Después de mi última partida de Frisco, Dean se había vuelto loco de nuevo por Marylou y pasó meses acechando su apartamento en Divisadero, donde todas las noches recibía a un marinero distinto y él atisbaba por la ranura del correo y veía la cama. Por las mañanas veía a Marylou toda abierta de piernas con un tipo al lado o encima. Necesitaba pruebas absolutas de que era una puta. La amaba, estaba loco por ella. Finalmente, consiguió algo de mandanga verde, como se llama entre los entendidos (verde, es decir, marihuana sin curar). Llegó a sus manos por casualidad y fumó demasiado.
—El primer día —me dijo—, quedé rígido como una tabla encima de la cama y no me podía mover ni hablar; sólo podía mirar al vacío con los ojos muy abiertos. La cabeza me zumbaba y veía todo tipo de cosas en un tecnicolor maravilloso y me sentía de puta madre. El segundo día vino todo a mí, TODO lo que había hecho o conocido o leído u oído o pensado volvió a mí y se fue reordenando en mi cabeza con una lógica nueva y como no podía pensar en nada debido a mi preocupación interior por retener y alimentar el asombro y gratitud que sentía, decía sin parar: «Sí, sí, sí, sí». No muy alto. Sólo era un «Sí» auténtico, tranquilo; y estas visiones de la tila verde duraron hasta el tercer día. Por entonces ya lo había comprendido todo, mi vida entera estaba decidida, sabía que amaba a Marylou, sabía que tenía que encontrar a mi padre estuviera donde estuviera y salvarle, sabía que eras mi mejor amigo, etcétera. Sabía que Carlo es algo grande. Sabía miles de cosas respecto a todo y todos. En esto, el tercer día, empecé a tener una terrible serie de pesadillas y eran tan absolutamente terribles y pavorosas y verdes que lo único que podía hacer era estar doblado con las manos en las rodillas diciendo: «¡Oh, oh, oh, ah, oh!»… Los vecinos me oyeron y llamaron a un médico. Camille estaba fuera con la niña, había ido a visitar a su familia. Todo el vecindario intervino. Entraron y me encontraron en la cama con los brazos estirados y tiesos. Corrí a ver a Marylou con parte de esa tila. Bueno, Sal, pues a ella le ocurrió lo mismo; tuvo las mismas visiones, desarrolló la misma lógica, tomó una decisión definitiva idéntica con relación a todo, la misma visión de todas las verdades en un idéntico conjunto doloroso que provocaba pesadillas y dolor. Entonces me di cuenta de que la quería tanto que necesitaba matarla. Volví a casa y me pegué cabezazos contra las paredes. Fui a ver a Ed Dunkel; está de vuelta en Frisco con Galatea; le pregunté por un tipo que conocemos que tiene una pistola, fui a ver al tipo, cogí la pistola, y volví a casa de Marylou. Miré por la ranura del correo y vi que estaba acostada con un tipo; me retiré vacilando y volví una hora después. Entré sin llamar ni nada y estaba sola… y le di la pistola y le dije que me matara. Tuvo el arma en la mano mucho tiempo. Le supliqué que hiciéramos un dulce pacto de muerte. Ella no quiso. Le dije que uno de los dos tenía que morir. Dijo que no. Me golpeé la cabeza contra la pared. Tío, estaba fuera de mí. Me hizo desistir de ello… te lo puede contar ella misma.
—¿Y qué pasó después?
—Eso fue hace meses… después de que te fueras. Acabó casándose con un vendedor de coches usados, un hijoputa que ha prometido matarme en cuanto me vea, pero si es necesario y para defenderme me lo cargaré yo a él e iré a San Quintín, Sal, porque en cuanto cometa
cualquier
otro delito iré a San Quintín para toda la vida… será mi final. A pesar de mi mano y todo. —Me enseñó la mano. Con la excitación no me había fijado que su mano había sufrido un terrible accidente—. Golpeé a Marylou en la sien el veintiséis de febrero a las seis en punto de la tarde… de hecho, eran las seis y diez, lo recuerdo porque tuve que despachar mi trabajo en una hora y veinte minutos… Fue la última vez que nos vimos y la última vez que lo decidimos todo; y ahora escucha esto: el golpe no alcanzó de lleno a Marylou porque ella hizo una finta. No le hizo el menor daño y hasta se rió. Pero mi puño había pegado en la pared y se me fracturó el pulgar, y un médico horrible me arregló los huesos, cosa difícil porque tenía tres fracturas diferentes. Fueron veintitrés horas de sentarse en bancos duros esperando y todo eso, y por fin al escayolarme se me clavó en el dedo una aguja de tracción y por eso en abril, cuando me quitaron la escayola, tenía infectado el hueso y se había producido una osteomielitis que se convirtió en crónica, y tras una operación que fracasó y un mes escayolado de nuevo, tuvieron que amputarme un maldito trozo de la punta del dedo.
Se quitó las vendas y me lo enseñó. Faltaba algo más de un centímetro de carne debajo de la uña.
—Las cosas fueron de mal en peor. Tenía que mantener a Camille y Amy y tenía que trabajar lo más deprisa que podía en Firestone como moldeador, arreglando neumáticos y después levantándolos, y pesaban unos veinticinco kilos, desde el suelo a los coches, y sólo podía utilizar mi mano sana y me golpeaba sin parar la enferma. Total, que se produjo una nueva fractura y tuvieron que arreglarme los huesos de nuevo, y todo se ha infectado otra vez. Así que ahora yo cuido de la niña mientras Camille trabaja. Y así están las cosas. Soy un tipo de primera, un Moriarty genial al que su mujer tiene que ponerle todos los días inyecciones de penicilina que me producen urticaria, porque soy alérgico. Tengo que ponerme sesenta mil unidades del invento de Fleming cada mes y tomar una tableta cada cuatro horas para combatir la alergia que me producen. También tengo que tomar aspirina con codeína para aliviarme el dolor del pulgar. También tengo que ser intervenido quirúrgicamente debido a un quiste de una pierna. El lunes tengo que levantarme a la seis de la mañana para que me hagan una limpieza de la boca. Encima, tengo que ver a un pedicuro dos veces a la semana. Tengo que tomar jarabe para la tos todas las noches. Tengo que sonarme y sorberme los mocos sin parar para despejarme la nariz que se ha hundido justo debajo del puente en un sitio debilitado por una operación que me hicieron hace años. He perdido el pulgar de mi mejor brazo. El mejor lanzador de la historia del reformatorio estatal de Nuevo México. Y a pesar de todo… a pesar de todo, nunca me he sentido mejor y más tranquilo y más feliz en mi vida que ahora, viendo jugar a los niños al sol y estoy tan contento de verte, mi maravilloso Sal, ya sabes, sé que todo marchará perfectamente. Mañana verás a mi hijita, es guapísima y ya puede andar sola treinta segundos seguidos, pesa diez kilos y mide setenta y dos centímetros. He calculado que es treinta y uno y un cuarto por ciento inglesa, veintisiete y medio por ciento irlandesa, veinticinco por ciento alemana, ocho y tres cuartos por ciento holandesa, siete y medio por ciento escocesa, y cien por cien maravillosa. —Me felicitó cariñosamente porque ya había terminado mi libro que acababa de ser aceptado por los editores y continuó—. Sabemos cómo es la vida, Sal, nos hacemos viejos poco a poco, y seguimos aprendiendo cosas. Comprendo perfectamente lo que me dices de tu vida, siempre he sabido lo que sientes, y ahora estás preparado para unirte a una chica auténticamente maravillosa siempre que consigas encontrarla y cultivarla y logres que se interese por tu alma como yo lo he intentado tan desesperadamente con estas malditas mujeres mías. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —gritó.
Y por la mañana Camille nos echó a los dos a la calle, equipaje incluido. La cosa empezó cuando llamamos a Roy Johnson, el Roy de Denver, y le hicimos venir con cervezas, mientras Dean cuidaba de la niña y lavaba los platos y la ropa en el patio, aunque todo lo hizo muy mal debido a la excitación. Johnson aceptó llevarnos a Mill City a ver a Remi Boncoeur. Camille volvió de su trabajo en la consulta de un médico y nos dedicó la triste mirada de una mujer atosigada. Intenté demostrar a la desgraciada chica que yo carecía de malas intenciones con respecto a su vida familiar y la saludé cordialmente y le hablé con el mayor cariño del que era capaz, pero ella se dio cuenta de que era una artimaña y una artimaña que había aprendido de Dean, y sólo me respondió con una triste sonrisa. Aquella misma mañana hubo una escena terrible: ella estaba tumbada en la cama llorando, y en medio de esto, de repente, tuve unas ganas tremendas de ir al cuarto de baño, y el único modo de hacerlo era atravesar la habitación de Camille.
—¡Dean! ¡Dean! —grité—. ¿Dónde está el bar más cercano?
—¿Bar? —dijo Dean sorprendido; estaba lavándose las manos en el grifo de la cocina y pensó que quería emborracharme. Le conté lo que pasaba y me dijo—. Vete al cuarto de baño, ella hace eso todo el tiempo.
No, no podía ir. Así que salí en busca de un bar; subí y bajé por Russian Hill, recorrí cuatro bloques y sólo encontré lavanderías, tintorerías, heladerías y salones de belleza. Volví a la desvencijada casa. Se estaban chillando uno al otro cuando me deslicé por la habitación con una débil sonrisa y me encerré en el cuarto de baño. Pocos minutos después Camille estaba tirando las cosas de Dean por el suelo de la sala de estar y diciendo que las recogiera y se largara. Para mi asombro, vi un óleo de cuerpo entero de Galatea Dunkel encima del sofá. De pronto comprendí que todas estas mujeres se pasaban meses solas, meses exclusivamente femeninos, hablando de las locuras de sus maridos. Oí las carcajadas maniáticas de Dean por toda la casa junto con el llanto de la niña. Lo siguiente que vi fue a Dean caminando por la casa como Groucho Marx con su dedo enfermo envuelto en una enorme venda blanca y mantenido en alto igual que un faro que se mantiene inmóvil por encima del furor de las olas. Volví a ver su destrozado baúl con calcetines y ropa interior sucia asomando; se inclinaba encima de él y arrojaba dentro todo lo que encontraba. Después sacó su maletín, el maletín más trillado de todos los EE. UU. Era de cartón y tenía dibujos para que pareciera de cuero. Tenía además una enorme raja; Dean lo ató con una cuerda. Después cogió su bolsa de marinero y metió más cosas en ella. Yo cogí mi saco, lo llené con mis cosas, y mientras Camille seguía tumbada en la cama diciendo:
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —salimos de la casa y caminamos calle abajo en busca de un tranvía: éramos una masa de hombres y equipaje con aquel enorme pulgar vendado levantado en el aire.
Aquel pulgar se convirtió en el símbolo de la evolución final de Dean. Ya no decía que todo se la sudaba (como antes), ahora además
en principio todo le importaba
; es decir, todo le daba igual y formaba parte del mundo y no podía evitarlo. Me detuvo en medio de la calle.
—Tío, ahora estoy seguro de que estás realmente intrigado; acabas de llegar a la ciudad y te echan a la calle el primer día y te preguntarás lo que he hecho para que nos pase esto junto con todos los demás terribles acontecimientos. ¡Ji-ji-ji! Pero ahora mírame. Por favor, Sal, mírame.
Le miré. Llevaba una camiseta, unos pantalones rotos que le colgaban por debajo de la barriga, unos zapatos muy viejos; no se había afeitado, tenía el pelo enmarañado, los ojos inyectados en sangre y aquel tremendo pulgar vendado en alto a la altura del corazón (tenía que mantenerlo de esa manera), y en su cara la mueca más necia que jamás he visto. Anduvo a trompicones y miraba a todas partes.
—¿Qué es lo que veo? ¡Ah!… el cielo azul, viejo amigo. —Osciló y parpadeó. Se frotó los ojos—. Y las ventanas… ¿te has fijado alguna vez en las ventanas? Hablemos de las ventanas. He visto ventanas auténticamente locas que me miraban, y algunas hasta tienen las persianas bajadas y hacen gestos. —Sacó del saco de marinero un ejemplar de
Los misterios de París
, de Eugene Sue y, estirándose la camiseta, empezó a leerlo en la esquina de la calle con aire pedante—. Bien, Sal, ahora vamos a saborear todo lo que veamos… —Se olvidó de todo aquello al instante siguiente y miró a su alrededor desorientado. Me alegró haber venido. Dean me necesitaba.
—¿Por qué te echó Camille? ¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Eh? —respondió—. ¿Eh? ¿Eh? —Nos devanamos los sesos pensando adónde ir y qué hacer. Me tocaba decidirlo a mí. Pobre, pobre Dean… ni el propio diablo había caído tan bajo; desconcertado, con el pulgar infectado, rodeado por el destrozado equipaje de su vida febril y sin hogar yendo y viniendo a través de América, era un pájaro perdido—. Vámonos a Nueva York caminando —dijo—, y así podremos enterarnos mejor de todo lo que nos pase por el camino… ¡Sí! ¡Eso es! —Saqué mi dinero y lo conté; se lo enseñé.
—Tengo aquí ochenta y tres dólares y algunas monedas —le dije—. Ven a Nueva York conmigo… luego podemos ir a Italia.
—¿Italia? —se le iluminaron los ojos—. Italia, sí, eso espero, ¿cómo iremos hasta allí, Sal?
—Ganaré algo de dinero —respondí—. Los editores me van a pagar mil dólares. Conoceremos a todas las mujeres chifladas de Roma, de París, de todos aquellos sitios; nos sentaremos en las terrazas de los cafés; viviremos en casas de putas. ¿Por qué no vamos a Italia?
—¿Por qué no? —añadió Dean, y entonces comprendió que yo estaba hablando en serio y me miró de reojo por primera vez: anteriormente jamás había implicado tan directamente en su intranquila existencia. Su mirada era la de un hombre que considera sus posibilidades de ganar antes de hacer la apuesta. Había triunfo y desafío en sus ojos, era una mirada diabólica, y no apartó sus ojos de los míos durante un largo rato. Yo también le miraba y enrojecí.
—¿Qué pasa? —y me sentía desconcertado cuando lo dije. No respondió pero siguió mirándome con la misma prudencia insolente.
Traté de recordar todas las cosas que Dean había hecho durante su vida y si había algo que le hiciera sospechar de mí. Le repetí con resolución y firmeza:
—Ven a Nueva York conmigo; tengo dinero.
Volví a mirarle; mis ojos estaban empañados por la turbación y las lágrimas. Seguía con los ojos clavados en mí. Ahora me miraba intensamente y como atravesándome. Probablemente fue el momento crítico de nuestra amistad. De pronto, se dio cuenta de que había pasado unas cuantas horas pensando en él y en sus problemas, y trataba de situar aquello dentro de sus categorías mentales atormentadas y tremendamente confusas. Algo hizo ¡clic! en el interior de ambos. En mí era un súbito interés por un hombre que era unos cuantos años más joven que yo, en concreto cinco, y cuyo destino se había ligado al mío en el curso de los años anteriores; en él era algo de lo que únicamente pude asegurarme a partir de lo que haría después. Se puso muy contento y dijo que todo estaba arreglado.
—¿A qué venía esa mirada? —le pregunté. Le entristeció oírme. Frunció el entrecejo. Era extraño que Dean lo frunciera. Los dos nos sentíamos perplejos e inseguros con respecto a algo. Estábamos allí de pie en la cima de una colina de San Francisco un día de sol; nuestras sombras se alargaban sobre la acera. De una de las casas próxima a la de Camille salieron once griegos, hombres y mujeres, que al momento se pusieron en fila sobre el soleado pavimento mientras otro retrocedía por una estrecha calleja y les sonreía con una cámara de fotos en la mano. Quedamos boquiabiertos ante aquella gente que celebraba la boda de una de sus hijas, probablemente la milésima de una ininterrumpida sucesión de morenas generaciones sonriendo bajo el sol. Estaban bien vestidos, y nos parecían extraños. Dean y yo podíamos haber estado en Chipre y todo hubiera sido igual. Las gaviotas volaban por encima de nosotros en el aire reluciente.