Terry apareció y me llevó de la mano hasta Central Avenue, que es la zona principal de la gente de color de LA. ¡Y vaya sitio más tremendo! Había bares de mala muerte con el tamaño justo para una máquina de discos, y en la máquina sólo sonaban
blues
,
bop
y
jump
. Subimos unas sucias escaleras y llegamos a casa de Margarina, una amiga de Terry, que tenía que devolverle una falda y un par de zapatos. Margarina era una mulata deliciosa; su marido era negro como el carbón y amable. Enseguida salió y trajo una botella de whisky para agasajarme adecuadamente. Intenté pagar una parte, pero dijo que no. Tenían dos hijos pequeños. Los niños saltaban encima de la cama; era su cuarto de juegos. Me echaron los brazos al cuello y me miraron asombrados. La noche sonora y salvaje de Central Avenue —la noche de «Central Avenue Breakdown» de Hamp— aullaba y alborotaba fuera. Había canciones en los portales, canciones en las ventanas, canciones por todas partes. Terry cogió su ropa y dijimos adiós. Fuimos a uno de los bares y pusimos discos en la máquina. Una pareja de negros me susurró al oído algo acerca de tila. Un dólar. Dije que de acuerdo, que la trajera. El contacto entró y me indicó que le siguiera a los retretes del sótano, donde me quedé mudo cuando dijo:
—Cógelo, tío, cógelo.
—¿Coger qué? —dije yo.
Él ya tenía mi dólar. Le asustaba hasta señalar el suelo. Allí había algo que parecía como un pequeño chorizo de mierda. El tipo era absurdamente cauteloso.
—Debo tener cuidado, las cosas se han puesto jodidas la pasada semana —dijo.
Cogí el pitillo envuelto en papel marrón y volví junto a Terry, y nos fuimos a la habitación del hotel dispuestos a ponernos altos. No sucedió nada. Era tabaco Bull Durham. Me pregunté por qué no tenía más cuidado con mi dinero.
Terry y yo teníamos que decidir ya y de una vez por todas qué hacer. Decidimos hacer autostop hasta Nueva York con el dinero que nos quedaba. Ella había conseguido cinco dólares de su hermana aquella noche. Teníamos unos trece o algo menos. Así que antes de que venciera de nuevo el alquiler diario de la habitación, empaquetamos nuestras cosas y cogimos un coche rojo hasta Arcadia, California, donde, situado bajo montañas coronadas de nieve, está el hipódromo de Santa Anita. Era de noche. Nos dirigíamos hacia el interior del continente americano. Cogidos de la mano caminamos varios kilómetros carretera adelante para dejar atrás la zona poblada. Era un sábado por la noche. Estuvimos bajo una luz con los pulgares extendidos. Hasta que de repente empezaron a pasar coches llenos de chicos jóvenes gritando y agitando banderas.
—¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ganamos! ¡Ganamos! —gritaban.
Entonces nos abuchearon divertidísimos al ver a un chico y una chica en la carretera. Pasaron docenas de coches de ésos llenos de caras jóvenes y «guturales voces juveniles», como dice el refrán. Los odiaba a todos. ¿Quiénes se creían que eran para abuchear a los que estaban en la carretera? ¿Es que por ser estudiantes traviesos y porque sus padres trinchaban el
roast beef
los domingos por la tarde tenían derecho a ello? ¿Quiénes eran ellos para burlarse de una chica en una situación difícil con el hombre al que quería? Nosotros nos ocupábamos de nuestras cosas. Pero no había modo de que nos cogiese nadie. Tuvimos que caminar de regreso a la ciudad, y lo peor de todo es que necesitábamos tomar un café y tuvimos la desgracia de ir a parar al único sitio abierto, una heladería para estudiantes, y todos los chicos estaban allí y nos recordaban. Ahora veían que Terry era mexicana, una paleta de Pachuco; y que el tipo que la acompañaba era algo peor todavía.
Con su preciosa nariz orgullosamente levantada Terry salió de allí y caminamos juntos en la oscuridad, al lado de la cuneta de la autopista. Yo llevaba las bolsas. Respirábamos niebla en el frío aire nocturno. Finalmente, decidí esconderme del mundo con ella una noche más, ¡que se fuera al diablo el día siguiente! Fuimos a un motel y conseguimos una pequeña suite confortable por unos cuatro dólares —ducha, toallas, radio, de todo—. Nos abrazamos estrechamente. Hablamos larga y seriamente y nos duchamos y discutimos de nuestras cosas, primero con la luz encendida y después apagada. Había algo que estaba demostrándose. La estaba convenciendo de algo, y ella aceptó, y firmamos el pacto en la oscuridad, sin aliento, luego contentos, como corderillos.
Por la mañana nos aferramos audazmente a nuestro nuevo plan. Cogeríamos un autobús hasta Bakersfield y trabajaríamos en la vendimia. Tras unas cuantas semanas haciendo eso nos dirigiríamos a Nueva York del modo adecuado: en autobús. Fue maravillosa la tarde del viaje a Bakersfield con Terry: nos sentamos en la parte de atrás, relajados, charlando, viendo desfilar el campo y sin preocuparnos de nada. Llegamos a Bakersfield al caer la tarde. El plan consistía en abordar a todos los mayoristas de frutas de la ciudad. Terry dijo que durante la vendimia viviríamos en tiendas de campaña. La idea de vivir en una tienda y recoger uva en las frescas mañanas californianas me atraía mucho. Pero no había trabajo, y sí mucha confusión, y todos nos daban indicaciones y ningún trabajo se materializó. Con todo, cenamos en un restaurante chino y volvimos a la tarea con nuevas fuerzas. Cruzamos la frontera hasta un pueblo mexicano. Terry parloteó con sus hermanos de raza preguntando por un trabajo. Ya era de noche y la calle del pequeño pueblo mexicano resplandecía de luz: cines, puestos de fruta, máquinas tragaperras, tiendas de precio único y cientos de destartalados camiones y coches destrozados llenos de barro aparcados por todas partes. Pululaban por allí familias enteras de vendimiadores mexicanos comiendo palomitas de maíz. Terry hablaba con todo el mundo. Empezaba a desesperarme. Lo que yo necesitaba —y Terry también— era un trago, así que compramos un litro de oporto californiano por treinta y cinco centavos y fuimos a beber a los depósitos del ferrocarril. Encontramos un sitio donde los vagabundos habían hecho agujeros para encender fuego. Nos sentamos allí y bebimos. A nuestra izquierda había vagones de carga, tristes y manchados de rojo bajo la luna; enfrente estaban las luces de Bakersfield y su aeropuerto; a nuestra derecha, un enorme cobertizo de aluminio. Era una noche agradable, una noche caliente, una noche de beber vino, una noche de luna, una noche para abrazar a tu novia y charlar y desentenderse de todo lo demás y pasarlo bien. Que fue lo que hicimos. Terry bebió bastante, casi tanto o más que yo, y habló sin parar hasta medianoche. No nos movimos de aquellos agujeros. Ocasionalmente pasaban vagabundos, madres mexicanas con sus hijos pasaban también, y el coche patrulla de la pasma también vino a vigilar, y un policía se bajó a echar un vistazo; pero la mayor parte del tiempo estuvimos solos y unimos nuestras almas cada vez más hasta que hubiera sido terriblemente duro decirse adiós. A medianoche nos levantamos y nos dirigimos a la autopista.
Terry tenía una nueva idea. Iríamos haciendo autostop hasta Sabinal, su pueblo natal, y viviríamos en el garaje de su hermano. Yo estaba de acuerdo en ello, y en cualquier otra cosa. En la carretera, hice que Terry se sentara sobre mi saco para que pareciera una mujer en apuros y enseguida se detuvo un camión y corrimos hacia él alborozados. El hombre era un buen hombre; su camión era pobre. Avanzó ruidosa y torpemente por el valle. Llegamos a Sabinal en las tristes horas anteriores al alba. Yo había terminado el vino mientras Terry dormía, y estaba pasadísimo. Bajamos del camión y caminamos hacia la tranquila plazuela del pequeño pueblo californiano: un apeadero junto a la frontera. Fuimos en busca de un amigo del hermano de Terry que nos diría dónde estaba éste. No había nadie en casa. Cuando empezaba a amanecer me tumbé de espaldas sobre el césped de la plazuela del pueblo y repetía una y otra vez y otra:
—¿Por qué no quieres decirme lo que ha hecho en Weed? ¿Qué ha hecho en Weed? ¿Dime que hizo? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Qué ha hecho en Weed?
Eran frases de la película
La fuerza bruta
, cuando Burgess Meredith habla con el capataz del rancho. Terry se reía. Le parecía bien todo lo que yo hacía. Hubiera podido seguir tumbado allí hasta que las beatas vinieran a la iglesia y no le habría importado. Pero finalmente decidí que debíamos arreglarnos para ver a su hermano, y la llevé a un viejo hotel cerca de las vías y nos metimos en la cama.
Por la mañana, luminosa y soleada, Terry se levantó pronto y fue a buscar a su hermano. Dormí hasta mediodía; cuando me asomé a la ventana de repente vi un tren de carga con cientos de vagabundos tumbados en las plataformas, todos muy alegres con sus bultos por almohadas y leyendo tebeos, y algunos comiendo las ricas uvas californianas recogidas sobre la marcha.
—¡Hostias! —grité—. Esto es la tierra prometida.
Todos venían de Frisco; dentro de una semana regresarían en el mismo plan, a lo grande.
Terry llegó con su hermano, el amigo de éste, y su hijo. Su hermano era un mexicano bastante dado a la priva, un buen tipo. Su amigo era un enorme mexicano gordo y fofo que hablaba inglés sin demasiado acento y se mostraba muy deseoso de agradar. Noté que miraba a Terry con muy buenos ojos. El hijo de ésta se llamaba Johnny, tenía siete años, ojos oscuros y dulces. Bueno, aquí estábamos, y empezó otro día disparatado.
El hermano se llamaba Rickey. Tenía un Chevy del año 38. Nos amontonamos en él y partimos con rumbo desconocido.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
El amigo me lo explicó (se llamaba Ponzo, o así le llamaban todos). Apestaba. Descubrí por qué. Se dedicaba a vender estiércol a los granjeros; tenía un camión. Rickey siempre tenía tres o cuatro dólares en el bolsillo y se la sudaba todo. Siempre decía:
—Muy bien, hombre, allá vamos… ¡vamos allá!, ¡vamos allá! —y allá iba. Se lanzó a más de cien por hora en el viejo trasto. Íbamos a Madera, pasado Fresno, a ver a unos granjeros para el estiércol. Rickey tenía una botella.
—Hoy beberemos, mañana trabajaremos. ¡Vamos, hombre, pégale un toque!
Terry iba sentada detrás con su hijo; me volví hacia ella y vi reflejada en su rostro la alegría de estar de nuevo en casa. Ante nosotros corría locamente el hermoso campo verde del octubre californiano. Yo estaba encantado otra vez y dispuesto a lo que fuera.
—¿Adónde vamos ahora, tío?
—En busca de un granjero que tiene algo de estiércol. Mañana volveremos con el camión y lo recogeremos. Haremos una pila de dinero. No te preocupes de nada.
—Estamos todos en el negocio —aulló Ponzo. Comprendí que así era… fuéramos adónde fuéramos todos estábamos en el negocio. Cruzamos a toda pastilla las locas calles de Fresno, y subimos valle arriba para visitar a algunos granjeros por caminos apartados. Ponzo bajaba del coche y mantenía confusas conversaciones con los viejos granjeros mexicanos; claro que no sacaba nada en limpio.
—¡Lo que necesitamos es un trago! —aulló Rickey, y bajamos del coche entrando en un saloon que había en un cruce. Los americanos siempre beben en los saloons de los cruces los domingos por la tarde; van con sus hijos; discuten y se pelean sobre qué cerveza es mejor; todo marcha bien. Llega la noche, los niños empiezan a llorar y sus padres están borrachos. Vuelven haciendo eses a casa. He estado bebiendo con familias enteras en saloons de los cruces de carreteras de todas las partes de América. Los niños comen palomitas y patatas fritas y juegan en la parte de atrás. Y eso hicimos. Rickey y yo y Ponzo y Terry nos sentamos y bebimos y alborotamos con la música; el pequeño Johnny jugó con otros niños alrededor de la máquina de discos. El sol empezó a ponerse rojo. No habíamos conseguido nada en concreto. Pero ¿es que había algo que conseguir?
—
Mañana
* —dijo Rickey—.
Mañana
*, tío, lo haremos; toma otra cerveza, tío, vamos allá,
¡allá vamos!
*
Salimos dando tumbos y subimos al coche; fuimos a un bar de la autopista. Ponzo era un tipo enorme, ruidoso, que conocía a todo el mundo en el valle de San Joaquín. Desde el bar de la autopista fui en el coche solo con él a ver a un granjero; en vez de eso, nos quedamos atascados en el barrio mexicano de Madera, mirando a las chicas y tratando de ligarnos un par de ellas para Rickey y él. Y después, cuando el polvo púrpura descendía sobre los viñedos, me encontré sentado estúpidamente en el coche mientras él discutía con un mexicano bastante viejo a la puerta de una cocina sobre el precio de una sandía de las que el viejo cultivaba en la huerta de la parte trasera de su casa. Conseguimos la sandía; la comimos allí mismo y tiramos las cortezas a la sucia acera del viejo. Todo tipo de chicas preciosas pasaban por la calle que se iba oscureciendo.
—¿Dónde coño estamos? —dije.
—No te preocupes, tío —respondió el enorme Ponzo—. Mañana haremos una pila de dinero; esta noche no hay que preocuparse de nada.
Regresamos y recogimos a Terry y a su hermano y al niño y rodamos hasta Fresno bajo las luces nocturnas de la autopista. Todos teníamos mucha hambre. En Fresno saltamos por encima de las vías del tren y llegamos a las ruidosas calles del barrio mexicano. Chinos extraños se asomaban a la ventana contemplando las calles nocturnas del domingo; grupos de chicas mexicanas pasaban contoneándose con sus pantalones; los mambos estallaban desde las máquinas de discos. Había guirnaldas de luces como en la víspera de todos los santos. Entramos en un restaurante mexicano y comimos tacos y tortilla de judías pintas; todo estaba delicioso. Saqué el último billete de cinco dólares que quedaba entre mí y Nueva Jersey y pagué la comida de Terry y la mía. Ahora tenía cuatro dólares. Terry y yo nos miramos.
—¿Dónde vamos a dormir esta noche, guapa?
—No lo sé.
Rickey estaba borracho; todo lo que decía era:
—¡Allá vamos, tío! ¡Allá vamos! —con voz tierna y cansada.
Había sido un día muy largo. Ninguno de nosotros sabía qué iba a pasar, o qué nos había dispuesto el Señor. El pobre Johnny se quedó dormido en mis brazos. Volvimos a Sabinal. En el camino paramos en seco ante un parador de la autopista 99. Rickey quería la última cerveza. En la parte trasera del parador había remolques y tiendas de campaña y unas cuantas destartaladas habitaciones tipo motel. Pregunté el precio y costaban dos dólares. Consulté a Terry al respecto y dijo que sí porque ahora tenía a su hijo con ella y el niño debía estar cómodo. Así que tras unas cuantas cervezas en el saloon, donde unos tétricos
okies
seguían con el pie la música de una orquesta vaquera, Terry y yo y Johnny fuimos a una habitación y nos dispusimos a meternos en el sobre. Ponzo andaba atravesado por allí; no tenía dónde dormir. Rickey dormiría en casa de su padre, en la casucha de los viñedos.