eran quizá francamente hostiles?
Hasta aquel momento las palabras de Biron no habían servido de mucho. Se inclinó hacia delante, y su voz se hizo confidencial.
—Y vosotros, ¿para qué estáis luchando? ¿Para qué arriesgáis vuestras vidas? Creo que por una galaxia libre. Una galaxia en la que cada mundo decida a su manera lo que le parezca mejor, produzca su propia riqueza para su propio bien, y no sea esclavo ni amo de nadie. ¿No es cierto? —Se oyó un leve murmullo que podía parecer de asentimiento, pero al que le faltaba entusiasmo. Biron prosiguió—: Y el autarca, ¿para qué lucha? Para sí mismo. Es el autarca de Lingane. Si ganase, sería autarca de los Reinos Nebulares. Sustituiríais a un Khan por un autarca. ¿Y qué se saldría ganando? ¿Acaso vale la pena morir por eso?
—Sería uno de nosotros, y no un cochino tyrannio —gritó uno de la audiencia.
—El autarca estaba buscando el mundo de la rebelión para ofrecer sus servicios. ¿Era eso ambición? —dijo otro.
—La ambición debería ser más intensa, ¿verdad? —gritó Biron irónicamente—. Pero llegaría al mundo de la rebelión con una organización tras él. Podría ofrecerles todo Lingane; podría ofrecerles, y así lo creía, el prestigio de una alianza con los Hinriads. Estaba seguro de que al final el mundo de la rebelión sería suyo y podría hacer con él lo que quisiese. Sí, eso era ambición.
»Y cuando la seguridad del movimiento iba en contra de sus propios planes, ¿es que vaciló en arriesgar vuestras vidas en aras de su ambición? Mi padre era para él un peligro. Mi padre era honrado, y amigo de la libertad. Pero era demasiado popular, de modo que fue traicionado. Con aquella traición el autarca pudo haber arruinado por completo la causa, y a todos vosotros. ¿Quién de vosotros está a salvo bajo un hombre dispuesto a negociar con los tyrannios siempre y cuando le convenga? ¿Quién puede estar seguro al servicio de un cobarde traidor?
—Eso va mejor —murmuró Rizzet—. Sigue con ello. Nuevamente la misma voz de antes se dejó oír desde una de las últimas filas.
—El autarca sabe dónde está el mundo de la rebelión. ¿Es que usted lo sabe?
—Luego hablaremos de eso. Entretanto pensad que bajo el autarca íbamos todos a una ruina completa; que todavía queda tiempo para salvarnos si nos apartamos de su dirección en un sentido mejor y más noble; que todavía es posible sacar de las garras de la derrota...
—Sólo derrota, mi querido y joven amigo —interrumpió una voz suave.
Biron se volvió horrorizado.
Los cuarenta hombres se levantaron murmurando, y por un instante pareció como si fuesen a lanzarse hacia delante, pero habían acudido desarmados a la reunión; Rizzet así lo había dispuesto. En aquel momento un pelotón de guardias tyrannios se dirigía hacia las diversas puertas, con las armas a punto.
Y el propio Simok Aratap, con un demoledor en cada mano, se alzaba tras Biron y Rizzet.
Simok Aratap sopesaba cuidadosamente las personalidades de los cuatro a los que se enfrentaba y sintió que se despertaba en él cierta excitación. Aquello sería jugar fuerte. Los hilos de la trama iban terminando su tejido. Se alegraba de que el comandante Andros ya no estuviese con él y de que los cruceros tyrannios también se hubiesen ido.
Se había quedado solo con su nave capitana, su tripulación y él mismo. Serían suficientes. Odiaba lo que no se podía manejar. Habló con suavidad:
—Permitan que les ponga al corriente, señora mía y caballeros. La nave del autarca ha sido abordada por un pequeño destacamento y es ahora escoltada a Tyrann por el comandante Andros. Los hombres del autarca serán juzgados de acuerdo con la ley, y si son condenados recibirán el castigo a su traición. Son conspiradores de rutina, y serán tratados por procedimientos rutinarios. Pero, ¿qué haré yo con ustedes?
Sentado a su lado estaba Hinrik de Rhodia; sus facciones arrugadas expresaban una desolación total.
—Considere que mi hija es una muchacha —dijo—. La arrastraron sin que se diese cuenta. Artemisa, diles que fuiste...
—Su hija será probablemente puesta en libertad —interrumpió Aratap—. Al parecer, un noble tyrannio de elevado rango desea casarse con ella, y es evidente que eso será tenido en cuenta.
—Me casaré con él, si dejáis en libertad a los demás.
Biron se levantó a medias, pero Aratap le hizo señas de que se sentase.
—¡Por favor, señorita! —dijo sonriendo el comisario tyrannio—. Reconozco que acepto los regateos. Pero yo no soy el Khan, sino sólo uno de sus servidores. De modo que cualquier regateo que acepte tendrá que ser ampliamente justificado en mi patria. Así, pues, ¿qué es exactamente lo que me ofrece?
—Mi consentimiento al matrimonio.
—No es usted quien debe ofrecerlo. Su padre lo ha otorgado ya, y eso es suficiente. ¿Tiene usted algo más?
Aratap estaba esperando la lenta erosión de sus voluntades de resistencia. El hecho de que no le gustase su papel no le impedía desempeñarlo con eficiencia. Así, por ejemplo, era posible que en aquel momento la muchacha comenzase a llorar, lo cual ejercería efectos saludables sobre el joven. Era evidente que habían sido amantes. Se preguntaba si el viejo Pohang todavía la querría en tales circunstancias. Por fin pensó que probablemente la aceptaría. La transacción aún favorecería al viejo. Pensó que la muchacha era muy atractiva.
La chica mantenía su entereza. No se hundía.
«Muy bien —pensó Aratap—, además tiene fuerte voluntad. No todo será diversión para Pohang.»
—¿También desea pedir clemencia para su primo? —preguntó Aratap a Hinrik.
—Que nadie lo haga —gritó Gillbret—. No quiero nada de ningún tyrannio. Proseguid. Ordenad que me fusilen.
—¿Está usted histérico? —dijo Aratap—. Ya sabe que no puedo ordenar que le fusilen sin previo juicio.
—Es mi primo —murmuró Hinrik.
También eso será tenido en cuenta. Ustedes, los nobles, tendrán que aprender algún día que no pueden presumir demasiado de su utilidad para nosotros. No sé si su primo ha aprendido ya su lección.
Las reacciones de Gillbret le satisfacían. Aquel individuo, por lo menos, deseaba sinceramente la muerte. La frustración de su vida le era demasiado penosa. Había, pues, que mantenerle vivo, lo cual sería suficiente para quebrantarle.
Se detuvo pensativamente ante Rizzet. Éste era uno de los hombres del autarca, y ante tal idea se sintió levemente embarazado. Al principio de la persecución había prescindido del autarca como factor a considerar, en virtud de lo que parecía una lógica irrefutable. Pues bien, resultaba estimulante equivocarse a veces; así, la confianza en sí mismo se mantenía dentro de ciertos limites, y no se caía en la arrogancia.
—Es usted un necio que sirvió a un traidor —dijo Aratap—. Hubiese estado mejor con nosotros. —Rizzet se sonrojó.
—Si hubiese usted tenido una reputación militar —prosiguió Aratap—, me temo que esto le hubiese destruido. No es usted un noble, y las consideraciones de Estado no intervendrán en su caso. Se le juzgará en público, y se sabrá que ha sido el instrumento de un instrumento. ¡Lástima!
—Pero supongo que estaba a punto de proponer un trato —dijo Rizzet.
—¿Un trato?
—Evidencia para el Khan, por ejemplo. Sólo tiene usted un cargamento. ¿No le interesaría conocer el resto del mecanismo de la revuelta?
Aratap movió ligeramente la cabeza.
—No. Tenemos al autarca; será suficiente como fuente de información. Incluso sin él, sólo necesitamos hacer la guerra a Lingane; estoy seguro de que después quedará bien poco de la revuelta. No habrá ningún trato de esa especie.
Ahora le tocaba el turno al joven. Aratap le había dejado para el final porque era el más inteligente de todos. Pero era joven, y los jóvenes con frecuencia resultaban ser poco peligrosos. Les faltaba paciencia.
Biron fue el primero en hablar.
—¿Cómo nos siguió? ¿Es que trabaja para ustedes?
—¿El autarca? En este caso, no. Me parece que el pobre hombre estaba tratando de hacer doble juego, con el éxito acostumbrado en los inexpertos.
—Los tyrannios tienen una invención que permite seguir a las naves por el hiperespacio —terció Hinrik con una absurda ansiedad infantil.
Aratap se volvió rápidamente.
—Si su excelencia se abstiene de interrumpir, le quedaré agradecido.
Hinrik se encogió de hombros al oír sus palabras. En realidad no importaba. De ahora en adelante, ninguno de los cuatro sería peligroso, pero no tenía ningún deseo de reducir las incertidumbres de la mente del joven.
—Bien —dijo Biron—. Consideremos los hechos. No nos tiene aquí porque le gustemos. ¿Por qué no estamos en camino hacia Tyrann con los demás? Porque no sabe como arreglárselas para matarnos. Dos de nosotros son Hinriads. Yo soy Widemos. Rizzet es un oficial de renombre de la armada lingania. Y el quinto que tiene entre sus manos, su querido y favorito cobarde traidor, es aún autarca de Lingane. No puede matar a ninguno de nosotros sin escandalizar los Reinos, desde Tyrann hasta el mismo borde de la Nebulosa. Tiene que intentar llegar a alguna especie de acuerdo con nosotros, porque es lo único que puede hacer.
—No está del todo equivocado —dijo Aratap—. Permítame que le muestre el proceso. Le seguimos, y ahora no importa cómo. Me parece que puede descartar la imaginación excesivamente activa del director. Se detuvieron ustedes cerca de tres estrellas sin desembarcar en ningún planeta. Llegaron a una cuarta estrella, y encontraron un planeta en donde desembarcar. Nosotros también desembarcamos, les observamos y esperamos. Pensamos que habría algo que mereciese la espera, y no nos equivocamos. Usted se peleó con el autarca, y ambos transmitieron sin limitación. Ya sé que lo hacían por razones propias, pero también nos sirvió a nosotros. Les oímos.
»El autarca dijo que sólo quedaba por visitar el último planeta intranebular, y que aquél debía ser el mundo de la rebelión. Ya ve que eso es interesante. Un mundo de rebelión. Comprenderá que se haya despertado mi curiosidad. ¿Dónde se debe encontrar ese quinto y último planeta?
Dejó que el silencio perdurase. Se sentó y les contempló de modo desapasionado, primero a uno, luego al otro.
—No existe tal mundo de rebelión —dijo Biron.
—Entonces, ¿no buscabais nada?
—No buscábamos nada.
—Eso es ridículo.
Biron se encogió de hombros con un gesto de cansancio.
—Usted sí que es ridículo si espera otra contestación.
—Fíjese en que ese mundo de rebelión debe ser el centro del pulpo —dijo Aratap—. Encontrarlo es la única razón de conservarles vivos. Cada uno de ustedes tiene algo que ganar. Señora, podría liberarla de su matrimonio. Señor Gillbret, podríamos montarle un laboratorio, y dejarle que trabaje en paz. Sí, sabemos de usted más de lo que se figura. —Aratap se volvió apresuradamente; la cara de aquel hombre hacía extrañas muecas, y se iba a echar a llorar, lo cual sería desagradable—. Coronel Rizzet, le evitaríamos la humillación del consejo de guerra y la certeza de su convicción, y el ridículo y la pérdida de prestigio que conllevaría. Y usted, Biron Farrill, sería nuevamente ranchero de Widemos. En su caso podríamos incluso revocar la sentencia de su padre.
—¿Y darle nuevamente la vida?
—¡Restaurar su honor!
—Su honor está en las mismas acciones que le llevaron a su convicción y a su muerte —dijo Biron—. No está en poder de ustedes aumentarlo ni disminuirlo.