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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

En el camino (6 page)

5

Estaba con Montana Slim y empezamos a recorrer los bares. Tenía unos siete dólares, cinco de los cuales derroché estúpidamente aquella misma noche. Primero nos mezclamos con los turistas disfrazados de vaqueros y con los petroleros y los rancheros, en bares, en soportales, en aceras; después tuve que sacudir un rato a Slim que andaba dando tumbos por la calle a causa del whisky y la cerveza: era un bebedor así; se le pusieron los ojos vidriosos, y a cada momento se ponía a hablar de sus cosas con cualquier desconocido. Fui a un puesto de chiles y la camarera era mexicana y guapa. Comí y luego le escribí unas líneas en la parte de atrás de la cuenta. El puesto de chiles estaba desierto; todo el mundo estaba en otros sitios, bebiendo. Dije a la chica que mirara la parte de atrás de la cuenta. Ella la leyó y se rió. Era un poemita sobre lo mucho que deseaba que me acompañase a disfrutar de la noche.

—Me gustaría,
chiquito
*
[
1
]
, pero tengo una cita con mi novio.

—¿No puedes librarte de él?

—No, no puedo —me dijo tristemente, y me gustó cómo lo había dicho.

—Volveré por aquí otra vez —le dije, y ella respondió:

—Cuando quieras, chico.

Aún seguí allí un rato aunque sólo fuera para contemplarla, y tomé otra taza de café. Su novio apareció y con aire hosco le preguntó cuándo estaría libre. Ella se dio prisa para cerrar el local enseguida. Tuve que largarme. Cuando salía le sonreí. Fuera las cosas seguían tan agitadas como siempre, si se exceptúa el que los gordos vaqueros estaban todavía más borrachos y gritaban más alto. Era divertido. Había jefes indios paseando con penachos de plumas y aire solemne entre los congestionados rostros de los borrachos. Vi a Slim tambaleándose por allí y me uní a él.

—Acabo de escribirle una postal a mi viejo, en Montana —dijo—. ¿No podrías buscar un buzón y echármela?

Era una extraña petición; me dio la postal y atravesó tambaleante las puertas batientes de un saloon. Cogí la tarjeta, fui a un buzón y eché una rápida ojeada a lo que había escrito: «Querido Papá, estaré en casa el miércoles. Las cosas me van perfectamente y espero que a ti te suceda otro tanto. Richard».

Aquello cambió por completo la idea que tenía de él; ¡qué educado y cariñoso se mostraba con su padre! Fui al bar y me reuní con él. Nos ligamos a un par de chicas, una rubia bastante guapa y una morena rellenita. Eran tontas y aburridas, pero seguimos con ellas. Las llevamos a un destartalado club nocturno que estaba a punto de cerrar, y donde me lo gasté todo, menos un par de dólares, en whisky escocés para ellas y cerveza para nosotros. Estaba casi borracho y no me importó; todo me parecía perfecto. Todo mi ser y mi voluntad apuntaban hacia la rubita. La deseaba con todas mis fuerzas, la abracé y quise decírselo. El club cerró y caminamos sin rumbo por las miserables calles polvorientas. Miré al cielo; las estrellas puras y maravillosas todavía estaban allí. Las chicas querían ir a la estación de autobuses, así que fuimos todos, pero al parecer tenían que reunirse con un marinero que las esperaba allí, primo de la más gorda, y el marinero estaba con varios amigos. Le dije a la rubia:

—¿Qué hacemos ahora?

Y ella me respondió que quería volver a casa, en Colorado, justo al otro lado de la frontera sur de Cheyenne.

—Te llevaré en autobús —le dije.

—No, el autobús para en la autopista y tendría que caminar sola por esa maldita pradera. Me paso todas las tardes mirándola y no tengo ánimos para atravesarla de noche.

—Pero, será un paseo agradable entre flores silvestres.

—Allí no hay flores —dijo—. Quiero irme a Nueva York. Estoy cansada y aburrida de esto. El único sitio al que se puede venir es a Cheyenne y en Cheyenne no hay nada que hacer.

—Tampoco hay nada que hacer en Nueva York.

—¡Vaya si no hay! —dijo frunciendo los labios.

La estación de autobuses estaba hasta los topes. Gente de todas clases esperaba los autobuses o simplemente pasaba el rato; había un montón de indios que lo miraban todo con ojos de piedra. La chica se desentendió de mí y se unió al marinero y los demás. Slim se había dormido en un banco. Me senté. El suelo de la estación de autobuses era igual que el de todas las estaciones de autobuses del país, siempre llenos de colillas y esputos y transmitiendo esa tristeza que sólo ellas poseen. Durante unos momentos aquello no era diferente a estar en Newark, si se exceptuaba la inmensidad del exterior que tanto me gustaba. Lamenté el modo en que había estropeado la pureza de todo mi viaje, no había ahorrado nada, y estaba perdiendo el tiempo andando por ahí con aquella chica idiota y gastando todo mi dinero. Me sentía mal. Llevaba mucho sin dormir y estaba demasiado cansado para maldecir o armar lío, así que decidí dormir; me acurruqué en un asiento utilizando el saco de lona como almohada, y dormí hasta la ocho de la mañana entre los soñolientos murmullos y ruidos de la estación y de los cientos de personas que pasaban.

Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Slim se había ido: a Montana, supongo. Salí. Y allí en el aire azul vi por primera vez, a lo lejos, las nevadas cumbres de las Montañas Rocosas. Respiré profundamente. Tenía que llegar a Denver inmediatamente. Antes desayuné modestamente: una tostada y café y un huevo. A continuación dejé la ciudad y salí a la autopista. El festival del Oeste Salvaje seguía; había un rodeo, y los gritos y el movimiento estaban a punto de volver a empezar. Todo eso quedó atrás. Quería ver a mis amigos de Denver. Crucé las vías por un paso a nivel y llegué a un grupo de casuchas donde se bifurcaban dos autopistas, ambas en dirección a Denver. Tomé la más próxima a las montañas para poder echarles una ojeada, y señalé con el pulgar mi camino. Me recogió enseguida un tipo joven de Connecticut que recorría el país pintando en un viejo coche; era hijo del director de un periódico del Este. Hablaba y hablaba; me sentía mal debido a la bebida y a la altura. En un determinado momento casi tuve que sacar la cabeza por la ventanilla. Pero cuando me dejó en Longmont, Colorado, ya me sentía bien otra vez y hasta había empezado a hablarle de mis viajes. Me deseó suerte.

Todo era hermoso en Longmont. Bajo un árbol viejo y enorme había un trozo de césped verde perteneciente a una estación de servicio. Le pregunté al encargado si podría dormir allí, y me dijo que claro; así que extendí una camisa de lana, apoyé mi mejilla en ella, con un codo fuera y un ojo observando las nevadas Rocosas bajo el cálido sol. Dormí durante dos deliciosas horas, sin más molestia que la de alguna hormiga ocasional. ¡Y aquí estoy en Colorado! Lo pensaba repetidamente muy alegre. ¡Coño! ¡Coño! ¡Coño! ¡Lo estaba consiguiendo! Y tras aquel sueño reparador lleno de brumosos sueños de mi pasado en el Este, me levanté, me lavé en el servicio de caballeros de la estación de servicio, y me puse en marcha, fresco y afinado como un violín, y en un bar cercano tomé una leche batida riquísima que entonó mi ardiente y atormentado estómago.

Por cierto, la chica de Colorado tan guapa que me preparó la leche era toda sonrisas; estaba encantado y me compensó la noche anterior. Me dije: «¡Uf! ¿Cómo será Denver?», y me lancé de nuevo a la ardiente carretera, y pronto estaba en el coche último modelo de un hombre de negocios de Denver de unos treinta y cinco años. Iba a cien por hora. Yo estaba todo estremecido; contaba los minutos y restaba los kilómetros. Justo delante, por encima de los ondulantes y dorados trigales, y bajo las lejanas nieves de Estes, al fin veía al viejo Denver. Me imaginé en un bar de Denver aquella misma noche, con todos los amigos, y a sus ojos sería un tipo extraño y harapiento, algo así como un profeta que ha atravesado la tierra entera para traer la misteriosa Palabra, y la única Palabra que me salía era: ¡Uff! El tipo aquél y yo mantuvimos una extensa y cálida conversación acerca de nuestros respectivos esquemas vitales, y antes de que me diera cuenta de ello, estábamos en el mercado de mayoristas de frutas de las afueras de Denver; había chimeneas, humo, vías férreas, edificios de ladrillo rojo, y a lo lejos los edificios de piedra gris del centro de la ciudad, y aquí estaba yo en Denver. Me dejó en la calle Larimer. Caminé dando traspiés con la mueca más traviesa y alegre del mundo entre los vagos y los sucios vaqueros de la calle Larimer.

6

En aquellos días no conocía a Dean tan bien como ahora, y lo primero que quería hacer era reunirme con Chad King, cosa que hice. Llamé por teléfono, hablé con su madre.

—¡Vaya, Sal! ¿Qué estás haciendo en Denver? —me dijo.

Chad es un chico rubio y flaco con una extraña cara de brujo que se corresponde con su interés por la antropología y prehistoria de los indios. Su nariz asoma suave y casi blanda bajo el fulgor rubio de su pelo; posee la gracia y belleza de un intelectual del Oeste que ha bailado en las fiestas de los pueblos y ha jugado algo al fútbol. Cuando habla, de su boca sale un trémolo nasal.

—Lo que siempre me ha gustado, Sal, de los indios de las praderas era el modo en que siempre se mostraban embarazados al jactarse del número de cabelleras que habían cortado. En
La vida del Lejano Oeste
, de Ruxton, hay un indio que se pone colorado como un pimiento porque ha cortado demasiadas cabelleras y entonces corre como el demonio hacia las llanuras a celebrar escondido sus hazañas. ¡Joder, eso me
emociona
!

Aquella bochornosa tarde en Denver, su madre lo localizó trabajando en el museo local en su estudio sobre la cestería india. Le telefoneé allí; vino y me recogió con el viejo Ford cupé que utilizaba para viajar a las montañas y recoger objetos indios. Llegó a la estación de autobuses con pantalones vaqueros y una gran sonrisa. Yo estaba sentado en mi saco hablando con aquel mismo marinero que había estado conmigo en la estación de autobuses de Cheyenne, y preguntándole qué se había hecho de la rubia. Era tan coñazo que ni me contestó. Chad y yo subimos a su pequeño cupé y lo primero que hicimos fue ir al edificio del gobierno del estado a conseguir unos mapas que él necesitaba. Después tenía que ver a un antiguo profesor suyo, y otras cosas así, y yo lo único que quería era beber cerveza. Y en el fondo de mi mente se agitaba una inquieta pregunta: «¿Dónde está Dean y qué hace ahora?». Chad había decidido dejar de ser amigo de Dean por alguna extraña razón, y ni siquiera sabía dónde estaba viviendo.

—¿Carlo Marx está en la ciudad?

—Sí —pero tampoco se hablaba ya con él.

Y éste fue el comienzo del alejamiento de Chad King de nuestro grupo. Yo echaría una siestecita en su casa aquella tarde. Sabía ya que Tim Gray me tenía preparado un apartamento en la avenida Colfax, y que Roland Major ya estaba viviendo en él y esperaba reunirse allí conmigo. Noté en el aire una especie de conspiración, y esta conspiración dividía en dos bandos al grupo de amigos: por un lado estaban Chad King y Tim Gray y Roland Major, que junto a los Rawlins convenían en ignorar a Dean Moriarty y Carlo Marx. Yo estaba en medio de esta guerra tan interesante.

Era una guerra con cierto matiz social. Dean era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre. Solía mendigar en las callejas que daban a Larimer y entregaba el dinero a su padre que esperaba entre botellas rotas con algún viejo amigacho. Luego, cuando Dean creció, empezó a frecuentar los billares de Glenarm; estableció un nuevo récord de robo de coches en Denver, y fue a parar a un reformatorio. Desde los once a los diecisiete años pasó la mayor parte del tiempo en reformatorios. Su especialidad era el robo de coches; luego acechaba a las chicas a la salida de los colegios, y se las llevaba a las montañas, se las cepillaba, y volvía a dormir a cualquier cuartucho de un hotel de mala muerte. Su padre, en otro tiempo un respetable y habilidoso fontanero, se había hecho un alcohólico de vinazo, lo que es peor que ser alcohólico de whisky, y se vio reducido a viajar en trenes de carga a Texas durante el invierno y a regresar los veranos a Denver. Dean tenía hermanos por parte de su difunta madre —había muerto cuando él era pequeño— pero no les gustaba. Los únicos amigos de Dean eran los golfetes de los billares. Dean, que tenía la tremenda energía de una nueva clase de santos americanos, y Carlo eran los monstruos del
underground
de Denver durante aquella época, junto a los tipos de los billares, y para simbolizar esto mejor, Carlo tenía un apartamento en un sótano de la calle Grant y nos reuníamos allí por la noche hasta que amanecía: Carlo, Dean, yo, Tom Snark, Ed Dunkel y Roy Johnson. Y otros posteriormente.

Mi primera tarde en Denver dormí en la habitación de Chad King mientras su madre hacía las cosas de la casa en el piso de abajo y Chad trabajaba en la biblioteca. Era una cálida tarde de julio en las grandes praderas. No me habría dormido a no ser por el invento del padre de Chad. Era un hombre afectuoso y educado de setenta y tantos años, flaco, delgado y agotado, y contaba cosas saboreándolas lentamente, muy lentamente; eran buenas historias de su juventud en Dakota del Norte, en cuyas llanuras, a fines del siglo pasado, para entretenerse montaba potros a pelo y cazaba coyotes con un bastón. Después se había hecho maestro rural en una zona de Oklahoma, y por fin hombre de negocios diversos en Denver. Todavía tenía una vieja oficina encima de un garaje calle abajo: el buró estaba aún allí, junto con incontables papeles polvorientos que recordaban la excitación y las ganancias pasadas. Había inventado un sistema especial de aire acondicionado. Puso un ventilador normal y corriente en la persiana de una ventana y con un serpentín hacía circular agua fría por delante de las palas. El resultado era perfecto —hasta una distancia de metro y medio del ventilador— aunque luego, al parecer, el agua se convertía en vapor con el calor del día y en la parte de abajo de la casa hacía tanto calor como de costumbre. Pero yo estaba durmiendo justamente debajo del ventilador instalado sobre la cama de Chad, con un gran busto de Goethe enfrente que me miraba fijamente, y dormí enseguida despertándome veinte minutos después con un frío de muerte. Me eché encima una manta y todavía hacía frío. Finalmente tenía tanto frío que no pude volver a dormirme y bajé al otro piso. El viejo me preguntó qué tal funcionaba su invento, y le dije que condenadamente bien, claro que dentro de ciertos límites. Me gustaba el hombre. Tenía tendencia a recordar cosas:

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