—¿Dónde has estado? ¿Por qué me has hecho esto? —y miró con desagrado a Dean; conocía el percal. Dean no le prestó ninguna atención; lo único que quería era comer; preguntó a Jane si había algo. La confusión comenzó en aquel mismo momento.
El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco patético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino. Llevaba gafas, sombrero de fieltro y un traje raído. Alto, delgado, encorvado, extraño y lacónico, dijo:
—Bien, Sal, por fin has llegado; entremos a tomar un trago.
Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su
ouzo
, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.
Hay una extraña historia de sus días de estudiante que ilustra algo como es: una tarde había reunido a sus amigos para tomar unos cócteles en su elegante alojamiento cuando, de pronto, el hurón que tenía en casa, como animal de compañía, surgió de improviso y mordió el tobillo a un marica muy elegante, y todos los demás salieron chillando. Bull se levantó de un salto, cogió su escopeta y dijo:
—Huele otra vez a esa vieja rata —y disparó haciendo un agujero suficiente para cincuenta ratas.
Tenía clavada en la pared una fotografía de una vieja casa muy fea de Cape Cod. Sus amigos le decían:
—¿Por qué tienes colgada ahí esa cosa tan fea?
—Me gusta precisamente porque es fea —respondía Bull.
Toda su vida seguía esta línea. Una vez llamé a la puerta de su casa de la calle 60 en los bajos fondos de Nueva York y me abrió llevando un sombrero hongo, un chaleco sin nada debajo, y unos pantalones a rayas totalmente destrozados; en la mano tenía un cazo lleno de alpiste y estaba tratando de liarse unos pitillos con él. También experimentó calentando jarabe de codeína para la tos hasta convertirlo en una masa negra… pero no funcionó excesivamente bien. Pasaba largas horas con Shakespeare —«El Bardo Inmortal», como él le llamaba— sobre las rodillas. En Nueva Orleans había empezado a pasar horas con los códices mayas sobre las rodillas y, aunque hablara, el libro seguía allí abierto todo el tiempo.
—¿Qué será de nosotros cuando muramos? —le pregunté en cierta ocasión.
—Cuando uno muere se muere, eso es todo —respondió.
En su habitación tenía una colección de cadenas que decía utilizar con su psicoanalista; experimentaban con el narcoanálisis y descubrieron que Bull Lee tenía siete personalidades diferentes; cada una de ellas iba empeorando progresivamente hasta que finalmente sería un idiota rabioso que necesitaría ser sujetado con cadenas. La personalidad de más arriba era la de un lord inglés, el súmmum de la idiotez. Hacia la mitad estaba un negro viejo que esperaba su turno y decía:
—Unos son hijoputas, otros no lo son, eso es lo que hay.
Bull se mostraba un tanto sentimental con respecto a los viejos días de América, especialmente 1910 cuando se conseguía morfina en los drugstores sin receta y los chinos fumaban opio en la ventana al atardecer y el país era salvaje y ruidoso y libre, con gran abundancia de cualquier tipo de libertad para todos. El principal objeto de su odio era la burocracia de Washington; después iban los liberales; después la bofia. Se pasaba el tiempo hablando y enseñando a los demás. Jane se sentaba a sus pies; yo hacía otro tanto; y lo mismo había hecho Carlo Marx y hacía ahora Dean. Bull era un tipo de cabello gris, imposible de describir, que pasaba desapercibido en la calle, a no ser que se le observara desde muy cerca y se viera su loca y huesuda cabeza con una extraña juventud: era como un clérigo de Kansas con ardores exóticos y misterios en su interior. Había estudiado medicina en Viena; había estudiado antropología, lo había leído todo; y ahora había iniciado su trabajo fundamental: el estudio de las cosas en sí mismas por las calles de la vida y de la noche. Se sentó en su cátedra; Jane trajo bebidas, martinis. Las persianas de su cátedra siempre estaban cerradas, noche y día; eso era en un rincón de la casa. En su regazo estaban los códices mayas y una pistola de aire comprimido con la que disparaba ocasionalmente los corchos de los tubos de benzedrina por la habitación. Yo me apresuraba a cargar la pistola de nuevo. Todos hicimos algunos disparos mientras hablábamos. Bull sentía curiosidad por conocer la razón de este viaje. Nos miró y resopló, con sonido de depósito vacío.
—Veamos, Dean, ahora quiero que te estés quieto un minuto y me digas por qué estás cruzando el país de esta forma.
—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas —respondió Dean poniéndose colorado.
—Sal, ¿a qué vas a la Costa Oeste?
—Son sólo unos pocos días. Volveré a la facultad.
—¿Y qué me decís de ese tal Ed Dunkel? ¿Qué clase de persona es?
En aquel momento Ed estaba con Galatea en el dormitorio; no estuvo mucho tiempo. No sabíamos qué decirle a Bull de Ed Dunkel. Viendo que no sabíamos nada de nosotros mismos, Bull sacó de repente tres pitillos de tila y dijo que adelante, que íbamos a fumarnos aquella marihuana, que la cena estaría lista enseguida.
—No hay nada mejor para abrir el apetito. En una ocasión estaba colocado y me tomé una asquerosa hamburguesa y me pareció la cosa más deliciosa del mundo. Regresé de Houston la semana pasada, había ido a ver a Dale para el asunto de los guisantes. Una mañana dormía en un hotel cuando de repente un disparo me sacó de la cama. Aquel jodido loco acababa de disparar contra su mujer en la habitación contigua a la mía. Todo el mundo estaba asustado y el tipo cogió su coche y se largó dejando la escopeta en el suelo para el sheriff. Por fin lo detuvieron en Houma, con una borrachera de padre y muy señor mío. Ya no se puede andar tranquilo por este país sin un arma —y abrió la chaqueta y nos mostró su revólver. Después abrió un cajón y nos enseñó el resto del arsenal. En Nueva York en cierta ocasión tenía una metralleta bajo la cama—. Ahora tengo algo mejor… un fusil alemán de gases, un Schaintoth; observad qué belleza, sólo tengo un cartucho. Podría cargarme a cien tipos con esta arma y tener tiempo de sobra para largarme. Lo único malo es que sólo tengo un cartucho.
—Espero no estar por allí cerca cuando lo pruebes —dijo Jane desde la cocina—. ¿Cómo sabes que es un cartucho de gas?
Bull resopló; nunca prestaba atención a las salidas de Jane pero las oía. La relación entre él y su mujer era de lo más extraño: hablaban toda la noche; a Bull le gustaba vigilar la puerta y hablaba sin parar con su melancólica y monótona voz, ella intentaba intervenir, pero nunca podía; al amanecer él estaba cansado y entonces Jane hablaba y él escuchaba, resoplando y haciendo
fuuu
por la nariz. Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante; no había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversación y una profundísima camaradería que ninguno de nosotros conseguía penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. El amor lo es todo: Jane jamás estaba a más de tres metros de Bull y nunca perdía palabra de lo que decía, y eso que él hablaba en voz muy baja.
Dean y yo estábamos deseando pasar una buena noche en Nueva Orleans y queríamos que Bull nos orientara. Nos echó un jarro de agua fría encima cuando dijo:
—Nueva Orleans es una ciudad muy aburrida. La ley prohíbe ir a la parte de los negros. Los bares son insoportablemente lúgubres.
—Supongo que habrá algún bar interesante —añadí.
—No existen en América bares realmente interesantes. Un bar interesante está más allá de nuestro alcance. En 1910 un bar era un sitio donde los hombres se reunían después de trabajar, y todo lo que había allí era una larga barra de latón, escupideras, una pianola como música, unos cuantos espejos, y barriles de whisky a diez céntimos el trago junto a barriles de cerveza a cinco la jarra. Ahora todo lo que hay es cromados, mujeres borrachas, maricas, camareros hostiles, dueños nerviosos que andan cerca de la puerta preocupados por sus sillas de cuero y por la ley; sólo un montón de gente gritando a destiempo y un silencio de muerte cuando entra un desconocido.
Discutimos sobre el tema de los bares.
—De acuerdo —añadió—. Os llevaré a Nueva Orleans esta noche y te enseñaré lo que te estoy explicando.
Y nos llevó deliberadamente a los bares más siniestros. Jane se quedó con los niños; habíamos terminado de cenar y ella leía los anuncios del
Times-Picayune
, de Nueva Orleans. Le pregunté si buscaba empleo; me respondió que simplemente se trataba de la parte del periódico más interesante.
Bull nos acompañó a la ciudad y siguió hablando:
—Tómatelo con calma, Dean, enseguida llegaremos, supongo. Mira, ahí tenemos el ferry. No necesitas tirarnos al río. —Me dijo que Dean había empeorado—. Me parece que va directamente hacia su destino ideal, que es una psicosis convulsiva mezclada con la irresponsabilidad y la violencia del psicópata. —Observaba a Dean con el rabillo del ojo—. Si vas a California con ese loco nunca conseguirás nada. ¿Por qué no te quedas conmigo en Nueva Orleans? Apostaremos a los caballos en Graetna y descansaremos en mi patio. Tengo una hermosa colección de cuchillos, estoy construyendo un blanco. También hay unas cuantas chicas apetitosas en el centro, si es que esta temporada te interesa eso —lanzó un resoplido.
Estábamos en el ferry y Dean se bajó del coche para asomarse por la borda. Lo seguí, pero Bull continuaba sentado en el coche resoplando,
fuuuu
. Aquella noche, sobre las aguas marrones, había un místico jirón de niebla, también leños a la deriva; al otro lado del río, Nueva Orleans resplandecía con brillos anaranjados, y unos cuantos barcos en los muelles cubiertos de niebla; fantasmales barcos de Benito Cereno con antepechos españoles y popas ornamentales, hasta que te acercabas a ellos y veías que sólo eran viejos cargueros suecos o panameños. Las luces del ferry brillaban en la noche; los mismos negros trabajaban con las palas y cantaban. En una ocasión el viejo Big Slim Hazard había trabajado en el ferry de Algiers como marinero de cubierta; eso también me llevó a pensar en Mississippi Gene; y mientras el río corría desde el centro de América bajo la luz de las estrellas lo supe, supe igual que un loco que todo lo que había conocido y todo lo que conocería era Uno. Es curioso, pero esa noche, cuando cruzábamos en el ferry con Bull Lee, una chica se suicidó en el muelle; lo leí en el periódico del día siguiente.
Estuvimos en los bares más siniestros del barrio francés con Old Bull y volvimos a casa hacia medianoche. Aquella noche Marylou tomó todo lo que aparece en los libros: fumó tila, tomó barbitúricos y anfetas, bebió mucho alcohol, y hasta le pidió a Bull un chute de morfina que, él, por supuesto, no le dio. Le dio un martini. Estaba tan pasada con tantos productos que llegó a una especie de sopor y parecía una retrasada mental cuando se quedó en el porche conmigo. El porche de Bull era maravilloso. Rodeaba toda la casa; a la luz de la luna y con los sauces la hacía parecer una vieja mansión sureña que había conocido tiempos mejores. Dentro, Jane seguía leyendo los anuncios en el cuarto de estar; Bull estaba en el cuarto de baño metiéndose un fije, apretándose una vieja corbata negra con los dientes para hacer el torniquete y pinchándose con la aguja en su dolorido brazo lleno de agujeros; Ed Dunkel y Galatea estaban desparramados sobre la maciza cama de matrimonio que Bull y Jane nunca utilizaban; Dean liaba porros; y Marylou y yo imitábamos a la aristocracia del Sur.
—¿A qué se debe, señorita Lou, que esta noche esté usted tan bella y atrayente?
—¡Oh! Mil gracias, querido Crawford, no dude que sabré apreciar lo que me dice.
Las puertas que daban al semihundido porche se abrían sin cesar y los personajes de nuestro triste drama de la noche americana salían constantemente para ver dónde estaban los demás. Finalmente di una vuelta yo solo hasta el malecón. Quería sentarme en la orilla pantanosa y observar el río Mississippi; en vez de eso, tuve que mirarlo con la nariz pegada a una alambrada. Cuando se separa a la gente de sus ríos, ¿adónde se puede llegar?