Mi tía dijo en una ocasión que en el mundo nunca habría paz hasta que los hombres se arrodillaran delante de las mujeres y les pidieran perdón. Dean lo sabía, lo había dicho muchas veces.
—Yo he suplicado y suplicado a Marylou —dijo— para que mantuviéramos unas relaciones pacíficas y comprensivas y de un amor puro y dulce y eterno, dejando a un lado lo que pueda separarnos… pero ella no me deja en paz, trama algo, quiere hundirme, no entiende lo mucho que la quiero, está buscando mi perdición.
—Lo cierto del asunto es que no entendemos a nuestras mujeres —añadí yo—. Les echamos la culpa de todo y, de hecho, la culpa la tenemos nosotros.
—La cosa no es tan sencilla como eso —me previno Dean—. La paz llegará de improviso, no nos daremos cuenta cuando llegue… ¿te das cuenta, tío?
Tercamente, congelado, condujo el coche a través de Nueva Jersey; al amanecer llegamos a Paterson mientras yo conducía y Dean dormía detrás. Llegamos a casa a las ocho de la mañana y nos encontramos a Marylou y Ed Dunkel sentados y fumándose las colillas de los ceniceros; no habían comido desde que Dean y yo nos marchamos. Mi tía compró comida y preparó un espléndido desayuno.
Era el momento de que el trío de San Francisco encontrara nuevo alojamiento en el propio Manhattan. Carlo tenía un cuarto en la avenida York; se trasladarían por la tarde. Dean y yo dormimos el día entero, y nos despertó una gran tormenta de nieve que anunciaba la Noche Vieja de 1948. Ed Dunkel estaba sentado en mi butaca y hablaba del Año Nuevo anterior.
—Estaba en Chicago. No tenía ni un centavo. Estaba sentado junto a la ventana de la habitación de mi hotel de North Clark Street y desde la panadería de abajo llegó a mis narices el olor más delicioso que quepa imaginarse. No tenía ni una perra pero bajé y hablé con la chica. Me dio pan y tarta de café gratis. Volví a mi habitación y comí. Me quedé en el cuarto toda la noche. En Farmington, Utah, en una ocasión, trabajaba con Ed Wall, ya sabes, Ed Wall el hijo del ranchero de Denver. Estaba en la cama y de repente vi a mi madre muerta de pie en un rincón rodeada de luz. Dije: «¡Madre!», y desapareció. Tengo visiones todo el tiempo —terminó Ed Dunkel, moviendo la cabeza.
—¿Qué piensas hacer con Galatea?
—Bueno, ya veremos cuando lleguemos a Nueva Orleans, ¿no te parece? —y comenzó a buscar mi consejo; el de Dean no le bastaba. Pero estaba enamorado de Galatea.
—¿Qué piensas hacer contigo mismo? —le pregunté.
—No lo sé —respondió—. Ir tirando, supongo. Vivir —añadió, siguiendo a Dean. Carecía de rumbo. Se sentó recordando aquella noche en Chicago y el pastel de café en la habitación solitaria.
Afuera se arremolinaba la nieve. En Nueva York se celebraría una gran fiesta; iríamos todos a ella. Dean cerró su destrozado baúl, lo metió en el coche, y todos nos fuimos dispuestos a pasar una gran noche. Mi tía estaba contenta pensando que mi hermano la visitaría la semana siguiente; se sentó con un periódico y esperó la transmisión radiofónica del fin de año en Times Square. Llegamos a Nueva York, patinando sobre el hielo. Nunca tuve miedo con Dean al volante; podía conducir un coche en cualquier situación. Habían arreglado la radio y un furioso
bop
nos empujaba a través de la noche. No sabía adónde nos llevaría todo esto, pero no me importaba.
Precisamente por entonces empezó a obsesionarme algo extraño. Era esto: me había olvidado de algo. Se trataba de una decisión que estaba a punto de tomar antes de que apareciera Dean y que ahora se había borrado de mi mente aunque todavía la tenía en la punta de la lengua. Chasqueaba los dedos intentando recordar. Y ni siquiera podía decir si era una decisión auténtica o sólo algo que había olvidado. Me obsesionaba y desconcertaba, me ponía triste. Tenía algo que ver con el Viajero de la Mortaja. Carlo y yo estábamos sentados en una ocasión, rodilla contra rodilla, en dos sillas, mirándonos, y le conté un sueño que había tenido de un extraño árabe que me perseguía por el desierto; trataba de escaparme de él; pero me alcanzó justo antes de llegar a la Ciudad Protectora.
—¿Quién sería? —dijo Carlo.
Lo consideramos. Supuse que era yo mismo envuelto en una mortaja. No era eso. Algo, alguien, un espíritu nos perseguía por el desierto de la vida y nos alcanzaría antes de llegar al cielo. Por supuesto, ahora que volvía a ello, no podía ser más que la muerte: la muerte que nos alcanza antes de que lleguemos al cielo. Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida que probablemente disfrutamos en el seno materno y sólo puede reproducirse (aunque nos moleste admitirlo) al morir. Pero ¿quién quiere morir? En el torbellino de acontecimientos en el fondo de la mente seguía pensando en esto. Se lo conté a Dean y él reconoció de inmediato que no era más que anhelo de la propia muerte; y dado que nadie vuelve a la vida, él, sensatamente, no quería tener nada que ver con ello, y me mostré de acuerdo.
Anduvimos buscando a mis amigos de Nueva York. También florecen aquí flores locas. Primero fuimos a ver a Tom Saybrook. Tom es un amigo triste, guapo, dulce, generoso y responsable; sólo de vez en cuando sufre bruscos ataques de depresión que le hacen largarse sin decir nada a nadie. Esta noche estaba muy contento.
—Sal, ¿dónde has encontrado a esta gente tan maravillosa? Nunca he visto a nadie como ellos.
—Los encontré en el Oeste.
Dean estaba muy excitado; puso un disco de jazz, agarró a Marylou, la apretó bien contra él, y comenzó a frotarse contra ella al ritmo de la música. Ella también se frotaba contra él. Era una auténtica danza del amor, Ian MacArthur llegó con un nutrido grupo. Había empezado el fin de semana neoyorquino, y duraría tres días y tres noches. Grandes grupos se metían en el Hudson y andaban dando tumbos por las calles de Nueva York de fiesta en fiesta. Yo llevé a Lucille y a su hermana a la fiesta mejor. Cuando Lucille me vio con Dean y Marylou su cara se ensombreció: advirtió sin duda la locura que ellos me contagiaban.
—No me gustas cuando estás con ellos.
—¡Oh, no es nada, sólo un poco de diversión! Sólo se vive una vez. Vamos a pasarlo bien.
—No, es triste y no me gusta.
Entonces Marylou empezó a coquetear conmigo; dijo que Dean volvería con Camille y que ella quería estar conmigo.
—Ven a San Francisco con nosotros. Viviremos juntos. Seré buena contigo.
Pero yo sabía que Dean quería a Marylou, y también sabía que Marylou hacía todo esto para poner celosa a Lucille, y no quise saber nada del asunto. Pero con todo, me relamí porque Marylou es una rubia apetitosa. Cuando Lucille vio que Marylou me llevaba a los rincones y me hablaba en voz baja y me forzaba a besarla, aceptó la invitación de Dean de ir con él al coche. Pero sólo hablaron y bebieron el aguardiente sureño que yo había dejado en la guantera. Todo se estaba entremezclando y todo se estaba yendo a la mierda. Sabía que mi relación con Lucille no duraría mucho más. Quería que me adaptara a su modo de ser. Estaba casada con un estibador que la trataba mal. Yo quería casarme con ella y ocuparme de su hija y de todo si se divorciaba; pero no teníamos dinero ni para el divorcio y todo el asunto carecía de solución, aparte de que Lucille nunca me comprendería porque me gustan demasiadas cosas y me confundo y desconcierto corriendo detrás de una estrella fugaz tras otra hasta que me hundo. Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia confusión.
Las fiestas eran enormes; por lo menos había cien personas en un sótano de la Noventa Oeste. Había gente hasta en las bodegas junto al horno. Pasaba algo en cada esquina, en cada cama y butaca: no una orgía, sino simplemente una fiesta de Nueva York con gritos frenéticos y música de radio atronadora. Había hasta una chica china. Dean iba como Groucho Marx de grupo en grupo, enterándose de todo. Salíamos periódicamente con el coche para traer a más gente. Vino Damion. Damion es el héroe de mi pandilla de Nueva York, lo mismo que Dean es el héroe del Oeste. No se gustaron mutuamente de inmediato. La novia de Damion de pronto le dio un puñetazo en la mandíbula, un derechazo magnífico. Damion quedó tambaleándose y ella se lo llevó a casa. Vinieron algunos de nuestros locos amigos periodistas con botellas. Fuera había una tremenda y maravillosa tormenta de nieve. Ed Dunkel ligó con la hermana de Lucille y desapareció con ella; había olvidado decir que Ed Dunkel es un hombre de mucho éxito con las mujeres. Mide más de uno noventa, es amable, agradable, delicado y simpático. Ayuda a las mujeres a ponerse el abrigo. Y hace las cosas como se deben hacer. A las cinco de la mañana todos corrimos por el patio trasero de un edificio de apartamentos y trepamos a la ventana de una casa donde se celebraba una fiesta enorme. Al amanecer estábamos de regreso al apartamento de Tom Saybrook. Algunos dibujaban y bebían cerveza caliente. Me dormí en un sofá con una chica llamada Mona entre los brazos. Entraron grandes grupos procedentes del bar del campus de Columbia. Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma húmeda habitación. En el apartamento de Ian MacArthur seguía la fiesta. Ian MacArthur es un tipo maravilloso que lleva gafas y mira divertido por encima de ellas. Aprendió a decir «Sí» a todo, justo como hacía entonces Dean, y no paró de decirlo desde aquella época. Al atronador sonido de Dexter Gordon y Wardell Gray tocando «The Hunt», Dean y yo jugamos con Marylou sobre un sofá; y ella no era manca. Dean andaba sin nada por arriba, sólo con los pantalones, descalzo, hasta el momento en que cogía el coche e iba a buscar más gente. Pasaba de todo. Encontramos al salvaje y frenético Rollo Greb y pasamos una noche en su casa de Long Island. Rollo vive en una agradable casa con su tía; cuando ésta se muera la casa será toda para él. Entretanto ella se niega a realizar ninguno de los deseos de Rollo y odia a sus amigos. Rollo metió en la casa al grupo formado por Dean, Marylou, Ed y yo y empezó una ruidosa fiesta. La mujer andaba por el piso de arriba y amenazaba con llamar a la policía.
—¡Cállate de una vez, vieja bruja! —chillaba Greb.
Me preguntaba cómo podía vivir con alguien así. Tenía más libros de los que yo había visto en toda mi vida: dos bibliotecas, dos habitaciones con las cuatro paredes llenas hasta el techo, y libros como el Apócrifo Esto-o-lo-Otro en diez volúmenes. Puso óperas de Verdi e imitaba a los cantantes vestido con un pijama que tenía un gran roto en la espalda. Todo le importaba un comino. Es un gran erudito que anda dando tumbos por los muelles de Nueva York con manuscritos musicales originales del siglo diecisiete bajo el brazo, chillando. Se arrastra por las calles como una gran araña. La excitación le salía por los ojos en llamaradas de luz diabólica. La cabeza le daba vueltas en éxtasis espasmódicos. Balbuceaba, se retorcía, se tiraba al suelo, gemía, aullaba, se echaba hacia atrás desesperado. Apenas podía articular palabra debido a lo que le excitaba la vida. Dean estaba ante él con la cabeza inclinada, repitiendo una y otra vez:
—Sí… sí… sí… —me llevó a un rincón—. Este Rollo Greb es el más grande, el más maravilloso de todos. Es lo que trataba de decirte… así es cómo quiero ser yo. Quiero ser como él. Nunca se queda colgado, va en todas direcciones, deja que todo vaya por sí mismo, sabe lo que es el tiempo, lo único que tiene que hacer es balancearse adelante y atrás. ¡Tío, es el acabose! ¿Ves? Si haces lo mismo que él todo el tiempo lo habrás conseguido.
—¿Conseguir qué?
—¡ESO! ¡ESO! Te lo diré… pero ahora no tengo tiempo —y Dean corrió a observar a Rollo Greb un poco más.
George Shearing, el gran pianista de jazz era, según Dean, exactamente igual que Rollo Greb. Durante el loco fin de semana, Dean y yo fuimos al Birdland a ver a Shearing. El local estaba desierto, éramos los primeros clientes. A las diez apareció Shearing, que es ciego, y lo llevaron de la mano hasta el piano. Era un inglés de aspecto distinguido con cuello duro, ligeramente grueso, rubio, con un delicado aire de noche-inglesa-de-verano que se hizo patente con los primeros suaves escarceos que tocó en el piano mientras el bajista se inclinaba con respeto hacia él y marcaba el ritmo. El baterista, Denzil Best, estaba sentado inmóvil exceptuadas sus muñecas, que movían las escobillas. Y Shearing empezó a balancearse; una sonrisa recorrió su rostro extasiado; comenzó a balancearse en el taburete del piano, hacia adelante y hacia atrás, al principio con lentitud, luego de acuerdo con el ritmo, cada vez más deprisa, mientras su pie izquierdo golpeaba el suelo marcando el compás, su cuello se balanceaba retorciéndose, bajaba el rostro hasta las teclas, se echaba el pelo hacia atrás; se despeinó y empezó a sudar. La música se hacía más potente. El bajista se encorvó y tocaba cada vez más fuerte, y cada vez más deprisa; eso era todo. Shearing empezó a tocar su solo; los acordes salían del piano como grandes chubascos, y se pensaba que el tipo no tendría tiempo de ordenarlos. Se agitaban como el mar. La gente le gritaba:
—¡Sigue! ¡Sigue!
Dean sudaba; el sudor fluía de su cuello.
—¡Ya está! ¡Eso es! ¡Es Dios! ¡El Dios Shearing! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Y Shearing era consciente del loco que tenía detrás, oía cada uno de los gritos de Dean, cada una de sus imprecaciones, se daba cuenta de todo ello aunque no pudiera verlo.
—¡Eso es! ¡Perfecto! —decía Dean—. ¡Sí! ¡Sí!
Shearing sonreía, se balanceaba. Se levantó y se alejó del piano empapado de sudor; era su gran época de 1949 antes de hacerse frío y comercial. Cuando se marchó, Dean señaló el vacío taburete.
—El taburete vacío de Dios —dijo.
Sobre el piano había una trompeta; su sombra dorada producía un reflejo extraño sobre la caravana del desierto pintada en la pared detrás de la batería. Dios se había ido; era el silencio de su partida. Era una noche lluviosa. Era el mito de la noche lluviosa. Dean abrió los ojos con miedo. Esta locura no podía llevar a ninguna parte. No sabía lo que me estaba pasando, y de pronto me di cuenta que sólo se trataba de la tila, de la marihuana, que habíamos estado fumando; Dean la había traído a Nueva York. Eso me hizo pensar que podía suceder cualquier cosa… era el momento en que uno lo sabe todo y todo queda decidido para siempre.
Los dejé a todos y fui a casa a descansar. Mi tía me dijo que andaba perdiendo el tiempo en compañía de Dean y su grupo. También yo sabía que no obraba bien. La vida es la vida, y los afectos los afectos. Lo que ahora quería era hacer otro maravilloso viaje a la Costa Oeste y regresar a tiempo para el semestre de primavera en la facultad. ¡Y qué viaje fue! Viajé sólo por viajar y ver qué otras cosas hacía Dean, y finalmente, porque sabía que en Frisco Dean volvería junto a Camille, y yo quería enrollarme con Marylou. Nos dispusimos a atravesar el duro continente de nuevo. Cobré mi cheque de veterano de guerra y entregué dieciocho dólares a Dean para que se los girara a su mujer; ella esperaba su regreso y estaba sin blanca. Lo que Marylou tenía en mente lo desconocía. Ed Dunkel, como siempre, seguía a Dean.