Había sacado mi billete y estaba esperando por el autobús de LA cuando de repente vi a la mexicanita más graciosa que quepa imaginar. Llevaba pantalones y estaba en uno de los autobuses que acababan de detenerse con gran ruido de frenos; los viajeros se apeaban a descansar. Los pechos de la chica eran firmes y auténticos; sus pequeñas caderas parecían deliciosas; tenía el pelo largo y de un negro lustroso; y sus ojos eran grandes y azules con cierta timidez en el fondo. Deseé estar en el mismo autobús que ella. Sentí una punzada en el corazón como me sucede siempre que veo a una chica que me gusta y que va en dirección opuesta a la mía por este enorme mundo. Los altavoces anunciaron la salida del autobús para LA. Cogí mi saco y subí y ¿quién se diría que estaba allí? Nada menos que la chica mexicana. Me instalé en el asiento opuesto al suyo y empecé a hacer planes. Estaba tan solo, tan triste, tan cansado, tan tembloroso y tan hundido, que tuve que reunir todo mi valor para abordar a la desconocida y actuar. Pero pasé cinco minutos golpeándome los muslos en la oscuridad antes de atreverme mientras el autobús rodaba carretera adelante.
¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo o te morirás! ¡Venga, maldito idiota, habla con ella! ¿Qué coño te pasa? ¿Es que todavía no estás lo suficientemente cansado de andar por ahí solo? Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me incliné a través del pasillo hacia ella (estaba intentando dormir en su asiento) y le dije:
—Señorita, ¿no querría usar mi impermeable de almohada?
Me miró sonriendo y dijo:
—No, muchísimas gracias.
Me eché hacia atrás temblando; encendí una colilla. Esperé hasta que me miró con una deliciosa mirada de reojo triste y amable, y me enderecé inclinándome luego hacia ella.
—¿Podría sentarme a su lado, señorita?
—Si usted quiere.
Lo hice enseguida.
—¿Adónde va?
—A LA —me gustó el modo en que lo dijo; me gusta el modo en que todos los de la Costa dicen «LA»; es su única y dorada ciudad.
—Yo también voy allí —casi grité—. Me alegra mucho que me dejara sentarme a su lado, me sentía muy solo y llevo viajando la tira de tiempo.
Y nos pusimos a contarnos nuestras vidas. Su vida era ésta: tenía un marido y un hijo. El marido le pegaba, así que lo dejó allá en Sabinal, al sur de Fresno, y de momento iba a Los Ángeles a vivir con su hermana. Había dejado a su hijito con su familia, que eran vendimiadores y vivían en una chabola en los viñedos. No tenía otra cosa que hacer que pensar y desesperarse. Tuve ganas de pasarle el brazo por encima de los hombros. Hablamos y hablamos. Dijo que le gustaba hablar conmigo. Enseguida estaba diciendo que le gustaría ir a Nueva York.
—Tal vez podamos ir juntos —dije riendo.
El autobús subía el Paso de la Parra y luego bajábamos hacia grandes extensiones luminosas. Sin ponernos previamente de acuerdo nos cogimos de la mano y en ese momento decidí de modo silencioso y bello y puro que cuando llegara a la habitación de un hotel de Los Ángeles ella estaría a mi lado. La deseé totalmente; recliné la cabeza sobre su hermoso cabello. Sus pequeños hombros me enloquecían; la abrazaba y la abrazaba. Y a ella le gustaba.
—Amo el amor —dijo cerrando los ojos. Le prometí un bello amor. La deseaba sin freno. Terminadas nuestras historias, quedamos en silencio entregados a pensamientos de goce anticipado. Todo era tan sencillo como eso. Que los demás se quedaran con sus Peaches y Bettys y Marylous y Ritas y Camilles e Ineses de este mundo; ésta era la chica que me gustaba y se lo dije. Confesó que me había visto observándola en la estación de autobuses.
—Creí que eras estudiante.
—¡Soy estudiante! —le aseguré.
El autobús llegó a Hollywood. En el amanecer gris y sucio, un amanecer como aquel cuando Joel McCrea encuentra a Verónica Lake en un coche restaurante, en la película
Los viajes de Sullivan
, se durmió sobre mi pecho. Yo miraba ansiosamente por la ventana: casas blancas y palmeras y cines para coches, toda aquella locura, la dura tierra prometida, el extremo fantástico de América. Bajamos del autobús en Main Street que no es diferente de los sitios donde te bajas del autobús en Kansas City o Chicago o Boston: ladrillos rojos, suciedad, tipos que pasan, tranvías rechinando en el desamparado amanecer, el olor a puta de una gran ciudad.
Y aquí perdí la cabeza, no sé muy bien por qué, y empecé a tener la estúpida idea paranoica de que Teresa o Terry —así se llamaba— no era más que una puta vulgar que trabajaba en los autobuses a la caza de dólares de tipos como yo a los que citaba en LA, y primero los llevaba a desayunar a un sitio donde esperaba su chulo, y después llevaba al mamón a determinado hotel al que su macarra tenía acceso con una pistola o lo que fuera. Nunca llegué a confesárselo. Desayunamos y un chulo nos observaba; me imaginé que Terry le hacía señales con la vista. Estaba cansado y me sentía raro y perdido en un sitio tan lejano y desagradable. El terror me invadió e hizo que actuara de un modo despreciable y ruin.
—¿Conoces a ese tipo? —le dije.
—¿A qué tipo te refieres, amor?
Abandoné el asunto. Ella lo hacía todo muy despacio; le llevó mucho tiempo comer; masticaba lentamente y miraba al vacío, y fumó un pitillo, y seguía hablando, y yo era como un macilento fantasma sospechando de cada movimiento que hacía, pensando que trataba de ganar tiempo. Era como una enfermedad. Cuando salimos a la calle cogidos de la mano sudaba. En el primer hotel con el que tropezamos había habitación, y antes de que me diera cuenta de nada, estaba cerrando la puerta y ella, sentada en la cama, se descalzaba. La besé suavemente. Mejor que nunca se enterara de nada. Para relajarnos necesitábamos whisky, especialmente yo. Salí y recorrí doce manzanas a toda prisa hasta que encontré un sitio donde me vendieron una botella. Volví lleno de energía. Terry estaba en el cuarto de baño arreglándose la cara. Llené un vaso de whisky y bebimos grandes tragos. ¡Oh, aquello era dulce y delicioso! ¡Todo mi lúgubre viaje había merecido la pena! Me puse detrás de ella ante el espejo, y bailamos así por el cuarto de baño. Empecé a hablarle de mis amigos del Este.
—Deberías conocer a una chica amiga mía que se llama Dorie —le dije—. Es una pelirroja altísima, si vienes a Nueva York te ayudará a encontrar trabajo.
—¿Y quién es esa pelirroja tan alta? —preguntó recelosa—. ¿Por qué me hablas de ella? —su espíritu sencillo no podía seguir mi alegre y nerviosa conversación. Me callé. Ella en el cuarto de baño empezó a encontrarse borracha.
—Vamos a la cama —le repetía.
—¡Conque una pelirroja muy alta, eh! Y yo que creía que eras un buen chico, un estudiante, cuando te vi con la chaqueta de punto y me dije: ¿Verdad que es guapo? ¡No! ¡No! ¡Y no! ¡No eres más que un chulo como todos los demás!
—¿De qué coño estás hablando?
—No vayas a decirme ahora que esa pelirroja tan alta no es una
madame
, porque yo conozco a las
madames
en cuanto oigo hablar de ellas, y tú no eres más que un chulo, igual que todos los que he conocido. Todos sois unos chulos.
—Escúchame, Terry, no soy un chulo. Te juro sobre la Biblia que no soy un chulo. ¿Por qué iba a ser un chulo? Sólo me interesas tú.
—Todo este tiempo creía que por fin había encontrado a un buen chico. Estaba tan contenta… me felicité y me dije: «Bien, esta vez es un buen chico y no un chulo».
—¡Terry! —le supliqué con toda mi alma—. Por favor, escúchame y trata de entender que no soy un chulo. —Una hora antes yo había pensado que la puta era
ella
. ¡Qué triste era todo! Nuestras mentes, cada cual con su locura, habían seguido caminos divergentes. ¡Qué vida tan horrible! Cuánto gemí y supliqué hasta que me volví loco y me di cuenta que estaba riñendo con una chiquilla mexicana tonta e ignorante, y se lo dije; y antes de que supiera lo que estaba haciendo, cogí sus zapatos rojos y los tiré contra la puerta del cuarto de baño diciéndole:
—¡Venga! ¡Ya te estás largando!
Me dormiría y lo olvidaría todo; tenía mi propia vida, mi propia y triste y miserable vida de siempre. En el cuarto de baño había un silencio de muerte. Me desnudé y me metí en la cama.
Terry salió con los ojos llenos de lágrimas. En su sencilla y curiosa cabecita se había dicho que un chulo jamás tira los zapatos de una mujer contra la puerta ni le dice que se vaya. Se desnudó con un dulce y reverente silencio y deslizó su menudo cuerpo entre las sábanas junto al mío. Era morena como las uvas. Vi la cicatriz de una cesárea en su pobre vientre; sus caderas eran tan estrechas que no pudo tener a su hijo sin que la abrieran. Sus piernas eran como palitos. Sólo medía un metro cuarenta y cinco centímetros. Hicimos el amor en la dulzura de la perezosa mañana. Después, como dos ángeles cansados, colgados y olvidados en un rincón de LA, habiendo encontrado juntos la cosa más íntima y deliciosa de la vida, nos quedamos dormidos hasta la caída de la tarde.
Durante los quince días siguientes permanecimos juntos para bien o para mal. Cuando despertamos decidimos hacer autostop juntos hasta Nueva York; ella sería mi novia en la ciudad. Me imaginé que tendría grandes complicaciones con Dean y Marylou y todo el mundo: una nueva época. Pero antes teníamos que trabajar y ganar dinero suficiente para el viaje. Terry estaba dispuesta a emprenderlo de inmediato con los doce dólares que me quedaban. No me gustaba la idea. Y como un maldito estúpido, consideré el problema durante un par de días mientras leíamos los anuncios de los extraños periódicos de LA —unos periódicos que yo nunca había visto en la vida— en cafeterías y bares, hasta que mis doce dólares se redujeron sólo a diez. Éramos muy felices en nuestro pequeño cuarto del hotel. En mitad de la noche, me levantaba porque no podía dormir, echaba la manta sobre el moreno hombro de la chiquilla, y examinaba la noche de LA. ¡Qué noches más brutales, calientes y llenas de sirenas eran! Una vieja pensión miserable de enfrente fue el escenario de una tragedia. El coche patrulla se detuvo y los policías interrogaban a un viejo de pelo gris. Llegaban sollozos de dentro. Lo oía todo junto al zumbido del anuncio de neón de mi hotel. Nunca me había sentido más triste en toda mi vida. LA es la ciudad más solitaria y la más brutal de toda América; Nueva York tiene un frío en invierno que te cala hasta los huesos, pero se nota cierta cordialidad en algunas de sus calles. LA es la jungla.
South Main Street, la calle por la que Terry y yo paseábamos comiendo perritos calientes, era un carnaval fantástico de luces y brutalidad. Policías de botas altas registraban a la gente casi en cada esquina. Los tipos más miserables del país pululaban por la aceras; todo eso, bajo aquellas suaves estrellas del sur de California que se pierden en el halo pardo del enorme campamento del desierto que es realmente LA. Se podía oler a tila, hierba, es decir marihuana, que flotaba en el aire junto a los chiles y la cerveza. El salvaje y enorme sonido del
bop
salía de las cervecerías; mezclado en la noche norteamericana con popurrís de música vaquera y
boogie-woogie
. Todos se parecían a Hassel. Negros violentos siempre riendo con gorras,
bop
y barba de chivo; después estaban los
hipsters
de pelo largo, completamente hundidos, que parecía que acababan de llegar de Nueva York por la Ruta 66; después estaban las viejas ratas del desierto que llevaban paquetes y se dirigían a algún banco de la plaza; después estaban los ministros metodistas con mangas deshilachadas, y algún ocasional santo naturista muy joven con barba y sandalias. Hubiera querido conocerlos a todos, hablar con todos, pero Terry y yo estábamos demasiado ocupados intentando conseguir algo de dinero.
Fuimos a Hollywood para intentar trabajar en el drugstore del cruce de Sunset y Vine. ¡Vaya esquina! Enormes familias del contorno que se habían bajado de viejos coches permanecían en la acera esperando ver alguna estrella de cine, y la estrella de cine nunca aparecía. Cuando pasaba un coche lujoso se estiraban en el bordillo mirando con avidez: un tipo con gafas negras iba dentro junto a una rubia enjoyada.
—¡Es Don Ameche! ¡Es Don Ameche!
—¡No, no! ¡Es George Murphy! ¡Sí, George Murphy!
También andaban por allí, mirándose unos a otros, apuestos maricas muy jóvenes que habían ido a Hollywood para ser vaqueros. Se humedecían las cejas con el dedo mojado en saliva. Las chicas más guapas del mundo pasaban con sus pantalones; habían llegado para ser estrellas y acababan en las casas de citas. Terry y yo intentamos encontrar trabajo en un cine al aire libre. Pero no hubo modo. Hollywood Boulevard era un tremendo frenesí de coches; había pequeños accidentes por lo menos a cada minuto; todos corrían hacia la última palmera… y después estaba el desierto y la nada. Los ligones de Hollywood permanecían delante de ostentosos restaurantes, discutiendo exactamente como discuten los ligones de Broadway ante el Jacobs Beach, en Nueva York, sólo que aquí llevaban trajes ligeros y su lenguaje era más ridículo. Altos, cadavéricos predicadores, desfilaban también. Mujeres gordas y chillonas cruzaban el bulevar corriendo para ocupar un puesto en la cola de los programas de radio. Vi a Jerry Colonna comprando un coche en Buick Motors; estaba dentro del enorme escaparate atusándose el bigote. Terry y yo comimos en una cafetería del centro que estaba decorada como una gruta, con tetas de metal surgiendo por todas partes y enormes e impersonales nalgas pertenecientes a deidades marinas y neptunos muy falsos. La gente comía lúgubremente junto a cascadas, con el rostro verde de tristeza marina. Todos los policías de LA parecen guapos gigolós; evidentemente habían venido a la ciudad a hacer cine. Todo el mundo había venido a hacer cine, hasta yo. Finalmente Terry y yo nos vimos obligados a buscar trabajo en South Main Street, entre los derrotados mozos y las chicas que lavaban platos y que no hacían ningún esfuerzo por disimular su fracaso, pero ni siquiera allí lo encontramos. Todavía nos quedaban diez dólares.
—Tío, voy a recoger mi ropa a casa de mi hermana y haremos autostop hasta Nueva York —dijo Terry—. Vamos, tío. Podemos hacerlo. Si no sabes bailar el
boogie
te enseñaré yo. —Esta última frase era de una canción que cantaba sin parar.
Fuimos a casa de su hermana en el miserable barrio mexicano de más allá de Alameda Avenue. Yo esperé en un callejón oscuro pues su hermana no debía verme. Pasaban perros. Había muy pocas luces iluminando las miserables callejas. Oí que Terry y su hermana discutían en la noche suave y caliente. Estaba decidido a todo.