Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
Biron sintió cómo le latía el corazón en el pecho. Por un momento quiso creerlo.
Después de todo, ¿quién sabe? ¡Quizá...!
¡O quizá no...!
—¿Y cómo se enteró de que era un arsenal? —preguntó Biron—. ¿Cuánto tiempo se quedó allí? ¿Qué fue lo que vio?
Gillbret se impacientó.
—No se trata exactamente de lo que vi. No me llevaron en visita de inspección, ni cosa que se le parezca. —Se calmó haciendo un esfuerzo—. Mira, lo que ocurrió fue lo siguiente: cuando me sacaron de la nave me encontraba en bastante mal estado. Apenas probé bocado de tan asustado como estaba, es terrible verse abandonado en el espacio, y cuando salí aún debía parecer más enfermo de lo que estaba en realidad.
»Me identifiqué a medias, y me condujeron bajo tierra. Con la nave, desde luego. Supongo que la nave les interesaba más que yo mismo, pues les proporcionaba una oportunidad de estudiar la ingeniería espacial tyrannia. Me llevaron a lo que debía ser un hospital.
—Pero, ¿qué viste, tío? —preguntó Artemisa.
—¿Nunca te ha contado esto antes? —interrumpió Biron.
—No —dijo Artemisa.
—Hasta ahora no lo he contado nunca a nadie —declaró Gillbret—. Como he dicho, me llevaron a un hospital, donde pasé por laboratorios de investigación que deben ser mejores que todos los que tenemos en Rhodia. Durante el trayecto al hospital vi fábricas en las que se trabajaban metales. Las naves que me habían capturado eran ciertamente diferentes de todo lo que yo había nunca visto antes.
»Entonces me pareció todo tan claro, que en los años siguientes no lo he dudado nunca. Pienso en ello como en mi «mundo de rebelión», y sé que algún día enjambres de naves saldrán de él para atacar a los tyrannios, y que los mundos dominados serán llamados a unirse con los jefes de la rebelión. Año tras año me he dicho a mí mismo: «quizá sea éste». Y cada vez casi deseaba que no lo fuese, porque ansiaba poder escaparme para unirme a ellos y tomar parte en el gran ataque. No quería que empezasen sin mí. —Rió nerviosamente y prosiguió—: Supongo que la mayoría de la gente se hubiese divertido mucho de haber sabido lo que me rondaba por la cabeza. ¡Precisamente por mi cabeza! Nadie tiene una gran opinión de mí, ya lo sabes.
—¿Y todo eso ocurrió hace veinte años, y no han atacado? —preguntó Biron—. ¿No han dado señales de vida? ¿No se han visto naves desconocidas? ¿No ha habido incidentes? Y todavía cree...
—Sí, aún creo en ello —contestó Gillbret con vehemencia—. Veinte años no es mucho tiempo para organizar una rebelión contra un planeta que gobierna a cincuenta sistemas. Estuve allí justamente al principio de la rebelión; deben de haber estado perforando el planeta con sus preparativos subterráneos, ideando nuevas naves y armas, entrenando más hombres, organizando el ataque.
»Sólo en las aventuras del vídeo los hombres se alzan en armas automáticamente, y un arma que se requiere cierto día, se inventa al siguiente, se produce en masa en el tercero y se utiliza al cuarto. Se necesita tiempo para estas cosas, Biron, y los hombres del mundo de la rebelión deben saber que tienen que estar preparados antes de dar el golpe. No les sería posible intentarlo dos veces.
»¿Y a qué llamas incidentes? Naves tyrannias han desaparecido y no han sido halladas nunca más. Podrás decir que el espacio es muy grande, y que es posible que simplemente se hayan extraviado, pero, ¿y si hubiesen sido capturadas por los rebeldes? Tal fue el caso del «Incansable», hace un par de años. Señaló la presencia de un objeto lo bastante cerca para que estimulase su masómetro, y nunca más se supo nada de él. Pudo haber sido un meteoro, pero, ¿lo fue en realidad? La búsqueda duró meses. Nunca lo encontraron. Mi opinión es que está en poder de los rebeldes. El «Incansable» era una nave nueva, un modelo experimental. Sería precisamente lo que hubiesen querido.
—Y una vez aterrizado allí —dijo Biron—, ¿por qué no se quedó?
—¿Crees acaso que no tuve ganas? No tuve alternativa. Les escuché cuando creían que estaba inconsciente, y me enteré de algo más acerca de ellos. Entonces estaban empezando, no podían permitir que se les descubriese. Sabían que yo era Gillbret oth Hinriad. Había suficientes elementos de identificación a bordo, además de que yo mismo se lo había dicho. Sabían que si no regresaba a Rhodia habría una investigación en gran escala que no cesaría fácilmente. No podían arriesgarse a tal investigación, de manera que tenían que arreglárselas para devolverme a Rhodia. Y allá fue adonde me llevaron.
—¡Cómo! —exclamó Biron—. Pero si eso debió de ser un riesgo aún mayor. ¿Cómo lo hicieron?
—No lo sé. —Gillbret pasó sus delgados dedos a través de sus grises cabellos, mientras sus ojos parecían tratar inútilmente de penetrar en la profundidad de su memoria—. Me anestesiaron, supongo. De eso no recuerdo nada. Después de un cierto punto no hay nada. Solamente puedo recordar que abrí los ojos y me encontré nuevamente en el «Sanguinario»; estaba en el espacio, en el exterior de Rhodia.
—¿Y los dos tripulantes muertos estaban aún atados a los imanes de remolque? ¿No los habían quitado en el mundo de la rebelión? —preguntó Biron.
—Estaban aún allí.
—¿Y había alguna evidencia que indicase que usted había estado en el mundo de la rebelión?
—Ninguna; sólo lo que yo recordaba.
—¿Y cómo sabía usted que se encontraba precisamente en el espacio exterior de Rhodia?
—No lo sabía. Sabía que estaba cerca de un planeta, pues el masómetro así lo indicaba. Utilicé nuevamente la radio, y esta vez fueron naves de Rhodia las que vinieron en mi busca. Relaté mi historia al que era entonces comisario tyrannio, con algunas modificaciones adecuadas. Naturalmente, no mencioné para nada el mundo de la rebelión. Y dije que el meteoro nos había alcanzado inmediatamente después del último salto. No quería que sospechasen mi conocimiento de que una nave tyrannia podía dar los saltos automáticamente.
—¿Cree usted que los del mundo de la rebelión descubrieron ese pequeño detalle? ¿Se lo dijo usted?
—No se lo dije. No tuve ocasión. No estuve allí el tiempo suficiente, por lo menos consciente. Pero no sé cuánto tiempo estuve inconsciente, ni lo que consiguieron descubrir por sí mismos.
Biron contempló la placa visora. A juzgar por la rigidez de la imagen que presentaba, la nave muy bien podría estar anclada en el espacio. El «Implacable» navegaba a una velocidad de quince mil kilómetros por hora, pero eso era bien poco comparado con las inmensidades del espacio. Las estrellas aparecían duras, brillantes, inmóviles. Tenían una calidad hipnótica.
—Y entonces, ¿a dónde vamos? Supongo que usted aún no sabe dónde está el mundo de la rebelión.
—No. Pero creo conocer a quien lo sabe —dijo Gillbret con entusiasmo.
—¿Quién es?
—El autarca de Lingane.
—¿Lingane? —Biron arrugó el entrecejo. Le parecía que había oído aquel nombre hacía tiempo, pero se había olvidado de las circunstancias—. ¿Y por qué precisamente a él?
—Lingane fue el último reino capturado por los tyrannios. No está, ¿cómo diríamos?, tan pacificado como los demás. ¿Te das cuenta de la relación?
—Sólo hasta cierto punto.
—Y si quieres otra razón, piensa en tu padre.
—¿Mi padre? —Por un momento Biron olvidó que su padre había muerto, y le vio allí, alto y lleno de vida; pero luego recordó, y sintió que un frío estremecimiento recorría su cuerpo—. ¿Y qué tiene que ver mi padre con esto?
—Estuvo hace seis meses en la corte y me enteré de algo de lo que quería. Escuché a hurtadillas algunas de sus conversaciones con mi primo Hinrik.
—Oh, tío —dijo impaciente Artemisa.
—¿Sí, querida?
—No tenías ningún derecho a escuchar las discusiones privadas de mi padre.
Gillbret se encogió de hombros.
—Evidentemente, pero resultaba divertido, además de útil.
—Espere —terció Biron, sintiendo que su excitación aumentaba—. ¿Dijo usted que hace seis meses mi padre estuvo en Rhodia?
—Sí.
—Dígame. Cuando estuvo allí, ¿tuvo acceso a la colección de primitivismo del director? Usted me dijo una vez que el director tenía una gran biblioteca sobre cuestiones referentes a la Tierra.
—Supongo que sí. La biblioteca es muy famosa, y se suele ofrecer a los visitantes distinguidos, si quieren usarla; normalmente no les interesa, pero a tu padre sí. La verdad es que lo recuerdo perfectamente; estuvo allí casi un día entero.
Los datos concordaban. Hacía medio año que su padre le había pedido ayuda por vez primera.
—Supongo que usted conoce bien la biblioteca —dijo Biron.
—Por supuesto.
—¿Hay en la biblioteca algo que sugiera que en la Tierra existe un documento de gran valor militar?
La cara de Gillbret reflejó su evidente ignorancia del asunto.
—En algún momento de los últimos siglos de la prehistoria de la Tierra debió existir tal documento —dijo Biron—. Solamente puedo decirle que mi padre creía que se trataba del artículo más valioso de toda la galaxia, y al mismo tiempo el más mortífero. Yo tenía que haberlo obtenido para él, pero tuve que marcharme de la Tierra demasiado pronto, y además —su voz se quebró— mi padre murió también demasiado pronto.
Pero Gillbret continuó mostrando ignorancia.
—No sé de qué estás hablando.
—Usted no me comprende. Mi padre me habló de ello por vez primera hace seis meses. Se debió enterar en la biblioteca de Rhodia. Si usted la ha revisado, ¿podría decirme qué pudo ser lo que encontró en ella?
Pero lo único que Gillbret podía hacer era menear la cabeza.
—Bueno, continúe su relato —pidió Biron.
—Tu padre y mi primo hablaron del autarca de Lingane —dijo Gillbret—. A pesar de la cuidadosa fraseología empleada por tu padre, Biron, resultaba evidente que el autarca era el inspirador y la cabeza de la conspiración. Y luego —vaciló—, llegó una misión de Lingane con el autarca a la cabeza. Y yo..., yo... le hablé del mundo de la rebelión.
—Hace un momento dijo que no había hablado de ello a nadie —dijo Biron.
—Excepto al autarca. Tenía que saber la verdad.
—¿Y qué le dijo?
—Prácticamente nada. Pero era lógico que tuviese que ser cauteloso. ¿Podía fiarse de mí? Yo podía haber estado trabajando para los tyrannios. ¿Cómo podía él saberlo? Pero no cerró del todo la puerta. Es la única clave que tenemos.
—¿De veras? —dijo Biron—. Pues entonces iremos a Lingane. Supongo que lo mismo da un sitio que otro.
La referencia a su padre le había deprimido, y, de momento, nada importaba mucho. ¡Así, pues, a Lingane!
¡A Lingane! Estaba pronto dicho. Pero, ¿cómo se hace para orientar la nave hacia un pequeño punto luminoso que está a treinta y cinco años luz de distancia? ¡A trescientos billones de kilómetros! ¡A un tres con catorce ceros detrás! A quince mil kilómetros por hora (velocidad de crucero del «Implacable»), se tardarían más de dos millones de años en llegar.
Biron hojeó el «Almanaque de Efemérides Galácticas» con un sentimiento semejante a la desesperación. Allá figuraban detalladamente decenas de millares de estrellas, cuya posición venía concisamente indicada por medio de tres números. Había cientos de páginas de tales números, simbolizados por las letras griegas
ρ
(ro),
q
(theta)
f
(fi).
ρ
era la distancia al centro galáctico en parsecs;
q
, la separación angular, a lo largo del plano de la lente galáctica y a partir de la línea básica estándar (es decir, la línea que conecta el centro galáctico y el Sol del planeta Tierra);
f
, la separación angular desde la línea básica en el plano perpendicular al de la lente galáctica. Las dos últimas medidas iban expresadas en radianes. Dados estos tres números, se podía localizar exactamente cualquier estrella en toda aquella inmensidad espacial.
Es decir, podía localizarse en una fecha determinada. Además de la posición de la estrella en el día concreto para el que se calcularon todos los datos, se tenía que conocer la velocidad propia de la estrella, así como su dirección. Era una corrección relativamente pequeña, pero necesaria. Un millón de kilómetros no es casi nada comparado con las distancias estelares, pero es una larga distancia para una nave.
Había también, como es natural, el problema de la propia posición de la nave. Se podía calcular la distancia a Rhodia por medio de la lectura del masómetro, o, mejor dicho, la distancia al sol de Rhodia, puesto que a aquella distancia en el espacio el campo gravitatorio del sol contrarrestaba el de cualquiera de los planetas. La dirección en que se movían referida a la línea básica galáctica era más difícil de determinar. Biron tenía que localizar a otras dos estrellas conocidas además del sol de Rhodia. Basándose en sus posiciones aparentes y en la distancia conocida al sol de Rhodia, podía establecer su posición presente.
Lo hizo algo rudimentariamente, pero tenía la seguridad de que su cálculo tenía suficiente exactitud. Sabiendo su propia posición y la del sol de Lingane, lo único que tenía que hacer era ajustar los mandos a la dirección y fuerza necesarios para el impulso híper–atómico.
Biron se sentía solo e inquieto, pero no asustado. Rechazó esa palabra. En cambio estaba realmente inquieto. Calculaba cuidadosamente los elementos del salto para seis horas más tarde. Quería tener tiempo de sobra para comprobar sus números. Y quizá tuviese una oportunidad de hacer una pequeña siesta. Había sacado de la cabina los elementos de la cama, y estaba ahora preparado para hacerla.
Probablemente los otros dos estaban durmiendo en la cabina. Se dijo a sí mismo que era lo mejor, pues no quería a su alrededor nadie que le molestase, y, sin embargo, cuando oyó por la parte de afuera el leve ruido de unos pies descalzos, levantó la vista con cierto interés.
—Hola —dijo—, ¿por qué no estás durmiendo? —Artemisa se detuvo en la puerta, vacilando.
—¿Te importa que entre? —preguntó en voz baja—. ¿No te estorbaré?
—Depende de lo que hagas.
—Procuraré portarme bien.
Biron pensó con recelo que la muchacha parecía excesivamente humilde. Pronto descubrió la razón.
—Tengo un miedo terrible —dijo—. ¿Y tú?
A Biron le hubiera gustado decir que no, en modo alguno. Pero no le salieron esas palabras. Sonrió, algo avergonzado.
—Sí, tengo un poco de miedo.