Subimos al coche en casa de Babe y le dijimos adiós. Tim vendría con nosotros hasta su casa de las afueras. Babe aquel día estaba muy guapa: su pelo era largo y rubio y de sueca; sus pecas se veían al sol. Parecía exactamente la niña que había sido. Sus ojos estaban húmedos. Tenía pensado unirse más adelante con nosotros acompañada por Tom… no lo hizo. Adiós, adiós.
Nos marchamos; dejamos a Tim en su patio de las llanuras de las afueras y le vi hacerse más y más pequeño. Se quedó allí de pie por lo menos un par de minutos viendo cómo nos íbamos y pensando en sabe Dios qué cosas tristes. Seguía haciéndose más pequeño y continuaba allí, inmóvil con una mano en la cuerda de tender la ropa, como un capitán, y yo giré la cabeza para verle un poco más hasta que no hubo más que una creciente ausencia en el espacio, y el espacio era el horizonte hacia el Este, hacia Kansas, hacia la inmensidad que llevaba hasta mi casa en la Atlántida.
Luego nos dirigimos hacia el Sur en dirección a Castle Rock, Colorado, mientras el sol se ponía rojo y la piedra de las montañas del Oeste parecía una cervecería de Brooklyn en los atardeceres de noviembre. Muy arriba, entre las sombras púrpura de la roca había alguien caminando y caminando, pero no podíamos distinguirlo bien; quizá fuera aquel anciano de pelo blanco que yo había percibido años atrás en las alturas, Zacateca Jack. Pero se me acercaba, sólo que siempre por detrás. Y Denver retrocedía más y más como la ciudad de sal, y sus humos se abrían al aire y se disolvían ante nuestra vista.
Era mayo. ¿Y cómo unas tardes tan agradables como las de Colorado con sus granjas y sus acequias y sus sombrías cañadas (los sitios donde van a nadar los chicos) pueden producir un insecto como el insecto que picó a Stan Shephard? Llevaba el brazo apoyado en la ventanilla de la puerta rota y hablaba alegremente cuando de repente un bicho que revoloteaba se le posó en el brazo y le clavó un largo aguijón. Stan soltó un alarido. Gritó y se golpeó el brazo y se sacó el aguijón y a los pocos minutos el brazo estaba muy hinchado y le dolía. Dean y yo no conseguíamos imaginar que era aquello. No había más que esperar y ver si la hinchazón cedía. Aquí estábamos, rumbo a desconocidas tierras del Sur y a poco más de cinco kilómetros del pueblo natal, del querido lugar de la infancia, un extraño y frenético bicho exótico surgía de secretas podredumbres y nos metía el miedo en el corazón.
—¿Qué es?
—Nunca he visto por aquí un insecto capaz de producir una hinchazón como ésta.
—¡Maldita sea!
Hizo que el viaje pareciera siniestro y maldito. Continuamos. El brazo de Stan empeoró. Nos detuvimos en el primer hospital que encontramos y le pusieron una inyección de penicilina. Pasamos por Castle Rock y llegamos a Colorado Springs al oscurecer. A nuestra derecha se alzaba la gran sombra del pico Pike. Bajamos hasta la autopista de Pueblo.
—He hecho autostop miles de veces en esta carretera —dijo Dean—. Una noche estaba escondido exactamente detrás de esa cerca de ahí y de repente sentí un miedo terrible sin motivo alguno.
Decidimos contarnos nuestra vida, pero uno a uno, y Stan fue el primero.
—Hay un largo camino que recorrer —prologó Dean—. Por lo tanto, tenemos que permitirnos todo tipo de digresiones y entrar en cada uno de los detalles que nos vengan a la mente. Con todo, quedarán muchas cosas por contar. Tómatelo con calma —advirtió a Stan que empezaba a contar su vida—, además tienes que descansar.
Stan comenzó su relató mientras nos disparábamos a través de la oscuridad. Empezó con sus experiencias en Francia, pero con objeto de evitar dificultades insuperables, retrocedió y empezó a hablar de su infancia en Denver. Él y Dean compararon las veces que se habían visto en bicicleta.
—Una vez, ¿lo has olvidado?, en el garaje Arapahoe. ¿Te acuerdas? Te lancé la pelota desde la esquina y tú me la devolviste de un puñetazo y cayó a una alcantarilla. Iba al colegio. ¿Recuerdas ahora? —Stan estaba nervioso y febril. Quería contárselo todo a Dean. Ahora Dean era el árbitro, el anciano, el juez, el oyente, el que aprobaba, el que asentía.
—Sí, sí, sigue, por favor.
Pasamos por Walsenburg; de pronto pasamos por Trinidad, donde Chad King quizá en aquel mismo momento, en algún sitio lejos de la carretera, estaría ante una hoguera y tal vez con un grupo de antropólogos contando su vida como en otros tiempos, y jamás se imaginaría que nosotros pasábamos por la carretera, rumbo a México, contándonos también nuestras propias vidas. ¡Triste noche americana! Después estábamos en Nuevo México y cruzamos las redondas piedras de Ratón, y nos detuvimos a tomar unas hamburguesas. Estábamos muertos de hambre y envolvimos unas cuantas en una servilleta para comérnoslas al otro lado de la frontera de Texas.
—Tenemos ante nosotros todo el estado vertical de Texas, Sal —dijo Dean—, antes de que se vuelva horizontal después de haberlo cruzado. Bueno, entraremos en Texas dentro de unos pocos minutos y no saldremos hasta mañana a esta misma hora, y no nos detendremos ni un momento. Piensa en ello.
Seguimos la marcha. En la inmensa llanura nocturna estaba el primer pueblo de Texas, Dalhart. Yo lo había cruzado en 1947 y brillaba en la oscuridad a unos ochenta kilómetros de distancia. La tierra bajo la luz de la luna era toda mezquites e inmensidad. En el horizonte estaba la luna. Crecía, se puso enorme y rojiza, luego se suavizó y se puso más clara, hasta que el lucero del alba le desafió y el rocío empezó a llamar a nuestras ventanillas… y seguíamos adelante. Después de Dalhart —vacío pueblo de cartón— nos lanzamos hacia Amarillo adónde llegamos por la mañana entre praderas batidas por el viento que muy pocos años atrás habían visto campamentos de tiendas de campaña de búfalo. Ahora había estaciones de servicio y máquinas de discos nuevas, modelo 1950, con inmensos altavoces ornamentales y ranuras para monedas de diez céntimos y discos espantosos. Durante todo el trayecto de Amarillo a Childress, Dean y yo le contamos a Stan los argumentos de todos los libros que habíamos leído; él pidió que lo hiciéramos. En Childress, bajo un sol ardiente, doblamos y nos dirigimos directamente hacia el Sur por una carretera de segundo orden y atravesamos abismales desiertos en dirección a Paducah, Guthrie y Abilene. Dean tenía sueño, y Stan y yo nos sentamos en la parte de adelante y condujimos por turnos. El viejo coche se calentaba y se quejaba y luchaba desesperadamente. Grandes nubes de arenoso viento nos sacudían desde trémulos espacios. Stan me contó cosas de Montecarlo y de Cagnes-sur-mer y de los azules pueblos cerca de Mentón donde gente de rostro moreno callejeaba entre paredes blancas.
Texas es inconfundible: entramos lentamente y con mucho calor en Abilene y todos nos despertamos para ver la ciudad.
—Imagínate lo que debe ser vivir aquí a miles de kilómetros de cualquier ciudad importante. ¡Vaya! ¡Vaya! Fijaos ahí junto a las vías, el viejo Abilene donde cargaban las vacas y nacían sheriffs y bebían whisky de garrafa. ¡Mirad allí! —gritó Dean asomándose por la ventanilla con la boca torcida como W. C. Fields. No le importaba que fuera Texas o cualquier otro sitio. Tejanos de rostro colorado caminaban deprisa por las ardientes aceras y no le prestaban atención. Nos detuvimos a comer en la autopista al sur de la ciudad. La noche parecía a millones de kilómetros cuando seguimos por Coleman y Brady. Era el corazón de Texas, un yermo de matorrales con alguna casa ocasional cerca de un arroyo sediento y un rodeo de ochenta kilómetros por una polvorienta carretera y un calor sin fin.
—El viejo México todavía queda lejos —dijo Dean con voz soñolienta desde el asiento de atrás—, así que a seguir rodando, muchachos, y al amanecer estaremos besando
señoritas
* porque este viejo Ford sabe correr si se le habla con cariño… claro que la parte de atrás está a punto de caerse pero no os preocupéis de eso hasta llegar allí. —Y volvió a dormirse.
Cogí el volante y conduje hasta Fredericksburg, y aquí me encontré entrecruzándome otra vez con el viejo mapa. En este mismo sitio Marylou y yo habíamos paseado cogidos de la mano una mañana de nieve de 1949, ¿dónde estaría Marylou ahora?
—¡Toca! —chilló Dean entre sueños y supuse que estaba soñando con el jazz de Frisco o quizá con los próximos mambos mexicanos.
Stan hablaba sin parar; Dean le había dado cuerda la noche antes y parecía que nunca iba a parar. Ahora estaba en Inglaterra, contando aventuras de cuando hacía autostop por la carretera de Londres a Liverpool, con el pelo largo y los pantalones rotos y cómo le habían dado ánimos los extraños camioneros británicos en sus desplazamientos por el lúgubre vacío europeo. Todos teníamos los ojos rojos debido al continuo mistral que soplaba en Texas. Cada uno de nosotros llevaba una piedra en el vientre y sabíamos que avanzábamos, aunque lentamente. El coche andaba apenas a setenta con un esfuerzo estremecedor. Desde Fredericksburg bajamos por las grandes praderas del Oeste. Las mariposas empezaron a estrellarse contra el parabrisas.
—Estamos bajando hacia la tierra caliente, tíos, la de las ratas del desierto y el tequila. Y ésta es la primera vez que estoy tan al sur de Texas —dijo Dean y añadió maravillado—: ¡Cagoendiós! Por aquí es por donde anda mi viejo en invierno, ¡vaya un vagabundo astuto!
De pronto estábamos aplastados por un calor absolutamente tropical. Acabábamos de bajar unos ocho kilómetros y delante vimos las luces del viejo San Antonio. Tenías la impresión de que todo esto había sido realmente territorio mexicano. Las casas de al lado de la carretera eran diferentes, las estaciones de servicio más pobres; menos luces. Dean tomó el volante entusiasmado por llegar a San Antonio. Entramos en la ciudad pasando por una zona de miserables casuchas mexicanas con viejas mecedoras en el porche. Nos detuvimos en una extraña estación de servicio para engrasar el coche. Había muchos mexicanos bajo las calientes luces de las bombillas del techo que estaban ennegrecidas por los mosquitos; iban a un puesto y compraban cerveza y tiraban el dinero al encargado. Había familias enteras haciendo esto. Se veían casuchas por todas partes y árboles polvorientos y un olor a canela en el aire. Pasaron unas nerviosas chicas mexicanas con unos muchachos.
—¡Eh! ¡Eh! —gritó Dean.
—
Sí, mañana
* —respondieron en español.
Salía música de todas partes, y era música de todas clases. Stan y yo bebimos varias botellas de cerveza y nos colocamos. Ya estábamos casi fuera de América y sin embargo definitivamente en ella y en el sitio donde está más loca. Pasaban coches preparados. ¡Ah, ah, San Antonio!
—Bien, tíos, escuchadme… creo que estaría bien pasar un par de horas en San Antonio y así podríamos encontrar un hospital donde curaran el brazo de Stan, y tú y yo, Sal, podríamos dar una vuelta por estas calles. Mira esas casas del otro lado de la calle, puede verse toda la habitación delantera con las chicas de la casa tumbadas leyendo revistas del corazón. ¡Vamos! ¡Vamos!
Anduvimos un rato en el coche sin dirección fija y preguntando a la gente por el hospital más cercano. Estábamos cerca del centro y las cosas parecían más pulcras y americanas; había varios semirrascacielos y muchas luces de neón y cadenas de drugstores, pero los coches andaban por la oscuridad a su aire, como si no hubiera leyes de tráfico. Aparcamos frente a un hospital y acompañé a Stan a ver a un médico mientras Dean se quedaba en el coche a cambiarse. El vestíbulo del hospital estaba lleno de mexicanas pobres, algunas preñadas, otras enfermas y otras con sus hijitos enfermos. Era triste de ver. Me acordé de la pobre Terry y me pregunté qué estaría haciendo ahora. Stan tuvo que esperar una hora hasta que llegó un médico y vio su brazo hinchado. Había un nombre para aquella infección que tenía, pero ninguno nos molestamos en aprenderlo. Le pusieron una inyección de penicilina.
Entretanto Dean y yo fuimos a pasear por las calles de la parte mexicana de San Antonio. Era un ambiente fragante y suave —el más suave que he conocido— y sombrío y misterioso y lleno de vida. De pronto de la ruidosa oscuridad surgían muchachas con pañuelos blancos. Dean se desplazaba lentamente sin decir ni palabra.
—¡Oh, esto es demasiado maravilloso para hacer nada! —susurró—. Vamos a seguir paseando y viéndolo todo. ¡Mira! ¡Mira! Unos billares.
Entramos. Una docena de chavales estaban jugando al billar en tres mesas; todos eran mexicanos. Dean y yo compramos unas coca-colas y metimos unas monedas en la máquina de discos y oímos a Wynonie Blues Harris y a Lionel Hampton y a Lucky Millinder y nos movimos un poco. Entretanto Dean me dijo que me fijara en algo.
—Oye, mira con disimulo y mientras escuchamos a Wynonie hablar del pastel que hace su novia y respiramos este fragante aire, como tú dices, observa a ese chico, al tullido de la mesa uno, es el blanco de todas las bromas, ¿lo ves?, lo ha sido toda la vida. Los otros chicos no tienen piedad, pero lo quieren.
El tullido era una especie de enano deforme con un hermoso rostro demasiado grande en el que resplandecían unos enormes ojos castaños.
—¿No lo ves, Sal? Es un Tom Snark mexicano de San Antonio. Es igual en todas partes. ¿Ves cómo le pegan en el culo con el taco? ¡Ja, ja, ja! Escucha cómo se ríen. ¿Ves?, quiere ganar, ha apostado algo. ¡Fíjate! ¡Fíjate! —y vimos cómo el enano angélico apuntaba cuidadosamente. Falló. Los otros se rieron mucho—. Fíjate, tío —dijo Dean— ¡fíjate bien! —habían agarrado al chico por el cuello y lo estaban zarandeando en broma. Chillaba. Se alejó orgullosamente y se sumergió en la noche pero no sin antes lanzar una mirada avergonzada, dulce—. Tío, cómo me gustaría saber cosas de ese chaval, lo que piensa, con qué chicas anda… tío, este aire me pone alto. —Salimos y paseamos por varias calles oscuras y misteriosas. Muchas casas se escondían detrás de pequeños jardines que eran todo verdor, casi una jungla; vimos fugazmente a chicas en las habitaciones delanteras, chicas en los porches, chicas con chicos entre los arbustos—. Nunca había estado en este loco San Antonio. Imagínate lo que será México. ¡Vámonos! ¡Vámonos! —Corrimos de regreso al hospital. Stan estaba listo y dijo que se encontraba mucho mejor. Le echamos el brazo por encima del hombro y le contamos todo lo que habíamos hecho.
Y ahora estábamos dispuestos a recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta la mágica frontera. Saltamos al coche y nos fuimos. Estaba tan cansado que me dormí todo el camino hasta Laredo y no me desperté hasta que aparcaron el coche frente a un restaurante a las dos de la madrugada.