Montana Slim y los dos estudiantes me acompañaron por las calles de North Platte hasta que encontré una tienda de bebidas. Los chicos bebieron un poco, Slim otro poco, y yo compré un litro. Hombres altos y hoscos nos observaban desde edificios con falsas fachadas; la calle principal estaba bordeada de casas cuadradas con forma de caja. Había inmensas perspectivas de las llanuras más allá de cada una de las tristes calles. Noté algo distinto en el aire de North Platte, no sabía qué era. Lo supe cinco minutos después. Volvimos al camión y reanudamos la marcha. Oscurecía rápidamente. Todos tomamos un trago y de pronto miré y vi que los verdes campos del Platte empezaban a desaparecer y en su lugar, y hasta donde alcanzaba la vista, aparecía una enorme llanura esteparia de arena y artemisa. Estaba atónito.
—¿Qué coño es esto? —le grité a Slim.
—Es el comienzo de los pastizales, muchacho. Pásame otro trago.
—¡Yupiii! —aullaron los estudiantes—. ¡Adiós Columbus! ¿Qué dirían Sparkie y los chicos si estuvieran aquí? ¡Yupiii!
Los conductores habían cambiado de puesto en la cabina; el hermano que estaba descansado forzaba el camión al máximo. La carretera también cambió: abombada por el centro, blanda a los lados y con una zanja de más de un metro de profundidad bordeándola, así que el camión saltaba y oscilaba de un lado de la carretera al otro —milagrosamente sólo cuando no había coches que vinieran en dirección opuesta— y pensé que íbamos a dar un salto mortal. Pero eran unos conductores tremendos. ¡Cómo superó el camión la cresta de Nebraska! (la cresta que se hunde hacia Colorado). Y enseguida me di cuenta que de hecho ya estaba casi en Colorado, aunque no de modo oficial, pero mirando al sudoeste el propio Denver estaba a unos pocos cientos de kilómetros. Grité de alegría. La botella circuló. Salieron estrellas resplandecientes, las colinas de arena estaban cada vez más lejos y se hicieron borrosas. Me sentí igual que una flecha disparada camino del blanco.
Y de pronto, Mississippi Gene se volvió hacia mí saliendo de su letargo y estirando las piernas, y abrió la boca, y se inclinó y dijo:
—Estas llanuras me recuerdan a Texas.
—¿Eres de Texas?
—No, señor, soy de Green-vell, Muss-sippy —y ése fue el modo en que lo dijo.
—¿De dónde es el chico?
—Se metió en líos allá en Mississippi, así que me ofrecí a ayudarle a largarse. Nunca ha estado del todo en sus cabales. Cuido de él lo mejor que puedo, sólo es un niño.
Aunque Gene era blanco tenía algo de viejo negro cansado y sabio, y también mucho de Elmer Hassel, el adicto a las drogas neoyorquino, pero un Hassel de trenes, un Hassel viajero épico, cruzando y volviendo a cruzar el país todos los años, hacia el Sur en invierno y hacia el Norte en verano, y eso sólo porque no podía quedarse en un sitio sin cansarse enseguida de él y porque no había adónde ir excepto a todas partes, y tenía que mantenerse bajo las estrellas, por lo general las estrellas del Oeste.
—He estado en Og-den un par de veces. Si usted quiere ir a Og-den tengo algunos amigos que podrían alojarle.
—Voy a Denver desde Cheyenne.
—¡Coño! Vaya derecho hasta allí, no se hace un viaje como éste todos los días.
Ésta también era una oferta tentadora. ¿Qué había en Ogden? Y dije:
—¿Qué es Ogden?
—Es el sitio por el que pasan la mayoría de los muchachos y siempre hay amigos allí; uno puede encontrarse a cualquiera.
Años antes yo había navegado con un tipo alto y huesudo de Louisiana que se llamaba Big Slim Hazard, William Holmes Hazard, que era vagabundo por afición. De niño había visto a un vagabundo pedirle a su madre un poco de pastel, y ella se lo dio, y cuando el vagabundo se había marchado carretera abajo, el niño dijo:
—Mamá, ¿quién era ése?
—Era un vagabundo.
—Mamá, yo también seré vagabundo.
—No digas tonterías, niño, eso no es para los Hazards.
Pero él nunca olvidó aquel día, y cuando se hizo mayor, y tras un breve período de jugador de fútbol en la universidad de Louisiana, se hizo vagabundo. Big Slim y yo pasamos muchas noches contándonos historias y escupiendo tabaco de mascar en bolsas de papel. Había algo en Mississippi Gene que me recordaba tanto a Big Slim Hazard, que le pregunté:
—¿No habrás conocido por casualidad a un tipo llamado Big Slim Hazard?
—¿Se refiere usted a un tipo que se ríe mucho? —me dijo.
—Bueno, eso suena un poco a él. Era de Ruston, Louisiana.
—Eso es. Louisiana Slim le llamaban a veces. Sí, señor, he conocido a Big Slim.
—¿Solía trabajar en los yacimientos de petróleo del este de Texas?
—El este de Texas, así es. Y ahora se dedica a marcar ganado.
Y eso era exacto; pero todavía no podía creer que Gene hubiera conocido realmente a Slim, a quien yo había buscado, más o menos, durante años.
—¿Y solía trabajar en los remolcadores de Nueva York?
—Bueno, eso no lo sé.
—Supongo que sólo lo conociste en el Oeste.
—Así parece. Yo nunca he estado en Nueva York.
—Bueno, maldita sea, me asombra que lo conozcas. Éste es un país muy grande. Sin embargo sé que debes de haberlo conocido.
—Sí, señor, conozco a Big Slim perfectamente. Siempre generoso con su dinero; cuando lo tiene, claro. De mal genio, un tipo duro, también. Le he visto tumbar a un policía en los depósitos de ferrocarril de Cheyenne, y de un solo puñetazo.
Eso sonaba mucho a Big Slim; siempre practicaba golpes de boxeo en el aire; se parecía un poco a Jack Dempsey, pero a un Jack Dempsey joven que bebía bastante.
—¡Maldición! —grité al viento, y tomé otro trago, y me sentía muy bien. Cada trago era bañado por el viento en aquel camión abierto, desaparecían sus malos efectos, y los buenos penetraban en mi estómago—. ¡Cheyenne, allá voy! —canté—. Denver espera a tu chico.
Slim Montana se volvió hacia mí, señaló mis zapatos y comentó:
—Se supone que si pones esas cosas en el suelo crecerá algo, ¿no? —sin soltar ni una sonrisa, claro, y los demás al oírle se echaron a reír.
Y es que eran los zapatos más absurdos de toda América; los llevaba concretamente porque no quería que me sudaran los pies en la ardiente carretera, y excepto cuando la lluvia del Monte del Oso demostraron ser los mejores zapatos posibles para un viaje como el mío. Así que me uní a sus risas. Y los zapatos ya estaban por entonces muy gastados, las tiras de cuero de colores levantadas como rodajas de piña y mis dedos asomando a través de ellas. Bueno, tomé otro trago y me reí. Como en sueños pasamos zumbando por pequeños pueblos y cruces de carreteras que brotaban de la oscuridad y junto a largas hileras de braceros y vaqueros en la noche. Nos veían pasar con un movimiento de cabeza y nosotros les veíamos golpearse los muslos desde la renovada oscuridad del otro lado del pueblo: éramos un grupo extraño de ver.
Había un montón de hombres en el campo durante esta época del año. Los chicos de Dakota estaban inquietos.
—Creo que nos bajaremos en la próxima parada para mear; parece que por aquí hay montones de trabajo —dijo uno de ellos.
—Lo único que tenéis que hacer es dirigiros al Norte cuando se termine por aquí —les aconsejó Montana Slim—, y seguir la cosecha hasta llegar a Canadá. —Los chicos asintieron vagamente; no parecía que les interesara demasiado aquel consejo.
Entretanto, el chico rubio fugitivo seguía sentado igual que siempre; de vez en cuando Gene abandonaba su trance budista sobre las sombrías praderas y decía algo cariñoso al oído del chico. El chico asentía. Gene cuidaba de él, de su estado de ánimo y de sus temores. Yo me preguntaba adónde coño irían y qué coño harían. No tenían pitillos. Derroché mi paquete con ellos. Me gustaban. Eran agradecidos y amables. Nunca pedían y yo seguía ofreciéndoles. Montana Slim también tenía un paquete pero nunca ofrecía. Pasamos zumbando por otro pueblo; pasamos junto a otra hilera de hombres altos y flacos con pantalones vaqueros arracimados en la penumbra como mariposas alrededor de la luz, y regresamos a la tremenda oscuridad, y las estrellas se mostraban encima puras y brillantes porque el aire se hacía gradualmente más y más tenue a medida que ascendíamos la empinada pendiente de la meseta occidental, alrededor de veinte centímetros cada kilómetro, o eso decían, y sin árboles en parte alguna que ocultaran las estrellas. Y una vez vi una vaca melancólica de cabeza blanca entre la salvia del borde de la carretera cuando pasábamos a toda prisa. Era como ir en tren, justo con la misma regularidad, justo con idéntica seguridad.
Al rato llegamos a un pueblo, aminoramos la marcha, y Montana Slim dijo:
—Hora de mear —pero los de Minnesota no pararon y siguieron a toda marcha—. ¡Joder! Tengo que hacerlo —gritaba Slim.
—Hazlo por un lado —dijo alguien.
—Bueno, lo haré —respondió él, y lentamente, observado por todos, se fue arrastrando hasta la parte de atrás de la caja agarrándose a lo que podía, hasta que las piernas le quedaron colgando fuera. Alguien golpeó la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los hermanos. Se desplegaron sus enormes sonrisas en cuanto se volvieron. Y justo cuando Slim estaba preparado para empezar, en la posición precaria en la que se encontraba, empezaron a hacer zigzags con el camión a más de cien kilómetros por hora. Se cayó de espaldas y durante un momento vimos un surtidor de ballena en el aire; trabajosamente consiguió sentarse de nuevo. Hicieron oscilar el camión otra vez. ¡Whaam! Montana Slim cayó de costado y se puso todo perdido. Entre el ruido del motor le oíamos soltar maldiciones como gemidos de un hombre llegando desde lejanas montañas.
—¡Cojones! ¡Me cago en la puta! —y no se daba cuenta de que lo estaban haciendo aposta mientras se esforzaba por superar la prueba, ceñudo como el mismo Job. Cuando terminó estaba empapado, y ahora tuvo que hacer el camino de vuelta, y con expresión compungida nos miraba reír a todos, excepto el melancólico chico rubio, y a los de Minnesota que se desternillaban en la cabina. Le tendí la botella para que se animara un poco.
—Conque lo estaban haciendo a propósito —dijo.
—Claro que sí.
—Bien, maldita sea, no me daba cuenta. Lo único que sabía es que también lo había hecho en Nebraska y no había tenido ni la mitad de problemas.
De repente habíamos llegado a Ogalalla, y aquí los tipos de la cabina gritaron:
—¡A mear tocan! —con gran deleite.
Slim se quedó enfadado en el camión lamentando la oportunidad perdida. Los dos chicos de Dakota nos dijeron adiós a todos y pensaban empezar su trabajo de braceros aquí. Les vimos desaparecer en la noche en dirección a las casuchas del final del pueblo donde había luz encendida y donde, según un vigilante nocturno de pantalones vaqueros les dijo, estaban los que podían darles trabajo. Yo tenía que comprar tabaco. Gene y el chico rubio me acompañaron para estirar un poco las piernas. Llegué al lugar más perdido del mundo, una especie de solitaria discoteca de las llanuras para los quinceañeros locales. Bailaban, algunos de ellos, a la música de una máquina. Hubo un momento de silencio cuando entramos. Gene y el rubito se quedaron quietos sin mirar a nadie; lo único que querían era tabaco. Había unas cuantas chicas bastantes guapas también. Y una de ellas le puso ojos de carnero degollado al rubio y él no se dio cuenta, y si se hubiera dado cuenta no habría hecho caso; así era de triste y desamparado.
Le compré un paquete a cada uno; me dieron las gracias. El camión estaba listo para seguir. Era casi medianoche y hacía frío. Gene, que había recorrido el país más veces de las que podía contar con los dedos de manos y pies, dijo que lo mejor que podíamos hacer era meternos apretujados bajo la enorme lona o nos congelaríamos. De este modo, y con el resto de la botella, nos mantuvimos calientes mientras el aire se helaba y nos silbaba en los oídos. Las estrellas parecían volverse más y más brillantes a medida que subíamos a las grandes praderas. Ya estábamos en Wyoming. Tumbado de espaldas, contemplaba el magnífico firmamento que se congratulaba de lo bien que me iban las cosas, de lo lejos que me encontraba por fin de aquel triste Monte del Oso, y sentí un agradable cosquilleo al pensar en lo que me esperaba allá en Denver: fuera lo que fuese. Y Mississippi Gene empezó a cantar. Cantó con una voz melodiosa y tranquila, acento del delta, y era algo muy sencillo, sólo: «Tengo una chica preciosa, una dulce quinceañera, la más bonita del mundo», y lo repetía intercalando otros versos, todos hablando de lo lejos que se encontraba de ella y de cómo deseaba volver de nuevo a su lado aunque la había perdido.
—Gene, es preciosa esa canción —dije.
—Es la más bonita que sé —me respondió sonriendo.
—Espero que llegues a donde quieres ir y seas feliz allí.
—Siempre me lo hago bien y voy de un sitio a otro.
Montana Slim estaba dormido. Se despertó y me dijo:
—Oye, moreno, ¿qué te parece si tú y yo exploramos juntos Cheyenne esta misma noche antes de que sigas hacia Denver?
—Me parece muy bien —respondí, pues estaba bastante borracho como para hacer lo que fuera.
Cuando el camión llegó a las afueras de Cheyenne, vimos arriba las luces rojas de la emisora de radio local, y de repente estábamos abriéndonos paso en medio de una gran multitud que llenaba las dos aceras.
—Cojonudo, es la Semana del Salvaje Oeste —dijo Slim.
Grupos de negociantes, hombres de negocios gordos con botas altas y sombrero de alas anchas, con pesadas mujeres vestidas de vaqueras, se abrían paso a codazos y daban gritos por las aceras de madera del viejo Cheyenne; más abajo estaban las hileras de luces de los bulevares del nuevo centro de Cheyenne, pero la fiesta se centraba en la parte vieja de la ciudad. Disparaban salvas. Los salones estaban llenos hasta la puerta. Estaba asombrado y al tiempo sentía que aquello era ridículo: en mi primer viaje al Oeste estaba viendo a qué absurdos medios recurrían para mantener su orgullosa tradición. Tuvimos que saltar del camión y decir adiós; los de Minnesota no tenían ningún interés en dar una vuelta por allí. Fue triste verlos partir, y comprendí que nunca volvería a ver a ninguno de ellos, pero así eran las cosas.
—Esta noche se os va a helar el culo —les avisé—. Y mañana por la tarde vais a arder con el sol del desierto.
—Eso no me importa. Lo que quiero es salir de esta noche tan fría —dijo Gene.
Y el camión se alejó abriéndose paso entre la multitud, y nadie prestaba atención a aquellos tipos tan raros envueltos en la lona que miraban a la gente como niños pequeños desde la cuna. Vi cómo desaparecían en la noche.