Cogí el volante y entregado a mis propias fantasías, conduje a través de Linares, a través de la cálida y llana zona pantanosa, por encima del humeante río Soto, la Marina, cerca de Hidalgo, y más allá. Un gran valle que era una verde jungla con grandes zonas cultivadas, también muy verdes, se abría ante mí. Grupos de hombres nos miraron al pasar por un estrecho y antiguo puente. Fluía un río ardiente. Después ascendimos hasta que reapareció una especie de región desértica. Delante estaba la ciudad de Gregoria. Los otros dos dormían y yo seguía solo al volante con mi eternidad a cuestas. La carretera era una larga línea recta. No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benarés, la capital del mundo. Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la «historia». Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción al mundo de la «historia» y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Éstos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol.
Antes, en San Antonio, le había prometido a Dean en broma que le conseguiría una chica. Fue una apuesta y un desafío. Cuando detuve el coche en una estación de servicio cerca de la soleada Gregoria cruzó la carretera un chaval descalzo que llevaba una enorme visera para el parabrisas y que quería saber si se la compraría.
—¿Le gusta? Sesenta pesos. ¿
Habla español? Sesenta pesos
*. Me llamo Víctor.
—No —y añadí en broma—, lo que quiero comprar es una
señorita
*.
—Claro, claro —exclamó excitado—. Le traeré chicas después. Ahora demasiado calor —añadió con desagrado—. No hay buenas chicas cuando hace calor. Espere a esta noche. ¿Le gusta la visera?
No quería comprar la visera pero quería a las chicas. Desperté a Dean.
—¡Eh, tío! Te dije en Texas que te conseguiría una chica… pues bien, desperézate y despierta del todo; hay unas chicas esperando por nosotros.
—¿Cómo? ¿Cómo? —gritó incorporándose de un salto, todo ojeroso—. ¿Dónde? ¿Dónde?
—Este chico, Víctor, nos enseñará dónde.
—Bien, vamos, vamos. —Dean saltó del coche y estrechó la mano a Víctor. En la estación había un grupo de otros chicos y sonreían. Casi todos iban descalzos y llevaban sombreros de paja—. Tío —me dijo Dean—, ¿no te parece un lugar agradable para pasar la tarde? Aquí se está mucho mejor que en los billares de Denver. Víctor, ¿y las chicas? ¿Dónde?
¿Dónde?
* —añadió en español—. Te das cuenta, Sal, estoy hablando español.
—Pregúntale si puede conseguir algo de tila. ¡Eh, chico! ¿Tienes marihuana?
El chico dijo que sí con la cabeza.
—Sí, cuando ustedes quieran. Vengan conmigo.
—¡Ji, ji! ¡Vaya, vaya! —gritó Dean. Ya se había despertado del todo y andaba dando saltos por la dormida calle mexicana—. ¡Vamos! —Yo les estaba pasando cigarrillos Lucky Strike a los otros chicos. Se estaban divirtiendo mucho con nosotros, especialmente con Dean. Hablaban entre sí, y con la mano tapándose la boca hacían comentarios sobre aquel americano chiflado—. ¡Míralos, Sal! Están hablando de nosotros. ¡Oh, qué mundo! —Víctor subió al coche con nosotros. Partimos. Stan Shephard que había estado profundamente dormido se despertó en medio de la agitación.
Salimos al desierto por el otro lado de la carretera y doblamos por una carretera de tierra que hizo dar botes al coche como nunca. Allí delante estaba la casa de Víctor. Apareció entre unos cactos y unos pocos árboles. Era una especie de caja cuadrada de adobe y había unos cuantos hombres sentados en el patio.
—¿Quiénes son ésos? —dijo Dean todo excitado.
—Son mis hermanos. Mi madre está también. Mi hermana también. Es mi familia. Yo casado y vivo en el pueblo.
—¿Y qué pasa con tu madre? —preguntó Dean—. ¿Qué dice de la marihuana?
—¡Oh! Es ella quien me la consigue —y mientras esperábamos en el coche, Víctor se apeó y entró en la casa y dijo algo a una vieja. Ésta se volvió y fue a la huerta de la parte de atrás y empezó a recoger hojas secas de marihuana. Eran hojas arrancadas de las plantas y puestas a secar al sol del desierto. Entretanto los hermanos de Víctor sonreían bajo un árbol. Vendrían a saludarnos pero necesitaban cierto tiempo para levantarse y llegar hasta donde estábamos. Víctor volvió sonriendo dulcemente.
—Tío —dijo Dean—. Este Víctor es la persona más agradable, pasada, loca y maravillosa que he conocido en mi vida. Mira cómo camina, mira cómo anda tan tranquilo. Aquí no hay que darse prisa. —Una brisa del desierto, insistente y constante, envolvía el coche. Hacía mucho calor.
—Mucho calor, ¿verdad? —dijo Víctor sentándose en el asiento delantero junto a Dean y señalando el ardiente techo del Ford—. Ahora con la marihuana no tendrán más calor. Esperen.
—Sí —dijo Dean, ajustándose las gafas de sol—. Esperaré. Claro que esperaré, Víctor.
En esto un hermano muy alto de Víctor se acercó lentamente con un montón de hierba envuelta en la página de un periódico. Dejó el paquete encima de las piernas de Víctor y se apoyó despreocupadamente en la puerta del coche, nos saludó con la cabeza y dijo:
—Hola.
Dean también le saludó con la cabeza y le sonrió. Nadie hablaba; era algo perfecto. Víctor procedió a liar el canuto más grande que yo había visto nunca. Lo lió con papel de envolver y fabricó una especie de puro de marihuana. Era enorme. Dean le observaba asombrado. Víctor lo encendió con toda naturalidad y nos lo pasó. Tirar de aquello era como tener una chimenea en la boca y aspirar. El humo pasó por nuestras gargantas como una gran explosión de calor. Contuvimos la respiración y echamos el humo casi al tiempo. El sudor se nos congeló en la frente y aquello de pronto era igual que la playa de Acapulco. Miré por la ventanilla de atrás y vi a otro de los hermanos de Víctor. Era una especie de indio peruano con un sarape sobre el hombro. Se apoyaba en un poste sonriendo, demasiado tímido para venir a estrecharnos las manos. Se diría que el coche estaba rodeado de hermanos pues apareció otro al lado de Dean. Entonces sucedió la cosa más extraña del mundo. Estábamos todos tan altos que pasamos de formalidades y nos concentramos en lo que nos interesaba justamente entonces. Americanos y mexicanos nos estábamos colocando juntos en pleno desierto y además, veíamos muy cerca los rostros y los poros y los callos de las manos y las mejillas ruborizadas del otro mundo. Los hermanos indios empezaron a hablar de nosotros en voz baja; vimos que nos miraban, y hacían comentarios y nos comparaban con ellos, y corregían o asentían a sus mutuas impresiones.
—Sí, sí —decían, mientras Dean, Stan y yo hablábamos de ellos en inglés.
—Fíjate en ese hermano tan extraño de ahí atrás, no se ha movido del poste ni ha disminuido nada la intensidad de su divertida y tímida sonrisa. Y éste de aquí, el de la izquierda, es mayor, está más seguro de sí mismo y también más triste, es como un vagabundo en la ciudad, mientras que Víctor está casado… es como una especie de rey egipcio, ¿lo ves? Son unos tipos estupendos. Nunca había visto nada igual. Y están hablando de nosotros, ¿lo ves? También nosotros hablamos de ellos, pero con una diferencia, lo más probable es que les interese cómo vamos vestidos… bueno, en esto no hay ninguna diferencia… pero les parecerá raras las cosas que tenemos en el coche y el modo en que nos reímos tan distinto al suyo, y hasta compararán nuestro olor con el suyo. Con todo, daría un ojo de la cara por saber lo que opinan de nosotros. —Y Dean intentó saberlo.
—Oye, Víctor, tío… ¿de qué están hablando tus hermanos?
Víctor dirigió sus melancólicos ojos oscuros hacia Dean y dijo:
—Sí, sí.
—No, no has entendido lo que te he preguntado. ¿De qué hablan tus hermanos?
—¡Oh! —exclamó Víctor muy inquieto—, ¿no os gusta la marihuana?
—Sí, sí, claro que sí, es muy buena. Pero ¿de qué habláis?
—¿Hablar? Sí, estamos hablando. ¿Os gusta México?
Era difícil llegar a un lenguaje común. Y todos seguimos tranquilos y serenos y altos y disfrutando de la brisa del desierto y rumiando diferentes pensamientos nacionales y raciales y personales sobre la eternidad.
Llegó la hora de las chicas. Los hermanos volvieron a sentarse bajo el árbol, la madre miraba desde la soleada entrada de la casa, y nosotros volvimos al pueblo dando tumbos y saltando.
Pero ahora los botes y saltos ya no eran desagradables: era el viaje más agradable y divertidamente ondulante del mundo; como si navegáramos sobre un mar azul; y la cara de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia:
—Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue.
Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosvelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctuante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla —que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente— era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba.
—¿Qué les parece mi niño? Se llama Pérez, tiene seis meses.
—¡Vaya! —dijo Dean con el rostro todavía transfigurado por una especie de placer supremo y hasta de santidad—. Es el niño más guapo que he visto nunca. Mira qué ojos. Bien, Sal y Stan —añadió volviéndose hacia nosotros con una expresión seria y tierna—, quiero que os fijéis es-pe-cial-mente en los ojos de este niño mexicano que es el hijo de nuestro maravilloso amigo Víctor y apreciéis el modo en que entregará a la humanidad esa alma maravillosa que habla por sí misma a través de las ventanas que son sus ojos; unos ojos tan bonitos que sin duda profetizan e indican la más hermosa de las almas.
Era un hermoso discurso. Y era un niño muy hermoso. Víctor miraba melancólicamente a su ángel. Todos deseamos tener un hijo como aquél. Era tan grande la intensidad de nuestros sentimientos hacia el alma del niño que éste notó algo extraño y empezó a llorar con una pena desconocida que no había modo de calmar porque estaba enraizada en innumerables misterios y milenios. Lo probamos todo; Víctor lo acarició y lo acunó. Dean le hizo carantoñas. Yo alargué la mano y toqué sus bracitos. El llanto arreció.
—¡Vaya! —dijo Dean—. Lo siento muchísimo, Víctor, pero lo hemos asustado.
—No está asustado, simplemente llora.
En la entrada de la casa, justo detrás de Víctor, demasiado tímida para salir, estaba su mujer, descalza y esperando con ansiosa ternura que devolviéramos el niño a sus brazos tan suaves y morenos. Después de habernos enseñado a su hijo, Víctor volvió a subir al coche y señaló orgullosamente hacia la derecha.
—Sí —dijo Dean, y avanzó con el coche por estrechas calles argelinas con rostros que nos observaban desde todas partes con cordial perplejidad. Llegamos a la casa de putas. Era un establecimiento magnífico de adobe dorado bajo el sol. En la calle, apoyados en el alféizar de las ventanas de la casa de putas había dos policías, sus pantalones estaban arrugados, parecían dormidos y aburridos y nos dedicaron unas breves miradas interesadas cuando entramos, y se quedaron allí las tres horas que estuvimos armando follón delante de sus narices, hasta que salimos al anochecer y, por indicación de Víctor, le dimos a cada uno el equivalente de veinticinco céntimos; sólo por pura fórmula.