Read En la arena estelar Online
Authors: Isaac Asimov
—En nuestros asuntos nos arriesgamos, Farrill, pero le advertimos. Después de aquello no estableció contacto alguno, ni siquiera indirecto, con ninguno de nosotros, y destruyó todas las pruebas que se relacionaban con nosotros. Algunos creíamos que debía abandonar este sector, o por lo menos esconderse, pero se negó a hacerlo.
»Creo que puedo comprender por qué se negó. Alterar su manera de vivir hubiese probado la verdad de lo que los tyrannios debían de haber averiguado, y hubiera comprometido todo el movimiento. Decidió arriesgar sólo su vida y permaneció en campo abierto.
»Durante cerca de medio año los tyrannios estuvieron esperando un gesto que le traicionara. Estos tyrannios son pacientes... No hizo tal gesto, de modo que cuando no pudieron esperar más sólo le encontraron a él en la red.
—Es mentira —gritó Artemisa—. Es todo mentira. Es una historia cómoda e hipócrita, es una historia falsa, sin nada de verdad en ella. Si todo lo que está diciendo fuese cierto, le estarían observando a usted. Se hallaría usted en peligro, y no estaría sentado aquí, tan sonriente y perdiendo el tiempo.
—Señorita, no estoy perdiendo el tiempo. He hecho ya todo lo que he podido para desacreditar a su padre como fuente de información, y crea que algo he conseguido. Los tyrannios se preguntarán si tienen que seguir escuchando a un hombre cuya hija y cuyo primo son evidentemente unos traidores. Además, si están dispuestos a seguir haciéndole caso, yo estoy a punto de desaparecer en la Nebulosa, donde no me encontrarán. Me parece que mis acciones más bien tienden a probar mi historia que a refutarla.
Biron aspiró profundamente y dijo:
—Demos la entrevista por terminada, Jonti. Nos hemos puesto de acuerdo por lo menos en que le acompañaremos, y en que usted nos concederá los suministros que necesitamos. Eso es suficiente. Aunque todo lo que acaba de decir fuese cierto, no tiene nada que ver con el asunto. La hija del director de Rhodia no heredará los crímenes de su padre. Artemisa oth Hinriad se quedará aquí conmigo, siempre y cuando ella esté de acuerdo.
—Lo estoy —dijo Artemisa.
—Bien. Creo que con esto hemos terminado. Y de paso, le advierto que si usted va armado, también yo lo estoy; quizá sus naves sean de combate, pero la mía es un crucero tyrannio.
—No sea tonto, Farrill, mis intenciones son amistosas. ¿Quiere que la muchacha se quede aquí? Pues que así sea. ¿Puedo salir por la esclusa de contacto?
Biron asintió.
—Hasta ahí nos fiaremos de usted.
Las dos naves maniobraron para acercarse, hasta que las flexibles extensiones de la esclusa de aire se enfrentaron. Cautelosamente oscilaron, en busca de un ajuste perfecto. Gillbret estaba junto a la radio.
—Volverán a intentar establecer contacto dentro de dos minutos —dijo.
El campo magnético había sido establecido tres veces, y cada vez los tubos se habían aproximado el uno al otro y se habían juntado algo descentrados, dejando entre ellos grandes medias lunas de espacio.
—Dos minutos —repitió Biron, y esperó ansiosamente.
El segundero siguió moviéndose y el campo magnético se formó por cuarta vez; las luces disminuyeron de intensidad al ajustarse a aquel repentino consumo de energía. Las extensiones de la esclusa de aire se proyectaron nuevamente hacia delante, vacilando al borde de la inestabilidad, y luego, con una sacudida silenciosa que reverberó en la cabina del piloto, se ajustaron exactamente, y las grapas se cerraron automáticamente. Se había formado un cierre hermético.
Biron se pasó lentamente el dorso de la mano por la frente y parte de su tensión se desvaneció.
—Ya está —dijo.
El autarca levantó su traje espacial, bajo el cual había todavía una pequeña película de humedad.
—Gracias —dijo afablemente—. Volverá enseguida uno de mis oficiales, con quien pueden arreglar todos los detalles necesarios referentes a los suministros.
El autarca partió.
—Por favor, Gil —dijo Biron—, ocúpate del oficial de Jonti por un rato. Cuando entre, interrumpe el contacto de la esclusa; todo lo que tienes que hacer es cerrar el campo magnético. Éste es el interruptor fotónico que tienes que utilizar.
Pero oyó tras él un paso apresurado y una voz suave.
—Biron —dijo Artemisa—. Quiero hablarte.
Biron se enfrentó con ella.
—Más tarde, si no te importa, Arta.
La chica le miraba fijamente.
—No, ahora.
El gesto de sus brazos sugería que quería abrazarle, pero no estaba segura de cómo sería recibida.
—No creíste lo que dijo acerca de mi padre, ¿verdad?
—No tiene nada que ver —dijo Biron.
—Biron —comenzó a decir, y se detuvo. Le resultaba difícil decirlo. Lo intentó de nuevo—: Biron, ya sé que parte de lo que ha ocurrido entre nosotros ha sido porque estamos juntos, y solos ante un peligro, pero...
Se detuvo nuevamente.
—Arta, si lo que estás tratando de decir es que eres una Hinriad, no es necesario —dijo Biron—. Ya lo sé, y en adelante no te consideraré obligada a nada más.
—¡Oh, no! —Le cogió un brazo y puso su suave mejilla junto al fornido hombro de Biron. Comenzó a hablar rápidamente—: No es nada de eso. No importan nada ni los Hinriad ni los Widemos. Yo... Te quiero, Biron. —La muchacha alzó la mirada, encontrándose con la de Biron—. Creo que tú también me quieres. Creo que lo admitirías si pudieses olvidarte de que soy una Hinriad. Quizá lo harás ahora, después de que yo he hablado. Le dijiste al autarca que no me culparías de los hechos de mi padre. No me culpes tampoco de su rango.
Los brazos de la chica estaban ahora alrededor de su cuello, y Biron podía sentir la blandura de sus senos junto a él, y el calor de su aliento sobre sus labios. Biron levantó lentamente sus brazos y cogió con suavidad a la muchacha por los codos. Y con la misma suavidad le desprendió sus brazos y se apartó lentamente de ella.
—No he terminado aún de entendérmelas con los Hinriads, señora mía.
Artemisa se sobresaltó.
—Le dijiste al autarca que...
Biron apartó la mirada.
—Lo siento, Arta. No hagas caso de lo que le dije al autarca.
Artemisa sintió ganas de gritar que aquello no era cierto, que su padre no había hecho semejante cosa, que de todas maneras...
Pero él se volvió para dirigirse a la cabina y la dejó plantada en el corredor, con los ojos llenos de lágrimas de despecho y de vergüenza.
Tedor Rizzet se volvió cuando Biron entró nuevamente en la cabina. Su cabello era gris, pero su cuerpo era todavía vigoroso y su cara ancha, rubicunda y sonriente.
Cubrió de un paso la distancia que le separaba de Biron y apretó cordialmente la mano del muchacho.
—Por las estrellas —dijo—. No necesito que me lo diga para saber que es el hijo de su padre. Es el viejo ranchero vivo otra vez.
—Quisiera que así fuese —respondió Biron sombríamente. La sonrisa de Rizzet se desvaneció.
—Así lo quisiéramos todos nosotros. A propósito, yo soy Tedor Rizzet, coronel de las fuerzas regulares de Lingane, pero por aquí no usamos títulos. Incluso llamamos «señor» al autarca. ¡Y eso me recuerda...! —Se puso repentinamente serio—. Aquí en Lingane no tenemos aristócratas, ni siquiera rancheros. Espero que no te ofenderá si de vez en cuando me olvido del título adecuado.
Biron se encogió de hombros.
—Nada de títulos. ¿Qué hay de nuestro remolque? Supongo que tengo que entenderme con usted.
Durante un brevísimo instante miró a través de la cabina. Gillbret estaba sentado, escuchando atentamente. Artemisa le daba la espalda, y sus pálidos y delgados dedos se paseaban distraídamente por los fotocontactos del computador. La voz de Rizzet le sacó de su abstracción.
El linganio echó una mirada penetrante por toda la cabina.
—Es la primera vez que veo una nave tyrannia por dentro. No me gusta mucho. Veo que tiene la esclusa de urgencia a babor, ¿verdad? Me parece que las unidades de propulsión están en la parte central.
—Así es.
—Bien. Entonces no habrá dificultades. Algunas de las naves de modelo antiguo tenían los propulsores a babor, de modo que había que instalar los remolques formando un ángulo, lo cual hacía difícil los ajustes gravitatorios, y prácticamente imposible maniobrar en la atmósfera.
—¿Cuánto tiempo se tardará, Rizzet?
—No mucho. ¿De qué tamaño lo quiere?
—¿Cuál es el tamaño mayor que puede conseguir?
—El de superlujo, seguramente. Si el autarca lo dice, no hay prioridad mayor. Podríamos conseguir uno que es prácticamente una nave espacial en sí mismo; incluso tendría motores auxiliares.
—Tendrá zonas habitables, me figuro.
—¿Para la señorita Hinriad? Sería mucho mejor que lo que tienen aquí...
Se detuvo abruptamente. Al oír mencionar su nombre, Artemisa había salido de la cabina, deslizándose frente a ellos, fría y lentamente. Biron la siguió con la mirada.
—Me figuro que no debía haber dicho «señorita Hinriad» —dijo Rizzet.
—No, no. No es nada. No haga caso. ¿Qué estaba diciendo?
—Oh, era acerca de las cabinas. Por lo menos dos grandes, con una ducha en el centro. Tiene los servicios de tocador corrientes en las naves de pasajeros. Estaría cómoda.
—Bien. Necesitaremos comida y agua.
—Desde luego. El tanque de agua contiene la suficiente para un mes; algo menos si quiere una piscina a bordo. Y dispondrán de carne congelada. Ahora están comiendo concentrado tyrannio, ¿verdad?
Biron asintió, y Rizzet hizo una mueca.
—Tiene gusto de serrín, ¿verdad? ¿Y qué más?
—Vestidos para la dama —dijo Biron. Rizzet frunció el entrecejo.
—Sí, claro. Pero de esto tendrá que ocuparse ella.
—No, señor, no se ocupará. Le proporcionaremos las medidas necesarias, y usted podrá suministrarnos lo que pidamos en los estilos que sean corrientes.
Rizzet rió brevemente y movió la cabeza.
—Ranchero, esto no le va a gustar. No le satisfará nada que no haya elegido ella misma, aunque fuesen exactamente las mismas cosas que ella hubiese escogido. Y eso no es una suposición. He tenido experiencia con esas criaturas.
—Estoy seguro de que tiene razón, Rizzet —dijo Biron—, pero así tendrá que ser.
—Muy bien, pero ya le he advertido. Usted tendrá que entendérselas con ella. ¿Y qué más?
—Pequeñas cosas. Una provisión de detergentes. Ah, sí..., y cosméticos, perfumes..., lo que las mujeres necesitan. Ya iremos concretando luego. Comencemos con el remolque.
En aquel momento Gillbret salió sin pronunciar palabra. Biron le siguió con la mirada y sintió que los músculos de su mandíbula se le tensaban. ¡Hinriads! ¡Eran Hinriads! No podía remediarlo. Gillbret era uno de ellos, y ella era otra.
—Y, naturalmente —añadió—, tendrá que haber ropa para el señor Hinriad y para mí, pero eso no será difícil.
—Está bien. ¿Le importa que utilice su radio? Valdrá más que me quede a bordo hasta que se hayan hecho los ajustes necesarios.
Biron esperó mientras se dictaban las órdenes iniciales. Luego Rizzet se volvió en su asiento y dijo:
—No puedo acostumbrarme a verle a usted aquí, moviéndose, hablando, vivo. Se parece tanto a él. El ranchero hablaba de usted de vez en cuando. Usted fue a la universidad en la Tierra, ¿verdad?
—En efecto. Me hubiese graduado hace más o menos una semana, si las cosas no hubiesen sido interrumpidas.
Rizzet pareció algo incómodo.
—Por cierto, no tiene que guardarnos rencor porque le enviamos a Rhodia de aquella manera. No nos gustó hacerlo. Que quede esto estrictamente entre nosotros, pero a algunos de los muchachos no les gustó nada. Naturalmente, el autarca no nos consultó. Era natural que no lo hiciera. Francamente, era un riesgo que corría él. Algunos de nosotros, y no voy a citar nombres, incluso nos preguntamos si no debíamos detener la nave en que viajaba y sacarle a usted de allí. Claro está que eso hubiese sido lo peor que hubiésemos podido hacer. Pero, en fin, quizá lo hubiésemos hecho de no ser porque, en último término, sabíamos que el autarca sabía lo que hacía.
—Es hermoso inspirar semejante confianza.
—Le conocemos. No se puede negar lo que lleva ahí dentro. —Se tocó ligeramente la frente con un dedo—. Nadie sabe exactamente qué le hace tomar una determinación, pero siempre parece ser acertada. Hasta ahora, por lo menos, siempre ha sido más listo que los tyrannios, mientras que otros no han conseguido serlo.
—Como mi padre, por ejemplo.
—No estaba pensando precisamente en él, pero en cierto sentido tiene usted razón. Incluso el ranchero cayó. Pero él era una persona diferente; siempre pensaba de una manera recta, sin permitir nunca sinuosidades. Nunca tenía en cuenta el poco valor de los demás. Pero era eso precisamente lo que más nos gustaba de él. Era el mismo para todos.
»A pesar de que soy coronel, soy un plebeyo. Mi padre era un obrero metalúrgico, pero eso para él no tenía importancia. Y no se trataba de que yo fuese coronel, no. Si se encontraba con el aprendiz de maquinista en el pasillo se detenía y le dirigía la palabra, y durante el resto del día aquel aprendiz se sentía como si hubiese sido el jefe de máquinas. Era su modo de ser.
»Y no es que fuese blando. Si necesitábamos disciplina la aplicaba, pero sólo la necesaria. Si algo te caía encima era porque lo merecías, y tú lo sabías. Cuando había terminado, no se hablaba más. No seguía echándotelo en cara durante toda una semana. Así era el ranchero.
»El autarca es diferente. Es todo cerebro. No hay manera de acercarse a él, seas quien seas. Por ejemplo, no tiene realmente sentido del humor. Yo no puedo hablarle a él de la manera en que estoy hablándole a usted ahora. En este momento me limito a hablar con usted; me siento tranquilo y descansado; es casi una asociación libre. En el caso de él, dices exactamente lo que tienes que decir, sin palabras de sobras. Y, además, utilizas una fraseología formularia, o te dirá que eres descuidado. Pero, en fin, el autarca es el autarca, y no hay más que hablar.
—No puedo sino estar de acuerdo en lo que se refiere al cerebro del autarca —dijo Biron—. ¿Sabía usted que había deducido mi presencia a bordo de esta nave, antes de haber entrado en ella?
—¿De veras? No lo sabíamos. ¿Ve usted? Esto es precisamente lo que quería decir. Quería ir a bordo del crucero tyrannio, solo. A nosotros nos parecía un suicidio, y no nos gustaba, pero supusimos que sabía lo que hacía, y así era, en efecto. Podía habernos dicho que probablemente estaba usted a bordo; sin duda sabía que hubiese sido una gran noticia saber que el hijo del ranchero se había escapado. Pero es típico de él; no lo hizo.