—Lo cierto es —dije yo— que perdimos todo nuestro dinero en las carreras, y que en adelante, en vez de dejarnos llevar por corazonadas, acudiremos a un corredor de apuestas, ¿verdad Remi?
Remi se puso todo colorado. El hombre finalmente admitió que era un alto empleado del hipódromo del Golden Gate. Nos dejó delante del elegantísimo Hotel Palace; le vimos desaparecer entre los candelabros, con los bolsillos llenos de dinero y la cabeza muy alta.
—¡Cojonudo! ¡Hay que ver! —chillaba Remi en las calles nocturnas de Frisco—. Paradise viaja con el hombre que dirige el hipódromo
y jura
que en adelante irá a los corredores de apuestas. ¡Lee Ann, Lee Ann! —zarandeó a la chica—. ¡Es sin duda el tipo más divertido del mundo! ¡Tiene que haber muchos italianos en Sausalito! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —se agarró a un poste para reírse mejor.
Aquella noche empezó a llover y Lee Ann nos miraba con asco. En casa no había quedado ni un centavo. La lluvia sonaba en el techo.
—Por lo menos va a durar una semana —dijo Remi.
Se había quitado su elegante traje; llevaba de nuevo los miserables pantalones cortos y el gorro militar y una camiseta. Sus grandes ojos castaños contemplaban las planchas de madera del suelo con expresión triste. La pistola estaba encima de la mesa. Oíamos al señor Nieve desternillándose de risa en algún lugar de la noche lluviosa.
—Estoy hasta los ovarios de ese hijoputa —soltó Lee Ann. Estaba dispuesta a iniciar una pelea. Comenzó a chinchar a Remi.
Éste estaba ocupado buscando su cuaderno de notas negro; en él estaban apuntados los nombres de las personas, normalmente marinos, que le debían dinero. Junto a los nombres había escrito tacos en tinta roja. Temía el día en que mi nombre figurara en aquel cuaderno. Últimamente había estado mandando tanto dinero a mi tía que sólo gastaba unos cuatro o cinco dólares a la semana en comida. De acuerdo con lo que había dicho el presidente Truman, añadía muy pocos dólares al gasto público. Pero Remi consideraba que no contribuía bastante; solía dejar las cuentas de la tienda por todas partes, colgando con sus precios detallados, generalmente en el cuarto de baño o donde yo pudiera verlos y enterarme de mi tacañería. Lee Ann estaba segura de que Remi escondía parte de su dinero y de que yo hacía otro tanto. Amenazó con abandonarle. Remi frunció los labios.
—¿Y adónde piensas ir? —dijo.
—Con Jimmy.
—
¿Jimmy?
¿Ese cajero del hipódromo? ¿Oyes eso, Sal? Lee Ann se va a ir a echar el lazo a un cajero del hipódromo. Ten cuidado, querida, y lleva tu escoba, los caballos van a comer esta semana montones de avena con mis cien dólares.
Las cosas empeoraron; la lluvia arreciaba. Lee Ann era la ocupante original de la casa, así que le dijo a Remi que cogiera sus cosas y se largara. Empezó a recogerlas. Me imaginé a mí mismo a solas en la casa con aquella arpía salvaje. Traté de mediar. Remi empujó a Lee Ann. Ella saltó hacia la pistola. Remi me dio el arma y dijo que la escondiera; tenía un cargador con ocho cartuchos. Lee Ann empezó a chillar, y finalmente se puso el impermeable y salió a buscar a un policía, ¡y vaya policía que iba a buscar! Nada menos que a nuestro viejo amigo de Alcatraz. Por suerte no estaba en casa. Volvió toda mojada. Me escondí en mi rincón con la cabeza entre las piernas. ¡Dios mío! ¿Qué estaba haciendo a cinco mil kilómetros de casa? ¿Por qué había venido hasta aquí? ¿Dónde estaba el mercante que iba a China?
—Y otra cosa, bicho asqueroso —aulló Lee Ann—. Esta noche será la última que te prepare tus sucios sesos y tus huevos, y tu sucio cordero al curry, así que ya puedes ir llenando tu sucia panza y ponerte gordo y desaparecer de mi vista.
—De acuerdo —dijo Remi tranquilamente—. Todo eso está muy bien. Cuando empecé contigo no esperaba rosas y la luz de la luna, así que todo esto no me sorprende. Hice por ti todo lo que pude, hice las cosas lo mejor que pude para ambos. Y ahora los dos me habéis dejado en la estacada. Me habéis decepcionado totalmente —y continuó con toda sinceridad—. Creí que saldría algo agradable y duradero de la mutua compañía. Lo intenté todo. Fui a Hollywood, le conseguí un trabajo a Sal, te compré ropa. Intenté presentarte a la gente más elegante de San Francisco. Te negaste, ambos os negasteis a realizar mis más mínimos deseos. No os pedía nada a cambio. Ahora os pido un último favor y después no os pediré nada más. Mi padrastro llega a San Francisco el sábado por la noche. Todo lo que os pido es que me acompañéis e intentéis aparentar que las cosas siguen igual que cuando le escribí. En otras palabras, tú, Lee Ann, serás mi novia, y tú, Sal, serás mi amigo. Tengo arregladas las cosas para que el sábado me presten cien dólares. Quiero que mi padre se divierta y se marche sin tener ningún motivo de preocupación con respecto a mí.
Todo esto me sorprendió. El padrastro de Remi era un médico muy conocido que había trabajado en Viena, París y Londres.
—¿Quieres decir que te vas a gastar cien dólares con tu padrastro? —le dije—. ¡Tiene más dinero del que tendrás tú jamás! ¡Te vas a endeudar hasta las patas!
—Así es —dijo Remi tranquilamente y con tono de derrota en la voz—. Es lo último que os pido. Que por lo menos
intentéis
que las cosas parezcan que marchan bien, que
intentéis
causarle una buena impresión. Quiero a mi padrastro y le respeto. Va a venir con su nueva esposa. Debemos ser atentos con ellos.
Había veces que Remi era el más educado caballero del mundo. Lee Ann estaba impresionada, deseaba conocer al padrastro; si su hijo no era una buena presa, él sí podía serlo.
Llegó el sábado por la noche. Yo había dejado mi trabajo con los policías antes de que me despidieran por no hacer los suficientes arrestos, y sería mi última noche de sábado en Frisco. Remi y Lee Ann subieron a reunirse con el padrastro a la habitación de su hotel; yo tenía dinero preparado para el viaje y bebí un poco más de la cuenta en el bar del piso de abajo. Después subí a reunirme con todos, aunque con mucho retraso. El padre abrió la puerta. Era un hombre con gafas, alto y distinguido.
—¡Ah! —le dije al verle—. ¿Cómo está usted, señor Boncoeur?
Je suis haut
—añadí, con lo que intentaba traducir al francés nuestra expresión: «Estoy alto, he bebido un poco»; pero en francés no significa absolutamente nada. El médico se quedó perplejo. Comenzaba a joderle el asunto a Remi. Me miró sonrojado.
Fuimos a cenar a un restaurante muy elegante: el Alfred’s, en North Beach. Allí el pobre Remi se gastó sus buenos cincuenta dólares con nosotros cinco, bebidas incluidas. Y ahora vino lo peor. ¿Quién podía pensar que allí sentado en el bar del Alfred’s estaba mi viejo amigo Roland Major? Acababa de llegar de Denver y había conseguido trabajo en un periódico de San Francisco. Estaba algo borracho. Ni siquiera se había afeitado. Corrió hacia mí y me dio una fuerte palmada en la espalda justo cuando me llevaba la copa a los labios. Se instaló junto al doctor Boncoeur y se echaba encima de la sopa del buen señor para hablar conmigo. Remi estaba colorado como un tomate.
—¿No vas a presentarnos a tu amigo, Sal? —dijo con una débil sonrisa.
—Cómo no. Es Roland Major, del diario
Argus
, de San Francisco —intenté decir con aspecto muy serio. Lee Ann estaba furiosa conmigo.
Major empezó a hablar al oído del
monsieur
.
—¿Le gusta enseñar francés en el colegio? —aulló.
—Perdóneme, pero yo no enseño francés en ningún colegio.
—¡Oh! Yo creía que enseñaba francés en un colegio —estaba siendo deliberadamente brusco. Recordé la noche que no nos dejó celebrar nuestra fiesta en Denver; pero se lo perdoné.
Se lo perdoné todo a todos, me dejé ir, me emborraché. Me puse a hablar de la luna y de las flores con la joven esposa del médico. Había bebido tanto que tenía que ir al retrete cada dos minutos, y para hacerlo tenía que saltar por encima de las piernas del doctor Boncoeur. Todo se estaba yendo a la mierda. Mi estancia en Frisco se terminaba. Remi nunca me volvería a hablar. Eso era terrible porque yo le quería de verdad y era una de las pocas personas del mundo que sabía lo auténtico y buen amigo que era. Tardaría muchos años en olvidar todo esto. ¡Qué desastrosas resultaban las cosas comparándolas con lo que yo le había escrito desde Paterson planeando mi viaje por la roja línea de la Ruta 6 a través de América! Aquí estaba en el extremo oeste de América, en el culo del mundo, y no podía ir más allá, tenía que regresar. Decidí que por lo menos mi viaje fuera circular; entonces decidí que iría a Hollywood y volvería por Texas para ver a mis amigos del delta. El resto podía irse al carajo.
Echaron a Major del Alfred’s. Como de todos modos la cena se había terminado, me uní a él; es decir, Remi lo sugirió; salí, pues, y nos fuimos a beber. Estábamos sentados en una mesa del Iron Pot y Major me dijo:
—Sam, no me gusta ese mariquita del bar.
—¿Quién, Jake?
—Sam —repitió—, creo que voy a tener que levantarme y partirle la cara.
—No, Jake —le dije siguiendo con la imitación de Hemingway—. Apunta desde aquí y veremos lo que pasa —y acabamos dando tumbos en una esquina.
Por la mañana, mientras Remi y Lee Ann dormían, y mientras contemplaba con una tristeza enorme la gran pila de ropa que Remi y yo planeábamos lavar en la máquina Bendix del cobertizo de atrás (lo que siempre había sido una operación divertida, entre negras, al sol, y con el señor Nieve riendo sin parar), decidí marcharme. Salí al porche.
—No, coño —me dije—. He prometido no marcharme sin subir antes a esa montaña —es decir, a la parte más alta del desfiladero que llevaba misteriosamente al océano Pacífico.
Así que me quedé otro día. Era domingo. Había una gran ola de calor; era un día maravilloso, el sol se puso rojo a las tres. Inicié la ascensión y llegué a la cima a las cuatro. Por todos lados había esos hermosos álamos y eucaliptos de California. Cerca de la cima dejaba de haber árboles; sólo rocas y hierba. Hacia la costa había ganado pastando. Allí estaba el Pacífico, a unas cuantas colinas de distancia, azul y enorme y con una gran pared blanca avanzando desde el legendario terreno de patatas donde nacen las nieblas de Frisco. Dentro de una hora la niebla llegaría al Golden Gate y envolvería de blanco la romántica ciudad, y un muchacho llevando a una chica de la mano subiría lentamente por una de sus largas y blancas aceras con una botella de Tokay en el bolsillo. Eso era Frisco; y mujeres muy bellas a la puerta de blancos portales esperando a sus hombres; y la Torre Coit, y el embarcadero y la calle del mercado, y las once prolíficas colinas.
Vagué por allí hasta que me sentí aturdido; pensaba que iba a caerme como en un sueño, directamente al precipicio y sin tener a qué agarrarme. ¿Dónde está la chica de mis amores? Y miraba a todas partes como antes había mirado al pequeño mundo de allá abajo. Y ante mí estaba la ruda y enorme y abultada comba de mi continente americano; y en algún sitio muy lejano y sombrío, el frenético Nueva York lanzaba hacia arriba su nube de polvo y de pardo vapor. Hay algo pardo y sagrado en el Este; California es blanca como frívola ropa puesta a secar… o al menos eso pensaba entonces.
Por la mañana Remi y Lee Ann dormían cuando silencioso empaqueté mis cosas y salí por la ventana del mismo modo en que había entrado, y me alejé de Mill City con mi saco de lona. Y nunca pasé una noche en el viejo barco fantasma —se llamaba
Almirante Freebee
— y Remi y yo nos perdimos el uno para el otro.
En Oakland tomé una cerveza entre los vagabundos de un saloon que tenía una rueda de carreta en la puerta, y estaba una vez más en la carretera. Dejé atrás Oakland para llegar a la carretera de Fresno. De dos saltos llegué a Bakersfield, unos seiscientos kilómetros al Sur. El primero que me recogió estaba loco; era un chaval rubio que iba en un trasto lleno de remiendos.
—¿Ves este dedo? —me dijo mientras lanzaba el trasto aquel a ciento y pico por hora adelantando a todo el mundo—. Míralo —estaba cubierto de vendas—. Me lo acaban de amputar esta misma mañana. Los hijoputas querían que me quedara en el hospital. Cogí mi bolsa y me largué. ¿Qué es un dedo?
Sí, en efecto, dije para mis adentros, un dedo es muy poco. Pero hay que estar atento a la carretera y agarrarse fuerte. Nunca había visto a un conductor tan loco. Llegamos a Tracy enseguida. Tracy es un nudo ferroviario; los guardafrenos comen en restaurantes baratos cerca de las vías. Trenes pitan alejándose por el valle. El sol se pone lentamente muy rojo. Se despliegan todos los mágicos nombres del valle: Manteca, Madera y todos los demás. Llegó enseguida el crepúsculo, un crepúsculo púrpura sobre viñas, naranjos y campos de melones; el sol de color de uva pisada, cortado con rojo borgoña, los campos color amor y misterios españoles. Saqué la cabeza por la ventanilla y respiré profundamente la fragancia del aire. Fue el más hermoso de todos los momentos. El loco era un guardafrenos de la Southern Pacific y vivía en Fresno. Perdió su dedo en un cambio de vías de Oakland, no entendí muy bien cómo. Me llevó hasta el ruidoso Fresno y me dejó en la parte sur de la ciudad, fui a tomar una coca-cola rápido en un pequeño bar cercano a las vías, y allí junto a los furgones me encontré con un joven y melancólico armenio, y justo en ese momento pitó una locomotora y me dije:
—Sí, sí, el pueblo de Saroyan.
Tenía que ir al Sur; cogí la carretera. Me recogió un hombre en un camión último modelo con remolque. Era de Lubbock, Texas, y estaba en el negocio de los remolques.
—¿No quieres comprar un remolque? —me preguntó—. Cuando quieras ven a verme.
Me contó historias de su padre en Lubbock.
—Una noche mi viejo dejó la recaudación del día olvidada encima de la caja fuerte. Y pasó que por la noche entró un ladrón con un soplete y, toda la pesca, forzó la caja, revolvió todos los papeles, tiró unas cuantas sillas y se largó. Y aquellos mil dólares quedaron allí encima de la caja. ¿Qué me dices a eso?
Me dejó al sur de Bakersfield y entonces empezó mi aventura. Hacía frío. Me puse el delgado impermeable del ejército que había comprado en Oakland por tres dólares y me quedé temblando en la carretera. Estaba frente a un elegante hotel de estilo español iluminado como una joya. Pasaban coches, en dirección a Los Ángeles. Hacía gestos frenéticos. El frío era cada vez mayor. Estuve allí hasta medianoche, dos horas enteras, y maldiciendo sin parar. Era como en Stuart, Iowa, otra vez. No podía hacer más que gastarme los dos dólares y pico que costaba un autobús que me llevara los kilómetros que faltaban hasta LA. Anduve de regreso por la autopista hasta Bakersfield y, ya en la estación, me senté en un banco.