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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

En el camino (32 page)

Dean condujo como una bala a través del desierto, haciendo demostraciones de las diversas maneras de cómo no se debe conducir, del modo en que conducía su padre, de cómo toman las curvas los grandes conductores, de cómo las tomaban los malos conductores, al principio muy cerradas y luego tenían problemas, y así sucesivamente. Era una tarde soleada y calurosa. Reno, Battle Mountain, Elko, todas las localidades de la carretera de Nevada, disparadas por las ventanillas una tras otra, y al amanecer estábamos en los llanos de Salt Lake con las luces de Salt Lake City brillando infinitesimalmente casi a ciento cincuenta kilómetros de distancia entre el espejismo de los llanos, apareciendo dos veces, por encima y por abajo de la curvatura de la tierra, una clara y otra opaca. Le dije a Dean que lo que nos mantenía unidos a todos a este mundo era invisible, y para demostrarlo señalé las largas hileras de postes telefónicos que se curvaban hasta perderse de vista sobre ciento cincuenta kilómetros de sal. El vendaje de Dean estaba medio deshecho, muy sucio, se agitaba en el aire, y su rostro era pura luz.

—¡Sí, tío, Dios mío, sí, sí! —de repente detuvo el coche y se derrumbó. Me volví hacia él y lo vi encogido en un rincón del asiento durmiendo. Tenía la cara apoyada sobre la mano sana, y la vendada permanecía de modo automático cuidadosamente en el aire.

La gente del asiento de atrás suspiró aliviada. Les oí quejarse en voz muy baja.

—No podemos permitir que siga conduciendo, está absolutamente loco, debe haberse escapado de un manicomio o algo así.

Salí en defensa de Dean y me incliné hacia atrás para hablarles.

—No está loco. Se siente muy bien, y no se preocupen de cómo conduce, es el mejor del mundo.

—No puedo soportarlo —dijo la chica con un susurro histérico sofocado. Volví a sentarme y disfruté de la llegada de la noche en el desierto y esperé a que el bienaventurado Ángel Dean volviera a despertarse. Estábamos en una elevación que dominaba las nítidas líneas de luces de Salt Lake City y Dean abrió los ojos al lugar de este mundo espectral donde había nacido, sin nombre y sucio, años atrás.

—¡Sal, Sal, mira, aquí es donde nací, piénsalo! La gente cambia, come año tras año y cambia cada vez que come. ¡Iiii! ¡Mira! —estaba tan excitado que me hizo gritar. ¿Adónde nos llevaría todo esto?

Los turistas insistieron en conducir el coche el resto del camino hasta Denver. De acuerdo, nos daba lo mismo. Nos sentamos atrás y hablamos. Pero por la mañana estaban demasiado cansados y Dean cogió el volante en Craig, una zona del desierto del este de Colorado. Habíamos pasado casi toda la noche avanzando cautelosamente por el Paso de Strawberry, en Utah, y habíamos perdido muchísimo tiempo. Se durmieron. Dean se lanzó decididamente hacia la imponente pared del paso de Berthoud que se alzaba unos cien kilómetros delante de nosotros en el techo del mundo, un tremendo estrecho de Gibraltar envuelto en nubes. Bajó el Paso de Berthoud volando: lo mismo que en el de Techachapi, con el motor parado y gracias al impulso del coche, y pasando a todos los demás vehículos y sin interrumpir nunca el rítmico avance que las propias montañas señalaban, hasta que contemplamos la gran llanura caliente de Denver una vez más… y Dean estaba en casa.

Aquella gente nos vio bajar del coche con gran alivio en la esquina de la 27 y Federal. Nuestro maltrecho equipaje volvió a amontonarse en la acera; todavía nos quedaba mucho camino. Pero no nos importaba: la carretera es la vida.

6

Teníamos un montón de cosas que hacer en Denver, y eran de un tipo totalmente diferente a las de 1947. Podíamos ir a buscar inmediatamente un coche a la agencia de viajes o bien quedarnos unos cuantos días para divertirnos y buscar a su padre.

Los dos estábamos cansados y sucios. En el retrete de un restaurante, estaba en el urinario cerrando el paso de Dean al lavabo y dejé de mear antes de haber terminado y fui a otro urinario, y le dije:

—¿Qué te parece?

—Sí, tío —respondió mientras se lavaba las manos—, está muy bien, pero es muy malo para los riñones y como ya te estás haciendo viejo cada vez que hagas eso te aseguras años de dolores en tu vejez, dolores de riñones seguros para los días en que te toque sentarte en los parques.

—¿Quién es viejo? —repliqué enfadado—. No soy mucho mayor que tú.

—No estaba diciendo eso, tío.

—Ya —añadí—, siempre estás haciendo bromas con mi edad. No soy un marica como aquel marica viejo, no necesitas preocuparte por mis riñones.

Volvimos a nuestra mesa justo cuando la camarera nos traía los emparedados de
roast beef
caliente que habíamos pedido y, aunque habitualmente Dean se habría lanzado como un lobo encima de la comida, no lo hizo. Yo dije para desahogar mi ira:

—No quiero oírte hablar más de eso.

Y de repente los ojos de Dean se llenaron de lágrimas y se levantó y dejó su comida caliente allí y salió del restaurante. Me pregunté si se habría ido para siempre. No me importó, estaba muy enfadado. Había flipeado momentáneamente y la había tomado con Dean. Pero la vista de la comida sin tocar me puso más triste de lo que había estado en años. No debí haber dicho eso… le gusta tanto comer… Nunca había dejado su comida así… ¡Qué cojones! Eso le servirá de lección.

Dean estuvo fuera del restaurante exactamente cinco minutos y después volvió y se sentó:

—Bueno —dije—, ¿qué andabas haciendo por ahí afuera?, ¿apretándote los puños, quizá? ¿Cagándote en mi madre o pensando en nuevas bromas sobre mis riñones?

—No, tío, no, estás completamente equivocado. Si lo quieres saber, bueno… —respondió moviendo la cabeza.

—Adelante, dímelo —añadí yo sin levantar la vista de mi plato. Me sentía un animal.

—Estaba llorando —dijo Dean.

—¿Qué coño? Pero si tú nunca lloras…

—¿Crees eso? ¿Por qué piensas que nunca lloro?

—No tienes bastante sensibilidad para llorar —cada una de estas cosas que decía era como un cuchillo que me clavaba a mí mismo. Estaba saliendo todo lo que abrigaba en contra de mi hermano: me sentí un ser espantoso y miserable al descubrir en lo más profundo de mí unos sentimientos tan asquerosos.

—No, tío, estaba llorando —Dean meneaba la cabeza—. Vamos, tuviste un ataque de locura y quisiste largarte. Créeme, Sal, créeme esto si es que has creído algo de mí.

Sabía que estaba diciendo la verdad y sin embargo no quería que me molestara la verdad, y cuando lo miré noté que todas mis asquerosas tripas se revolvían. Me di cuenta, y acepté que estaba equivocado.

—Perdóname, Dean, creo que nunca me había portado así contigo. Bueno, ahora ya sabes cómo soy. Sabes que no tendré nunca más relaciones íntimas con nadie… no sé qué hacer cuando me pasan estas cosas. Tengo las cosas en la mano como si no valieran nada y no sé dónde dejarlas. Olvídalo —el taleguero santo empezó a comer—. ¡No es culpa mía! —le dije—. En este asqueroso mundo nada es culpa mía, ¿no lo ves? No quiero que lo sea y no puede serlo y no lo es.

—Sí, tío, sí. Pero, por favor, vuelve a escucharme, y créeme.

—Te creo, de verdad. —Y fue la historia más triste de aquella tarde. Y aquella noche, surgieron toda clase de complicaciones cuando Dean y yo fuimos a instalarnos con la familia
okie
.

Habían sido vecinos míos en la soledad que había pasado en Denver dos semanas atrás. La madre era una mujer maravillosa que llevaba pantalones vaqueros y conducía camiones de carbón en las montañas por el invierno para mantener a sus hijos, cuatro en total, pues su marido los había abandonado años antes cuando viajaban por todo el país con un remolque. Habían recorrido con ese remolque la distancia que hay entre Indiana y LA. Tras muchos buenos ratos y un maravilloso domingo por la tarde emborrachándose en los bares de los cruces de la carretera y risas y música de guitarra por la noche, el enorme patán de pronto se había alejado caminando por la oscura pradera y nunca volvió. Sus hijos eran maravillosos. El mayor era un chico, que no andaba por allí aquel verano, sino en un campamento de las montañas; la siguiente era una chica adorable de trece años que escribía poemas y cogía flores en el campo y quería ser actriz de Hollywood cuando fuera mayor, su nombre era Janet; después estaban los pequeños, Jimmy, que por las noches se sentaba alrededor de la hoguera y pedía su patata antes de que estuviera asada, y Lucy, que jugaba con gusanos, escarabajos y todo lo que se arrastrara y les ponía nombres y les hacía sitios donde vivir. Tenían cuatro perros. Vivían sus pobres y alegres vidas en una pequeña calle recién abierta y eran el blanco del semirrespetable sentido del decoro de sus vecinos sólo porque a la pobre mujer le había dejado su marido y porque llenaban de basura el patio. Por la noche todas las luces de Denver se extendían como una gran rueda en la llanura de abajo, pues la casa estaba en la zona del oeste donde las montañas bajan hasta la llanura en estribaciones sucesivas y donde, en tiempos muy lejanos, las suaves olas del Mississippi, entonces casi un mar, debieron barrer la tierra para crear mesetas tan redondas y perfectas como las de los picos-islas de Evans y Pike y Longs. Dean se presentó allí y, por supuesto, todo fueron sudores y alegrías al verlos, en especial a Janet, pero le avisé que no la tocara, y probablemente ni tenía necesidad de decírselo. La mujer era una mujer estupenda y se encariñó enseguida con Dean, pero ella se mostró tímida y él se mostró tímido. Ella dijo que Dean le recordaba a su marido.

—Justo igual que él… era tan loco, tan loco.

El resultado fue un frenético beber cerveza en la sucia sala de estar, cenas ruidosas y una radio Lone Ranger que hacía un ruido tremendo. Las complicaciones surgieron como nubes de mariposas: la mujer (Frankie, la llamaban todos), por fin había decidido comprar un viejo coche tal y como había estado amenazando con hacerlo durante años, y ya sólo le faltaban unos pocos dólares. Dean asumió de inmediato la responsabilidad de elegir el coche y señalar su precio, pues, claro está, quería usarlo él para, como antaño, coger a las chicas a la salida del colegio y llevarlas a las montañas. La pobre e inocente Frankie siempre estaba de acuerdo en todo. Pero tuvo miedo de soltar su dinero cuando estuvieron en la tienda delante del vendedor. Dean se sentó directamente en el polvo del Bulevar Alameda y se daba puñetazos en la cabeza.

—¡Por cien dólares no se puede pedir nada mejor! —juró que no volvería hablar con ella, soltó tacos hasta que se le puso la cara roja, estaba a punto de saltar dentro del coche y largarse con él—. Vaya con estos estúpidos y estúpidos y estúpidos
okies
, nunca aprenderán, son totalmente idiotas, es increíble, llega el momento de actuar y les entra la parálisis, se asustan, se ponen histéricos, lo que más les asusta es lo que quieren… ¡es como
mi padre, mi madre
de nuevo!

Dean estaba muy excitado aquella noche porque su primo Sam Brady nos había citado en un bar. Llevaba una camiseta limpia y estaba radiante.

—Escucha. Sal, debo hablarte de Sam… es mi primo.

—Por cierto, ¿has buscado a tu padre?

—Tío, esta tarde estuve en el bar de Jigg que era donde solía beber cerveza hasta atontarse y hasta que el dueño le decía cuatro cosas y lo ponía de patitas en la calle… no… y fui a la vieja barbería de al lado del Windsor… no, no fue allí… un tipo me dijo que estaba… ¡imagínate!… trabajando en una cantina con baile del ferrocarril, el
Boston and Maine
, ¡en Nueva Inglaterra! Pero no le creí, enseguida se fabrican historias falsas. Ahora préstame atención. En mi infancia este primo mío, Sam Brady, era mi héroe absoluto. Solía traer whisky de contrabando de las montañas y una vez tuvo una tremenda pelea a puñetazos con su hermano que duró dos horas y las mujeres chillaban aterrorizadas. A veces dormíamos juntos. Fue el único hombre de la familia que me demostró cierto cariño. Y esta noche voy a verlo de nuevo después de siete años, acaba de regresar de Missouri.

—¿Y con qué objeto?

—Ningún objeto, tío. Sólo quiero saber lo que ha sucedido en la familia (recuerda que tengo familia), y principalmente, Sal, quiero que me cuente cosas que he olvidado de mi infancia. Quiero recordar, recordar, ¡lo quiero! —Nunca había visto a Dean tan alegre y excitado. Mientras esperábamos en el bar por su primo habló mucho de los
hipsters
más jóvenes del centro y de los golfos y se informó de las nuevas bandas y sus actividades. Después hizo indagaciones sobre Marylou que había estado recientemente en Denver—. Sal, en mi juventud solía venir a esta esquina para robar las monedas del quiosco de periódicos, era la única manera que tenía de comer, ese tipo con pinta tan violenta que está ahí me hubiera matado, se peleaba sin parar, recuerdo que tenía la cara marcada, lleva años y a-a-años ahí en la esquina y ha terminado por ablandarse, y se ha vuelto un hombre muy amable y paciente con todo el mundo, se ha convertido en una institución de la esquina, ¿ves las cosas que pasan?

Llegó Sam, un hombre delgado y nervioso, de pelo rizado, tenía treinta y cinco años y manos callosas de trabajador. Dean le miraba casi con respeto.

—No —dijo Sam Brady—, ya no bebo.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —me susurró Dean al oído—. Ya no bebe y era el tipo más aficionado al whisky de la ciudad; ahora es religioso, me lo ha dicho por teléfono, fíjate en él, fíjate en cómo ha cambiado… mi héroe se ha convertido en un extraño —Sam Brady desconfiaba de su primo más joven. Nos llevó a dar una vuelta en su viejo cupé y estableció de inmediato su posición con respecto a Dean.

—Y ahora escúchame, Dean, no voy a creerme ni una de las palabras de lo que tratas de decirme. He venido a verte esta noche porque necesito que firmes un documento familiar. Para nosotros tu padre es como si ya no existiera y no queremos tener que ver absolutamente nada con él y, siento tener que decírtelo, tampoco contigo —miré a Dean. Su cara se había ensombrecido.

—Claro, claro —dijo. El primo siguió llevándonos en el coche y hasta nos compró unos helados. Con todo, Dean le atosigó con innumerables preguntas acerca del pasado y el primo le respondía y durante unos momentos Dean casi se puso a sudar de nuevo todo excitado. ¿Dónde estaba su pobre padre aquella noche? El primo nos dejó bajo las tristes luces de una feria del Bulevar Alameda, en Federal. Se citó con Dean para que éste firmara el documento la tarde siguiente y se largó. Le dije a Dean que sentía mucho que no hubiera nadie en el mundo que le creyese.

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