Entretanto Marylou planeaba lo que iba a hacer cuando llegara a San Francisco. Alfred dijo que su tía le daría un montón de dinero en Tulare. El
okie
nos dirigió hacia las afueras de la ciudad en busca de su hermano.
A mediodía llegamos ante una casita cubierta de rosas y el
okie
entró y habló con unas mujeres. Esperamos un cuarto de hora.
—Empiezo a pensar que ese tipo no tiene más dinero que yo —dijo Dean—. Nos va a dejar aquí tirados. Seguro que nadie de su familia le dará dinero después de su loca fuga. —El
okie
salió cabizbajo y nos llevó hacia el centro.
—¡Hostias! Tengo que encontrar a mi hermano.
Hizo indagaciones. Probablemente se sentía nuestro prisionero. Por fin fuimos a una gran panadería, y el
okie
salió con su hermano, que llevaba un mono y aparentemente trabajaba allí. Habló con él unos momentos. Nosotros esperábamos en el coche. El
okie
contaba a todos sus parientes sus aventuras y la pérdida de la guitarra. Pero consiguió dinero y nos lo dio. Estábamos en condiciones de llegar a Frisco.
Le dimos las gracias y nos abrimos.
La siguiente parada era en Tulare. Rodamos valle arriba. Yo iba tumbado en el asiento trasero, exhausto, totalmente desentendido de todo, y por la tarde, mientras dormitaba, el embarrado Hudson pasó zumbando junto a las tiendas de las afueras de Sabinal donde había vivido y amado y trabajado en el espectral pasado. Dean se inclinaba sobre el volante, devorando la distancia. Dormía profundamente cuando me desperté en Tulare oyendo cosas inquietantes.
—¡Sal, despiértate de una vez, coño! Alfred ha encontrado la tienda de comestibles de su tía, pero ¿sabes qué ha pasado? Que su tía le pegó un tiro a su marido y está en la cárcel. La tienda está cerrada. No hemos conseguido ni un centavo. ¡Date cuenta de eso! ¡Las cosas que pasan! El
okie
nos contó una historia muy parecida. Conflictos por todas partes, complicaciones, problemas… ¡Maldita sea! —Alfred se mordía las uñas. Dejábamos la carretera de Oregón en Madera y allí nos despedimos del pequeño Alfred. Le deseamos suerte y un viaje rápido hasta Oregón. Dijo que nunca había hecho un viaje tan agradable.
Al cabo de unos minutos, o eso nos pareció, empezamos a rodar por las estribaciones que hay delante de Oakland y enseguida llegamos a la cima y vimos extendida delante de nosotros a la fabulosa y blanca ciudad de San Francisco sobre las once colinas míticas y con el azul Pacífico y la barrera de niebla avanzando, y humo y doradas tonalidades del atardecer.
—¡Estupendo! ¡Lo conseguimos! ¡Tenemos la gasolina justa! ¡Venga el agua! ¡Se acabó la tierra! Ahora, Marylou, guapa, tú y Sal vais enseguida a un hotel y esperáis a que me ponga en contacto con vosotros mañana por la mañana en cuanto haya arreglado definitivamente las cosas con Camille y llame al francés para mi trabajo en el ferrocarril y tú y Sal compráis un periódico para ver los anuncios.
Se dirigió hacia el puente de la bahía de Oakland y enseguida estábamos en él. Los edificios de oficinas del centro de la ciudad empezaban a encender las luces; eso te hacía pensar en Sam Spade. Cuando bajamos del coche en la calle O’Farrel, respiramos y estiramos las piernas; era como pisar tierra firme después de un largo viaje por mar; el suelo se movía bajo nuestros pies; se olía los
chop sueys
del barrio chino de Frisco. Sacamos todas nuestras cosas del coche y las amontonamos en la acera.
De pronto Dean estaba despidiéndose. Ardía en deseos de ver a Camille y saber lo que había pasado. Marylou y yo nos quedamos aturdidos en medio de la calle y lo vimos alejarse en el coche.
—¿Te das cuenta de lo hijoputa que es? —dijo Marylou—. Nos dejará tirados siempre que le convenga.
—Ya lo veo —respondí, y suspiré mirando hacia el Este. No teníamos dinero. Dean no había hablado de dinero. ¿Dónde podríamos meternos?
Deambulamos por estrechas calles románticas cargando con nuestro harapiento equipaje. Todo el mundo tenía pinta de extras de cine en las últimas.
Starlets
envejecidas, ligones desencantados, corredores de coches, patéticos personajes de California con la tristeza fin-de-continente a cuestas, guapos, decadentes, rubias de motel de ojos hinchados, chulos, macarras, putas, masajistas, botones. ¡Vaya mezcolanza! ¿Cómo iba a arreglárselas nadie para buscarse la vida entre gente como ésta?
Con todo Marylou había andado entre ese tipo de gente (no lejos de los barrios bajos), y un conserje de rostro grisáceo nos dio una habitación a crédito en un hotel. Fue el primer paso. Después teníamos que comer, y no pudimos hacerlo hasta medianoche, cuando encontramos a una cantante de un club nocturno en la habitación de su hotel que puso una plancha hacia arriba sobre una papelera y nos calentó una lata de carne de cerdo y judías. Miré a través de la ventana los parpadeantes neones y me dije: «¿Dónde está Dean y por qué no se ocupa de nosotros?». Aquel año perdí mi confianza en él. Permanecí una semana en San Francisco y pasé los días más duros de toda mi vida. Marylou y yo anduvimos kilómetros y kilómetros en busca de dinero para comer. Hasta fuimos a visitar a unos marineros borrachos de un albergue de la calle Mission a quienes conocía ella: nos ofrecieron whisky.
Vivimos juntos un par de días en el hotel. Me di cuenta que, ahora Dean se había esfumado, a Marylou yo no le interesaba nada; lo único que quería era encontrar a Dean a través de mí, su amigo íntimo. Discutimos en la habitación; también pasamos noches enteras en la cama mientras yo le contaba mis sueños. Le hablé de la gran serpiente del mundo que estaba enrollada en el interior de la Tierra lo mismo que un gusano dentro de una manzana y que algún día empujaría la Tierra creando una montaña que desde entonces se llamaría La Montaña de la Serpiente y se lanzaría sobre la llanura. Su longitud sería de ciento cincuenta kilómetros y devoraría todo lo que se pusiera por delante. Le dije que esa serpiente era Satanás.
—¿Y qué pasará entonces? —dijo Marylou apretándose asustada contra mí.
—Un santo, llamado Doctor Sax, la destruirá con unas hierbas secretas que está preparando en este mismo momento en su escondite subterráneo de algún lugar de América. También podría resultar que la serpiente no fuera más que la vaina de unas palomas y que cuando muriera salieran de ella grandes nubes de palomas de un gris espermático que llevaran la nueva de la paz por todo el mundo —yo deliraba de hambre y amargura.
Una noche Marylou desapareció con la dueña de un club nocturno. Yo estaba hambriento esperándola a la entrada, que era donde habíamos quedado, una esquina entre Larkin y Geary, y de pronto la vi salir de una casa de citas con su amiga, la propietaria del club, y un viejo grasiento con un paquete. En principio sólo había ido a ver a su amiga. Comprendí lo puta que era. No quiso hacerme ni un gesto amistoso aunque vio que la estaba esperando. Avanzó con paso ligero y se metió en un Cadillac y se largaron.
Ahora no tenía a nadie, nada.
Anduve por las calles cogiendo colillas del suelo. Pasé junto a un puesto de comidas de la calle Market y, de pronto, la mujer que despachaba me miró aterrada; era la propietaria y parecía pensar que iba a entrar con una pistola y atracarla. Caminé unos cuantos pasos. En esto, se me ocurrió que aquella mujer era mi madre de hace doscientos años en Inglaterra, y que yo era su hijo, un salteador de caminos, que acababa de salir de la cárcel e iba a perturbar su honrado trabajo. Me detuve congelado por el éxtasis en mitad de la acera. Miré calle Market abajo. No sabía si era esa calle o la calle Canal de Nueva Orleans: llevaba hasta el mar, el ambiguo y universal mar, lo mismo que la calle 42 de Nueva York lleva al agua, y uno nunca sabe dónde está. Pensé en el fantasma de Ed Dunkel en Times Square. Estaba delirando. Quería volver y mirar aviesamente a mi dickensiana madre del puesto de comidas. Temblaba de pies a cabeza. Me parecía que me asaltaban un montón de recuerdos que me llevaban a 1750, a Inglaterra, y que estaba en San Francisco en otra vida y en otro cuerpo. «No —parecía decirme aquella mujer con mirada aterrada—, no vuelvas y agobies a tu honrada y trabajadora madre. Para mí ya no eres mi hijo… eres como tu padre, mi primer marido. Pero este amable griego se ha apiadado de mí —(el propietario era un griego de brazos peludos)—. No eres bueno, te emborrachas y armas líos y quieres robarme el fruto de mi humilde trabajo en el puesto. ¡Oh, hijo! ¿Serías capaz de arrodillarte y pedir perdón por todos tus pecados y fechorías? ¡Hijo perdido! ¡Vete! No me amargues más la existencia; he hecho bien en olvidarte. No hagas que vuelvan a abrirse viejas heridas, haz como si nunca hubieras vuelto, como si nunca me hubieras mirado, como si no hubieras visto mi humilde trabajo, mis escasos ahorros. ¡Pobre de ti! Siempre codicioso, dispuesto al robo, hosco, desagradable, hijo mezquino de mi carne. ¡Hijo! ¡Hijo!»
Esto me llevó a recordar la visión de Big Pop en Graetna con el viejo Bull. Y durante un momento llegué al punto del éxtasis al que siempre había querido llegar; a ese paso completo a través del tiempo cronológico camino de las sombras sin nombre; al asombro en la desolación del reino de lo mortal con la sensación de la muerte pisándome los talones, y un fantasma siguiendo sus pasos y yo corriendo por una tabla desde la que todos los ángeles levantan el vuelo y se dirigen al vacío sagrado de la vacuidad increada, mientras poderosos e inconcebibles esplendores brillan en la esplendente Esencia Mental e innumerables regiones del loto caen abriendo la magia del cielo. Oía un indescriptible rumor hirviente que no estaba en mi oído sino en todas partes y no tenía nada que ver con el sonido. Comprendí que había muerto y renacido innumerables veces aunque no lo recordaba porque el paso de vida a muerte y de muerte a vida era fantasmalmente fácil; una acción mágica sin valor, lo mismo que dormir y despertar millones de veces, con una profunda ignorancia totalmente casual. Comprendí que estas ondulaciones de nacimiento y muerte sólo tenían lugar debido a la estabilidad de la Mente intrínseca, igual que la acción del viento sobre la superficie pura, serena y como de un espejo del agua. Sentí una dulce beatitud oscilante, como un gran chute de heroína en plena vena; como un trago de vino al atardecer que hace estremecerse; mis pies vacilaron. Pensé que iba a morir de un momento a otro.
Pero no me morí, y caminé seis kilómetros y recogí diez largas colillas y me las llevé a la habitación del hotel de Marylou y vacié el tabaco en mi vieja pipa y la encendí. Era demasiado joven para saber lo que me había pasado. Olí toda la comida de San Francisco a través de la ventana. Había sitios donde vendían mariscos en cuyo exterior los vagabundos estaban calientes, y los cubos de la basura lo bastante llenos para poder comer; sitios donde hasta los propios menús tenían una blanda suculencia como si hubieran sido sumergidos en caldos calientes y tostados y se pudieran comer. Con que me dejaran oler la mantequilla y las pinzas de la langosta tendría bastante. También había sitios especializados en gruesos y rojos solomillos
au jus
, o en pollos asados al vino. También había sitios donde las hamburguesas siseaban sobre las parrillas y el café costaba sólo un níquel. ¡Ah! También llegaba hasta mi habitación el olor de los guisos del barrio chino, compitiendo con las salsas de los espaguetis de North Beach, los cangrejos de caparazón blando del muelle de los pescadores… o peor aún, las costillas de Fillmore dando vueltas en el asador. Llegaban de la calle Market los chiles, y las patatas fritas del embarcadero con sus noches de vino, y las almejas de Sausalito, más allá de la bahía… así era mi sueño de San Francisco. Añádase niebla, una niebla cruda que aumentaba el hambre, y los latidos de los neones en la noche suave, el clac-clac de los altos tacones de las mujeres tan bellas, las palomas blancas en el escaparate de una tienda de comestibles china…
Así me encontró Dean cuando por fin decidió que merecía la pena salvarme. Me llevó a su casa, la casa de Camille.
—¿Dónde está Marylou, tío?
—La muy puta se las dio.
Camille era un alivio después de Marylou; una joven, educada, atenta, y que sabía que los dieciocho dólares que le había mandado Dean eran míos. Pero, ¡ay!, ¿dónde estarás ahora, mi dulce Marylou?
Descansé unos cuantos días en casa de Camille. Desde la ventana de su cuarto de estar, en un edificio de apartamentos de la calle Liberty, podía verse todo el resplandor verde y rojo de San Francisco en la noche lluviosa. Durante los pocos días que estuve allí Dean hizo la cosa más ridícula de toda su carrera. Consiguió un trabajo de viajante de un nuevo tipo de olla a presión. El vendedor le dio montones de muestras y de folletos. El primer día Dean era un huracán de energía. Fui en coche con él por toda la ciudad de casa en casa. Su idea era que lo invitaran formalmente a cenar y entonces levantarse y hacer una demostración de la olla a presión.
—Tío —exclamó Dean muy excitado—, esto todavía es más disparatado que cuando trabajaba para Sinah. Sinah vendía enciclopedias en Oakland. Nadie podía con él. Soltaba largos discursos, saltaba, subía y bajaba, reía, lloraba.
Una vez entró en casa de unos
okies
que se estaban preparando para ir a un funeral. Sinah se puso de rodillas y rezó por la salvación del alma del difunto. Todos los
okies
se echaron a llorar. Vendió una colección completa de enciclopedias. Era el tipo más loco del mundo. Me pregunto qué habrá sido de él. Solíamos acercarnos a las hijas más jóvenes y guapas de las casas donde íbamos y les metíamos mano en la cocina. Por cierto, esta tarde he estado con un ama de casa de lo más maravilloso en su cocinita… los brazos los tenía puestos así… le hacía una demostración… ¡Vaya! ¡Sí! ¡Sí!
—Sigue así, Dean —le dije—. Quizá llegues a ser algún día alcalde de San Francisco. —Era ya un maestro en cosas de cocina; por las noches practicaba con Camille y conmigo.
Una mañana estaba desnudo contemplando todo San Francisco por la ventana mientras salía el sol. Parecía el futuro alcalde pagano de la ciudad. Pero se le agotaron las fuerzas. Una tarde que llovía el vendedor apareció por casa para ver qué estaba haciendo. Dean estaba todo despatarrado encima de la cama.
—¿Ha tratado de vender todo eso?
—No —le respondió Dean—. Tengo otro trabajo en perspectiva.
—Muy bien, pero ¿qué piensa hacer con todas esas muestras?