En la agencia de viajes esperaba un estupendo recibimiento a quien quisiera llevar un Cadillac del 47 hasta Chicago. El dueño había llegado conduciendo desde México acompañado de su familia, se había cansado y los había metido en un tren. Lo único que quería era nuestros nombres y que lleváramos el coche a Chicago. Mis documentos le dejaron convencido de que todo iría bien. Le dije que no se preocupara. Y dije a Dean:
—Nada de joder este coche —mientras él saltaba de excitación al contemplarlo. Tuvimos que esperar una hora. Nos tumbamos en el césped que rodeaba la iglesia donde en 1947 había pasado algún tiempo con unos vagabundos después de dejar a Rita Bettencourt en su casa. Y allí mismo me quedé dormido, agotado y cara a los pájaros de la tarde. De hecho, estaban tocando un órgano en alguna parte. Dean callejeó por la ciudad. Se hizo amigo de una camarera y se citó con ella para llevarla a pasear en el Cadillac aquella misma tarde, y volvió para despertarme con la noticia. Ahora me sentía mejor. Me levanté ante las nuevas complicaciones.
Cuando volvió el del Cadillac, Dean saltó al instante dentro de él y se fue «a buscar gasolina», y el empleado de la agencia de viajes me miró y dijo:
—¿Cuándo va a volver? Los pasajeros están preparados.
Y me enseñó a dos muchachos irlandeses de un colegio de jesuitas del Este que esperaban en un banco con sus maletas.
—Fue a por gasolina. Volverá enseguida —le respondí y fui hasta la esquina y vi a Dean que tenía el motor en marcha y esperaba a la camarera que se estaba cambiando en la habitación de un hotel; de hecho incluso podía verla a ella desde donde estaba, y la vi frente al espejo arreglándose y luego poniéndose unas medias de seda, y deseé irme con ellos. La chica bajó corriendo y saltó dentro del Cadillac. Yo regresé a la agencia para tranquilizar al empleado y a los pasajeros. Desde la puerta pude distinguir fugazmente el paso del Cadillac por Cleveland Place, con Dean en camiseta y alegre, agitando las manos y hablando con la chica e inclinándose sobre el volante, mientras ella se mantenía muy tiesa y orgullosa a su lado. Fueron a un aparcamiento, estacionaron junto a un muro de ladrillo de la parte de atrás (Dean había trabajado allí en cierta ocasión), y allí, según él, hicieron lo que les apeteció a plena luz del día; y no sólo eso, la convenció para que nos siguiera al Este en cuanto cobrara su sueldo el viernes, viajaría en autobús, y se reuniría con nosotros en el apartamento de Ian MacArthur en la avenida Lexington, de Nueva York. Dijo que iría; se llamaba Beverly. Media hora después, Dean puso el coche en marcha de nuevo, dejó a la chica en el hotel, con besos, adioses y promesas, y zumbó hacia la agencia de viajes para recogernos.
—Bueno, ¡ya era hora! —dijo el empleado—. Empezaba a pensar que se había pirado con el Cadillac.
—Es responsabilidad mía —respondí—, no se preocupe —y dije eso porque Dean estaba tan obviamente frenético que cualquiera podía tomarle por un loco. Pero se calmó e incluso ayudó a los alumnos de los jesuitas a cargar su equipaje. Apenas se sentaron y apenas yo había dicho adiós a Denver, Dean se lanzó a toda velocidad con el coche cuyo enorme motor sonaba con inmensa potencia. Tres kilómetros después de Denver el velocímetro se estropeó: Dean iba ya a ciento ochenta kilómetros por hora.
—Bueno, sin velocímetro no podré saber a qué velocidad vamos. Pero lo que tardemos en llegar a Chicago nos dirá la velocidad a la que hemos ido. —No parecía que fuera a más de cien por hora pero adelantábamos a todos los coches por la autopista en línea recta que lleva a Greeley como si fueran tortugas—. El motivo por el que me dirijo al Noreste es porque es absolutamente necesario que visitemos el rancho de Ed Wall, en Sterling. Tienes que conocer a Ed y visitar su rancho y este coche corre tanto que podemos hacerlo sin problemas de tiempo y llegar a Chicago mucho antes que el tren de ese hombre.
Muy bien, estaba de acuerdo. Empezó a llover pero Dean no aflojó la marcha. Era un hermoso coche muy grande, el último modelo de los automóviles al viejo estilo, tenía una carrocería muy alargada y neumáticos blancos por los lados y probablemente cristales a prueba de balas. Los chicos de los jesuitas (de San Buenaventura), iban sentados atrás y no tenían ni idea de la velocidad a la que íbamos. Intentaron hablar con Dean pero fue inútil y éste terminó por quitarse la camiseta y conducir con el pecho al aire.
—Esa Beverly es una chica guapísima, se reunirá conmigo en Nueva York, nos casaremos en cuanto tenga los documentos para divorciarme de Camille. Todo funciona, Sal, y estamos en marcha. ¡Sí, sí!
Cuanto más nos alejábamos de Denver nos sentíamos mejor, y nos estábamos alejando muy deprisa. Se hizo de noche cuando dejamos la autopista en Junction y cogimos una estrecha carretera que nos llevó a través de las lúgubres llanuras del este de Colorado hasta el rancho de Ed Wall, en medio de Coyote Alto. Pero seguía lloviendo y el barro era muy resbaladizo y Dean redujo la marcha a cien por hora, pero le dije que fuera aún más despacio o patinaríamos, y él me respondió:
—No te preocupes, tío, ya me conoces.
—No esta vez —respondí—. Vas demasiado rápido. —Y nada más decir esto, nos encontramos con una curva muy pronunciada hacia la izquierda y Dean se agarró con fuerza al volante e intentó tomarla bien, pero el coche resbaló sobre el barro y osciló peligrosamente.
—¡Cuidado! —gritó Dean, a quien todo le daba lo mismo, luchando contra su buena estrella durante un momento, y terminamos con la parte trasera en la cuneta y la delantera en la carretera. Se hizo un impresionante silencio. Oíamos gemir el viento. Estábamos en mitad de una pradera desierta. Había una granja a unos quinientos metros carretera adelante. Yo lanzaba juramentos y estaba muy enfadado con Dean. Él no decía nada y salió camino de la granja, cubierto con un impermeable, a buscar ayuda.
—¿Es hermano suyo? —preguntaron los chicos del asiento de atrás—. Es un demonio con el coche… y según lo que cuenta, también debe serlo con las mujeres.
—Está loco, sí —les respondí—, pero es mi hermano. —Y vi que Dean volvía con el granjero y su tractor. Engancharon unas cadenas al parachoques y el coche salió de la cuneta. Estaba cubierto de barro y el parachoques quedó destrozado. El granjero nos cobró cinco dólares. Sus hijas observaban bajo la lluvia. La más guapa y tímida se escondía en el campo y hacía bien porque era indudablemente la chica más guapa que Dean y yo habíamos visto en nuestra vida. Tenía unos dieciséis años, un aspecto de la llanura maravilloso con una piel como las rosas, y ojos azules, el cabello adorable y la timidez y agilidad de una gacela. Cada vez que la mirábamos retrocedía asustada. Allí estaba de pie con los inmensos vientos que soplaban desde Saskatchevan jugando con su cabello que formaba maravillosos bucles en torno a su cabeza. Y se ruborizaba y se ruborizaba.
Terminamos nuestros asuntos con el granjero, echamos una última mirada al ángel de la pradera, y nos alejamos, ahora más despacio, hasta que cayó la noche por completo y Dean dijo que el rancho de Ed Wall estaba allí mismo, delante de nosotros.
—Las chicas como ésa me asustan —dije—. Lo abandonaría todo por ella y me arrojaría a sus pies; quedaría a su merced y si me rechazara me iría para siempre de este mundo.
Los chicos del colegio de jesuitas se reían. Sólo sabían de bromas colegiales y en sus cabezas de chorlito sólo tenían mucho Aquino mal digerido. Dean y yo no les hicimos ningún caso. Mientras cruzábamos la praderas cubiertas de barro me contaba cosas de sus días de vaquero y me enseñó un trecho de la carretera donde pasó una mañana entera cabalgando; y dónde había estado arreglando la alambrada nada más llegar a los terrenos de Wall, de una extensión tremenda; y donde el viejo Wall, el padre de Ed, solía alborotar persiguiendo una ternera en su coche por la hierba alta y gritando:
—¡Cógela, cógela, cagoendiós!
—Tenía que comprar un coche nuevo cada seis meses —me explicó Dean—. No le importaba. Cuando se nos escapaba un animal corría en su persecución hasta que el coche se atascaba en un pantano y luego seguía a pie. Contaba hasta el último centavo que ganaba y lo guardaba en un puchero. Era un viejo ranchero loco. Ya te enseñaré algunos de los coches que destrozó, están cerca del granero. Estuve aquí en libertad condicional después de mi último lío. Y aquí vivía cuando le escribí aquellas cartas a Chad King.
Dejamos la carretera y nos metimos por un sendero sinuoso que atravesaba los pastos de invierno. Apareció de pronto ante nuestros faros un melancólico grupo de vacas con la cara blanca.
—¡Aquí están! ¡Las vacas de Wall! ¡No podremos pasar a través de ellas! Tendremos que bajarnos y espantarlas. ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Pero no necesitamos hacerlo y avanzamos lentamente entre ellas, a veces golpeándolas suavemente, mientras se movían lentamente y mugían como un mar rodeando las puertas del coche. Más allá vimos la luz de la casa de Ed Wall. Alrededor de esa luz se extendían cientos de kilómetros de pastos.
La clase de oscuridad absoluta que cae sobre una pradera como ésta resulta inconcebible para alguien del Este. No había luna, ni estrellas, ni luz, excepto la de la cocina de la señora Wall. Lo que existía pasadas las sombras del porche era una interminable visión del mundo que no se conseguiría ver hasta el amanecer. Después de llamar a la puerta y de preguntar allí en la oscuridad por Ed Wall, que estaba ordeñando las vacas en el establo, di un breve y cauteloso paseo por aquella oscuridad, fueron sólo unos veinte pasos, ni uno más. Me pareció oír coyotes. Wall dijo que probablemente era uno de los caballos salvajes de su padre que relinchaba a lo lejos. Ed Wall tenía más o menos nuestra edad, era alto, ágil, de dientes en punta, y lacónico. Él y Dean habían pasado muchas tardes en las esquinas de la calle Curtís silbando a las chicas que andaban por allí. Ahora nos hizo entrar amablemente en la oscura, parda y poco utilizada sala de estar y anduvo en la oscuridad hasta que encontró unas mortecinas lámparas y las encendió y dijo a Dean:
—¿Qué coño te ha pasado en ese dedo?
—Pegué a Marylou y se me infectó y tuvieron que amputarme un pedazo.
—¿Adónde hostias vas y por qué? —me di cuenta que se comportaba como el hermano mayor de Dean. Meneó la cabeza; todavía tenía el cubo de leche a sus pies—. Bueno, de todos modos siempre has sido un hijoputa sin pizca de seso.
Entretanto su joven esposa preparó un magnífico banquete en la enorme cocina del rancho. Se disculpó por el helado de melocotón:
—No lleva más que nata y melocotones congelados —pero, claro está, fue el único helado auténtico que había tomado en toda mi vida. Empezó poco a poco y terminó en la abundancia; a medida que íbamos comiendo aparecían nuevas cosas en la mesa. Era una rubia bastante guapa, pero como todas las mujeres que viven en los grandes espacios abiertos se quejaba de que se aburría un poco. Habló de los programas de radio que solía escuchar a esta hora de la noche. Ed Wall estaba sentado y se limitaba a mirarse las manos. Dean comió vorazmente. Quería que yo siguiera su historia de que el Cadillac era mío. Según él, yo era un hombre muy rico y él era mi amigo y mi chófer. Aquello no impresionó en absoluto a Ed Wall. Cada vez que el ganado hacía ruido en el establo levantaba la cabeza y escuchaba.
—Bueno, espero que lleguéis bien a Nueva York —dijo, pero lejos de creer la historia de que el Cadillac era mío, estaba seguro de que Dean lo había robado. Estuvimos en el rancho aproximadamente una hora. Ed Wall había perdido toda su confianza en Dean, lo mismo que Sam Brady… lo miraba con desconfianza siempre que lo miraba. Habían pasado días muy agitados cuando, terminada la recolección del heno, andaban por la calles de Laramie, Wyoming; pero todo aquello estaba muerto e ido.
Dean saltaba convulsivamente en su silla.
—Muy bien, sí, sí, muy bien, y ahora creo que lo mejor será que nos larguemos porque tenemos que estar en Chicago mañana por la noche y ya hemos perdido varias horas.
Los colegiales dieron cordialmente las gracias a Wall y reanudamos la marcha. Me volví para ver la luz de la cocina hundirse en el mar de la noche. Después miré hacia delante.
En muy poco tiempo estábamos de nuevo en la autopista y esa noche vi desplegarse ante mis ojos todo el estado de Nebraska. Íbamos a ciento setenta y cinco por hora por rectas interminables, cruzábamos pueblos dormidos, no había tráfico y el expreso de la Union Pacific quedaba detrás de nosotros bajo la luz de la luna. No sentí miedo en toda la noche; era perfectamente legítimo ir a ciento setenta y cinco y hablar y ver aparecer y desaparecer como en sueños todas las localidades de Nebraska: Ogallala, Gothenburg, Kearney, Grand Island, Columbus… Era un coche magnífico; corría por la carretera como un barco por el agua. Tomábamos las curvas con toda soltura.
—¡Ah, tío, qué coche tan maravilloso! —suspiraba Dean—. Piensa lo que podríamos hacer tú y yo si tuviéramos un coche como éste. ¿Sabes que hay una carretera que baja hasta México y luego sigue hasta Panamá…? y quizá continúe hasta el final de América del Sur donde los indios miden más de dos metros y mascan coca en las montañas. ¡Sí! Tú y yo, Sal, recorreríamos el mundo entero en un coche como éste porque, tío, en definitiva la carretera tiene que dar la vuelta al mundo entero. ¿Adónde va a ir si no? ¿No es así? Pero, en fin, nos pasearemos por el viejo Chicago con este coche. Fíjate, Sal, nunca he estado en Chicago.
—En este Cadillac pareceremos gánsteres.
—¡Eso es! ¿Y las chicas? Podremos ligarnos un montón de chicas. Sal, he decidido mantener una velocidad extra y así tendremos una noche entera para andar por allí con el coche. Ahora sólo tienes que descansar y yo conduciré todo el rato.
—De acuerdo, ¿a qué velocidad vamos ahora?
—Nos mantenemos más o menos a ciento ochenta… y ni siquiera se nota. Cruzaremos Iowa entero durante el día y luego recorreremos Illinois en muy poco tiempo. —Los chicos se habían dormido y hablamos y hablamos toda la noche.
Era notable hasta qué punto Dean podía volverse loco y a continuación sondear su alma (que a mi juicio está arropada por un coche rápido, una costa a la que llegar y una mujer al final de la carretera), tranquila y sensatamente como si no hubiera pasado nada.
—Ahora me pongo así siempre que estoy en Denver… no puedo hacérmelo en esa ciudad nunca más. Por eso, por eso, porque el pobre Dean es como un poseso. ¡Zas! ¡Zas! —Le conté que yo había recorrido esta carretera de Nebraska antes, en el 47. Él también—. Sal, cuando trabajaba en la lavandería Nueva Era de Los Ángeles, en mil novecientos cuarenta y cuatro (había falsificado la edad, claro), hice un viaje a Indianápolis con el propósito exclusivo de ver la carrera del 30 de mayo; de día hacía autostop y por la noche para ganar tiempo robaba coches. También tenía en LA un Buick de veinte dólares, mi primer coche; no podía pasar la inspección de frenos y luces y decidí que necesitaba un permiso de otro estado para usar el coche sin que me detuvieran, así que vine aquí a conseguir la licencia. Cuando estaba haciendo autostop por uno de estos pueblos, con las placas de la matrícula escondidas debajo de la chaqueta, un sheriff metomentodo consideró que era demasiado joven para estar haciendo autostop y me detuvo. Encontró las matrículas y me metió en una celda de la cárcel con un delincuente del condado que debería de haber estado en un asilo de ancianos, pues no podía comer por sí solo (la mujer del sheriff le daba de comer) y se pasaba el día entero babeándose y sollozando. Después de la investigación, que incluyó atenciones y cuidados paternales, y después bruscas amenazas para asustarme, y también una comprobación de mi escritura y otras cosas así, y después de que le soltara el mejor discurso de toda mi vida para que me pusiera en libertad, en el que le dije que era mentira todo lo que le había dicho de mi pasado de ladrón de coches y que sólo andaba buscando a mi padre que trabajaba en una granja de los alrededores, dejó que me fuera. Me perdí las carreras, claro. Al otoño siguiente hice lo mismo para ver el partido Notre Dame-California en South Bend, Indiana… esta vez no tuve ningún problema, Sal, pero tenía el dinero justo para la entrada, ni un centavo de más, y no comí nada ni a la ida ni a la vuelta, excepto lo que pude sacarles a los tipos que conocí en la carretera. Soy el único chico de todos los Estados Unidos de América que se haya tomado tantas molestias por ver un partido de fútbol.