—¡Iiii! ¡Iiii! ¡Iiii!
Todos se agitaban y gritaban. Galatea y Marie, con unas jarras de cerveza en la mano, se había puesto de pie encima de una silla y se movían y saltaban. Grupos de negros se arremolinaban en la puerta unos encima de otros tratando de entrar.
—Sigue así, tío —gritó un hombre con voz de sirena de barco y lanzó un aullido que debió oírse hasta en Sacramento.
—¡Uf! —soltó Dean. Se rascaba el pecho, el vientre; el sudor de su rostro salpicaba alrededor. ¡Bum! ¡Kick! Aquel baterista llevaba el sonido de sus tambores hasta el sótano y lo hacía subir hasta el piso de arriba con su ritmo, con los terribles palillos, ¡rataplán-bum!
Un tipo enorme y gordo saltó a la plataforma haciéndola crujir. «¡Yuuu!» El pianista aporreaba las teclas y tocaba acordes en los intervalos en los que el gran saxofonista tomaba aliento para otro estallido: el piano se estremecía, lo hacían todas sus maderas, todas sus cuerdas, ¡boing! El saxo tenor bajó de la plataforma y se mezcló con la multitud tocando sin parar; tenía el sombrero caído encima de los ojos; alguien se lo echó hacia atrás. Seguía avanzando, luego retrocedió y pateó el suelo y soltó un ronco sonido, tomó aliento y levantó su instrumento y largó un alarido alto, prolongado, en el aire. Dean estaba delante de él con la cara casi dentro de la boca del saxo, dando palmadas, lanzando gotas de sudor sobre las llaves del instrumento, y el músico lo notó y se rió con su saxo trémula y disparatadamente, y todo el mundo se rió también y se agitaba y agitaba; por fin, el saxofonista decidió tocar la nota final y se agachó y soltó un do altísimo que duró mucho tiempo acompañado por los gritos y el estruendo del público y pensé que terminarían por aparecer los policías de la comisaría más próxima. Dean estaba en trance. Los ojos del saxo tenor estaban clavados en él; tenía delante a un loco que no sólo entendía sino que quería entender más, mucho más de aquello, y comenzó una especie de duelo; del instrumento salía de todo; no se trataba ya de frases, sino de gritos y alaridos, «¡Bauu!» hacia abajo; y hacia arriba «¡iiiii!» y todo se estremecía, desde el suelo al techo. Intentó de todo, arriba, abajo, hacia los lados, a través, en horizontal, en treinta grados, y por fin cayó entre los brazos de alguien y terminó y todos empujaban a su alrededor y aullaban: «¡Sí! ¡Sí! ¡Ha tocado de verdad!». Dean se estaba secando con un pañuelo.
Después el saxofonista volvió a subir al estrado y pidió un compás lento y miró tristemente hacia la puerta abierta por encima de las cabezas de la gente y empezó a cantar «Close Your Eyes». Las cosas se calmaron durante un momento. El músico llevaba una andrajosa chaqueta de cuero, una camisa morada, zapatos muy viejos y unos pantalones sin raya; no le preocupaba. Parecía un Hassel negro. Sus grandes ojos pardos estaban llenos de tristeza y cantaba lentamente con largas y meditabundas pausas. Pero al llegar al segundo estribillo se excitó y agarró el micro y saltó de la plataforma al suelo doblándose sobre él. Para cantar cada nota tenía que tocarse la punta de los zapatos y alzarse a continuación para reunir toda la fuerza en sus pulmones y se tambaleaba y titubeaba y sólo se recuperaba con el tiempo justo para la siguiente nota lenta. «¡To-o-o-oca la mú-u-u-usica!» Se echaba hacia atrás con la cara hacia el techo, el micrófono muy cerca. Luego se inclinó hacia delante y casi se da con la cara contra el micro. «Suu-ee-ña en la dan-za». Miró hacia la calle frunciendo los labios con desdén, la expresión de burla y desprecio
hip
de Billie Holiday… «mientras nos ama-a-a-mos»… se tambaleó hacia ambos lados… «El amo-o-o-o-or»… agitó la cabeza disgustado y como aburrido del mundo entero… «Todo debe estar»… ¿cómo debía estar? Todos esperaban; y él soltó lamentándose… «Muy bien». El piano atacó el estribillo. «Así que ven y cierra tus hermosos ojos»… le temblaba la boca, nos miraba, a Dean y a mí, con una expresión que parecía decir: «Eh, ¿qué es lo que todos andamos haciendo por este triste mundo negro?»… y entonces llegó al final de la canción, y para esto eran precisos muchos preparativos, y durante ese tiempo se podían mandar mensajes a García alrededor de todo el mundo porque ¿qué importaban a nadie? Porque aquí estábamos tratando de los precipicios y abismos de la pobre vida
beat
en las calles humanas dejadas de la mano de Dios, y eso dijo y eso cantó: «Cierra… tus», y el grito llegó hasta el techo y lo atravesó y alcanzó las estrellas… «O-o-o-ojo-o-o-os»… y se bajó del estrado a pensar. Se sentó en un rincón y no hizo caso a nadie. Miraba hacia abajo y sollozaba. Era el más grande.
Dean y yo fuimos a hablar con él. Lo invitamos a acompañarnos al coche.
—¡Sí! No hay nada que me guste más que una buena juerga. ¿Dónde vamos? —preguntó Dean que saltaba en su asiento riéndose locamente.
—Después, después —dijo el saxofonista—. Haré que el chico nos lleve hasta el Jamson’s Nook, tengo que cantar. Tío, yo
vivo
de cantar. Llevo cantando «Close Your Eyes» un par de semanas… no quiero cantar otra cosa. ¿Cuáles son vuestros planes, chicos? —le dijimos que dentro de un par de días iríamos a Nueva York—. ¡Dios mío!, nunca he estado allí y me han dicho que es una ciudad muy animada pero no me quejo de donde estoy. Soy un hombre casado, ¿sabéis?
—¡Ah, sí! —dijo Dean animándose—. ¿Y dónde está esa guapísima esta noche?
—¿Qué quieres decir? —respondió el del saxo mirándole con el rabillo del ojo—. Te he dicho que estaba
casado
con ella, ¿o es que no te has enterado?
—¡Oh, sí, sí! —dijo Dean—. Sólo preguntaba. A lo mejor tiene amigas, o quizá hermanas, ¿no? Un baile, ya sabes. Lo que quiero es bailar.
—Bueno, ¿para qué sirve un baile? La vida es demasiado triste para estar bailando todo el tiempo —añadió el tipo bajando la vista a la calle—. ¡Mierda! No tengo dinero y esta noche no me preocupa.
Volvimos en busca de los demás. Las chicas se habían enfadado tanto con Dean y conmigo por haber desaparecido que se habían marchado e ido por su cuenta al Jamson’s Nook a pie; el coche se negó a funcionar. En el bar vimos un espectáculo horrible: acababa de entrar un
hipster
blanco muy marica llevando una camisa hawaiana y le había preguntado al enorme baterista si podía sentarse junto a él. Los músicos lo miraron desconfiados.
—¿Sabes tocar? —dijo que sí con muchos melindres. Se miraban entre ellos y decían—: Sí, sí, sí, eso es lo que el tipo hace. ¡Mierda!
Así que el maricón se sentó a la batería y ellos empezaron a tocar un número bastante fuerte y el tipo empezó a acariciar el parche con las escobillas, muy suavemente, estirando el cuello con esa especie de éxtasis reichiano que no significa nada excepto demasiada tila y mucha blandura y excitación de tipo
cool
. Pero a él no le importaba. Sonreía alegremente al vacío y seguía el ritmo, un poco blandamente, con algunas sutilezas
bop
, entre risitas, echándose hacia atrás y como apoyándose en el sólido
blues
que tocaban los demás sin ocuparse de él. El enorme baterista negro de cuello de toro estaba sentado esperando su turno.
—¿Qué está haciendo ese tipo? —dijo—. ¡Música! —gritó—. ¡Qué cojones! ¡Mierda! —y miró hacia otra parte molesto.
Apareció el muchacho del que había hablado el saxo tenor; era un negrito muy aseado con un enorme Cadillac. Saltamos todos dentro. Se inclinó sobre el volante y lanzó el coche a través de Frisco sin pararse ni una vez, a más de cien por hora, entre el tráfico y sin que nadie advirtiera lo bueno que era conduciendo. Dean estaba en éxtasis.
—Mira a ese chaval, tío, mira cómo se sienta y no mueve ni un músculo, lanza el coche como una bala y puede hablar la noche entera mientras hace eso, lo que pasa es que no le gusta hablar, ah, tío, la de cosas que yo podría, que querría… sí, sí. Vamos, no te detengas… ¡allá vamos! ¡Sí!
Y el chico dobló una esquina y nos dejó delante justo del Jamson’s Nook y aparcó. Llegó un taxi; se apeó de él un delgado y seco predicador negro que lanzó un dólar al taxista y gritó:
—¡A tocar! —y corrió al interior del club y bajó al bar de la parte de abajo gritando—: ¡A tocar, a tocar, a tocar! —y subió tambaleándose y casi se cae de morros y entró en la sala donde se tocaba jazz con las manos por delante como para apoyarse en algo si se caía, y chocó contra Lampshade, que aquella temporada estaba trabajando de camarero en el Jamson’s Nook, y la música sonaba y sonaba y se quedó transfigurado en la puerta abierta, chillando—: ¡Toca para mí, tío, toca! —Y el tío era un negro muy bajo con un saxo alto del que Dean dijo que vivía con su abuela, igual que Tom Snark, durmiendo el día entero y tocando por la noche cientos de temas antes de darse por satisfecho, y eso es lo que estaba haciendo.
—¡Es Carlo Marx! —gritó Dean por encima del estrépito.
Y lo era. Aquel nietecito del saxo alto tenía unos ojos pequeños, brillantes; pies pequeños y torcidos; piernas delgadas; brincaba y se agitaba con el saxo y mantenía los ojos clavados en el auditorio (constituido por unas cuantas personas sentadas en una docena de mesas en un local de diez por diez de techo muy bajo), y nunca paraba. Sus ideas eran muy sencillas. Lo que le gustaba era la sorpresa de una nueva y sencilla variación de un tema. Iba de «ta-tap-taderara… ta-tap-taderara», repitiéndolo entre saltos y besando y sonriendo a su saxo… hasta «¡ta-tap-I-da-dera-RAP!» Y todo eran momentos de risa y comprensión para él y todos los que le oían. Su tono era claro como una campana, alto, puro, y tocaba justo delante de nuestras caras, a medio metro de distancia. Dean estaba de pie frente a él, olvidado de toda otra cosa del mundo, con la cabeza inclinada, tocando palmas con fuerza, el cuerpo entero saltando sobre los talones y el sudor, siempre el sudor, corriendo por el atormentado cuello de su camisa y deslizándose hasta formar literalmente un charco a sus pies. Galatea y Marie estaban allí; tardamos cinco minutos en darnos cuenta. ¡Ah, las noches de Frisco!, el final del continente y el final de la duda, de toda duda y de toda estupidez, adiós. Lampshade andaba de un lado para otro con la bandeja llena de cervezas; todo lo hacía con ritmo; gritaba a la camarera con ritmo:
—Oye, oye, chica, chica, paso, paso que aquí viene Lampshade con el vaso, paso, voy con el vaso —y pasaba como una exhalación con las cervezas en el aire y desaparecía por las puertas batientes y llegaba a la cocina y bailaba con las cocineras y volvía sudando. El saxofonista estaba sentado inmóvil en la esquina de una mesa con una bebida que no había tocado delante; miraba al vacío y las manos le colgaban a ambos lados hasta casi tocar el suelo, los pies sobresalían como dos lenguas y el cuerpo se estremecía con una especie de hastío absoluto, de tristeza en trance y de todo lo que se le pasara por la cabeza: un hombre que se deja fuera de combate cada noche y que dejaba a los demás la tarea de darle la puntilla. Todo se arremolinaba a su alrededor como una nube. Y el pequeño saxo alto de la abuelita, aquel Carlo Marx, saltaba y hacía el mono con su mágico instrumento y tocaba doscientos temas de
blues
, cada uno más frenético que el anterior, y no mostraba signos de debilidad o cansancio o de que fuera a dar por terminado el día. Todo el local se estremecía.
En la esquina de la Cuarta y Folsom, yo estaba una hora después con Ed Fournier, un saxo alto de San Francisco que esperaba conmigo mientras Dean telefoneaba desde un saloon a Roy Johnson para que viniera a recogernos. No hablábamos de nada demasiado importante, simplemente charlábamos, pero de pronto vimos algo muy extraño y disparatado. Se trataba de Dean. Quería dar a Roy Johnson la dirección del bar, así que le dijo que esperara un momento y salió afuera a mirarlo, y para hacer esto tuvo que pasar a través de un tumulto de bebedores que alborotaban en la barra en mangas de camisa llegar hasta el centro de la calle, y mirar los letreros. Hizo precisamente esto agachándose junto a la pared igual que Groucho Marx, con sus pies desplazándose con increíble rapidez, lo mismo que una aparición, con el dedo hinchado levantado en la noche, y en el centro de la calle se puso a girar mirando a todas partes en busca del letrero. Resultaban difíciles de ver en la oscuridad, y él daba vueltas por la calzada, con el pulgar levantado, en un ansioso silencio; una persona desgreñada con el dedo en alto como un ganso volando, girando y girando en la oscuridad, y la otra mano metida distraídamente en el bolsillo del pantalón. Ed Fournier me decía:
—Yo toco en tono suave vaya adonde vaya y si a la gente no le gusta allá ellos, no voy a cambiar. Oye, tío, ese amigo tuyo está loco, mira lo que hace —y miramos. Hubo un gran silencio cuando Dean vio los letreros y corrió de regreso al bar. Se metió prácticamente entre las piernas de un grupo que salía y se deslizó con tanta rapidez por el bar que todos tuvieron que mirar dos veces para verlo. Un momento más tarde apareció Roy Johnson y Dean se deslizó con la misma rapidez a través de la calle y entró en el coche. Todo sin hacer el menor ruido, y nos largamos otra vez.
—Mira, Roy, sabemos que te hemos creado problemas con tu mujer debido a todo esto pero es absolutamente necesario que nos lleves a la esquina de la Cuarenta y seis y la calle Geary en el tiempo increíble de tres minutos o todo se echará a perder. ¡Bueno! ¡Sí! (toses). Por la mañana Sal y yo nos iremos a Nueva York y ésta es nuestra última noche de juerga y sé que no te importará.
No, a Roy Johnson no le importaba; se pasó todos los semáforos que encontró en rojo y nos llevó a una velocidad de acuerdo con nuestra locura. Al amanecer fue a su casa a acostarse. Dean y yo terminamos la noche con un tipo de color llamado Walter que pidió de beber en el bar y alineó las bebidas y dijo:
—Spodiodi de vino —que era una mezcla de oporto, de whisky y otra vez de oporto—. Hay que endulzar por los dos lados este whisky tan malo —añadió.
Nos invitó a ir a su casa a tomar una cerveza. Vivía en los apartamentos de detrás de Howard. Su mujer dormía cuando entramos. La única luz del apartamento era la de la bombilla que estaba encima de su cama. Hubo que coger una silla y desenroscar la bombilla mientras ella sonreía allí acostada; Dean hizo la operación parpadeando sin parar. Ella era unos quince años mayor que Walter y era la mujer más dulce del mundo. Después tuvimos que enchufar una extensión por encima de la cama, y seguía sonriendo. No le preguntó a Walter dónde había estado o qué hora era; nada. Por fin nos instalamos en la cocina con la extensión y nos sentamos en la humilde mesa a beber cerveza y contarnos cosas. Amaneció. Era hora de irnos y volver a enroscar la bombilla. La mujer de Walter sonreía y sonreía mientras repetíamos la loca operación. No dijo ni una sola palabra.