Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
—¿Y no entraron en ningún momento en la nave mensajera?
—Todas las comunicaciones se efectuaron por la placa visora. La cápsula correo fue disparada a través de tres kilómetros de espacio vacío, y fue capturada en la red de la nave.
—¿Y la comunicación fue solamente auditiva, o también visual?
—Visión total. Y de eso se trata. El que hablaba ha sido descrito como un joven de «porte aristocrático», sea lo que sea lo que quiere decir eso.
El puño del autarca se cerró lentamente.
—¿De veras? ¿Y no se tomó una impresión fotográfica de su cara? Eso fue una equivocación.
—Desgraciadamente no había razón para que el capitán pudiese prever la importancia de hacerlo. ¡Si es que tiene alguna importancia! ¿Es que todo eso significa algo para usted, señor?
El autarca no respondió a esa pregunta.
—¿Y éste es el mensaje?
—Exacto. Un tremendo mensaje de una palabra que debíamos haberle entregado directamente a usted; lo cual no hicimos, naturalmente. Por ejemplo, podía haber sido una cápsula de fisión. De esta manera se han cometido asesinatos.
—Sí, y precisamente de autarcas —dijo el autarca—. Solamente una palabra: «Gillbret».
El autarca mantenía su calma indiferente, pero se iba acumulando cierta falta de certidumbre que no le gustaba. No le complacía que le hiciese percibir limitaciones. Un autarca no debería sentir limitaciones, y en Lingane no sentía ninguna, como no fuese impuesta por alguna ley natural.
No siempre hubo un autarca. En sus primeros tiempos Lingane había sido gobernado por dinastías de príncipes mercaderes. Las familias que habían establecido primero las estaciones de servicio subplanetarias eran los aristócratas del estado. No poseían tierras y, por tanto, no podían competir en posición social con los rancheros y granjeros de los mundos vecinos. Pero eran ricos en recursos financieros y por lo tanto podían comprar y vender a aquellos mismos rancheros y granjeros, y de hecho a veces lo hacían, por razones de alta finanza.
Y Lingane sufrió la suerte corriente de un planeta gobernado (o desgobernado) en tales circunstancias. La balanza de poder oscilaba entre una familia y otra. Los diversos grupos se turnaban en el exilio. Las intrigas y las revoluciones palaciegas eran crónicas, de modo que si el directorio de Rhodia era el principal ejemplo de estabilidad y desarrollo ordenado en aquel sector, Lingane era un ejemplo de inquietud y de desorden. «Tan voluble como Lingane», decía la gente.
Juzgando por la experiencia, el resultado era inevitable. A medida que los estados planetarios vecinos se fueron consolidando en estados agrupados, los conflictos civiles de Lingane se fueron haciendo cada vez más peligrosos para el planeta. Al final la población ordinaria estaba perfectamente dispuesta a sacrificar cualquier cosa con tal de conseguir una calma general. Y de este modo cambiaron una plutocracia por una autocracia, y perdieron poca libertad en el cambio. El poder de varios se concentró en uno solo, pero éste se mostraba con mucha frecuencia muy amistoso para con el pueblo, al que utilizaba como contrapeso frente a los mercaderes que nunca llegaron a reconciliarse.
Bajo la autarquía, Lingane aumentó su riqueza y su fuerza. Incluso los tyrannios, al atacar treinta años antes, cuando estaban en el punto culminante de su poderío, fueron detenidos. Y las consecuencias de ello habían sido permanentes. Desde el año en que los tyrannios atacaron a Lingane no habían conquistado ningún otro planeta.
Otros planetas de los Reinos Nebulares eran simples vasallos de los tyrannios, pero Lingane era un Estado asociado, teóricamente un «aliado» semejante a Tyrann, con derechos garantizados por el reglamento de asociación.
El autarca no se engañaba respecto a la situación. Los ultranacionalistas del planeta podían permitirse el lujo de considerarse libres, pero el autarca sabía que el peligro de Tyrann había sido contenido a corta distancia durante la pasada generación; sólo a corta distancia.
Y podría ser que ahora se estuviera acercando rápidamente para el abrazo final y mortífero, tanto tiempo pospuesto. Y la verdad era que él les había proporcionado la oportunidad que habían estado esperando. La organización que había levantado, por ineficaz que fuese, constituía motivo suficiente para una acción punitiva de cualquier clase que los tyrannios quisiesen emprender. Legalmente, Lingane no tendría razón.
¿Era aquel crucero el primer síntoma del abrazo mortal?
—¿Se ha puesto esa nave bajo vigilancia? —preguntó el autarca.
—Ya he dicho que se les observa. Dos de nuestros cargueros se encuentran a alcance de masómetro.
—Y bien, ¿qué le parece?
—No sé. El único Gillbret que conozco, cuyo nombre por sí solo puede significar algo, es Gillbret oth Hinriad de Rhodia. ¿Ha tenido usted tratos con él?
—Le vi durante mi última visita a Rhodia —dijo el autarca.
—No le dijo nada, naturalmente.
—Naturalmente.
Los ojos de Rizzet se estrecharon.
—Pensé que quizás usted no tuvo suficiente precaución y que los tyrannios se beneficiaron de una falta de prudencia semejante por parte de ese Gillbret, pues los Hinriads son notoriamente débiles en estos tiempos, y que lo de ahora podría ser una trampa para que usted se traicionase a sí mismo.
—Lo dudo. Este asunto se presenta en un momento raro. He estado ausente de Lingane durante un año o más. Llegué la semana pasada, y volveré a partir dentro de unos días. Un mensaje así llega a mí precisamente cuando puede llegarme.
—¿No cree usted que es una coincidencia?
—No creo en coincidencias. Y existe un solo modo en el cual todo esto no sería una coincidencia. Así que voy a visitar esa nave, solo.
—¡Imposible, señor!
Rizzet estaba asombrado. Una pequeña cicatriz que tenía sobre la sien derecha se enrojeció súbitamente.
—¿Me lo prohíbe? —preguntó secamente el autarca.
Al fin y al cabo era el autarca. Rizzet pareció acongojado y dijo:
—Como usted lo desee, señor.
A bordo del «Implacable» la espera se iba haciendo cada vez más desagradable. Durante dos días no se habían separado de su órbita,
Gillbret vigilaba los mandos con atención incansable. Su voz traslucía la tensión que le embargaba.
—¿No dirías tú que se están moviendo?
Biron levantó la mirada. Se estaba afeitando, manipulando con extremo cuidado el pulverizador erosivo de los tyrannios.
—No —dijo—, no se están moviendo. ¿Por qué habrían de moverse? Nos están vigilando, y continuarán haciéndolo.
Concentró su atención en la difícil área sobre el labio superior, y frunció el ceño con impaciencia al sentir en su lengua el gusto ligeramente agrio de la pulverización. Los tyrannios sabían manejarla con una gracia que era casi poética. En manos de un experto era sin duda el método más rápido y mejor que existía, de entre los no permanentes. En esencia, era un abrasivo finísimo impulsado por aire que eliminaba los pelos sin dañar la piel. Lo cierto era que la piel sólo sentía algo así como la suave presión de lo que podía ser una corriente de aire.
Sin embargo, a Biron le causaba cierta repugnancia, pues conocía la leyenda, hecho cierto o lo que fuese de que la incidencia del cáncer facial era mayor entre los tyrannios que entre otros grupos culturales, y algunos lo atribuían a la pulverización para afeitarse que aquéllos utilizaban. Por vez primera Biron se preguntó si no sería mejor hacerse depilar por completo la cara. En ciertas partes de la galaxia era lo más corriente. Rechazó la idea: la depilación era permanente, y la moda podía cambiar, implantando bigotes o patillas.
Biron se estaba contemplando la cara en el espejo, preguntándose qué aspecto tendría si se dejase patillas hasta el ángulo de la mandíbula, cuando Artemisa apareció junto a la puerta:
—Creí que te ibas a dormir —dijo.
—Me dormí, y luego me desperté.
Levantó la mirada hacia ella y sonrió. La chica le acarició la mejilla.
—Es suave. Parece que tengas dieciocho años.
Biron se llevó a los labios la mano de la muchacha.
—No te dejes engañar por eso —dijo.
—¿Nos vigilan aún? —preguntó ella.
—Sí. ¿Verdad que son pesados estos interludios que le dan a uno tiempo para descansar y preocuparse?
—Este interludio no me parece pesado.
—Ahora hablas de otro de sus aspectos, Arta.
—¿Por qué no nos cruzamos con ellos y aterrizamos en Lingane?
—Lo hemos pensado, pero no creo que estemos preparados para esta clase de riesgo. Podemos permitirnos esperar hasta que la reserva de agua disminuya algo.
—Te digo que se están moviendo —dijo Gillbret elevando el tono de voz.
Biron se dirigió al tablero de mandos y observó los masómetros. Luego se volvió a Gillbret.
—No. Las dos naves no se han movido con relación a nosotros, Gillbret. Lo que ha alterado el masómetro es que una tercera nave se ha unido a ellas. Con la aproximación con que puedo decirlo, está a ocho mil kilómetros, a unos 46 grados
r
y 192
f
de la línea nave–planeta, si es que no me equivoco en las convenciones, en el sentido de las agujas del reloj, y viceversa. Los números son, respectivamente, 314 y 168 grados. —Se detuvo para tomar otra lectura—. Me parece que se acercan. Es una nave pequeña. ¿Cree que puede entrar en contacto, Gillbret?
—Puedo probarlo —dijo Gillbret.
—Bien. Nada de visión. Contentémonos con sonido, hasta que tengamos alguna idea de lo que viene.
Era asombroso contemplar a Gillbret a los mandos de la radio etérica. Evidentemente poseía talento innato. Entrar en contacto con un punto aislado del espacio por medio de un estrecho haz de radio es algo que no deja de ser, después de todo, una tarea en la cual la información del tablero de mandos de la nave sólo puede participar un poco. Tenía una idea de la distancia de la nave, con una aproximación, en más o en menos, de ciento cincuenta kilómetros. Disponía de dos ángulos, cada uno de los cuales podía muy bien presentar un error de cinco a seis grados en cualquier dirección.
Eso dejaba un volumen de unos cuarenta millones de kilómetros cúbicos en los cuales pudiera estar la nave. El resto era cosa del operador humano, y un haz de radio no era sino un dedo explorador que recorría una sección de menos de un kilómetro en su punto de máxima amplitud, a una distancia de recepción posible. Se decía que un operador experimentado podía percibir por el tacto de los mandos el grado de error del haz. Naturalmente, esa teoría era absurda desde un punto de vista científico, pero a menudo parecía que no cabía otra explicación posible.
Al cabo de menos de diez minutos el medidor de la actividad de la radio subía rápidamente, y el «Implacable» comenzaba a emitir y a recibir.
Otros diez minutos después Biron pudo recostarse en el asiento.
—Envían a bordo a un hombre —dijo.
—¿Debemos permitírselo? —preguntó Artemisa.
—¿Y por qué no? Es sólo un hombre. Estamos armados.
—Pero, ¿y si dejamos que su nave se acerque demasiado?
—Somos un crucero tyrannio. Arta. Tenemos una potencia de tres a cinco veces mayor que la suya, aunque fuese la mejor nave de guerra de que dispone Lingane. Su preciado reglamento de asociación no les permite gran cosa, y nosotros tenemos cinco demoledores de gran calibre.
—¿Y tú sabes cómo emplear los demoledores tyrannios? No tenía ni idea de que lo supieses —dijo Artemisa.
A Biron le desagradó mucho tener que cerrar la llave a la admiración, pero no tuvo más remedio.
—Desgraciadamente, no; por lo menos, todavía no. Pero la nave lingania no está enterada de eso, ¿comprendes?
Media hora más tarde la placa visora mostró una nave. Era un aparato pequeño y achatado, provisto de dos juegos de cuatro aletas, como si tuviese que realizar con frecuencia vuelos estratosféricos.
En cuanto apareció en el telescopio, Gillbret gritó entusiasmado;
—Es el yate del autarca. Es su yate particular, estoy seguro. Ya os dije que bastaría mencionar mi nombre para conseguir su atención —dijo con una amplia sonrisa.
La nave lingania entró en período de desaceleración y ajuste de velocidad, hasta que apareció inmóvil en la placa visora. Se oyó una voz débil en el receptor.
—¿Listos para el abordaje?
—¡Listos! —respondió Biron—. Solamente una persona.
—Una persona —respondieron.
Era algo semejante a una serpiente que se desenrosca. La cuerda de red metálica se desprendió de la nave lingania y se proyectó hacia el exterior, lanzada a modo de arpón. Su grueso fue creciendo en la placa visora, y el cilindro magnetizado en que terminaba fue aumentando de tamaño. A medida que se acercaba se dirigía hacia el borde del cono de visión. Luego viró en redondo.
El sonido del contacto fue hueco y resonante. El peso magnetizado quedó anclado, y el cable apareció como una tela de araña que no formaba una curva normal, sino que conservaba todos los pliegues y resaltos que formó en el momento del contacto, los cuales avanzaban individual y lentamente hacia delante bajo la influencia de la inercia.
Con facilidad y precaución, la nave lingania se fue apartando y el cable se enderezó, quedando allí suspendido, tenso y fino, adelgazándose en el espacio hasta convertirse en algo casi invisible que resplandecía con increíble esbeltez a la luz del sol de Lingane.
No era la forma acostumbrada de abordar. Generalmente, las dos naves maniobraban hasta casi tocarse, de modo que las esclusas de aire extensibles podían juntarse bajo la influencia de fuertes campos magnéticos. Entonces las naves quedaban unidas por un túnel a través del espacio, y era posible pasar de la una a la otra sin más protección que la que se requería a bordo de la nave. Como es natural, tal forma de abordaje requería confianza mutua.
Al hacerlo por el cable a través del espacio, era imprescindible un traje espacial. El linganio que se acercaba iba embutido en el suyo, un artefacto grueso de red metálica extendida por el aire, y cuyas junturas requerían un esfuerzo muscular considerable para ser movidas. Incluso a la distancia a que se encontraba, Biron podía ver cómo, al flexionar los brazos, saltaba la juntura, yendo a detenerse en la ranura siguiente.
Era preciso ajustar cuidadosamente las velocidades mutuas de ambas naves. Una aceleración descuidada por parte de uno cualquiera de los dos soltaría el cable y proyectaría al viajero a través del espacio, haciéndolo fácil presa del lejano sol y del impulso inicial del cable al soltarse, sin ninguna fricción ni obstrucción que lo detuviese hasta la eternidad.