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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (12 page)

Y entonces las manos del guardia cayeron a sus lados, sus piernas colgaron flojas, y los convulsivos e inútiles movimientos de su pecho comenzaron a calmarse. Biron lo depositó suavemente sobre el suelo. El guardia quedó extendido, relajado, como un saco que hubiese sido vaciado.

—¿Está muerto? —preguntó Artemisa en un horrorizado murmullo.

—Lo dudo —dijo Biron—. Se necesitan tres o cuatro minutos de presa para matar a un hombre. Pero estará inconsciente durante un rato. ¿Tiene algo para atarle?

La chica movió la cabeza. De momento se sintió completamente inútil.

—Debe usted tener algunas medias de cellita —dijo Biron—. Servirían para el caso. —Había quitado ya al guardia sus armas y sus prendas exteriores—. Y me gustaría lavarme. La verdad es que me es necesario.

Resultaba agradable sumergirse en la niebla detergente del baño de Artemisa. Le dejó quizás algo demasiado perfumado, pero tenía la esperanza de que el aire libre dispersaría la fragancia. Por lo menos estaba limpio, y ello no había requerido más que su paso a través de las pequeñas gotitas suspendidas, proyectadas violentamente contra su cuerpo por una corriente de aire caliente. No se necesitaba ninguna cámara secadora especial, pues se salía del baño no solamente limpio, sino también seco. Ni en Widemos ni en la Tierra tenían nada semejante.

El uniforme del guardia le iba un poco estrecho, y a Biron no le gustó la manera en que aquella gorra militar cónica, y bastante fea, encajaba en su braquicéfala cabeza. Se contempló con cierto disgusto.

—¿Qué parezco?

—Un soldado de veras —respondió ella.

—Tendrá que llevar uno de esos látigos; yo no puedo llevar tres.

La chica cogió el arma con dos dedos y la dejó caer en su bolsa, que pendía de su cinturón por la acción de otra microfuerza, de modo que sus manos permanecían libres.

—Será mejor que nos vayamos ahora. No diga ni una palabra si nos encontramos con alguien; déjeme hablar a mí. Su acento no es bueno, y además, no sería correcto que hablase en mi presencia, a menos que se le dirigiese directamente la palabra. ¡Recuerde! No es más que un simple soldado.

El guardia que yacía sobre el suelo había comenzado a agitarse un poco y a mover los ojos. Sus muñecas y sus tobillos estaban atados juntos a la espalda con medias que tenían una resistencia a la tracción superior a la de una cantidad igual de acero. Su lengua se movía inútilmente tras la mordaza.

Le habían sacado de en medio, de modo que no fue necesario pasar por encima de él para alcanzar la puerta.

—Por aquí —susurró Artemisa.

Al torcer por vez primera oyeron tras ellos una pisada, y una mano ligera cayó sobre el hombro de Biron.

Biron se apartó rápidamente y se volvió, cogiendo con una mano el brazo del otro, mientras que con la otra mano esgrimía un látigo.

Pero no era sino Gillbret, quien dijo:

—¡Calma, muchacho!

Biron soltó su presa.

Gillbret se frotó el brazo dolorido.

—Te he estado esperando, pero eso no es razón para que me rompas un hueso. Deja que te mire con admiración, Farrill. Parece que se te haya encogido la ropa, pero no está mal, no está mal. Nadie te mirará dos veces con este traje. Es la ventaja de un uniforme. Se da por sentado que un uniforme de soldado contiene un soldado, y nada más.

—Tío Gil —murmuró con apremio Artemisa—, no hables tanto. ¿Dónde están los otros guardias?

—A todo el mundo le molestan unas cuantas palabras —dijo malhumorado—. Los demás guardias están camino de la torre. Han decidido que nuestro amigo no se encuentra en los niveles inferiores, de modo que han dejado hombres en las salidas principales y en las rampas, y además el sistema de alarma general está en funcionamiento. Pero podemos pasar a través de él.

—¿No le echarán de menos, señor? —preguntó Biron.

—¿A mí? El capitán se alegró de verme desaparecer, a pesar de todas sus cortesías. No me buscarán, te lo aseguro.

Hablaban en murmullos, pero ahora incluso éstos cesaron. Al pie de la rampa se alzaba un guardia, mientras que otros dos estaban a ambos lados de la gran puerta labrada que conducía al exterior.

Gillbret preguntó en voz muy alta:

—¿Hay noticias del prisionero que se ha escapado, soldados?

—No, excelencia —dijo el que estaba más cerca. Juntó los talones y saludó.

—Bueno, pues abrid bien los ojos.

Pasaron junto a los guardias y salieron al exterior, al tiempo que uno de los guardias junto a la puerta neutralizaba cuidadosamente aquella sección de la alarma mientras salían.

Fuera era de noche. El cielo estaba limpio y estrellado, y la masa irregular de la Nebulosa Oscura disipaba los puntitos de luz cercanos al horizonte. El palacio central, a su espalda, era una oscura mole, y el campo del palacio estaba a menos de un kilómetro de distancia.

Pero al cabo de cinco minutos de caminar a lo largo del silencioso sendero, Gillbret comenzó a mostrarse agitado.

—Hay algo que no marcha —dijo.

—Tío Gil —dijo Artemisa—. ¿No te habrás olvidado de disponer que estuviese a punto la nave?

—Naturalmente que no —respondió tan secamente como es posible cuando se habla en murmullos—, pero, ¿por qué está iluminada la torre del campo? Debería estar a oscuras.

Señaló a través de los árboles, donde la torre brillaba como un panal de luz blanca. Generalmente, aquello hubiese indicado actividad en el campo; naves que llegaban del espacio o que partían hacia él.

—No había nada anunciado para esta noche —musitó Gillbret—. De eso estoy seguro.

Desde cierta distancia vieron la respuesta, o por lo menos Gillbret la vio. Se detuvo de pronto y extendió los brazos para detener a los demás.

—No es más que eso —dijo, y se rió histéricamente—. ¡Están aquí! ¡Los tyrannios! ¿No comprendéis? Aquello es el crucero acorazado particular de Aratap.

Biron lo vio, débilmente brillando bajo las luces, destacándose de las demás naves menos distinguidas. Era más liso, más delgado, más felino que las naves de Rhodia.

—El capitán dijo que hoy se recibía a un «personaje» pero yo no hice caso —dijo Gillbret—. Ahora no podemos hacer nada. No podemos luchar contra los tyrannios.

Biron sintió que algo se quebraba de repente.

—¿Y por qué no? —dijo con salvaje furia—. ¿Por qué no podemos luchar contra ellos? No tienen ninguna razón para sospechar nada anormal, y estamos armados. Tomemos la propia nave del comisario. ¡Dejémosle sin pantalones!

Se adelantó, saliendo de la oscuridad relativa de los árboles y entrando en el despejado campo. Los otros le siguieron. No había razón para esconderse. Eran dos miembros de la familia real con un soldado de escolta.

Pero ahora luchaban contra los tyrannios.

Simok Aratap de Tyrann había quedado impresionado la primera vez que vio el palacio de Rhodia, unos años antes, pero resultó ser solamente una cáscara lo que le había impresionado. El interior no era más que una enmohecida reliquia. Dos generaciones antes las cámaras legislativas de Rhodia se reunían en aquellos locales, donde también se hallaban la mayor parte de las oficinas administrativas. El palacio central había sido el palpitante corazón de una docena de mundos.

Pero ahora las cámaras legislativas (que existían aún, ya que el Khan nunca interfería con los legalismos locales) se reunían una vez al año para ratificar las órdenes ejecutivas de los doce meses anteriores. Era sencillamente un formulismo. Nominalmente, el consejo ejecutivo todavía se hallaba reunido en sesión continua, pero estaba compuesto por una docena de hombres que permanecían en sus heredades nueve semanas de cada diez. Las diversas oficinas ejecutivas aún permanecían activas, puesto que no era posible gobernar sin ellas, tanto si era el director como si era el Khan quien mandaba, pero ahora estaban diseminadas por el planeta; dependían menos del director y estaban bajo la influencia de sus nuevos amos, los tyrannios. Todo lo cual hacía que el palacio fuese más majestuoso que antes por lo que se refería a la piedra y el metal, pero eso era todo. Servía de habitación a la familia del director, a un grupo de sirvientes apenas adecuado, y a un cuerpo de guardias nativos absolutamente insuficientes.

Aratap se sentía incómodo en aquella cáscara y, además, insatisfecho. Era tarde, estaba cansado, sus ojos ardían de tal modo que ansiaba poder quitarse las lentes de contacto, y, por encima de todo, se sentía decepcionado.

¡No había un esquema! De vez en cuando echaba una ojeada a su ayudante militar, pero el comandante estaba escuchando al director con fría estolidez. Aratap, por su parte, prestaba poca atención.

—¡El hijo de Widemos! ¿De veras? —decía, abstraído. Y luego añadió—: ¿De modo que lo arrestó? ¡Perfectamente!

Pero significaba poco para él, puesto que los hechos carecían de estructura. Aratap tenía una mente bien ordenada que no podía soportar la idea de hechos individuales amontonados y desunidos, sin una ordenación adecuada.

Widemos había sido un traidor, y su hijo había intentado entrevistarse con el director de Rhodia. Lo había intentado primeramente en secreto, y cuando eso falló lo había procurado abiertamente por medio de su ridícula historia de una conspiración de asesinato. Seguramente aquello debía haber sido el principio de un plan.

Y ahora se desmoronaba. Hinrik entregaba al muchacho con precipitación indecente. Al parecer no podía ni tan siquiera esperar una noche. Y eso no encajaba de ninguna manera. O bien Aratap no se había enterado de todos los hechos.

Enfocó nuevamente su atención sobre el director. Hinrik empezaba a repetirse, y Aratap sintió una punzada de compasión. Aquel hombre había sido convertido en un cobarde tal, que incluso los tyrannios se impacientaban con él. Y, sin embargo, no había otra manera; solamente el miedo podía asegurar una lealtad absoluta. El miedo, y nada más.

Widemos no tuvo miedo, y a pesar de que su interés estuvo ligado en todo al mantenimiento del gobierno tyrannio, se había rebelado. Hinrik tenía miedo, y ahí estaba la diferencia.

Y era precisamente porque Hinrik tenía miedo que estaba ahí sentado, diciendo incoherencias al tratar de ganarse un gesto de aprobación. Aratap sabía muy bien que el comandante no haría tal gesto. No tenía imaginación. Aratap suspiró y deseó que tampoco él la hubiese tenido. La política era un asunto repugnante.

—Efectivamente —dijo con viveza—. Alabo su rápida decisión y su lealtad en el servicio del Khan. Puede tener la seguridad de que será informado.

Hinrik se alegró visiblemente: su alivio era evidente.

—Haga, pues, que lo traigan —dijo Aratap— y veremos qué es lo que ese joven gallito tiene que decir.

Reprimió un deseo de bostezar. Lo que el «gallito» tuviese que decir no le interesaba lo más mínimo.

Hinrik tenía la intención, llegado aquel instante, de llamar al capitán de la guardia, pero eso no fue necesario, pues el capitán se alzaba, precisamente entonces, y sin previo aviso, junto a la puerta.

—Excelencia —gritó, y entró sin pedir permiso.

—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Hinrik vacilante.

—Excelencia, el prisionero se ha escapado. —Aratap sintió que parte de su cansancio se desvanecía. ¿Qué sucedía?

—¡Detalles, capitán! —ordenó, enderezándose sobre su asiento. El capitán se los dio en pocas palabras, y concluyó diciendo:

—Excelencia, solicito su permiso para proclamar una alarma general. Hace solamente unos minutos que ha huido.

—Sí, desde luego —tartamudeó Hinrik—, desde luego. Alarma general, sin duda. Es lo que se impone. ¡Rápido! ¡Rápido! Comisario, no puedo comprender cómo ha podido suceder. Capitán, utilice hasta el último hombre. Habrá una investigación. Comisario, si es necesario se destrozará hasta el último de los guardias. ¡Se le destrozará! ¡Se le destrozará!

Repitió la última palabra casi hasta llegar a la histeria, pero el capitán permaneció en pie a su lado.

—¿Qué espera? —dijo Aratap.

—¿Podría hablar a su excelencia en privado? —dijo abruptamente el capitán.

Hinrik lanzó una rápida y asustada mirada al imperturbado comisario, y consiguió expresar cierta indignación.

—No hay secretos para los soldados del Khan, nuestros amigos, nuestros...

—Diga lo que tenga que decir, capitán —dijo Aratap suavemente.

El capitán juntó secamente los talones y dijo:

—Puesto que se me ordena hablar, excelencia, lamento informarle que la señorita Artemisa y el señor Gillbret acompañaban al prisionero en su huida.

—¿Se atrevió, pues, a raptarlos? —Hinrik se había alzado—. ¡Y mis guardias lo han permitido!

—No fueron raptados, excelencia. Le acompañaban voluntariamente.

—¿Y cómo lo sabes?

Aratap estaba contentísimo, y despierto del todo. Después de todo, aquello tenía estructura. Mejor estructura de lo que había podido imaginarse.

—Tenemos el testimonio del guardia al que redujeron —dijo el capitán— y de los guardias que, sin darse cuenta, permitieron que saliesen del edificio. —Se detuvo, y añadió con determinación—: Cuando me entrevisté con la señorita Artemisa a la puerta de sus habitaciones privadas me dijo que había estado a punto de dormirse. Fue solamente más tarde que me di cuenta de que su cara estaba cuidadosamente maquillada. Cuando volví, era ya tarde. Acepto mi responsabilidad por haber conducido mal este asunto; después de lo sucedido esta noche solicitaré a su excelencia que acepte mi dimisión, pero antes, ¿tengo su permiso para hacer sonar la alarma general? Sin su autoridad no puedo interferir con miembros de la familia real.

Pero Hinrik estaba vacilante sobre sus piernas y le miraba con expresión perdida.

—Capitán, valdría más que se ocupase usted de la salud de su director. Le sugiero que llame a su médico.

—¡La alarma general! —repitió el capitán.

—¡No habrá alarma general! —dijo Aratap—. ¿Comprende? ¡Nada de alarma general! ¡No se volverá a prender al prisionero! ¡El incidente queda liquidado! Que sus hombres regresen a sus cuarteles y a sus deberes ordinarios, y ocúpese de su director. ¡Vamos, comandante!

El comandante tyrannio habló con sequedad una vez hubieron dejado tras de sí la mole del palacio central.

—Aratap —dijo—. Me imagino que sabe lo que está haciendo. Por eso mantuve cerrada la boca ahí dentro.

—Gracias, comandante. —A Aratap le gustaba el aire nocturno de un planeta lleno de verdor y de vida. En cierto modo Tyrann era más hermoso, pero de una belleza terrible, de rocas y montañas. Era seco, ¡seco! Prosiguió—: Usted no sabe manejar a Hinrik, comandante Andros. En sus manos se marchitaría y quebrantaría. Es útil, pero hay que tratarle con suavidad para que continúe siéndolo.

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