—¡Vaya! Los malditos carniceros de Washington ya están planteando nuevos problemas a nuestra bendita América… Sí, sí, vaya, vaya —y de pronto se alejó de nosotros y corrió a ver a una chica negra que pasaba entonces delante de la estación—. ¡Miradla! —dijo señalándola con un dedo flácido y luego señalándose a sí mismo con sonrisa de idiota—, fijaos qué cosa negra tan preciosa. ¡Vaya! ¡Vaya! —Subimos enseguida al coche y volamos de regreso a casa de mi hermano.
Había pasado unas Navidades tranquilas en el campo, me di cuenta de ello cuando volvimos a la casa y vi el árbol de Navidad, los regalos, y olí el pavo asado y escuché la charla de los parientes, pero ahora sentía el gusanillo otra vez, y el nombre del gusanillo era Dean Moriarty y había llegado el momento de volver de nuevo a la carretera.
Pusimos los muebles de mi hermano en el asiento de atrás y partimos al anochecer, prometiendo estar de vuelta en treinta horas: treinta horas para hacer mil seiscientos kilómetros al Norte y al Sur. Pero Dean quería que fuera así. Fue un viaje duro y ninguno de nosotros lo advirtió; la calefacción no funcionaba y, por lo tanto, el parabrisas se empañaba y se cubría de hielo; Dean, siempre conduciendo a ciento diez, sacaba un brazo de cuando en cuando y lo limpiaba con un trapo para hacer un agujero y ver la carretera. En el espacioso Hudson había sitio de sobra para que los cuatro fuéramos en la parte de adelante. Una manta nos cubría las piernas. La radio no funcionaba. Era un coche nuevo comprado cinco días antes y ya estaba roto. Sólo habían pagado el primer plazo, además. Allí íbamos, hacia Washington, al Norte, por la 301, una autopista muy recta de dos carriles y sin mucho tráfico. Y Dean hablaba, y ninguno de los demás hablaba. Gesticulaba furiosamente, y se inclinaba a veces hacia mí para subrayarme algo, y otras veces soltaba el volante y sin embargo el coche seguía recto como una flecha, sin desviarse ni un instante de la línea blanca del centro de la carretera que se desenrollaba besando nuestro neumático delantero izquierdo.
Era un conjunto de circunstancias sin sentido lo que había hecho venir a Dean, y yo me fui con él también sin motivo ninguno. En Nueva York iba a la facultad y estaba ligado con una chica que se llamaba Lucille, una italiana muy guapa de pelo rubio con la que, de hecho, quería casarme. Todos estos años había estado buscando una mujer con la que casarme. No conocía a una chica sin decirme enseguida: «¿Qué tal será como mujer?». Les hablé a Dean y Marylou de Lucille. Marylou quería saberlo todo de ella, quería conocerla. Pasamos zumbando por Richmond, Washington, Baltimore y subimos a Filadelfia por una sinuosa carretera y hablando.
—Quiero casarme —le dije—, quiero que mi alma repose junto a una buena mujer hasta que nos hagamos viejos. Esto no puede seguir así todo el tiempo. Este frenético deambular tiene que terminarse. Debemos llegar a algún sitio, encontrar algo.
—Mira, tío —dijo Dean—. Hace años que te doy buenos consejos sobre el
hogar
y el matrimonio y todas esas cosas maravillosas relacionadas con tu alma.
Fue una noche triste; también fue una noche alegre. En Filadelfia entramos en una cafetería y compramos unas hamburguesas con nuestro último dólar. El encargado —eran las tres de la mañana— nos oyó hablar del dinero y nos ofreció hamburguesas y café gratis si le lavábamos todos los platos que estaban amontonados en la cocina pues su ayudante no se había presentado. Aceptamos. Ed Dunkel dijo que era un buscador de perlas que subía de las profundidades y metió sus largos brazos entre los platos. Dean se instaló a su lado con un paño, y lo mismo Marylou. Finalmente empezaron a meterse mano entre los cazos y las sartenes; acabaron en un rincón de la despensa. El encargado se daba por satisfecho mientras Ed y yo limpiáramos los platos. Acabamos en quince minutos. Cuando despuntaba el día zumbábamos a través de Nueva Jersey con la gran nube de Nueva York alzándose detrás de nosotros en la nevada lejanía. Nos metimos por el túnel Lincoln y cortamos por Times Square; Marylou quería ver la plaza.
—¡Maldita sea! Me gustaría encontrar a Hassel. Mirad todos con atención a ver si conseguimos verlo.
Observamos atentamente las aceras.
—El ido de Hassel. Tenías que haberlo
visto
en Texas.
Así que Dean había recorrido unos seis mil quinientos kilómetros desde Frisco, vía Arizona y subiendo a Denver, en sólo cuatro días, con aventuras innumerables intercaladas, y sólo era el comienzo.
Fuimos a mi casa en Paterson y dormimos. Fui el primero en despertarme, avanzada la tarde. Dean y Marylou dormían en mi cama, Ed y yo en la de mi tía. El desgonzado y estropeado baúl de Dean estaba en el suelo con unos calcetines asomando. Me llamaban por teléfono al drugstore de abajo. Bajé; era de Nueva Orleans. Se trataba del viejo Bull Lee que se había trasladado a Nueva Orleans. Bull Lee con su aguda y gimiente voz se quejaba. Al parecer una chica llamada Galatea Dunkel acababa de llegar a su casa buscando a un tal Ed Dunkel. Bull no tenía ni idea de quiénes eran. Galatea Dunkel era una perdedora tenaz. Le dije a Bull que la tranquilizara contándole que Dunkel estaba con Dean y conmigo y que lo más probable era que la recogiéramos en Nueva Orleans camino de la costa. Entonces la propia Galatea se puso al teléfono. Quería saber cómo estaba Ed. Le interesaba mucho que se encontrara bien.
—¿Cómo te las arreglaste para ir de Tucson a Nueva Orleans? —le pregunté.
Me dijo que había telegrafiado a casa pidiendo dinero y que había cogido un autobús. Estaba decidida a reunirse con Ed porque lo amaba. Subí y se lo dije a Ed. Se sentó en la cama con expresión preocupada, un ángel de hombre, de hecho.
—Muy bien —dijo Dean despertándose de repente y saltando de la cama—, lo que tenemos que hacer es comer inmediatamente. Marylou, vete a la cocina y mira si hay algo de comer. Sal, tú y yo bajaremos a llamar a Carlo. Ed, tú mira a ver si puedes arreglar un poco la casa —seguí a Dean abajo.
El chico que llevaba el drugstore dijo:
—Ha habido otra llamada para ti, esta vez de San Francisco. Preguntaban por alguien llamado Dean Moriarty. Dije que no conocía a nadie que se llamara así.
Era la dulcísima Camille, llamando a Dean. El chaval del drugstore, Sam, un amigo mío alto y tranquilo, me miró y se rascó la cabeza.
—Oye —dijo—, ¿has organizado una casa de putas internacional?
—Te han descubierto, tío —rió Dean maniáticamente. Saltó a la cabina telefónica y llamó a San Francisco a cobro revertido. Después llamó a Carlo, a su casa de Long Island, y le dijo que viniera. Carlo llegó un par de horas después. Entretanto Dean y yo nos habíamos preparado para nuestro viaje de regreso a Virginia. Iríamos los dos solos a recoger el resto de los muebles y traer a mi tía. Carlo Marx llegó, con sus poemas bajo el brazo, y se sentó en una butaca mirándonos con sus brillantes y pequeños ojos. Durante media hora se negó a decir nada, de ningún tipo, se negó a comprometerse. Se había tranquilizado desde los días de Denver, gracias a su estancia en Dakar. En Dakar, luciendo barba, había callejeado seguido por niños que le llevaron a un brujo a que le dijera la buenaventura. Tenía fotos de callejas con cabañas de paja de las afueras de Dakar. Dijo que casi se había tirado por la borda del barco, lo mismo que Hart Crane, en su viaje de regreso. Dean estaba sentado en el suelo con una caja de música y escuchaba asombrado la cancioncilla que tocaba: «A Fine Romance».
—Escuchad, son una especie de campanillas —nos inclinamos y miramos el interior de la caja de música hasta que descubrimos todos sus secretos—. ¡Tilín! ¡Tin! ¡Tilín! ¡Vaya, vaya!
Ed Dunkel también se había sentado en el suelo; tenía mis palillos; de pronto se puso a tocar con ellos un suave ritmo que iba con la música de la caja, a la que casi no se podía oír. Todos contuvimos el aliento para escuchar.
—Tic… tac… tic-tac… tac-tac —Dean se puso la mano detrás de la oreja; estaba boquiabierto; dijo—: ¡Vaya! ¡Vaya!
Carlo observaba toda esta tonta locura con ojos entornados. Finalmente se dio una palmada en la rodilla y dijo:
—Tengo algo que deciros.
—¿Qué es? ¿Qué es?
—¿Qué significa este viaje a Nueva York? ¿En qué sórdido asunto os habéis metido ahora? Es decir, tío, ¿adónde vas? ¿Adónde vas tú, América, en tu reluciente coche a través de la noche?
—¿Adónde vas? —repitió Dean como un eco, con la boca abierta.
Nos sentamos y no supimos qué decir; no había más que hablar. Lo único que podíamos hacer era irnos. Dean se puso en pie de un salto y dijo que estábamos listos para volver a Virginia. Se duchó, yo preparé una gran fuente de arroz con todo lo que quedaba en la casa, Marylou zurció los calcetines, y ya estábamos listos para irnos. Dean y Carlo y yo zumbamos hacia Nueva York. Prometimos ver a Carlo dentro de treinta horas, a tiempo para celebrar la Noche Vieja. Era de noche. Lo dejamos en Times Square, volvimos a pasar por el túnel hasta Nueva Jersey, y de nuevo en la carretera. Nos turnamos al volante y llegamos a Virginia en diez horas.
—Ahora es la primera vez desde hace años que estoy solo y en disposición de hablar —dijo Dean, y habló toda la noche. Como en sueños zumbamos de regreso a través del dormido Washington y volvimos a las inmensidades de Virginia, cruzando el río Appomattox al despuntar el día. Llamamos a la puerta de mi hermano a las ocho de la mañana. Y todo este tiempo Dean estaba tremendamente excitado con todo lo que veía, todo lo que decía, cada uno de los detalles de los momentos que pasaban. Estaba fuera de sí y hablaba con auténtica fe.
—Y naturalmente ahora nadie puede decirnos que Dios no existe. Hemos pasado por todo. ¿Sal, te acuerdas de cuando vine a Nueva York por primera vez y quería que Chad King me enseñara cosas de Nietzsche? ¿Te acuerdas de cuánto tiempo hace? Todo es maravilloso, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo ha sido mal formulado de los griegos para acá. No se consigue nada con la geometría y los sistemas de pensamiento geométricos. ¡Todo se reduce a
esto
! —hizo un corte de manga; el coche seguía marchando en línea recta—. Y no sólo eso sino que ambos comprendemos que yo no tengo tiempo para explicar por qué sé y tú sabes que Dios existe.
En un determinado momento me lamenté de los problemas de la vida, de lo pobre que era mi familia, de lo mucho que deseaba ayudar a Lucille, que también era pobre y tenía una hijita.
—Problemas, ya ves, son la palabra que generaliza los motivos por los que Dios existe. La cuestión es no quedar colgado. ¡Me da vueltas la cabeza! —gritó cogiéndosela con ambas manos.
Salió del coche a buscar pitillos y se parecía a Groucho Marx: el mismo caminar furioso, dando pasos muy largos, con los faldones del frac al viento, excepto que no llevaba frac.
—Desde Denver, Sal, un montón de cosas… ¡Y qué cosas! He pensado y pensado. Estaba en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de indicarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía —pasamos junto a un niño que apedreaba a los coches—. Piensa en esto —siguió Dean—. Cualquier día romperá un parabrisas con una piedra y el conductor se estrellará y morirá. Y todo por culpa de ese chaval. ¿Ves lo que te quiero decir? Dios existe sin escrúpulos. Mientras rodamos por esta carretera no tengo ninguna duda de que hará todo lo posible para protegernos, lo mismo que tú cuando conduces con tanto miedo (no me gustaba conducir y lo hacía con todo tipo de precauciones). El coche seguirá su camino por sí mismo y no te saldrás de la carretera y yo podré dormir. Además, conocemos perfectamente América, estamos en casa; puedo ir a cualquier parte de América y conseguir lo que quiera porque en todas partes es lo mismo. Conozco a la gente y sé las cosas que hacen. Es un dar y tomar constante y entramos en la tranquilidad increíblemente complicada haciendo eses de un lado a otro.
No había nada claro en las cosas que decía, pero lo que intentaba explicar era algo puro y transparente. Usaba mucho la palabra «puro». Nunca me había imaginado que Dean pudiera ser un místico. Eran los primeros días de un misticismo que le llevarían a la extraña y harapienta santidad a lo W. C. Fields de sus últimos días.
Hasta mi tía le escuchaba con cierta curiosidad mientras volvíamos hacia el Norte aquella misma noche con los muebles detrás. Ahora que mi tía estaba en el coche, Dean se calmó y hablaba de su trabajo en San Francisco. Nos enteramos hasta el menor detalle de lo que tiene que hacer un guardafrenos, haciéndonos demostraciones cada vez que pasábamos junto a las vías del tren, y en un determinado momento saltó del coche para demostrarme cómo toma un trago un guardafrenos durante una breve parada. Mi tía se retiró al asiento de atrás y trató de dormir. En Washington, a las cuatro de la mañana, Dean telefoneó a cobro revertido a Frisco. Habló con Camille y poco después de esto, cuando dejábamos atrás Washington, un coche de la policía de tráfico con la sirena sonando nos puso una multa por exceso de velocidad a pesar de que entonces no íbamos a más de sesenta por hora. Se debía a nuestra matrícula de California.
—Chicos, ¿creéis que podéis correr todo lo que os dé la gana sólo porque venís de California? —dijo el policía.
Fui con Dean a la comisaría y tratamos de explicar al sargento que no teníamos dinero. Dijeron que Dean pasaría la noche en la cárcel si no reuníamos la pasta. Naturalmente, mi tía la tenía: quince dólares. Y de hecho, mientras discutíamos con la pasma, uno de los policías fue a echar un vistazo a mi tía que estaba envuelta en su manta en el asiento de atrás.
—No tenga miedo, no soy una ladrona con la pistola preparada. Si quiere puede entrar y registrar el coche, vamos, hágalo si le apetece. Vuelvo a casa con mi sobrino y no hemos robado estos muebles. Son de mi sobrina que acaba de tener un hijo y se muda a una casa nueva.
Esto desconcertó al Sherlock Holmes, que volvió a la comisaría. Mi tía tuvo que pagar la multa de Dean o nos quedaríamos colgados en Washington; yo no tenía carnet. Dean prometió devolvérselo, y de hecho lo hizo, justamente año y medio más tarde ante la grata sorpresa de mi tía. Mi tía… una mujer respetable hundida en este triste mundo, un mundo que conocía muy bien. Nos habló del de la bofia:
—Estaba escondido detrás del árbol intentando ver qué aspecto tenía. Le dije… Bueno, le dije que registrara el coche si quería. No tengo nada de qué avergonzarme —sabía que Dean tenía cosas de qué avergonzarse, y yo también, debido a que estaba con Dean, y éste y yo lo aceptamos tristemente.