—En realidad no lo sé. —Bajo un silencio de muerte el vendedor recogió sus ollas y se fue. Yo me sentía enfermo y cansado de todo, y Dean lo mismo.
Pero una noche volvimos a enloquecer de repente; habíamos ido a ver a Slim Gaillard a un pequeño club nocturno de Frisco. Slim Gaillard es un negro alto, delgado, con unos ojos muy tristes que siempre está diciendo:
—Bien-oruni —y también—. ¿Qué tal un poco de bourbon-oruni?
En Frisco, grandes multitudes de jóvenes intelectualoides se sientan a sus pies y le escuchan tocar el piano, la guitarra y los bongos. Cuando se calienta, se quita la camisa y entra en acción de verdad. Hace y dice cualquier cosa que se le pasa por la cabeza. Comienza a cantar:
—Mezcladora de cemento, Pu-ti, Pu-ti —y de pronto ralentiza el ritmo y se inclina pensativo sobre los bongos tocándolos suavemente con la yema de los dedos mientras todo el mundo se echa hacia delante conteniendo la respiración para conseguir oír lo que dice y toca; crees que va a estar así un minuto, pero sigue y sigue igual durante una hora o más, haciendo un ruido casi imperceptible con la punta de los dedos, un sonido que cada vez es menor hasta que deja de oírse y el ruido del tráfico llega a través de la puerta. Entonces se levanta lentamente, coge el micrófono y dice lenta, muy lentamente:
—Gran-oruni… suave-ovauti… hola-oruni… bourbon-oruni… todo-oruni… qué están haciendo los de la primera fila con sus chicas-oruni… oruni… vauti… oruniruni… —sigue así unos quince minutos, su voz se hace más grave y más suave hasta que no se puede oír. Sus grandes ojos tristes observan al auditorio.
—¡Dios! ¡Sí! —dice Dean que está de pie al fondo aplaudiendo y sudando—. ¡Sal! ¡Slim sabe cómo es el tiempo! ¡Sabe cómo es el tiempo!
Slim se sienta al piano y golpea dos notas, dos do, después dos más, después una, después dos, y de pronto el bajista, un tipo corpulento, sale de su ensoñación y se da cuenta que Slim está tocando «C-Jam Blues» y aporrea con su enorme dedo índice la cuerda y se inicia una sonora y potente pulsación y todo el mundo se mueve al compás y Slim sigue mirando tan triste como siempre, y tocan jazz durante media hora, y Slim enloquece y coge los bongos y toca ritmos cubanos tremendamente rápidos y chilla cosas dementes en español, en árabe, en dialecto peruano, en egipcio, en todos los idiomas que conoce, y sabe innumerables idiomas. Finalmente termina la actuación; cada actuación dura dos horas. Slim Gaillard se queda apoyado en una columna, mirando tristemente por encima de las cabezas de quienes le hablan. Le ponen un vaso de bourbon en la mano.
—Bourbon-oruni… gracias-ovauti.
Nadie sabe de dónde es Slim Gaillard. Dean soñó en cierta ocasión que tenía un hijo y que su vientre estaba todo hinchado y azul mientras estaba tumbado en la hierba de un hospital de California. Bajo un árbol, junto a un grupo de negros, estaba sentado Slim Gaillard. Dean volvió hacia él unos desesperados ojos de madre.
—Ahí lo tienes-oruni —decía Slim.
Ahora Dean se acercó a él, se acercó a su dios; creía que Slim era Dios; caminó arrastrando los pies hasta él y le hizo una reverencia y le rogó que se sentara con nosotros.
—Muy bien-oruni —dijo Slim; se sentaba con cualquiera pero no garantizaba que estuviese en espíritu con la gente. Dean consiguió una mesa, pidió bebidas, y se sentó muy tieso frente a Slim. Éste soñaba por encima de su cabeza. Cada vez que Slim decía:
—Oruni. —Dean respondía:
—Sí.
Yo estaba sentado entre aquel par de locos. No pasó nada. Para Slim Gaillard el mundo entero es sólo un gran oruni.
Aquella misma noche conocí a Lampshade en la esquina de Fillmore y Geary. Lampshade es un tipo corpulento, un negro que se presenta en los clubs musicales de Frisco con abrigo, sombrero y bufanda, y salta al escenario y empieza a cantar; se le hinchan las venas de la frente; jadea y toca
blues
con una enorme trompeta poniendo en juego cada músculo de su alma. Chilla al público mientras canta:
—
No os muráis para ir al cielo, comenzad con el Doctor Pepper y terminad con whisky
.
Su voz resuena por todas partes. Hace muecas, se retuerce, hace de todo. Se acercó a nuestra mesa, se inclinó hacia nosotros y dijo:
—¡Sí! —y después salió a la calle tambaleándose en busca de otro club.
También estaba Connie Jordan, un loco que canta, mueve desesperadamente los brazos y termina salpicando de sudor a todo el mundo y golpeando el micrófono y gritando como una mujer; y se le ve avanzada la noche, exhausto, escuchando las salvajes sesiones de jazz en el Jamson’s Nook con enormes ojos redondos y los hombros hundidos, con la mirada perdida y una bebida delante. Nunca había visto a unos músicos tan locos. En Frisco todo el mundo tocaba. Era el final del continente; todo se la sudaba a todo el mundo. Dean y yo anduvimos por San Francisco en este plan hasta que me llegó el siguiente cheque de veterano y me encontré en disposición de volver a casa.
No puedo decir lo que conseguí yendo a Frisco. Camille quería que me fuera; a Dean le daba lo mismo que me fuera o me quedara. Compré una enorme hogaza de pan y fiambres y me hice diez emparedados para cruzar el país una vez más; todos se habían podrido cuando llegué a Dakota del Norte. La última noche Dean enloqueció y encontró a Marylou en alguna parte del centro de la ciudad y cogimos el coche y fuimos a Richmond, pasada la bahía, y visitamos los locales de jazz de los negros. Cuando Marylou iba a sentarse un tipo negro le quitó la silla y ella se cayó de culo. Unos jóvenes se le acercaron cuando iba al retrete y le hicieron proposiciones. También me las hicieron a mí. Dean sudaba sin parar. Era el final; quería marcharme.
Al amanecer cogí el autobús para Nueva York y dije adiós a Dean y Marylou. Me pidieron algunos de los emparedados. Les dije que no. Fue un momento molesto. Todos pensábamos que no nos volveríamos a ver y no nos importaba.
En la primavera de 1949 tenía unos cuantos dólares ahorrados de mis cheques de veterano y fui a Denver pensando establecerme allí. Me veía en el centro de América como un patriarca. Estaba solo. No había nadie: ni Babe Rawlins, ni tampoco Ray Rawlins, Tim Gray, Betty Gray, Roland Major, Dean Moriarty, Carlo Marx, Ed Dunkel, Roy Johnson o Tommy Snark; nadie. Deambulaba por la calle Curtís y la calle Larimer; trabajé un poco en el mercado de mayoristas de frutas donde casi lo había hecho en 1947… el trabajo más duro de mi vida. En una ocasión unos chavales japoneses y yo tuvimos que arrastrar un furgón enorme unos treinta metros por encima de un raíl, ayudándonos sólo con una especie de gato que le hacía moverse un centímetro cada vez. Arrastré cestos de sandías por el suelo del frigorífico a pleno sol, estornudando sin parar. En el nombre de Dios y de todos los santos, ¿para qué?
Al anochecer paseaba. Me sentía como una mota de polvo sobre la superficie triste de la roja tierra. Pasé por delante del hotel Windsor donde había vivido Dean Moriarty con su padre en los años de la Depresión y, como antaño, busqué por todas partes al triste fontanero de mi imaginación. Una de dos, o encuentras a alguien que se parece a tu padre en sitios como Montana o buscas al padre de un amigo donde ya no está.
Al atardecer malva caminé con todos los músculos doloridos entre las luces de la 27 y Welton en la parte negra de Denver. Y quería ser negro, considerando que lo mejor que podría ofrecerme el mundo de los blancos no me proporcionaba un éxtasis suficiente, ni bastante vida, ni alegría, diversión, oscuridad, música; tampoco bastante noche. Me detuve en un puesto donde un hombre vendía chiles en bolsas de papel; compré un paquete y me lo comí paseando por las oscuras calles misteriosas. Quería ser un mexicano de Denver, e incluso un pobre japonés agobiado de trabajo, lo que fuera menos lo que era de un modo tan triste: «un hombre blanco» desilusionado. Toda mi vida había tenido ambiciones blancas; por ello había abandonado a una mujer tan buena como Terry en el valle de San Joaquín. Pasé por delante de los sombríos porches de las casas de los mexicanos y los negros; había voces suaves, ocasionalmente la morena rodilla de una chica misteriosa y sensual; y detrás de emparrados y rosales, oscuras caras de hombres. Niños sentados como sabios en viejas mecedoras. Un grupo de mujeres negras se acercó, y una de las más jóvenes se destacó de las mayores y se dirigió rápidamente hacia mí.
—¡Hola, Joe! —y súbitamente vio que yo no era Joe, y dio la vuelta corriendo y quise ser Joe.
Pero era únicamente yo mismo, Sal Paradise, triste, callejeando en aquella oscuridad violeta una noche insoportablemente agradable y deseando charlar con los felices, cordiales y en éxtasis negros de América. Aquellos miserables barrios me recordaron a Dean y Marylou que desde su infancia conocían estas calles tan bien. ¡Cuánto deseé encontrarme con ellos!
Abajo, entre la 23 y Welton, unos chicos jugaban un partido de baloncesto bajo unos focos que también iluminaban el gasógeno. Una gran multitud alborotaba a cada jugada. Los jóvenes y extraños héroes eran de todo tipo: blancos, negros, mexicanos, indios puros, y jugaban con gran seriedad. Sólo eran chicos de los descampados en camiseta y pantalón corto. En toda mi vida de deportista jamás me había permitido hacer algo así: jugar frente a las familias y amiguitas y chicos del vecindario, de noche, bajo las luces del alumbrado público; siempre lo había hecho en el colegio y la universidad, a la hora anunciada, con solemnidad; ninguna alegría juvenil, nada de la alegría humana que tenía esto. Ahora ya era demasiado tarde. Cerca tenía a un viejo negro que parecía contemplar el partido todas las noches. Junto a él estaba un anciano vagabundo blanco; después una familia mexicana, después unas chicas, unos chicos… ¡la humanidad entera! El pívot se parecía a Dean. Una rubia muy guapa sentada cerca de mí era como Marylou. Así era la noche de Denver; yo no hacía más que morir.
Allá en Denver, allá en Denver
No hacía más que morir.
Al otro lado de la calle las familias de negros se sentaban en las escaleras de delante de sus casas y charlaban y miraban la noche estrellada a través de los árboles o simplemente tomaban el fresco y a veces miraban el partido. Pasaban muchos coches por la calle, se detenían en la esquina cuando las luces se ponían rojas. Había excitación y el aire estaba lleno de la vibración de una vida auténticamente feliz que no sabía nada de las decepciones, de las «tristezas de los blancos» y de todo eso. El anciano negro tenía una lata de cerveza en el bolsillo de la chaqueta y la abrió; el anciano blanco contempló con envidia la lata y se rebuscó en los bolsillos para ver si podía comprarse también
él
una. ¡Me estaba muriendo! Me alejé de allí.
Fui a ver a una chica bastante rica que conocía. Por la mañana sacó un billete de cien dólares de su media de seda y dijo:
—Has estado hablándome de un viaje a San Francisco; ya que quieres ir, coge este dinero, vete y diviértete.
Así que todos mis problemas quedaron solucionados y cogí un coche en la agencia de viajes por once dólares para ayudar a pagar la gasolina y salí zumbando a través del país.
El coche lo conducían dos tipos; dijeron que eran macarras. Junto a mí había otros dos pasajeros. Íbamos apretados y con el único deseo de llegar a nuestro destino. Fuimos a través del Paso Berthoud hacia la gran meseta: Tabernash, Troublesome, Kremmling; bajamos por el Paso de Rabbit Ears hasta Steamboat Springs; dimos un rodeo de ochenta polvorientos kilómetros; después Craig y el Gran Desierto Americano. Cuando cruzábamos la frontera entre Colorado y Utah vi a Dios en el cielo en forma de unas resplandecientes nubes doradas sobre el desierto que parecían señalarme con el dedo y decir: «Ven aquí y continúa, vas camino del cielo». ¡Ah, muy bien, perfecto! Me interesaban más unas viejas carretas ya podridas y unas cuantas mesas de billar en el desierto de Nevada junto a un despacho de Coca-Cola cerca del cual había unas cabañas con letreros despintados que todavía se movían con el mágico viento del desierto y decían: «Rattlesake Bill vivió aquí», o «Brokenmouth Annie estuvo aquí muchos años». ¡Sí, sí, adelante! En Salt Lake City los macarras arreglaron las cuentas con sus mujeres y seguimos. Y antes de que me diera cuenta, estaba viendo de nuevo la fabulosa ciudad de San Francisco extendida por la bahía en medio de la noche. Corrí inmediatamente a ver a Dean. Ahora tenía una casa muy pequeña. Ardía en ganas de saber lo que pensaba y qué sucedería ahora, porque no dejaba nada detrás de mí, había cortado todos los puentes y no me importaba un carajo nada de nada. Llamé a su puerta a las dos de la mañana.
Dean salió a abrirme completamente desnudo y le habría dado lo mismo que quien llamaba hubiera sido el propio presidente. Aceptaba las cosas como venían.
—¡Sal! —dijo con auténtico asombro—. Nunca pensé que lo harías. Por fin acudes
a mí
.
—Así es —le respondí—. Estoy hecho polvo. ¿Cómo te van las cosas a ti?
—No muy bien, no muy bien. Pero tenemos un montón de cosas que contarnos. Sal, ha llegado
por fin
el momento de que hablemos y nos entendamos.
Estuvimos de acuerdo y pasamos dentro. Mi llegada fue algo así como la aparición del más extraño ángel del mal en el hogar del corderito blanco como la nieve, y en cuanto Dean y yo empezamos a hablar excitadamente en la cocina, llegaron fuertes sollozos desde el piso de arriba. Todo lo que decía a Dean era respondido con un salvaje, susurrante y trémulo: «
Sí
». Camille sabía lo que iba a suceder. Al parecer Dean había estado bastante tranquilo durante unos cuantos meses; ahora había llegado el ángel e iba a enloquecer de nuevo:
—¿Qué le pasa a tu mujer? —pregunté.
—Cada vez está peor, tío —me respondió—. Llora y coge rabietas sin parar, no me deja ir a ver a Slim Gaillard, se enfada siempre que llego un poco tarde, y cuando me quedo en casa no quiere hablar conmigo y dice que soy un animal —corrió arriba para calmarla.
—
¡Eres un mentiroso! ¡Eres un mentiroso!
—le oí gritar a Camille y aproveché la oportunidad para examinar la maravillosa casa que tenían.
Era un edificio destartalado de dos pisos, una especie de pabellón de madera situado entre otros edificios de apartamentos, junto en la cima de Russian Hill, con vistas a la bahía; tenía cuatro habitaciones, tres arriba y una especie de sótano con la cocina abajo. La puerta de la cocina daba a un patio cubierto de hierba donde había ropa colgada. Detrás de la cocina había un trastero donde todavía estaban los viejos zapatos de Dean cubiertos por varios centímetros del barro tejano que había quedado pegado a ellos aquella noche en que el Hudson se atascó en el río Brazos. Naturalmente, el Hudson había desaparecido; Dean no había podido seguir pagando los plazos. Ahora no tenía coche. Su segundo hijo estaba en camino. Era horrible oír sollozar así a Camille. No podíamos soportarlo y fuimos a comprar unas cervezas y volvimos con ellas a la cocina. Camille había decidido irse a dormir por fin o al menos a pasar la noche a oscuras. Yo no comprendía lo que iba tan mal, a menos que Dean la hubiera vuelto loca.