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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

En el camino (24 page)

Por fin, un melancólico y rojizo atardecer nos vimos sentados en el coche, con Jane, Dodie, el pequeño Roy, Bull, Ed y Galatea a nuestro alrededor sonriendo sobre la hierba. Era la despedida. En el último momento Dean y Bull tuvieron un roce a causa del dinero; Dean le había pedido algo prestado y Bull dijo que de ningún modo. Era algo que se remontaba a los días de Texas. El taleguero de Dean apartaba de sí a la gente de un modo gradual. Seguía riéndose maniáticamente y no le importaba; se frotó la bragueta, metió la mano bajo el vestido de Marylou, le acarició la rodilla, echó espuma por la boca y dijo:

—Guapa, sabes lo mismo que yo que todo anda perfectamente entre nosotros, por lo menos más allá de la más abstracta de las definiciones en términos metafísicos o cualquier otro término que intentes especificar o imponer suavemente o subrayar —y así siguió, y salimos zumbando y de nuevo íbamos rumbo a California.

8

¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y ésta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia adelante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos.

Dejamos atrás la sofocante luz de Algiers, subimos al ferry de nuevo, estábamos otra vez entre los barcos fluviales hoscos, viejos y manchados de barro, luego de vuelta al canal, y después salimos de la ciudad. Íbamos por una autopista de dos carriles camino de Baton Rouge bajo la oscuridad púrpura; doblamos hacia el Oeste y cruzamos el Mississippi en un sitio llamado Port Allen: donde el río era todo lluvia y rosas en una nebulosa oscuridad y donde seguimos un camino circular bajo la amarillenta luz de la niebla y de repente vimos el gran cuerpo negro debajo del puente y cruzamos de nuevo la eternidad. ¿Qué es el río Mississippi? Es un pedazo de tierra lavada en la noche lluviosa, un suave chapoteo desde las chorreantes orillas del Missouri, una disolución, un movimiento de la marea por el eterno cauce abajo, un regalo a las espumas pardas, un viaje a través de innumerables cañadas y árboles y malecones, abajo, siempre hacia abajo, por Memphis, Greenville, Eudora, Vicksburg, Natchez, Port Allen y Port Orleans y Port de los Deltas… por Portash, Venice y el Gran Golfo de la Noche, y fuera.

Oyendo en la radio un programa de misterio, miraba por la ventanilla y vi un letrero que decía USE PINTURAS COOPER, y me dije: «De acuerdo, así lo haré»; rodábamos a través de la nublada noche de las llanuras de Louisiana: Latwell, Eunice, Kinder y De Quincy, destartalados pueblos del Oeste que se hacían más parecidos a los del delta a medida que nos acercábamos a Sabine. En Old Opelusas fui a una tienda a comprar pan y queso mientras Dean comprobaba la gasolina y el aceite. Era una sencilla cabaña; podía oír a la familia cenando en la trastienda; hablaban. Cogí el pan y el queso y me escurrí silenciosamente por la puerta sin que se enteraran de que había estado allí. Teníamos muy poco dinero para llegar a Frisco. Mientras tanto, Dean robó un cartón de pitillos en la estación de servicio y quedamos equipados para el viaje: gasolina, aceite, cigarrillos y comida. Los paletos no se enteraron. El coche se lanzó carretera adelante.

Cerca de Starks vimos hacia delante un gran resplandor rojo en el cielo; nos preguntamos qué sería; un momento después pasábamos por allí. Era un incendio detrás de los árboles; había muchos coches aparcados en la autopista. No parecía tener importancia, aunque quizá la tuviera. La comarca se hizo extraña y oscura cerca de Deweyville. De repente estábamos en los pantanos.

—Tío, ¿te imaginas lo que sería si nos encontráramos con un club de jazz en estos pantanos lleno de negros amistosos tocando
blues
y bebiendo licor de serpiente y haciéndonos señas?

—¡Sí!

Todo era misterioso alrededor. El coche seguía una sucia carretera que se elevaba sobre los pantanos que se extendían a ambos lados. Pasamos ante una aparición; era un negro con camisa blanca que caminaba con los brazos levantados hacia el oscuro firmamento. Debía de estar rezando o maldiciendo. Pasamos zumbando a su lado; miré por la ventanilla trasera para verle el blanco de los ojos.

—¡Vaya! —dijo Dean—. No lo mires. Será mejor que no nos detengamos en esta zona.

En un determinado punto nos encontramos con un cruce y detuvimos el coche a pesar de todo. Dean apagó los faros. Estábamos rodeados por un bosque con árboles cubiertos de enredaderas en el que casi podíamos oír al deslizarse de un millón de serpientes venenosas. Lo único que veíamos era el rojo botón de los amperios del salpicadero del Hudson. Marylou gritó asustada. Empezamos a reírnos como maníacos para asustarla aún más. También nosotros teníamos miedo. Queríamos salir de estos dominios de la serpiente de las cenagosas tinieblas, y zumbar hasta tierra americana conocida y los pueblos de vaqueros. En el aire olía a petróleo y a aguas estancadas. Era un manuscrito de la noche que no podíamos leer. Ululó un búho. Probamos por una de las sucias carreteras y enseguida cruzamos el maldito río Sabine responsable de todos aquellos pantanos. Vimos con asombro que delante de nosotros se levantaban grandes estructuras luminosas.

—¡Texas! ¡Es Texas! ¡Beaumont, el pueblo petrolero! —grandes tanques de petróleo y refinerías parecían ciudades en el fragante aire aceitoso.

—Me alegro de haber dejado atrás todo aquello —dijo Marylou—. Ahora podemos volver a oír otro programa de misterio.

Zumbamos a través de Beaumont, cruzamos el río Trinity en Liberty, y nos dirigimos a Houston. Ahora Dean hablaba de su época en Houston de 1947.

—¡Hassel! ¡Ese loco de Hassel! Lo buscaba por todas partes y nunca lo encontraba. Se nos perdía a cada paso por este maldito Texas. Íbamos a hacer la compra con Bull, y Hassel desaparecía. Teníamos que andar buscándolo por todos los billares de la ciudad —entrábamos en Houston—. Teníamos que buscarle casi siempre en la zona negra. Tío, se enrollaba con todos los tipos locos que se encontraba. Una noche lo perdimos y cogimos habitación en un hotel. Nuestra intención original era llevar hielo a Jane porque la comida se estaba pudriendo. Nos costó encontrarle un par de días. Incluso yo me metí en líos. Intentaba ligar con las mujeres que andaban de compras por la tarde, justo aquí, en los supermercados del centro —íbamos como flechas por la noche vacía— y me encontré a una chica que estaba realmente ida, una auténtica idiota que andaba vagabundeando y trataba de robar una naranja. Era de Wyoming. Su hermoso cuerpo sólo era comparable a su idiota cabeza. La encontré diciendo tonterías y me la llevé a la habitación. Bull estaba borracho y trataba de emborrachar a un chaval mexicano que se había ligado. Carlo se había picado heroína y escribía poesía. Hassel no apareció por el jeep hasta medianoche. Lo encontramos durmiendo en el asiento de atrás. El hielo se había deshecho. Hassel dijo que había tomado cinco pastillas para dormir. Tío, si mi memoria funcionara tan bien como el resto de mi mente, os podría contar todos los detalles de lo que hicimos. Pero sabemos cómo es el tiempo. Todas las cosas se cuidan de sí mismas. Podría cerrar los ojos y este viejo coche se ocuparía de sí mismo.

En las calles vacías de Houston, a las cuatro de la madrugada, de pronto nos adelantó un joven motorista lleno de lentejuelas y adornado con relucientes botones, visera, chaqueta de cuero negra, una chica agarrada a él como una india, el pelo al viento, un poeta tejano de la noche a todo velocidad cantando:

—Houston, Austin, Fort Woerth… y a veces Kansas City… y a veces el viejo Antone… ¡ah!… ¡jaaaaa! —se perdieron en la noche delante de nosotros.

—¡Vaya! ¿Habéis visto a ese chaval? ¡Vamos allá también nosotros! —Dean quería alcanzarlos—. ¿No sería estupendo si consiguiéramos reunirnos todos y pasárnoslo bien sin follones; todo resultaría agradable y suave, sin protestas infantiles, sin desgracias corporales que nos molesten? ¡Sí! Pero ya sabemos cómo es el tiempo. —Se inclinó hacia delante y aceleró la marcha.

Pasado Houston sus energías, aunque eran muy grandes, le abandonaron y conduje yo. Empezó a llover justo cuando cogía el volante. Ahora estábamos en la gran llanura de Texas y; como Dean había dicho:

—Avanzas y avanzas y todavía estarás en Texas mañana por la noche.

La lluvia arreciaba. Crucé un destartalado pueblo de vaqueros con una calle principal llena de barro y me encontré en un camino sin salida. «¿Eh, qué estás haciendo?», me dije. Ellos dormían. Di la vuelta y regresé por donde había venido. No se veía ni un alma; tampoco una maldita luz. De repente un jinete con impermeable apareció ante los faros. Era el sheriff. Llevaba un sombrero de ala ancha que chorreaba.

—¿Por dónde se va a Austin?

Me lo indicó educadamente y salí del pueblo. Poco después, de pronto vi dos faros que venían directamente hacia mí bajo la lluvia. Pensé que iba por el lado equivocado de la carretera; me ceñí a la derecha y me encontré rodando sobre el barro; volví a la carretera. Los faros seguían echándoseme encima. En el último momento me di cuenta de que el otro conductor iba por el lado equivocado de la carretera sin darse cuenta. Me hundí en el barro a cincuenta por hora; por suerte no había cuneta ni zanja. El otro coche se detuvo bajo el aguacero. Cuatro huraños braceros que habían abandonado su tarea para armar follón en los bares, todos con camisa blanca y brazos morenos y sucios, me miraron como idiotas. El conductor estaba como una cuba.

—¿Por dónde se va a Houston? —dijo.

Señalé la dirección con el dedo. Me dije de pronto que habían hecho aquello a propósito con el fin de preguntar la dirección lo mismo que un mendigo se dirige directamente a ti en una acera para cerrarte el paso. Miraron melancólicamente el suelo de su coche, donde rodaban botellas vacías, y se alejaron con estrépito. Puse el coche en marcha; estaba hundido en tres centímetros de barro. Suspiré en el lluvioso desierto tejano.

—Dean —dije—. Despiértate.

—¿Qué pasa?

—Estamos atascados en el barro.

—Pero ¿qué cojones ha pasado?

Se lo conté. Lanzó un montón de juramentos. Nos pusimos unos zapatos y unos jerseys viejos y salimos del coche bajo la lluvia torrencial. Arrimé el hombro al guardabarros trasero y levanté todo lo que pude. Dean puso cadenas a las resbaladizas ruedas. En un momento estábamos cubiertos de barro. Ante estos horrores despertamos a Marylou e hicimos que pusiera el coche en marcha mientras nosotros empujábamos. El atormentado Hudson fue elevándose y elevándose. De pronto dio un salto y patinó por la carretera. Marylou lo dominó justo a tiempo y montamos. Así eran las cosas. El trabajo había durado media hora y estábamos empapados e incómodos.

Me dormí, cubierto de barro; por la mañana cuando desperté el barro se había secado y afuera nevaba. Estábamos cerca de Fredericksburg, en las grandes praderas. Fue uno de los peores inviernos de la historia de Texas y del Oeste, las vacas morían como moscas y nevó hasta en San Francisco y LA. Nos encontrábamos muy mal. Deseábamos volver a Nueva Orleans con Ed Dunkel. Marylou conducía; Dean dormía. Ella conducía con una mano y con la otra me toqueteaba. Me hacía mil promesas para cuando llegáramos a San Francisco. Me babeaba de gusto como un imbécil. A las diez cogí el volante. Dean estaba fuera de combate para varias horas. Conduje cientos de aburridos kilómetros a través de los matorrales nevados y los escabrosos montes cubiertos de salvia. Pasaban vaqueros con viseras de béisbol y orejeras buscando vacas. De cuando en cuando aparecían casitas de aspecto confortable con la chimenea echando humo. Hubiera deseado comer mantequilla y judías al amor de la lumbre.

En Sonora conseguí otra vez pan y queso gratis mientras el propietario charlaba con un fornido ranchero en el otro extremo de la tienda. Dean dio gritos de alegría cuando se lo conté; estaba muerto de hambre. No podíamos gastar ni un centavo en comida.

—Sí, sí —decía Dean mirando a los rancheros que pululaban por la calle principal de Sonora—, cada uno de ésos es un maldito millonario, miles de cabezas de ganado, braceros, edificios, dinero en el banco. Si yo viviera por aquí sería una liebre escondida entre los matorrales siempre al acecho de guapas vaqueras… ¡Ji-ji-ji-ji! ¡Hostias! —se dio un puñetazo—. ¡Sí! ¡De acuerdo! ¡Ay de mí!

No sabíamos de qué hablaba. Cogió el volante y condujo el resto del camino a través del estado de Texas, unos ochocientos kilómetros, directamente hasta El Paso, llegando al amanecer y sin parar nada más que una sola vez para desnudarse, cerca de Ozona, y saltar y gritar entre los matorrales. Los coches pasaban zumbando y no le veían. Se escurrió dentro del coche otra vez y volvió a conducir.

—Ahora, Sal, y tú también, Marylou, quiero que hagáis lo mismo que yo, quitaos toda la ropa. ¿Qué sentido tiene? Es lo que os estoy diciendo. Vuestros cuerpos tienen que tomar el sol. ¡Vamos! —íbamos hacia el Oeste, rumbo al sol; sus rayos llegaban a través del parabrisas—. Ofreced el vientre al sol.

Marylou obedeció; yo también pero más a desgana. Nos sentamos los tres en el asiento delantero. Marylou sacó crema y nos la aplicó en broma. De cuando en cuando nos cruzábamos con un gran camión; desde su alta cabina el conductor tenía una fugaz visión de una dorada beldad sentada desnuda entre dos hombres también desnudos; podía vérseles por la ventanilla trasera hacer eses durante unos momentos mientras se alejaban. Cruzábamos grandes llanuras cubiertas de matorrales, ya sin nieve. Enseguida estuvimos en las rocas anaranjadas del Pecos Canyon. En el cielo se abrían lejanías azules. Bajamos del coche para ver unas ruinas indias. Dean lo hizo completamente desnudo. Marylou y yo nos pusimos los abrigos. Anduvimos entre las viejas piedras saltando y gritando. Unos turistas vieron a Dean desnudo en la llanura; no creían lo que veían sus ojos y se alejaron aturdidos.

Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él.

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