—No te preocupes por mí, tío, aquí me encuentro muy bien. Me perdiste aquella noche en Detroit, era en agosto de mil novecientos cuarenta y nueve, ¿recuerdas? ¿Con qué derecho vienes ahora a perturbar mi sueño dentro de este cubo de basura?
En 1942 fui la estrella de uno de los dramas más asquerosos de todos los tiempos. Era marinero y fui al Café Imperial, en Scollay Square, Boston, a tomar un trago; me bebí sesenta cervezas y fui al retrete donde me abracé a la taza y me quedé dormido. Durante la noche por lo menos un centenar de marinos y de individuos diversos fueron al retrete y soltaron sus excrementos encima de mí hasta que me dejaron irreconocible. Pero ¿qué importaba…? El anonimato en el mundo de los hombres es mejor que la fama en los cielos, porque, ¿qué es el cielo?, ¿qué es la tierra? Todo ilusión.
Al amanecer, Dean y yo salimos dando tumbos de aquella cámara de los horrores y fuimos en busca de un coche a la agencia de viajes. Tras pasar gran parte de la mañana en bares de negros, siguiendo tías y escuchando jazz en las máquinas de discos, hicimos ocho kilómetros en autobuses de cercanías con nuestro disparatado equipaje y llegamos a casa de un hombre que nos cobraba cuatro dólares a cada uno por llevarnos a Nueva York. Era un individuo maduro, rubio, con gafas, mujer e hijo, y una buena casa. Esperamos en la entrada mientras se preparaba. Su amable esposa, con un mandil de cocina encima del vestido, nos ofreció café, pero estábamos demasiado ocupados hablando. Por entonces Dean estaba tan agotado y fuera de quicio que le gustaba todo lo que veía. Estaba llegando a otro frenesí santo. Sudaba y sudaba. Cuando estuvimos en el coche, un Chrysler nuevo, e íbamos ya rumbo a Nueva York, aquel pobre tipo se dio cuenta de que llevaba a un par de locos, pero hizo de tripas corazón y de hecho se acostumbró a nosotros y cuando pasábamos por el Briggs Stadium habló de la próxima temporada de los Tigres de Detroit.
Durante la brumosa noche pasamos por Toledo y nos adentramos en el viejo Ohio. Comprendí que estaba empezando a andar de un lado a otro de América como si fuera un miserable viajante: viajes duros, malos productos, trucos gastados y ninguna venta. El hombre se cansó de conducir en las cercanías de Pensilvania y Dean cogió el volante y llevó al coche el resto del viaje hasta Nueva York. Empezamos a oír en la radio el programa de Symphony Sid con las últimas novedades
bop
, y ya estábamos llegando a la más grande y definitiva ciudad de América. Llegamos por la mañana temprano. Times Square estaba muy agitado: Nueva York nunca descansa. Al pasar buscamos automáticamente a Hassel.
Una hora después, Dean y yo estábamos en el nuevo apartamento de mi tía en Long Island, y mientras subíamos la escalera la encontramos discutiendo de precios con unos pintores que eran amigos de la familia.
—Sal —dijo mi tía—. Dean puede quedarse unos pocos días, pero después tendrá que irse, ¿me entiendes?
El viaje había terminado. Dean y yo dimos una vuelta aquella noche entre los depósitos de petróleo y los puentes del ferrocarril y las luces para la niebla de Long Island. Recuerdo que Dean se detuvo junto a un farol del alumbrado.
—Cuando lleguemos a ese otro farol te contaré algo, Sal, pero ahora estoy entre paréntesis finalizando el desarrollo de una nueva idea y sólo cuando lleguemos al siguiente volveré a ocuparme del tema original, ¿de acuerdo?
Claro que estaba de acuerdo. Estábamos tan acostumbrados a viajar que recorrimos Long Island entero hasta que nos encontramos con que no había más tierra, sólo el océano Atlántico, así que no podíamos seguir más allá. Nos estrechamos la mano y acordamos que seríamos amigos para siempre.
Cinco noches después fuimos a Nueva York a una fiesta y conocí a una chica que se llamaba Inez y le dije que tenía un amigo al que debería conocer. Estaba borracho y le dije que era un vaquero.
—¡Oh! ¡Siempre he querido conocer a un vaquero! —exclamó ella.
—¡Dean! —grité por toda la fiesta… Estaban allí Ángel Luz García, el poeta; Walter Evans; Víctor Villanueva, el poeta venezolano; Jinny Jones, de quien en otro tiempo había estado enamorado; Carlo Marx; Gene Dexter; y muchísimos más…—. ¡Dean! Ven aquí, tío.
Dean se acercó tímidamente. Una hora después, en la borrachera y animación de la fiesta («es para celebrar la terminación del verano, claro»), Dean estaba arrodillado en el suelo hablando con Inez y prometiéndole de todo y sudando. Ella era una morena alta y muy sexy —«como pintada por Degas»— como dijo García, y habitualmente tenía el aspecto de una hermosa
cocotte
parisina. En cuestión de días los dos estaban tratando con Camille por medio de llamadas de larga distancia a San Francisco de los papeles del divorcio. Querían casarse. Pero no fue sólo eso. Pocos meses después, Camille dio a luz al segundo hijo de Dean, resultado de sus relaciones de unas pocas noches a principios de año. Y en cuestión de otros pocos meses, Inez tuvo también un niño. Con otro hijo ilegítimo en alguna parte del Oeste, Dean era padre de cuatro hijos y no tenía ni un centavo y todos eran problemas y éxtasis y agitación y anfetas, como lo había sido siempre. Total, que no fuimos a Italia.
La venta de mi libro me proporcionó algo de dinero. Dejé a mi tía una renta para el resto del año. Siempre que llega la primavera a Nueva York no puedo resistir la llamada de la tierra que llega soplando por el río desde Nueva Jersey, y tengo que irme. Así que me fui. Por primera vez en nuestra vida dije adiós a Dean en Nueva York y me separé de él. Estaba trabajando en un aparcamiento en la esquina de Madison y la 40. Corría como siempre de un lado a otro con sus zapatos destrozados, su camiseta y los pantalones colgándole de la tripa, enfrentándose con las tremendas aglomeraciones de coches del mediodía.
Cuando iba a verle, por lo general al anochecer, no solía tener nada que hacer. Estaba en la cabina contando los tickets y rascándose la tripa. La radio siempre estaba puesta.
—Tío, ¿no has oído a ese loco de Marty Glickman radiar los partidos de baloncesto?: avanza-salta-tira-rebota-recoge-tira de nuevo, encesta, dos puntos. Es el mejor locutor que he oído en mi vida.
Su vida se reducía a placeres sencillos como ése. Vivía con Inez en un apartamento sin agua caliente de la Ochenta y tantos Este. Cuando volvía a casa por la noche se quitaba la ropa y se ponía una bata de seda china y se sentaba en una butaca a fumar tila en una pipa de agua. En esto consistían sus placeres hogareños, junto con una baraja porno.
—Últimamente me he estado concentrando en el dos de diamantes. ¿Te has fijado dónde tiene la otra mano? Seguro que no lo sabes. Fíjate bien y trata de descubrirlo —me tendía aquel dos de diamantes en el que aparecían un tipo alto y lúgubre y una lasciva y triste puta ensayando una nueva posición en la cama—. Anímate, tío, yo la he utilizado muchas veces. —Inez cocinaba y miró haciendo una mueca. A ella todo le parecía bien—. ¡Mírala! ¡Mírala, tío! Así es Inez. ¿Lo ves? Eso es lo único que hace, asomar la cabeza por la puerta y sonreír. Hemos hablado mucho y no tenemos ningún problema. Nos iremos y este verano vamos a vivir en una granja de Pensilvania… con un coche para poder venir a divertirnos a Nueva York, una casa agradable, y tendremos un montón de niños en los próximos años. ¡Vaya! ¡Muy bien! —Se levantó de la butaca y puso un disco de Willie Jackson: «Gator Tail». Se quedó de pie, batiendo palmas, balanceándose y doblando las rodillas al ritmo del tema—. ¡Muy bien! ¡Qué hijoputa! La primera vez que lo oí creí que iba a morirse a la noche siguiente, pero ahí lo tienes vivito y coleando.
Era exactamente lo mismo que había estado haciendo con Camille en Frisco, en el otro extremo del continente. Su destrozado baúl seguía debajo de la cama, listo para volar. Inez llamaba a Camille por teléfono muchas veces y mantenían largas conversaciones; incluso hablaban del pene de Dean, o eso decía él. Se escribían cartas hablando de las excentricidades de Dean. Por supuesto, él enviaba a Camille parte de su paga todos los meses para su mantenimiento so pena de pasar seis meses en un campo de trabajo del estado. Para compensar el dinero perdido hacía trampas en el trabajo; en los cambios era un artista de primera categoría. Le vi desear a un tipo con pinta de rico felices Navidades de modo tan voluble que no se dio cuenta que le daba un billete de cinco dólares por uno de veinte. Salimos y fuimos al Birdland, el local del
bop
. Lester Young estaba en el estrado con la eternidad en sus grandes pestañas.
Una noche charlábamos en la esquina de la calle Madison a las tres de la madrugada:
—Bueno, Sal, joder, me gustaría irme contigo, de verdad, es la primera vez que estoy en Nueva York sin mi viejo tronco —y añadió—: Nueva York, yo estoy aquí de paso, mi casa está en Frisco. Durante todo el tiempo que he estado aquí no he ligado con ninguna chica, excepto Inez… eso sólo pasa en Nueva York. ¡La hostia! Pero la simple idea de cruzar de nuevo ese horrible continente… Sal, hace mucho que no hablamos detenidamente de todo. —En Nueva York siempre andábamos como locos con montones de amigos en juergas de borrachos. Era algo a lo que Dean no se adaptaba. Se sentía más cómodo en medio del follón de gente de Madison Avenue, o bajo la niebla fría y la lluvia cuando estaba desierta de noche—. Inez me quiere; me ha dicho y prometido que no me creará problemas haga lo que haga. Lo que pasa, tío, es que a medida que te vas haciendo mayor los conflictos aumentan. Cualquier día nos encontraremos juntos en una calleja rebuscando en los cubos de basura.
—¿Quieres decir que vamos a terminar como unos vagabundos?
—¿Y por qué no, tío? Desde luego podemos hacerlo si queremos y todo eso. No hay nada malo en terminar así. Te pasas la vida entera sin meterte en nada, sin mezclarte en lo que los demás quieren, incluidos los políticos y los ricos, nadie te molesta y tú sigues tan tranquilo tu camino. —Estaba de acuerdo con él. Estaba tomando sus decisiones Tao del modo más directo y sencillo—. ¿Cuál es tu camino, tío?: camino de santo, camino de loco, camino de arco iris, camino de lo que sea. Un camino a cualquier parte y de cualquier modo. ¿Adónde? ¿Cómo? —asentimos bajo la lluvia—. ¡Mierda! Y tienes que preocuparte por tu chico. No se hará hombre a menos que sepa moverse… haz lo que este médico te recomienda. Te lo aseguro, Sal, no importa dónde viva, el caso es que siempre tengo mi maleta preparada debajo de la cama, estoy preparado para largarme o para que me echen. He decidido desentenderme de todo. Me has visto descuernarme y sabes que no me importa y que sabemos cómo es el tiempo… sabemos cómo hacer que sea más lento y que avance; y sabemos entender las cosas y todos los trucos. ¿Qué otros trucos hay? —suspiramos bajo la lluvia.
Aquella noche llovía en todo el valle del Hudson. Los grandes muelles del mundo en aquel río que parecía un mar estaban empapados, los viejos embarcaderos de Poughkeepsie estaban empapados, la vieja Split Rock Pond estaba empapada, el monte Vanderwhacker estaba empapado.
—Por lo tanto —siguió Dean—, dejo que la vida me lleve adónde quiera. ¿Sabes que he escrito a mi viejo que está preso en Seattle? El otro día recibí una carta suya después de tantos años.
—¿De verdad?
—Claro, claro. Quiere ver a mi «ija», así lo escribe, sin hache, cuando vaya a Frisco. He encontrado un apartamento por trece dólares al mes en la 40 Este; si puedo le mandaré dinero para que venga a vivir a Nueva York… si quiere, claro. Nunca te hablé mucho de mi hermana, pero supongo que sabes que tengo una hermanita; me gustaría que viviera también aquí conmigo.
—¿Dónde está ahora?
—Bueno, eso es justamente lo que no sé… voy a intentar encontrarla, y lo mismo el viejo, pero ya sabes lo que hará…
—Así que se había ido a Seattle, ¿no?
—Bueno, para ir directamente a la cárcel.
—Entonces, ¿dónde estaba?
—En Texas, en Texas… así que te harás cargo de mi estado de ánimo, del modo en que están las cosas, de mi situación… habrás notado que ahora estoy bastante tranquilo.
—Sí, eso es cierto. —Dean se había tranquilizado mucho en Nueva York. Necesitaba hablar. Nos estábamos helando bajo la fría lluvia. Nos citamos en casa de mi tía para vernos antes de que me fuera.
Vino al domingo siguiente por la tarde. Yo tenía un aparato de televisión. Vimos un partido de béisbol en TV, escuchamos otro por la radio cambiando con frecuencia a un tercero y seguimos la pista de todo lo que estaba pasando en cada momento.
—Recuérdalo, Sal, Hodges está en la segunda base en Brooklyn así que mientras el pitcher de reserva entra a jugar con los Phillies vamos a cambiar al Gigantes-Boston, y al tiempo ten en cuenta que a DiMaggio ya le han contado tres pelotas y que el pitcher está perdiendo tiempo, por lo tanto vamos a enterarnos enseguida de lo que le pasó a Bobby Thomson cuando le dejamos hace treinta segundos con un hombre en la tercera base. ¡Eso es!
Después salimos y jugamos al béisbol con los chicos en el campo lleno de hollín de al lado del ferrocarril de Long Island. También jugamos al baloncesto de un modo tan frenético que los chicos dijeron:
—Tomadlo con calma, os vais a morir.
Saltaban tranquilamente a nuestro alrededor y nos quitaban la pelota con toda facilidad. Dean y yo sudábamos. En un determinado momento Dean se cayó de bruces sobre la pista de cemento. Nos esforzábamos para que los chicos no nos quitaran la pelota, pero de todos modos nos la quitaban. Otros corrían como flechas y tiraban por encima de nuestras cabezas. Saltábamos hacia la cesta como locos y los chicos levantaban el brazo y quitaban la pelota de nuestras sudorosas manos y nos driblaban y encestaban. Éramos como dos saxofonistas callejeros que intentaran jugar al baloncesto contra Stan Getz y Cool Charlie. Los chicos decidieron que estábamos locos. Volvimos a casa lanzándonos la pelota desde ambos lados de la calle. Ensayamos pases extra-especiales, hundiéndonos en setos y esquivando postes por muy poco. Cuando vino un coche, yo corrí a su lado y le lancé la pelota a Dean justo detrás del parachoques. Salió como una flecha y la cogió y rodó por la hierba, y me la lanzó de vuelta para que la recogiera junto a una camioneta de reparto de pan que estaba allí aparcada. La recogí y volví a lanzársela a Dean que tuvo que echarse hacia atrás y cayó de espaldas encima de una cerca. Ya en casa, Dean sacó su cartera, resopló, y le entregó a mi tía los quince dólares que le debía desde aquella vez en que fuimos multados por exceso de velocidad en Washington. Ella se quedó completamente sorprendida y complacida. Tuvimos una gran cena.