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Authors: Isaac Asimov

En la arena estelar (5 page)

De modo que el lujo que le rodeaba no tenía más objeto que impedirle que hiciese nada por recuperar su antiguo camarote. Le estaban sobornando para que se quedase fuera de él sin protestar. ¿Por qué? ¿Era la habitación lo que les interesaba, o era él mismo?

Y ahora se encontraba sentado a la mesa del capitán, con aquellas preguntas sin contestar. Se levantó cortésmente con los demás, cuando entró el capitán, el cual se dirigió al entarimado sobre el que estaba dispuesta la larga mesa, y ocupó su lugar.

¿Por qué le habían desplazado?

Sonaba música en la nave, y se habían corrido las puertas que separaban el comedor del mirador. Las luces estaban bajas, y eran de un tono anaranjado. Lo peor del mareo espacial, que pudo haberse producido después de la aceleración original o como consecuencia de la exposición a las pequeñas diferencias de gravedad entre distintas partes de la nave, había pasado ya, y el comedor estaba lleno.

El capitán se inclinó ligeramente hacia delante, y se dirigió a Biron.

—Buenas noches, señor Malaine. ¿Qué le parece su nuevo camarote?

—Casi demasiado satisfactorio, señor. Un poco lujoso para mi modo de vivir.

Dijo estas palabras con voz monótona, y le pareció apreciar una momentánea sensación de desaliento en la cara del capitán.

A los postres se abrió nuevamente la piel de la burbuja de cristal del mirador, y se bajaron las luces hasta casi apagarlas. En aquella pantalla amplia y oscura no se veía ni el Sol, ni la Tierra, ni ningún planeta. Estaban frente a la Vía Láctea, ante una vista transversal de la lente galáctica, que se dibujaba con trazo luminoso entre las firmes y brillantes estrellas.

Automáticamente se extinguió el rumor de la conversación. Se desplazaron algunas sillas, de modo que todos quedaron de cara a las estrellas. Los comensales se habían convertido en un grupo de espectadores, y la música no era sino un vago murmullo.

La voz de los amplificadores resonó clara y equilibrada en el silencio.

—¡Señoras y caballeros! Estamos a punto de dar el primer salto. Supongo que la mayoría de ustedes conocen, por lo menos teóricamente, lo que es un salto. Pero otros muchos de ustedes, en realidad, más de la mitad, nunca lo han experimentado. Es especialmente a ellos a quienes deseo hablar.

»El salto es exactamente lo que su nombre indica. En la misma estructura del espacio–tiempo es imposible viajar más rápidamente que la luz. Es una ley natural que fue descubierta quizá por uno de los antiguos, el tradicional Einstein, a quien se atribuyen demasiadas cosas. Y, como es natural, incluso a la velocidad de la luz se tardarían años, de tiempo en reposo, en llegar a las estrellas.

»Por ello salimos de la estructura del espacio–tiempo para penetrar en el poco conocido dominio del hiperespacio, donde distancia y tiempo carecen de sentido. Es algo así como atravesar un delgado istmo para pasar de un océano a otro, en lugar de permanecer en el mar y rodear un continente para recorrer la misma distancia.

»Naturalmente, se requiere una gran cantidad de energía para entrar en este «espacio dentro del espacio», como algunos lo llaman, así como muchos y complicados cálculos para asegurar nuevamente la entrada en el espacio–tiempo, en el punto adecuado. El resultado del consumo de tal energía e inteligencia hace posible atravesar distancias inmensas en un tiempo cero. Sólo gracias al salto son posibles los viajes interestelares.

»El salto que estamos a punto de efectuar tendrá lugar dentro de diez minutos. Se les advertirá. Nunca se produce más que una pequeña molestia momentánea; confío, por lo tanto, en que todos permanecerán tranquilos. Muchas gracias.»

Se apagaron las luces del todo, y no quedaron sino las estrellas.

Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que un terso anuncio llenase momentáneamente el aire:

—El salto se producirá exactamente dentro de un minuto. —La misma voz comenzó entonces a contar segundos hacia atrás—: Cincuenta..., cuarenta..., treinta..., diez..., cinco..., tres..., uno...

Fue algo así como si se hubiese producido una discontinuidad en la existencia, un golpe que solamente conmovía lo más profundo de los huesos del hombre.

En aquella inmensurable fracción de segundo habían pasado cien años luz, y la nave, que un momento antes estaba en las afueras del sistema solar, se encontraba ahora en las profundidades del espacio interestelar.

Alguien cerca de Biron exclamó con voz temblorosa:

—¡Miren las estrellas!

En un instante aquel murmullo se extendió a través de las mesas y corrió silbando por el amplio salón:

—¡Las estrellas! ¡Mirad!

En aquella misma inmensurable fracción de segundo la vista de las estrellas había cambiado radicalmente. El centro de la gran galaxia, la cual se extiende por treinta mil años luz desde una punta a la otra, se hallaba ahora más cerca, y las estrellas se habían espesado, extendiéndose sobre el aterciopelado y negro vacío como un fino polvo, frente al cual se destacaban a intervalos las más brillantes estrellas cercanas.

Biron, contra su voluntad, recordó el principio de un poema que él mismo había escrito a la sentimental edad de diecinueve años, en ocasión de su primer viaje espacial; aquel que le había llevado a la Tierra que ahora abandonaba. Sus labios se movieron en silencio:

Las estrellas, cual polvo, me envuelven

en nieblas vivientes de luz,

y me parece contemplar todo el espacio

en una inmensa visión.

Se encendieron entonces las luces, y los pensamientos de Biron salieron del espacio tan abruptamente como habían penetrado en él. Estaba de nuevo en el salón de una nave espacial, en una cena que tocaba a su fin y entre el zumbido de una conversación que se elevaba nuevamente a un nivel prosaico.

Miró su reloj de pulsera, desvió a medias la mirada y luego, muy lentamente, volvió a contemplarlo. Lo miró fijamente durante un largo minuto. Era el reloj de pulsera que había dejado en su dormitorio aquella noche; había resistido la radiación asesina de la bomba, y lo había recogido a la mañana siguiente con el resto de sus cosas. ¿Cuántas veces lo había contemplado, anotando mentalmente la hora, sin darse cuenta de la otra información que le proporcionaba a voz en grito?

Porque la pulsera estaba blanca, no azul. Era blanca.

Lentamente los acontecimientos de aquella noche, todos ellos, aparecieron en su lugar. ¡Era extraño cómo un solo hecho podía eliminar de todos ellos la confusión!

Se levantó abruptamente murmurando:

—Perdón.

Era una falta de etiqueta retirarse antes que el capitán, pero no le importaba gran cosa.

Se dirigió precipitadamente a su camarote, subiendo con rapidez por las rampas, en lugar de esperar a los ascensores ingrávidos. Cerró la puerta tras de sí y miró rápidamente en el cuarto de baño y en los armarios de pared. No tenía verdaderas esperanzas de encontrar a nadie. Lo que habían tenido que hacer, debían de haberlo hecho hacía horas.

Examinó cuidadosamente su equipaje. Lo habían hecho muy bien. Casi sin dejar señales de que habían entrado y salido, habían sacado cuidadosamente sus documentos de identidad, un paquete de cartas de su padre, e incluso su presentación capsular para Hinrik de Rhodia.

Era para eso que le habían desplazado. No les interesaba ni su viejo ni su nuevo camarote, sino sencillamente el proceso del traslado. Durante cerca de una hora habían legítimamente, ¡legítimamente, por el Espacio!, manipulado su equipaje, realizando así sus intenciones.

Biron se hundió en la amplia cama y pensó con frenesí, aunque de nada le sirvió. La trampa había sido perfecta. Todo estaba planeado. Si no hubiese sido por la coincidencia, imposible de predecir, de haber dejado su reloj de pulsera en el cuarto de baño aquella noche, ni tan siquiera ahora se hubiese dado cuenta de lo tupida que era la red de los tyrannios a través del espacio.

La señal de su puerta zumbó suavemente.

—Entre —dijo.

Era el mayordomo, quien dijo respetuosamente:

—El capitán desea saber si puede hacer algo por usted. Parecía que no se encontraba bien cuando dejó la mesa.

—Estoy bien.

¡Cómo le observaban! Y en aquel instante supo que no había escapatoria posible, y que la nave le llevaba cortés, pero inexorablemente, hacia la muerte.

4.- ¿Libre?

Sander Jonti se enfrentó fríamente con la mirada del otro y dijo:

—¿Desaparecido, dice?

Rizzet se pasó la mano por su roja cara.

—Algo ha desaparecido. No conozco su identidad. Evidentemente, podría haber sido el documento que buscábamos. Todo lo que sabemos acerca de él es que estaba fechado entre los siglos quince al veinte del calendario primitivo de la Tierra, y que es peligroso.

—¿Existe alguna razón definitiva para pensar que el documento que falta es ése?

—Solamente una evidencia circunstancial. El gobierno de la Tierra lo guardaba cuidadosamente.

—No haga caso de eso. Un terrestre trata siempre con veneración cualquier documento que haga referencia a su pasado pregaláctico. Es su ridícula veneración por la tradición.

—Pero éste fue robado, y sin embargo, nunca se anunció el hecho. ¿Para qué guardaban una funda vacía?

—Puedo imaginarme que harían eso antes de verse obligados a admitir que ha sido robada una sagrada reliquia. Pero no puedo creer que, después de todo, el joven Farrill lo hubiese conseguido... Creía que lo tenía usted bajo observación.

Rizzet se sonrió.

—El no lo consiguió.

—¿Cómo lo sabe?

El agente de Jonti hizo estallar su bomba.

—Porque hace veinte años que desapareció el documento.

—Entonces no puede tratarse del mismo. No hace más de seis meses que el ranchero se enteró de su existencia.

—En tal caso, otro le ganó por diecinueve años y medio.

Jonti reflexionó y dijo:

—No importa; no puede importar.

—¿Y por qué?

—Porque hace meses que estoy aquí en la Tierra. Antes de que viniese era fácil que pudiese haber información valiosa aquí, en el planeta. Pero fíjese ahora. Cuando la Tierra era el único planeta habitado en toda la galaxia, era un lugar primitivo, desde el punto de vista militar. La única arma que habían inventado era una bomba de reacción nuclear burda y poco eficiente, para lo cual ni siquiera habían desarrollado la defensa lógica. —Extendió su brazo con delicado gesto en la dirección en que el azul horizonte resplandecía con ponzoñosa radiactividad, más allá del grueso hormigón de la habitación, y prosiguió—: Como residente temporal aquí veo todo esto con perfecta claridad. Es ridículo suponer que pueda aprenderse algo de una sociedad con aquel bajo nivel de tecnología militar. Siempre está de moda suponer que hay artes y ciencias perdidas, y siempre hay esas gentes que hacen un culto de primitivismo y dan atribuciones ridículas a las civilizaciones prehistóricas de la Tierra.

—Sin embargo —dijo Rizzet—, el ranchero era un hombre sensato. Nos dijo específicamente que era el documento más peligroso que conocía. Recuerde sus palabras: puedo citarlas: «Es una cuestión de muerte para los tyrannios, y de muerte también para nosotros; pero representaría vida definitiva para la galaxia».

—El ranchero, como todos los seres humanos, pudo equivocarse.

—Piense, señor, que no tenemos idea de la naturaleza de tal documento. Podrían, por ejemplo, ser las notas de laboratorio de alguien, que no hubiesen sido nunca publicadas. Podría ser algo que se refiriese a una arma que los terrestres no hubiesen nunca reconocido como tal; algo que en apariencia no fuese una arma.

—Tonterías. Usted es un militar, y debería saberlo. Si hay una ciencia que ha sido constantemente estudiada por el hombre, y con éxito, es la tecnología militar. Ninguna arma militar hubiese permanecido sin realizar durante diez mil años. Creo, Rizzet, que volveremos a Lingane.

Rizzet se encogió de hombros. No estaba convencido.

Ni mucho menos lo estaba Jonti. Había sido robado, y eso era importante. ¡Había valido la pena robarlo! Alguien de la galaxia lo tenía ahora.

Involuntariamente se le ocurrió la idea de que quizá lo tuviesen los tyrannios. El ranchero había sido de lo más evasivo en esta cuestión. Ni siquiera había confiado suficientemente en el mismo Jonti. El ranchero había dicho que llevaba consigo la muerte; no se podía utilizar sin que se convirtiese en una arma de dos filos. Los labios de Jonti se cerraron con furia. ¡Aquel necio y sus estúpidas insinuaciones! Y ahora había caído en manos de los tyrannios.

¿Qué sucedería si un hombre como Aratap estuviese ahora en posesión de tal secreto, como muy bien pudiera ser? Aratap. Era el único hombre, ahora que había desaparecido el ranchero, que seguía siendo imposible de predecir, el más peligroso de todos los tyrannios.

Simok Aratap era un hombre pequeño; algo patizambo y de ojos estrechos. Tenía el aspecto rechoncho, y los gruesos miembros del tyrannio medio, pero a pesar de que se enfrentaba con un ejemplar excepcionalmente robusto y bien musculado de los mundos dominados, era completamente dueño de sí mismo. Era el heredero confiado (en la segunda generación) de aquellos que habían dejado sus ventosos y áridos mundos y se habían desparramado por el vacío para capturar y encadenar los populosos y ricos planetas de las Regiones Nebulares.

Su padre dirigió un escuadrón de pequeñas y rápidas naves que atacaban y desaparecían, y luego atacaban de nuevo, hasta aniquilar a las grandes y pesadas naves titánicas que se les habían opuesto.

Los mundos de la Nebulosa habían combatido a la manera antigua, pero los tyrannios aprendieron una nueva forma. Cuando las grandes y resplandecientes naves de las armadas rivales intentaron combatir en solitario, se encontraron atacando al vacío y desperdiciando sus reservas de energía. Los tyrannios, en cambio, abandonando el uso de la fuerza por sí sola, acentuaron la velocidad y la cooperación, en tal forma que los Reinos rivales cayeron sucesivamente uno tras otro; cada uno de ellos había esperado (casi alegrándose de la derrota de sus vecinos), falsamente seguros tras las defensas de sus naves de acero, hasta que les llegaba el turno.

Pero hacía cincuenta años de aquellas guerras. Ahora las Regiones Nebulares eran satrapías que no requerían más que actos de ocupación e imposición de impuestos. Antes había mundos que conquistar, pensaba Aratap con desgana, pero ahora poca cosa quedaba por hacer salvo enfrentarse individualmente con algunos hombres.

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