—¿Qué acusación?
—No te preocupes de eso. No te preocupes, listillo, eso es cosa nuestra.
Tuvimos que darles los veinticinco dólares. Pero antes Ed Dunkel, el culpable, se ofreció a ir a la cárcel. Dean consideró la oferta. El policía se enfadó y dijo:
—Si dejas que tu amigo vaya a la cárcel, te llevaré a Pensilvania ahora mismo. ¿Me oyes? —Lo único que queríamos era irnos—. Otra multa por exceso de velocidad y pierdes el coche —añadió el policía más siniestro como andanada final. Dean tenía el rostro congestionado.
Partimos silenciosamente. Aquello era como invitarnos a robar con el fin de recuperar el dinero del viaje que nos habían quitado. Sabían que estábamos a dos velas y que no teníamos parientes en el camino o a quienes telegrafiar pidiendo dinero. La policía americana lleva a cabo una guerra psicológica contra los americanos que no les asustan con documentos y amenazas. Es una fuerza de policía victoriana; mira indiscretamente por las ventanas y quiere saberlo todo, y crean delitos si no existen delitos bastantes para satisfacerlos. «Nueve renglones de crímenes, uno de aburrimiento»: dijo Louis-Ferdinand Céline. Dean estaba tan enfadado que quería volver a Virginia y cargarse al policía en cuanto consiguiera un arma.
—¡Pensilvania! —se burló—. ¡Me gustaría saber de qué nos acusaba! De vagos y maleantes, seguramente; nos quitan todo el dinero y nos acusan de vagos. Tienen las cosas fáciles. Y me pegarían un tiro si me quejara. —No teníamos otro remedio que ponernos contentos de nuevo y olvidarlo todo. Cuando cruzábamos Richmond empezamos a olvidarnos del asunto, y enseguida todo iba cojonudamente.
Nos quedaban quince dólares para todo el viaje. Necesitábamos recoger autostopistas y vagabundos que nos ayudaran a pagar la gasolina. En el desierto de Virginia de repente vimos a un tipo caminando por la carretera. Dean se detuvo zumbando. Miré hacia atrás y dije que sólo era un vagabundo y que probablemente no tendría ni un centavo.
—De todos modos los recogeremos para divertirnos —rió Dean.
El hombre era un desharrapado, un tipo miope que caminaba leyendo un libro de bolsillo sucio que había encontrado en una alcantarilla. Subió al coche y siguió leyendo; estaba increíblemente sucio y cubierto de costra. Dijo que se llamaba Hyman Solomon y que viajaba por todos los Estados Unidos, llamando a las puertas de los judíos pidiéndoles dinero y diciendo:
—Denme dinero para comer, soy judío.
Añadió que se lo hacía bastante bien. Le preguntamos qué leía. No lo sabía. No se había molestado en mirar el título. Miraba únicamente las palabras como si hubiera encontrado la auténtica Torah en el lugar apropiado: el desierto.
—¿Lo veis? ¿Lo veis? —decía Dean dándome codazos—. Dije que nos divertiríamos. El mundo entero está loco.
Llevamos a Solomon hasta Testament. Mi hermano ya se había instalado en la casa nueva de la otra parte de la ciudad. Estábamos de nuevo en la calle larga y miserable con las vías del tren en el medio y los tristes y lúgubres sureños pululando ante las tiendas.
—Veo que ustedes necesitan dinero para proseguir el viaje —dijo Solomon—. Espérenme, voy a conseguir unos cuantos dólares en una casa de judíos y seguiré con ustedes hasta Alabama.
Dean estaba contentísimo; él y yo corrimos a comprar queso y pan para comer dentro del coche. Marylou y Ed esperaron. Pasamos en Testament dos horas esperando por Hyman Solomon; estaba buscándose la vida en alguna parte de la ciudad, pero no conseguíamos verle. El sol comenzó a enrojecer. Se hacía tarde. Solomon nunca apareció, así que dejamos Testament.
—Ves, Sal, Dios existe, nos hemos quedado colgados en este pueblo, da igual lo que hagamos, y además fíjate en su extraño nombre bíblico, y en ese extraño tipo bíblico que nos hizo detenernos una vez más, y también fíjate en todas las cosas relacionadas con eso, lo mismo que la lluvia que relaciona todas las cosas del mundo entero…
Dean siguió así; estaba muy contento y exuberante. De pronto, él y yo vimos el país entero como si fuera una ostra abierta; y tenía perla, ¡tenía perla! Seguimos rumbo al Sur. Cogimos a otro autostopista. Era un chaval triste que dijo tener una tía que poseía una tienda en Dunn, Carolina del Norte, en las afueras de Fayetteville.
—Cuando lleguemos podrás sacarle un dólar, ¿no? ¡Estupendo! ¡Cojonudo! ¡Allá vamos!
Una hora después estábamos en Dunn; anochecía. Nos dirigimos adónde el chico dijo que su tía tenía la tienda. Era una calleja siniestra sin salida que terminaba en la pared de una fábrica. Había tienda pero no había tía. Nos preguntamos a qué se había referido el chico. Le dijimos que adónde iba; no lo sabía. Era una broma; en cierta ocasión había visto aquella tienda de Dunn y fue la primera historia que se le ocurrió. Le compramos un perrito caliente, pero Dean dijo que no le podíamos llevar porque necesitábamos sitio para dormir y para recoger autostopistas que pudieran pagar la gasolina. Era triste pero cierto. Lo dejamos en Dunn cuando caía la noche.
Conduje a través de Carolina del Norte hasta pasado Macon, Georgia, mientras Dean, Marylou y Ed dormían. Solo en la noche pensaba y mantenía el coche pegado a la línea blanca de la santa carretera. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iba? Pronto lo descubriría. Para resumir, después de Macón me sentí agotado y desperté a Dean. Bajamos del coche a respirar un poco de aire puro y de repente los dos quedamos superpasados al darnos cuenta de que en la oscuridad que nos rodeaba todo era verde hierba fragante y olor a estiércol reciente y a aguas cálidas.
—¡Estamos en el Sur! ¡Hemos dejado atrás el invierno!
La débil luz del amanecer iluminaba brotes verdes al lado de la carretera. Respiré profundamente; una locomotora silbó en la oscuridad, camino de Mobile. Habíamos llegado. Me quité la camisa lleno de alegría. Quince kilómetros carretera abajo Dean entró en una estación de servicio con el motor parado. Había visto que el encargado estaba dormido apoyado en una mesa, y salió del coche, llenó tranquilamente el depósito, consiguió que el timbre no sonara, y nos largamos a la francesa con el depósito lleno con cinco dólares de gasolina.
Me dormí y desperté con el sonido de una música alegre y de Dean y Marylou hablando y la enorme pradera corriendo ante nosotros.
—¿Dónde estamos?
—Acabamos de cruzar la frontera de Florida, tío… creo que por un sitio que se llamaba Flomaton.
¡Florida! Rodábamos hacia la llanura costera y hacia Mobile; arriba se alzaban grandes nubes sobre el golfo de México. Sólo hacía treinta y seis horas que habíamos dicho adiós a nuestros amigos en la sucia nieve del Norte. Paramos en una estación de servicio, y allí Dean y Marylou hicieron payasadas entre las bombas y Ed Dunkel fue adentro y robó tres paquetes de pitillos como si tal cosa. Continuamos. Al entrar en Mobile por la gran autopista costera, nos quitamos la ropa de invierno y disfrutamos de la temperatura del Sur. Fue entonces cuando Dean empezó a contarnos la historia de su vida y cuando, pasado Mobile, se encontró con un embotellamiento en un cruce de carreteras, en lugar de detenerse, se lanzó a toda pastilla por una vía lateral que llevaba a una estación de servicio y siguió, después de volver a la carretera, sin aminorar su velocidad de crucero de ciento diez. Dejamos rostros asombrados detrás. Prosiguió su relato:
—Os digo que es verdad, empecé a los nueve con una chica que se llamaba Milly Mayfair en la trasera del garaje de Rod, en la calle Grant: la misma calle en la que vivía Carlo en Denver. Eso era cuando mi padre todavía trabajaba algo de fontanero. Recuerdo a mi tía chillando por la ventana: «¿Qué estáis haciendo ahí detrás del garaje?». Oh, Marylou, guapa, ¡si te hubiera conocido entonces! ¡Coño! ¡Lo rica que debías estar a los nueve años! —se rió entre dientes como un loco; metió un dedo en la boca de Marylou y luego se lo chupó; cogió la mano de ella y se la pasó por su cuerpo. Marylou se limitaba a seguir sentada allí sonriendo tranquilamente.
El alto y fuerte Ed Dunkel miraba por la ventanilla, hablando consigo mismo:
—Sí, señor, creo que aquella noche yo era un fantasma —y también se preguntaba lo que le diría a Galatea en Nueva Orleans.
—Una vez hice un viaje en un tren de carga desde Nuevo México hasta el mismísimo LA —siguió Dean—. Tenía once años, perdí a mi padre en un desvío; íbamos con un grupo de vagabundos y yo estaba con un tipo llamado Big Red. Mi padre estaba borracho en un furgón, el tren se puso en marcha y Big Red y yo le perdimos. No volví a verle durante meses. Me subí a un tren de carga larguísimo que iba a California, íbamos volando, era un tren de carga de primera clase, un Zipper del desierto. Yo iba subido a un tope todo el rato, podéis imaginaros lo peligroso que era, pero yo era sólo un niño y no lo sabía. Llevaba una hogaza de pan debajo del brazo y con el otro me agarraba a la barra del freno. No es un cuento, es verdad. Cuando llegué a LA tenía tantas ganas de leche y nata que me puse a trabajar en una lechería y lo primero que hice fue beberme un litro de nata espesa, muy espesa, y luego vomité.
—¡Pobre Dean! —dijo Marylou y le besó. Dean miró hacia delante orgulloso. La chica lo quería.
De pronto circulábamos junto a las azules aguas del golfo y al mismo tiempo empezó algo realmente loco en la radio; era el programa de discos Chicken Jazz’n Gumbo de Nueva Orleans. Todo eran discos de jazz, discos de música negra, con el locutor diciendo:
—No os preocupéis por
nada de nada
.
Vimos delante a Nueva Orleans en la noche. Dean se frotó las manos encima del volante.
—Ahora lo pasaremos bien de verdad.
Al anochecer entrábamos en las bulliciosas calles de Nueva Orleans.
—¡Fijaos! ¡Fijaos cómo huele la gente! —gritó Dean con la cabeza sacada por la ventanilla, husmeando—. ¡Vaya! ¡Dios! ¡Vida! —esquivó un tranvía—. ¡Sí! ¡Sí! —lanzó el coche hacia delante mirando en busca de chicas—. ¡Fijaos en
ésa
! —el aire de Nueva Orleans era tan dulce que parecía llegar en finos pañuelos; y podías oler el río y oler realmente a gente, y a barro, y a melaza, y a toda clase de emanaciones tropicales con la nariz súbitamente liberada del olor de los secos hielos del invierno del Norte. Saltamos en nuestros asientos—. ¡Cómo me gusta ésa! —gritó Dean señalando a otra mujer—. ¡Oh, cómo quiero a las mujeres! ¡Las quiero! ¡Creo que son maravillosas! —se cogió la cabeza con ambas manos. Grandes gotas de sudor le caían de la frente a causa de la excitación y el agotamiento.
Metimos el coche en el ferry de Algiers y nos encontramos cruzando el río Mississippi en barco.
—Ahora tenemos que bajar y ver el río y a la gente y oler el mundo —dijo Dean ocupado con sus gafas de sol y sus pitillos y saltando fuera del coche como un muñeco con resorte. Le seguimos. Nos inclinamos sobre la borda y contemplamos al gran padre marrón de las aguas que bajaba desde el centro de América como un torrente de almas destrozadas llevando troncos de Montana y barro de Dakota e Iowa y cosas que habían caído en él en Three Forks, donde el secreto comenzaba siendo hielo. La brumosa Nueva Orleans iba quedando atrás por una borda; la vieja y soñolienta Algiers con sus retorcidos muelles de madera se nos echaba encima por la otra. Los negros trabajaban en el caluroso atardecer, alimentando las calderas del ferry que estaban rojas y hacían que olieran a goma quemada los neumáticos del coche. Dean anduvo entre ellos, subiendo y bajando en el calor. Anduvo por toda la cubierta y subió por una escalera con sus pantalones sueltos colgándole de la tripa. De pronto le vi anhelante como siempre en el puente. No me hubiera extrañado verle echarse a volar. Oí su risa de loco por todo el barco.
—¡Ji-ji-ji-ji-ji!
Marylou estaba con él. Lo abarcó todo en un abrir y cerrar de ojos, bajó a contárnoslo todo, saltó dentro del coche precisamente cuando ya todos se preparaban para desembarcar, pasamos a dos o tres coches en un espacio estrechísimo, y nos encontramos atravesando Algiers como flechas.
—¿Adónde? ¿Adónde?
Decidimos que primero iríamos a una estación de servicio a preguntar por el paradero de Bull. Los niños jugaban en el soñoliento atardecer del río; las chicas pasaban con pañuelos y blusas de algodón y sin medias. Dean corrió calle arriba para verlo todo. Miraba a todas partes; movía la cabeza; se frotaba el vientre. Ed estaba sentado en el asiento trasero del coche con un sombrero sobre los ojos, sonriendo a Dean. Me senté en el guardabarros. Marylou estaba en el servicio. Desde las orillas donde hombres infinitesimales pescaban con caña, y desde los brazos del delta que se extendían por una tierra cada vez más roja, el enorme río jorobado rodeaba Algiers con su brazo principal, con rumor indescriptible. Soñolienta y peninsular, Algiers parecía condenada a ser barrida algún día con sus avispas y chozas. El sol declinaba, los mosquitos revoloteaban, las temibles aguas rugían.
Fuimos a casa del viejo Bull Lee en las afueras del pueblo, cerca del malecón del río. Había una carretera que corría a lo largo de un pantano. La casa era una construcción vieja y destartalada con porches medio hundidos a su alrededor y sauces llorones en el patio; la hierba tenía un metro de altura, la vieja valla estaba vencida, unos viejos cobertizos en ruinas. No había nadie a la vista. Entramos directamente en el patio y vimos unos cubos con ropa a remojo en el porche trasero. Bajé del coche y me dirigí hacia la puerta. Jane Lee estaba apoyada en ella con los ojos mirando hacia el sol.
—Jane —le dije—. Soy yo. Somos nosotros —ella ya lo sabía.
—Sí, ya lo sé. Bull no está ahora. ¿No parece un incendio eso de allí? —ambos miramos hacia el sol.
—¿Quieres decir el sol? —pregunté.
—Naturalmente que no me refiero al sol. Oigo sirenas por esa parte. ¿No te parece un resplandor especial? —era hacia Nueva Orleans y las nubes parecían raras.
—No veo nada —respondí.
—El mismo viejo Paradise de siempre —Jane se sorbió la nariz.
Fue así cómo nos saludamos el uno al otro después de cuatro años; Jane había vivido con mi mujer y conmigo en Nueva York.
—¿Está aquí Galatea Dunkel? —pregunté.
Jane seguía buscando su incendio; en aquellos tiempos tomaba tres tubos de benzedrina diarios. Debido a las anfetas su rostro, en otro tiempo lleno y germánico y hermoso, se había vuelto de piedra y rojo y demacrado. Había tenido la poliomielitis en Nueva Orleans y cojeaba un poco. Silenciosamente, Dean y los demás salieron del coche y se instalaron más o menos por la casa. Galatea Dunkel abandonó su augusto retiro de la parte de atrás de la casa para recibir a su verdugo. Galatea era una chica seria. Estaba pálida y parecía haber llorado. Ed se pasó la mano por el pelo y dijo «hola». Ella lo miró fijamente.