Read En la arena estelar Online

Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (22 page)

Eso no preocupaba a Aratap. A algunos de los soldados más veteranos, una blandura que iba aumentando de tal manera les parecía una degeneración; pero a él le parecía una mayor civilización. Al final, quizás al cabo de siglos, podría incluso suceder que los tyrannios desapareciesen como pueblo puro, fundiéndose con las sociedades que habían conquistado en los Reinos Nebulares; y eso quizás hasta fuese conveniente.

Naturalmente, nunca expresaba en voz alta tal opinión.

—He venido para decirle a usted algo —dijo Hinrik. Meditó un instante y añadió—: Hoy he enviado un mensaje a mi pueblo. Les he dicho que estoy bien, que el criminal pronto será capturado y que mi hija regresará sana y salva.

—Bien —dijo Aratap.

No era cosa nueva para él. Él mismo había escrito el mensaje, pero no era imposible que a aquellas horas Hinrik se hubiese convencido de que era su autor, o incluso de que dirigía la expedición. Aratap sintió cierta compasión. El pobre hombre se estaba desintegrando visiblemente.

—Creo que mi pueblo está muy perturbado por la audaz incursión en palacio de aquellos bien organizados bandidos —dijo Hinrik—. Creo que se sentirán orgullosos de su director, ahora que he obrado tan rápidamente en respuesta al ataque, ¿verdad, comisario? Verán que aún hay energía entre los Hinriads.

Parecía estar lleno de su pequeño triunfo.

—Me figuro que estarán realmente orgullosos —dijo Aratap.

—¿Tenemos ya al enemigo a nuestro alcance?

—No, director, el enemigo sigue donde estaba, muy cerca de Lingane.

—¿Todavía? Ahora recuerdo lo que quería decirle cuando vine. —Se mostró progresivamente excitado, de tal modo que sus palabras brotaban vacilantes—. Es muy importante, comisario. Tengo algo que decirle. Hay traición a bordo. Yo la he descubierto, y hemos de obrar rápidamente. Traición...

Ahora hablaba en susurros.

Aratap se impacientó. Naturalmente, era necesario tener paciencia con aquel pobre idiota, pero iba siendo ya una pérdida de tiempo. Si seguía así, estaría tan loco que resultaría inútil como títere, lo cual sería una lástima.

—No hay traición alguna, director. Nuestros hombres son firmes y leales. Alguien le ha engañado; está usted cansado.

—No, no. —Hinrik apartó el brazo de Aratap que por un momento había descansado sobre su hombro—. ¿Dónde estamos?

—Pues... ¡aquí!

—Quiero decir, ¿dónde está la nave? He estado observando la placa visora. No estamos cerca de ninguna estrella, sino en las profundidades del espacio. ¿Lo sabía?

—¡Claro que lo sabía!

—Lingane no está cerca. ¿También lo sabía?

—Está a dos años luz.

—¡Ah! Comisario, ¿no nos escucha nadie? ¿Está seguro? —Se inclinó, acercándose, y Aratap permitió que se aproximase a su oído—. Entonces, ¿cómo sabemos que el enemigo está cerca de Lingane? Está demasiado lejos para poder ser detectado. Nos están informando mal, y eso es traición.

El hombre podría estar loco, pero aquello no carecía de lógica.

—Eso es algo que concierne a los técnicos, director, y no a las personas de alto rango. Apenas si lo sé yo mismo.

—Pero como jefe de la expedición, yo debería saberlo. Porque soy el jefe, ¿no es verdad? —Miró cautelosamente en derredor—. A decir verdad, tengo la impresión de que el comandante Andros no siempre ejecuta mis órdenes. ¿Es de confianza? Como es natural, rara vez le doy órdenes. Parecería extraño mandar sobre un oficial tyrannio. Pero, por otra parte, tengo que encontrar a mi hija. Mi hija se llama Artemisa. Se la han llevado, y yo mando toda esta flota para recobrarla. Bien puede darse cuenta de lo que quiero decir. Tengo que saber cómo conocemos que el enemigo está en Lingane. Mi hija también estará allí. ¿Conoce usted a mi hija? Se llama Artemisa.

Sus ojos miraban suplicantes al comisario tyrannio. Luego los cubrió con la mano y murmuró:

—Lo siento.

Aratap sintió que sus músculos se agarrotaban. Resultaba difícil recordar que aquel hombre era un padre desolado, y que incluso el idiota director de Rhodia podía tener sentimientos paternales. No podía permitir que el hombre sufriese, y dijo pacientemente:

—Trataré de explicarlo. Ya sabe usted que existe un aparato llamado masómetro que detecta las naves en el espacio.

—Sí, sí.

—Es sensible a efectos gravitatorios. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Oh, sí. Todo tiene gravedad.

Hinrik estaba inclinado sobre Aratap, y sus manos se agarraban convulsamente la una a la otra.

—En efecto. Pero ya sabe que el masómetro, como es lógico, solamente puede ser empleado cuando la nave está cerca; a menos de dos millones de kilómetros, aproximadamente. Y también es necesario que esté a una distancia razonable de cualquier planeta, que es mucho mayor.

—¿Y tiene mucha gravedad?

—Exactamente —dijo Aratap, con lo que Hinrik pareció muy contento. El comisario prosiguió—: Nosotros, los tyrannios, tenemos otro aparato. Se traía de un transmisor que irradia a través del hiperespacio en todas direcciones, y lo que irradia es un tipo de distorsión especial de la estructura del espacio, que no es de tipo electromagnético. En otras palabras, no es como la luz, ni siquiera como la radio subetérea. ¿Comprende?

Hinrik no respondió; parecía estar confuso. Aratap prosiguió rápidamente:

—Pues bien, es algo diferente. No importa la manera. Podemos detectar algo que radia, de modo que podemos siempre saber dónde se encuentra cualquier nave tyrannia, aunque esté a mitad de camino de la galaxia, o del otro lado de una estrella.

Hinrik asintió solemnemente.

—Así pues —dijo Aratap—, si el joven Widemos se hubiera escapado en una nave cualquiera, hubiera sido muy difícil localizarle. Pero como precisamente tomó un crucero tyrannio, sabemos siempre dónde se encuentra, si bien él no se da cuenta de ello. Así es como sabemos que está cerca de Lingane, ¿comprende? Y lo que es más, no puede escaparse, de modo que tenemos la seguridad de salvar a su hija.

—Eso está muy bien —dijo Hinrik sonriente—. Le felicito, comisario. Es una treta muy inteligente.

Aratap no se engañaba. Hinrik entendía muy poco de lo que le había dicho, pero no importaba. Se había convencido de que el salvamento de su hija era seguro, y de un modo vago debía darse cuenta de que, de alguna manera, aquello era posible gracias a la ciencia tyrannia.

Se dijo a sí mismo que no se había tomado aquel trabajo exclusivamente porque el rhodiano le parecía digno de compasión. Por evidentes razones políticas, tenía que evitar que aquel hombre se hundiese por completo. Quizá la devolución de su hija mejoraría las cosas. Por lo menos, así lo esperaba.

Se oyó nuevamente la señal de la puerta y esta vez fue el comandante Andros quien entró. El brazo de Hinrik se crispó sobre el sillón y en su cara apareció la expresión de un perseguido. Se levantó y comenzó a decir:

—Comandante Andros...

Pero Andros estaba ya hablando rápidamente, sin hacer caso del rhodiano.

—Comisario —dijo—. El «Implacable» ha variado de posición.

—Sin duda no ha aterrizado en Lingane —dijo Aratap secamente.

—No —respondió el comandante—. Ha saltado apartándose de Lingane.

—Ah, bien. Quizá se le ha unido otra nave.

—Quizás otras muchas. Como usted sabe, solamente podemos detectar a la de Widemos.

—En todo caso, le seguimos de nuevo.

—Ya se ha dado la orden. Pero desearía hacerle notar que ese salto le ha llevado hasta el borde de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo.

—En la dirección indicada no existe ningún sistema planetario de importancia. No queda más que una conclusión lógica.

Aratap se humedeció los labios y salió rápidamente en dirección a la cabina del piloto, seguido del comandante.

Hinrik permaneció de pie en el centro de la cabina que tan repentinamente se había vaciado, contemplando la puerta durante un par de minutos. Luego se encogió levemente de hombros y se volvió a sentar. Su rostro carecía de expresión, y durante largo rato no hizo sino permanecer sentado.

—Las coordenadas especiales del «Implacable» han sido comprobadas, señor. Están sin duda en el interior de la Nebulosa.

—No importa —dijo Aratap—. Sígale de todos modos.

Se volvió hacia el comandante Andros.

—De modo que ya ve usted la ventaja de esperar. Ahora muchas cosas resultan evidentes. ¿Dónde si no en el interior de la Nebulosa podía estar el cuartel de los conspiradores? ¿Dónde, si no, podíamos haber dejado de localizarlos? ¡Es un esquema verdaderamente hermoso!

Y así fue cómo el escuadrón entró en la Nebulosa.

Por vigésima vez, Aratap lanzó una mirada rutinaria a la placa visora. A decir verdad, aquellas miradas eran inútiles, puesto que la placa visora permanecía negra por completo. No se veía ninguna estrella.

—Esta es su tercera parada sin que aterricen —dijo Andros—. No lo comprendo. ¿Qué se proponen? ¿Qué buscan? Cada una de sus paradas dura varios días; y, no obstante, no aterrizan.

—Es posible que tarden todo ese tiempo en calcular su siguiente salto —dijo Aratap—. No hay visibilidad alguna.

—¿Usted cree?

—No. Sus saltos son demasiado buenos. Cada vez caen muy cerca de una estrella. No podrían hacerlo tan bien sólo con los datos de los masómetros, a menos que supiesen de antemano la situación de las estrellas.

—Y entonces, ¿por qué no aterrizan?

—Me parece que están buscando planetas habitables —dijo Aratap—. Quizás ellos mismos no saben la posición del centro de la conspiración. O, por lo menos, no la saben con exactitud. —Sonrió—. Lo único que tenemos que hacer es seguirlos.

El navegante juntó los talones.

—¡Señor!

—¿Sí? —dijo Aratap levantando la mirada.

—El enemigo ha aterrizado en un planeta. Aratap llamó al comandante Andros.

—Andros, ¿se ha enterado usted?

—Sí. He ordenado descenso y persecución.

—Espere. Quizás esta vez sea también prematuro, como cuando deseaba precipitarse sobre Lingane. Creo que debería ir solamente esta nave.

—¿Por qué razones?

—Si necesitamos refuerzos, usted estará allí, al mando de los cruceros. Si se trata en realidad de un centro rebelde, poderoso, quizá crean que sólo una nave los ha encontrado por casualidad. De un modo u otro se lo haré saber, y podrá usted retirarse a Tyrann.

—¡Retirarme!

—Y regresar con toda una flota.

—Muy bien —dijo Andros, pensativo— En todo caso, ésta es la menos útil de nuestras naves. Demasiado grande.

Cuando descendieron en espiral, el planeta llenó la placa visora.

—La superficie parece totalmente desolada, señor —dijo el piloto.

—¿Ha determinado la posición exacta del «Implacable»?

—Sí, señor.

—Entonces aterrice lo más cerca que pueda sin que le vean.

En aquel momento estaban en la atmósfera. Al deslizarse velozmente por la cara visible del planeta observaron el cielo teñido de púrpura cada vez más brillante. Aratap contemplaba la superficie que se aproximaba. ¡La larga persecución se acercaba a su fin!

17.- ¡Y liebres!

Para quienes no han estado nunca en el espacio, la investigación de un sistema estelar en busca de planetas habitables puede parecer algo fascinante, o por lo menos interesante. Para un hombre del espacio, es la más aburrida de las tareas.

Localizar una estrella, que es una masa incandescente de hidrógeno en trance de convertirse en helio, es sumamente fácil. Se evidencia ella misma. Incluso en la negrura de la Nebulosa se trata de una sencilla cuestión de distancia. Basta acercarse a diez mil millones de kilómetros para que se delate a sí misma.

Lo que suele hacerse es más bien adoptar un sistema. Se toma una posición en el espacio a una distancia de la estrella que se investiga, igual a unas diez mil veces el diámetro de la estrella. Se sabe por las estadísticas galácticas que ni una sola vez entre cincuenta mil se encuentra un planeta situado a una distancia mayor de su primario. Además, prácticamente nunca se encuentra un planeta habitable a una distancia de su primario superior a mil veces el diámetro de su sol.

Esto significa que, desde la posición tomada por la nave, cualquier planeta habitable debe estar situado dentro de los seis grados de la estrella.

Es posible ajustar el movimiento de la telecámara de tal manera que contrarreste el movimiento de la nave en su órbita. En tales condiciones, una exposición prolongada fijará las constelaciones de las cercanías de la estrella, siempre que, naturalmente, se evite el resplandor del sol, lo cual puede realizarse con facilidad. Pero los planetas tienen movimientos propios perceptibles, y éstos aparecerán en la placa en forma de pequeñas rayas.

Cuando no aparecen rayas, existe siempre la posibilidad de que los planetas se encuentren detrás de su primario. Por lo tanto se repite la maniobra desde otra posición del espacio, generalmente desde un punto más próximo a la estrella.

Es un proceso realmente muy aburrido, y cuando se ha repetido tres veces para tres estrellas diferentes, y en cada caso con resultados totalmente negativos, es lógico que se produzca cierta depresión moral.

Así, por ejemplo, la moral de Gillbret hacía bastante tiempo que venía decayendo. Cada vez eran más largos los intervalos entre los cuales encontraba que algo era «divertido».

Se estaban preparando para el salto a la cuarta estrella de la lista del autarca.

—Por lo menos cada vez nos encontramos con una estrella —dijo Biron—. Los datos del autarca eran correctos.

—Las estadísticas demuestran que de cada tres estrellas una tiene un sistema planetario.

Biron asintió. Era una estadística bien conocida. Todos los niños la aprendían en su galactografía elemental.

—Lo cual significa —prosiguió Gillbret— que la probabilidad de encontrar tres estrellas escogidas al azar sin un solo planeta es de dos tercios elevado al cubo.

—¿Y bien?

—No hemos encontrado ninguno; debe de haber un error.

—Usted mismo vio las placas. Y, además, ¿qué valen las estadísticas? No sabemos si las condiciones son diferentes en el interior de una Nebulosa. Quizá las partículas de niebla impiden que se formen los planetas, o quizá la niebla es el resultado de planetas que no se han cuajado.

—¿Lo dices en serio? —dijo Gillbret asombrado.

—Tiene razón. Sólo hablo para oírme a mí mismo. No sé nada de cosmogonía. Y, ¿para qué se forman los planetas? ¡No sé de ninguno que no esté lleno de problemas! —Biron tenía el rostro desencajado. Seguía escribiendo y enganchando pedazos de papel sobre el tablero de instrumentos—. Por lo menos tenemos los demoledores preparados; alcance, energía y lo demás —añadió.

Other books

The Darkest Night by Jessa Slade
Quickstep to Murder by Barrick, Ella
The Drowning Girl by Caitlin R. Kiernan
Infinity One by Robert Hoskins (Ed.)
The v Girl by Mya Robarts
Hell Hath No Fury by Rosie Harris
Sin Eater by C.D. Breadner
Wicked Godmother by Beaton, M.C.
Phoenix Fire by Chitwood, Billy


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024