Le pregunté por qué había estado en LA en 1944.
—Me detuvieron en Arizona y me metieron en la cárcel más horrible en que he estado en mi vida. Tuve que escaparme y fue la fuga más grande de toda mi vida, hablando de fugas, ya sabes, de un modo general. Por los bosques, ya me entiendes, y arrastrándome, y por pantanos… subiendo por la parte montañosa. Me esperaban porras de goma y trabajos forzados y una supuesta muerte accidental, así que tuve que seguir por los bosques para mantenerme lejos de senderos y caminos y carreteras. Tuve que deshacerme de mi ropa de presidiario y robé del modo más limpio una camisa y unos pantalones en una estación de servicio de las afueras de Flagstaff. Llegando a LA dos días después vestido de empleado de estación de servicio y caminé hasta la primera estación que vi y conseguí una habitación y me cambié de nombre (Lee Buliay) y pasé un año muy divertido en LA, incluyendo un montón de nuevos amigos y algunas chicas realmente estupendas; esta temporada se terminó cuando unos cuantos íbamos en coche por el Hollywood Boulevard una noche y le dije a mi tronco que atendiera el coche mientras yo besaba a una chica… yo iba al volante, ya entiendes… y el tipo
no me oyó
y chocamos contra un poste, pero sólo íbamos a treinta y me rompí la nariz. Ya la has visto… esa curva griega que tengo ahí. Después de eso fui a Denver y aquella misma primavera conocí a Marylou en una heladería. Tío, sólo tenía quince años y llevaba pantalones vaqueros y esperaba a que alguien se la ligara. Tres días y tres noches de charla en el hotel As, piso tercero, habitación de la esquina sudeste, habitación sagrada y santo escenario de mis días… ella era tan dulce entonces,
tan joven
, ñam, ñam. ¡Pero oye! Mira eso de ahí afuera; es un grupo de vagabundos junto a una hoguera, ¡hostias! —casi se detuvo—. ¿Lo ves? Nunca sabré si mi padre estaba ahí o no —había unos cuantos tipos tambaleándose junto a la hoguera—. Nunca sé si debo preguntar. Puede estar en cualquier parte —seguimos la marcha. En cualquier sitio detrás o delante de nosotros, en medio de la inmensa noche, su padre podía estar durmiendo la borrachera junto a cualquier matorral, era indudable… saliva en la barbilla, los pantalones mojados, roña en las orejas, costra en la nariz, y quizá sangre en el pelo y la luna brillante encima de él. Cogí a Dean por el brazo.
—Oye, tío, esta vez vamos realmente a casa. —Nueva York iba a ser su residencia permanente por primera vez. Se reía; no podía esperar.
—Fíjate, Sal, en cuanto lleguemos a Pensilvania empezaremos a oír ese
bop
del Este por la radio. ¡Venga, coche, corre, coche, corre! —Aquel magnífico coche cortaba el viento; hacía que las llanuras se desplegaran como un rollo de papel; despedía alquitrán caliente con deferencia… un coche imperial. Abrí los ojos a un ventoso amanecer; nos dirigíamos hacia él. El rostro de Dean duro y terco, inclinado como siempre hacia delante, expresaba determinación.
—¿En qué estás pensando?
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! En lo de siempre, ya sabes… ¡mujeres, mujeres, mujeres!
Me dormí y me desperté en la seca y caliente atmósfera de la mañana de un domingo de julio en Iowa, y Dean seguía conduciendo y conduciendo y no había reducido la velocidad; tomaba las curvas de las hondonadas de Iowa a ciento treinta por lo menos, y en los tramos rectos seguía a ciento setenta y cinco como de costumbre, a no ser que el tráfico en ambos sentidos le obligara a ponerse en línea y arrastrarse a unos miserables ochenta por hora. En cuanto se presentaba una mínima oportunidad se disparaba y adelantaba a los coches de seis en seis y los dejaba detrás en medio de una nube de polvo. Un chaval con un Buick último modelo vio todo esto y decidió echarnos una carrera. Cuando Dean estaba a punto de adelantar a un grupo de coches, el tipo nos pasó a toda marcha sin previo aviso y gritaba y tocaba el claxon y encendía las luces traseras desafiándonos. Nos lanzamos tras él como un ave de presa.
—Espera un poco —rió Dean—. Voy a azuzar a ese hijoputa durante unos cuantos kilómetros. Fíjate bien.
Dejó que el Buick se adelantara y entonces aceleró y lo alcanzó sin ningún miramiento. El tipo del Buick perdió los estribos y se lanzó a ciento sesenta. Tuvimos oportunidad de ver cómo era. Parecía una especie de
hipster
de Chicago que viajaba con una mujer lo bastante mayor como para ser —y de hecho probablemente lo fuera— su madre. Dios sabe si ella se quejaba, pero lo cierto es que él no se rindió. Tenía el pelo negro y alborotado como un italiano del viejo Chicago; llevaba una camisa sport. Quizá pensaba que éramos una banda de LA dispuesta a invadir Chicago, quizá incluso creyera que éramos hombres de Mickey Cohen porque el coche representaba muy bien ese papel y la matrícula era de California. Pero fundamentalmente sólo se trataba de un pasatiempo de carretera. Corrió riesgos terribles para mantenerse delante de nosotros; adelantaba a los coches en las curvas y conseguía con dificultad volver a ponerse en fila cuando algún enorme camión se le echaba encima. Recorrimos unos ciento cincuenta kilómetros de Iowa en este plan, y la carrera resultaba tan interesante que no tuve ocasión de asustarme. Después el tipo se rindió, se detuvo en una estación de servicio, probablemente siguiendo órdenes de la vieja, y cuando lo adelantamos agitó alegremente la mano. Continuamos, Dean con el pecho al aire, yo con los pies clavados en el salpicadero y los chicos durmiendo detrás. Nos paramos a desayunar en un parador atendido por una señora de pelo blanco que nos dio grandes cantidades de patatas mientras sonaban las campanas de la iglesia del pueblo cercano. Después continuamos.
—Dean, no conduzcas tan deprisa durante el día.
—No te preocupes, tío, sé lo que estoy haciendo. —Yo empecé a acobardarme. Dean se lanzaba sobre las filas de coches como el Ángel del Terror. Casi los embestía mientras buscaba paso. Rozaba sus parachoques, se estiraba y agitaba y levantaba para ver las curvas y, de pronto, el potente coche saltaba hacia delante y pasaba, y siempre por un pelo conseguía volver a la parte derecha mientras otras filas de coches pasaban en sentido contrario y yo temblaba. No podía soportarlo más. Sólo muy de vez en cuando se encuentran en Iowa rectas largas como las de Nebraska, pero cuando las encontraba Dean recuperaba su velocidad habitual de ciento setenta y cinco por hora y vi así como a la luz de un relámpago algunos de los lugares que recordaba de 1947… entre ellos, el sitio donde Eddie y yo estuvimos atascados durante dos horas. Aquella carretera del pasado desfilaba vertiginosamente como si la copa de la vida hubiese sido volcada y todo fuera un auténtico disparate. Me dolían los ojos ante aquella pesadilla a la luz del día.
—¡Hostias, Dean! Me voy al asiento de atrás, no puedo soportar esto más, no puedo mirar.
—¡Ji-Ji-Ji! —se burló Dean y adelantó a un coche en un puente muy estrecho y levantó una nube de polvo y siguió su marcha. Salté al asiento de atrás y me dispuse a dormir. Uno de los chicos saltó delante para divertirse. Aquella mañana se apoderaron de mí terribles horrores; estaba seguro de que íbamos a chocar y me tumbé en el suelo y cerré los ojos y traté de dormir. Cuando era marinero solía pensar en las olas que pasaban por debajo del casco y en las insondables profundidades de más abajo… ahora sentía la carretera medio metro debajo, desplegándose y volando y silbando a una velocidad increíble a través del ruidoso continente con aquel loco Ahab al volante. En cuanto cerraba los ojos lo único que veía era la carretera desplegándose en mi interior. Cuando los abría veía sombras relampagueantes de árboles vibrando en el suelo del coche. No había modo de escapar. Me resigné a lo que fuera. Y Dean seguía conduciendo sin pensar en dormir hasta que llegásemos a Chicago. Por la tarde pasamos de nuevo por el viejo Des Moines. Aquí, claro está, nos encontramos con mucho tráfico y tuvimos que aminorar la marcha y yo volví al asiento delantero. Se produjo un extraño y patético accidente. Un negro gordo iba con toda su familia en un sedán delante de nosotros; del parachoques trasero colgaba una de esas bolsas de lona para agua que venden en el desierto a los turistas. Dean iba hablando con los chicos y, sin darse cuenta, embistió contra la bolsa a unos ocho kilómetros por hora, y la bolsa estalló como una caldera y lo salpicó todo de agua. No se produjeron más daños, exceptuado el parachoques que se había abollado un poco. Dean y yo bajamos a hablar con el negro. El resultado fue un intercambio de direcciones y un poco de conversación, y Dean no quitó los ojos de la mujer del tipo cuyos hermosos pechos morenos apenas quedaban ocultos por una fina blusa de algodón.
—Claro, claro —dimos al negro la dirección de nuestro potentado de Chicago y seguimos.
Cuando salíamos de Des Moines nos persiguió un coche de la policía con la sirena sonando que nos ordenó parar.
—¿Qué pasa ahora?
—¿Tuvieron ustedes un accidente hace un momento? —dijo un policía apeándose.
—¿Accidente? Rompimos una bolsa de agua a un tipo en el cruce.
—Dijo que habían chocado contra él unos individuos que iban en un coche robado.
Fue una de las pocas veces que Dean y yo vimos actuar a un negro como un loco y un miserable. Nos sorprendió tanto que nos echamos a reír. Tuvimos que seguir al coche patrulla hasta la comisaría y pasar una hora tumbados en la hierba mientras telefoneaban a Chicago y hablaban con el dueño del Cadillac y comprobaban nuestra condición de chóferes alquilados. El potentado dijo, según el policía: «Sí, es mi coche, pero no respondo de lo que esos chicos hayan hecho». Y el policía: «Tuvieron un pequeño accidente en Des Moines». Y el dueño del Cadillac: «Sí, ya me lo ha dicho… pero lo que yo quiero decir es que no respondo de lo que hayan hecho en el pasado».
Todo quedó aclarado y seguimos. Newton, Iowa… era donde yo había dado aquel paseo al amanecer en 1947. Por la tarde cruzamos una vez más por el agobiante Davenport y el Mississippi con muy poca agua en su lecho de aserrín; después Rock Island, con unos minutos de mucho tráfico, un sol que enrojecía y repentinos panoramas de agradables afluentes que fluían entre los árboles mágicos y los resplandores verdes de Illinois. Todo comenzaba a parecerse de nuevo al suave y dulce Este; el enorme y seco Oeste estaba liquidado. El estado de Illinois se desplegó ante mis ojos en un vasto movimiento que duró unas cuantas horas mientras Dean seguía embalado a la misma velocidad. Estaba cansado y corría más riesgos que nunca. Al cruzar un estrecho puente sobre uno de aquellos agradables riachuelos se precipitó en una situación casi irremediable. Delante de nosotros iban dos coches bastante lentos; en sentido contrario venía un enorme camión con remolque cuyo conductor estaba calculando el tiempo que les llevaría cruzar el puente a los dos coches lentos, y según sus cálculos, cuando él llegara al puente, los coches ya lo habrían cruzado. En el puente no había sitio para el camión y ningún otro coche que viniera en la otra dirección. Detrás del camión se asomaban varios coches esperando la oportunidad de adelantarle. Delante de los coches lentos había más coches que también iban despacio. La carretera estaba abarrotada y todos estaban impacientes. Dean se lanzó sobre todo esto a ciento setenta y cinco kilómetros por hora sin la menor vacilación. Adelantó a los coches lentos, hizo una ese, casi pega contra la barandilla izquierda del puente, siguió adelante a la sombra del enorme camión, dobló bruscamente a la derecha, casi tocó la rueda delantera izquierda del camión, faltó muy poco para que chocase contra el primero de los coches lentos, aceleró para adelantarlo, y después tuvo que volver a la fila porque detrás del camión había salido otro coche impaciente, todo en cuestión de un par de segundos, como un rayo y dejando tras de sí una nube de polvo en lugar de un espantoso choque múltiple con coches mirando en todas direcciones y el enorme camión volcado en la roja tarde de Illinois con sus campos de ensueño. Tampoco conseguía olvidar que un famoso clarinetista
bop
había muerto recientemente en un accidente de coche en Illinois, probablemente en un día como éste. Volví al asiento de atrás.
Los chicos también seguían atrás. Dean estaba decidido a llegar a Chicago antes de la noche. En un paso a nivel cogimos a un par de vagabundos que reunieron medio dólar entre los dos para gasolina. Un momento antes se encontraban sentados entre montones de traviesas del ferrocarril apurando los últimos tragos de una botella de vino, y ahora estaban en un Cadillac manchado de barro pero extraordinario de todas formas que iba a Chicago a una velocidad pasmosa. De hecho, el más viejo de los dos que iba sentado junto a Dean nunca apartaba los ojos de la carretera y, puedo asegurarlo, rezaba sus humildes oraciones de vagabundo.
—Vaya —dijeron—, nunca nos imaginamos que íbamos a llegar a Chicago tan pronto.
Cuando pasábamos por los amodorrados pueblos de Illinois, donde la gente es tan consciente de las bandas de Chicago que pasan igual que nosotros en coches grandísimos, resultábamos extraños de ver; todos sin afeitar, el conductor con el pecho al aire, dos vagabundos, yo mismo en el asiento trasero, cogido a una abrazadera y con la cabeza reclinada en un almohadón mirándolo todo con aire imperioso… justo como una nueva banda de California que venía a disputar los despojos de Chicago, una banda de desesperados que se habían escapado de las cárceles de Utah. Cuando nos detuvimos a por coca-colas y gasolina en la estación de servicio de un pequeño pueblo la gente vino a vernos pero no dijeron ni una palabra, y creo que tomaron mentalmente nota de nuestras señas personales y estatura para caso de futura necesidad. Para hacer la operación con la chica que atendía la estación, Dean se echó simplemente su camiseta por encima de los hombros y fue seco y expeditivo como de costumbre y volvió rápidamente al coche y enseguida rodábamos de nuevo a toda velocidad. Pronto empezó a volverse púrpura el rojo del cielo, el último de los encantadores ríos relampagueó, y vimos delante de nosotros los distantes humos de Chicago. Habíamos ido de Denver a Chicago, pasando por el rancho de Ed Wall, en total unos 1300 kilómetros, en exactamente diecisiete horas, sin contar las dos horas en la zanja, las tres en el rancho y las dos en la comisaría de policía de Newton, Iowa, lo que significa una media de unos ciento treinta kilómetros por hora, con un solo conductor. Lo que constituye una especie de récord demente.
El gran Chicago resplandecía rojo ante nuestros ojos. De repente nos encontrábamos en la calle Madison entre grupos de vagabundos, algunos tumbados en la calle con los pies en el borde de la acera, y otros cientos bullendo a la entrada de los saloons y callejas.