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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

En el camino (45 page)

Habíamos llegado a los accesos de la última meseta. Ahora el sol brillaba dorado, el aire era intensamente azul, y el desierto con sus ocasionales ríos, un tumulto de arena, un espacio ardiente, y repentinas sombras de árboles bíblicos. Ahora Dean dormía y Stan iba conduciendo. Aparecieron pastores vestidos como en los primeros tiempos, con largos y holgados mantos; y las mujeres llevaban dorados manojos de lino. Los hombres llevaban cayados. Los pastores se sentaban y reunían bajo los grandes árboles, en el relente del desierto, mientras las ovejas pastaban al sol y levantaban nubes de polvo.

—Tío, tío —grité a Dean—. Despierta a ver los pastores, despierta y mira el dorado mundo de donde procedía Jesús. ¡Puedes verlo con tus propios ojos!

Dean levantó la cabeza del asiento, lo miró todo a la luz rojiza del sol poniente, y volvió a dormirse. Cuando despertó me describió con todo detalle lo que había visto y dijo:

—Sí, tío, me alegra que me mandaras mirar. ¡Dios mío! ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? —se rascó la tripa, miró al cielo con ojos irritados y rojos; casi se echa a llorar.

Se acercaba el final de nuestro viaje. Se extendían grandes praderas a ambos lados de la carretera; soplaba un viento noble a través de los inmensos árboles y sobre viejas misiones que adquirían tonos de un color rosa asalmonado con los últimos rayos del sol. Las nubes eran espesas y enormes y rosadas.

—¡Al amanecer estaremos en Ciudad de México!

Lo habíamos conseguido; habíamos hecho un total de tres mil kilómetros desde el atardecer aquel de Denver hasta estas vastas zonas bíblicas del mundo. Ahora estábamos a punto de llegar al final de nuestra ruta.

—¿Nos cambiaremos estas camisas manchadas por los insectos, no?

—No, entraremos con ellas puestas en la ciudad: y así entramos en Ciudad de México.

Un breve puerto de montaña nos llevó bruscamente a una altura desde la que vimos Ciudad de México extendida sobre su cráter volcánico y despidiendo humo y a la luz del atardecer. Nos lanzamos cuesta abajo por la avenida de Insurgentes, derechos hacia el corazón de la ciudad, en Reforma. Los niños jugaban al fútbol en enormes descampados y levantaban polvo. Nos abordaron algunos taxistas y nos preguntaron si queríamos chicas. No, ahora no queríamos chicas. En la llanura se extendían largas y miserables chabolas de adobe; vimos solitarias figuras en las oscuras callejas. Enseguida llegaría la noche. Luego, ya estábamos en la ciudad, y de pronto pasábamos por delante de cafés abarrotados de gente y de teatros y de muchas luces. Chillaban los vendedores de periódicos. Los mecánicos estaban sentados tranquilamente con llaves inglesas y destornilladores en la mano; y descalzos. Muchos conductores indios se cruzaban por delante y nos rodeaban y tocaban la bocina y convertían el tráfico en algo frenético. El ruido era increíble. En los coches mexicanos no hay silenciadores. Se puede tocar la bocina todo lo alto que se quiera.

—¡Vaya! —gritó Dean—. ¡Mirad! —Lanzaba el coche a través del tráfico y jugaba con todo el mundo. Conducía como un indio. Se metió en una glorieta circular de la avenida de la Reforma y dio la vuelta mientras ocho calles nos echaban coches encima por todas direcciones, izquierda, derecha,
izquierda
*, por delante, y Dean gritaba y saltaba de alegría.

—¡Esto sí que es tráfico! ¡Siempre había soñado con algo así! ¡Todo el mundo se
mueve
al mismo tiempo!

Una ambulancia pasó como una flecha. Las ambulancias americanas avanzaban sorteando el tráfico y con la sirena sonando; aquí las ambulancias van por las calles de la ciudad en línea recta a más de cien por hora y todo el mundo procura apartarse a tiempo y la ambulancia no se detiene bajo ninguna circunstancia y sigue a toda marcha. Los conductores eran indios. La gente, incluso las señoras mayores, corría detrás de autobuses que nunca se detenían. Jóvenes ejecutivos mexicanos hacían apuestas y corrían en grupo tras los autobuses y saltaban atléticamente a ellos. Los conductores iban descalzos y gesticulaban como locos. Llevaban camiseta y se arrellanaban cómodamente delante de los enormes volantes. Encima solían tener una imagen. Las luces de los autobuses eran pardas y verdosas, y se veían rostros morenos sentados en sus bancos de madera.

En el centro de la ciudad miles de tipos con sombrero de paja y chaquetas de grandes solapas, pero sin camisa, andaban tranquilamente por la calzada. Algunos vendían crucifijos y marihuana en plena calle, otros estaban arrodillados en destartaladas capillas junto a barracas de espectáculos de variedades. Algunas de las callejas eran de grava, con el alcantarillado a pleno aire y puertas por las que se entraba a diminutos bares incrustados en las paredes de adobe. Había que saltar una zanja para conseguir un trago y al fondo de la zanja estaba el antiguo lago de los aztecas. Tenías que salir del bar con la espalda pegada a la pared para llegar hasta la calle. Servían café mezclado con ron y nuez moscada. El mambo sonaba por todas partes. Cientos de putas se alineaban a lo largo de las oscuras y estrechas calles y sus tristes ojos nos seguían brillando en la noche. Andábamos como en sueños. Comimos unas ricas chuletas por cuarenta y ocho centavos en una extraña cafetería mexicana con azulejos y varias generaciones de tocadores de marimba de pie junto a una marimba enorme… también pasaban guitarristas cantando y había viejos tocando la trompeta en los rincones. Al pasar se olía el agrio hedor de las pulquerías; allí te daban un vaso de jugo de cacto por dos centavos. Nada se detenía. Las calles estaban vivas toda la noche. Los mendigos dormían envueltos en carteles de anuncios arrancados de las paredes. Había familias enteras de ellos sentadas en las aceras, tocando pequeñas flautas y charlando y riéndose durante la noche. Se veían sus pies descalzos, ardían sus velas macilentas; todo México era un campamento de gitanos. En las esquinas, unas viejas cortaban trozos de cabeza de ternera, los envolvían en tortilla y los servían con salsa picante en servilletas hechas con papel de periódico. Era la grande y definitiva ciudad de los salvajes y desinhibidos indios que sabíamos nos esperaba al final de la carretera. Dean caminaba por ella con los brazos colgando a los lados como si fuera un zombi; la boca abierta, los ojos brillantes. Realizó un sagrado paseo nocturno que duró hasta el amanecer que nos sorprendió en un campo con un chaval con sombrero de paja que se reía y bromeaba con nosotros y quería jugar a la pelota: allí las cosas jamás se terminaban.

Entonces noté que tenía fiebre y me puse a delirar y quedé inconsciente. Disentería. Salí del negro torbellino de mi mente y me di cuenta de que estaba en una cama a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el techo del mundo, y comprendí que había vivido una vida entera y muchas otras más dentro de la pobre envoltura atomizada de mi carne. Tuve todos los sueños. Vi a Dean apoyado en la mesa de la cocina. Habían pasado varias noches y ya se iba de Ciudad de México.

—¿Qué estás haciendo, tío? —murmuré.

—Pobre Sal, pobre Sal que está enfermo. Stan cuidará de ti. Y ahora escúchame si es que en tu estado puedes hacerlo: he conseguido divorciarme de Camille aquí mismo y salgo esta misma noche para Nueva York a reunirme con Inez, siempre que el coche aguante.

—¿Otra vez todo eso?

—Otra vez todo eso, amigo mío. Tengo que volver a mi vida. Me gustaría quedarme contigo. ¡Ojalá pudiera volver!

Sentí retorcijones en el vientre y gemí. Cuando volví a levantar la vista, el audaz y noble Dean estaba de pie mirándome con su destrozado baúl al lado. No sabía quién era, y él se dio cuenta; sintió pena y me estiró las mantas sobre los hombros.

—Sí, sí, sí, ahora tengo que irme. Y Sal con tanta fiebre… Adiós.

Y se fue. Doce horas después y todavía con mucha fiebre, comprendí por fin que se había ido. Entonces ya debía de estar conduciendo a través de las montañas de plátanos; ahora de noche.

Cuando estuve mejor me di cuenta de lo miserable que era, pero entonces me hice cargo de la increíble complejidad de su vida, de que había tenido que dejarme allí enfermo para entendérselas con sus mujeres y angustias.

—De acuerdo, viejo Dean, no diré nada.

Quinta parte

Dean se marchó de Ciudad de México, volvió a ver a Víctor en Gregoria, y siguió con el viejo coche hasta Lake Charles, Louisiana, donde, y tal como sabía que iba a suceder, la parte de atrás del coche cayó a la carretera. Telegrafió a Inez y ésta le mandó dinero y Dean sacó un pasaje haciendo el resto del viaje en avión. Nada más llegar a Nueva York con los papeles del divorcio en la mano, Inez y él fueron de inmediato a Newark y se casaron; y aquella misma noche, y después de decirle a Inez que todo iba perfectamente y que no se preocupase, intentando que fuera lógico lo que no era más que un pesar y una inquietud indefinibles, saltó a un autobús y atravesó una vez más el terrible continente. Llegó a San Francisco y se reunió de nuevo con Camille y sus dos hijas. Así que era un hombre que se había casado tres veces, se había divorciado dos, y vivía con su segunda mujer.

En otoño dejé Ciudad de México para volver a casa, y una noche nada más cruzar la frontera de Laredo, en Dilley, Texas, estaba de pie en la ardiente carretera bajo una luz contra la que se estrellaban las mariposas, cuando oí ruido de pasos que se me acercaban por detrás, y he aquí que vi acercarse a un viejo muy alto con el pelo blanco al viento que llevaba un bulto a la espalda, y que cuando pasó a mi lado dijo:

—Llora por el hombre.

Y luego volvió a perderse cansinamente en la oscuridad. ¿Significaba aquello que debía continuar mi peregrinaje a pie por las sombrías carreteras americanas? Me di prisa en llegar a Nueva York, y una noche me detenía en una oscura calle de Manhattan y llamaba a la ventana de un apartamento donde creía que mis amigos celebraban una fiesta. Pero quien asomó la cabeza por la ventana fue una chica preciosa que dijo:

—¿Sí? ¿Quién es?

—Soy Sal Paradise —respondí y oí resonar mi nombre en la triste y vacía calle.

—Sube —dijo ella—. Estoy haciendo chocolate.

Así que subí y allí estaba la chica de ojos puros e inocentes que siempre había buscado. Decidimos amarnos locamente. Por el invierno decidimos emigrar a San Francisco llevando nuestros pobres muebles y pertenencias en una vieja camioneta. Escribí a Dean diciéndoselo. Dean me respondió con una carta enorme de sesenta páginas en la que me hablaba de sus años de adolescencia en Denver y me decía que venía a reunirse conmigo y a elegir personalmente la camioneta que queríamos comprar y llevarnos a Frisco. Teníamos dos meses para reunir el dinero de la camioneta y nos pusimos a trabajar y a ahorrar cada centavo. Y de pronto, apareció Dean, con mes y medio de adelanto, y ninguno de nosotros tenía dinero para llevar a cabo el proyecto.

Estaba dando un paseo nocturno y volvía a casa para contarle a mi novia lo que había estado pensando. Ella me recibió con una extraña sonrisa en aquel pequeño y oscuro apartamento. Le conté unas cuantas cosas y de pronto noté un extraño silencio y miré alrededor y vi un libro destrozado encima de la radio. Comprendí que era el Proust de Dean que le proporcionaba tardes de elevada eternidad. Como en sueños lo vi acercarse en calcetines y de puntillas por el oscuro vestíbulo. No podía ni hablar. Saltó, se rió, tartamudeó, se frotó las manos y dijo:

—¡Vaya! ¡Vaya! Tenéis que escucharme —éramos todo oídos, pero había olvidado lo que nos quería decir—. En realidad, sí… bueno. Mira, Sal… y tú, querida Laura… He venido… bueno, me he marchado…, pero esperad un poco… ¡ah, sí! —Y se quedó mirándose las manos como apesadumbrado—. Ya no puedo ni hablar… comprenderéis que esto es… o podría serlo… ¡Pero escuchadme, coño! —Escuchamos; él prestaba atención a los ruidos de la noche—. ¡Sí! —susurró impresionado—. Pero ya lo veis… no es necesario ni hablar… y además…

—Pero ¿por qué has venido tan pronto?

—Bueno —dijo mirándome como si me viera por primera vez—. Tan pronto… sí… Bueno, ya sabemos… eso es, no lo sé. Vine con un pase del ferrocarril, en un tren mixto… con duros asientos de madera… Texas… tocaba la flauta todo el tiempo. —Sacó su nueva flauta de madera. Tocó unas cuantas notas agudas y saltó en calcetines—. ¿Ves? —añadió—. Pero, naturalmente, Sal, puedo hablar como siempre y tengo muchísimas cosas que contarte. De hecho, con esta cascada cabeza mía he estado leyendo y leyendo al ido de Proust a través de todo el país y aprendiendo muchísimas cosas. Pero todavía no he tenido TIEMPO de hablarte de lo que NO hemos hablado: de México y de nuestra separación cuando estabas con fiebre… pero no es necesario hablar. En absoluto, ¿verdad, Sal?

—De acuerdo, no hablaremos —y empezó a contarnos lo que había hecho en LA con todo detalle. Al pasar por allí visitó a una familia, había cenado con ellos; habló del padre, de los hijos, de las hijas… nos dijo cómo eran, lo que comían, qué muebles tenían, qué pensaban, qué les interesaba, cómo eran de verdad, y cuando terminó con esto dijo:

—¡Ah! Pero lo que quería contaros DE VERDAD es otra cosa… de mucho después… cruzando Arkansas en tren… tocando la flauta… jugando a las cartas con unos chavales, con mi baraja… gané dinero, toqué solos… para los marineros. Un larguísimo y terrible viaje… cinco días y cinco noches sólo para VERTE, Sal.

—¿Y qué es de Camille?

—Me dio permiso, claro… espera por mí. Camille y yo estaremos juntos para siempre jamás…

—¿Y qué es de Inez?

—Bueno… veréis… bueno… es que yo quiero que venga conmigo a Frisco y que viva en otra zona de la ciudad… ¿no te parece? Bueno, ni siquiera sé por qué he venido hasta aquí. —A continuación añadió como asombrado de sí mismo—: Sí, claro, quería ver a tu guapísima novia y verte a ti… me alegro de que os queráis tanto.

Permaneció tres días en Nueva York e hizo apresurados preparativos para regresar en el tren con su pase y volver a cruzar el continente. Cinco días y cinco noches en vagones polvorientos y asientos duros, y no teníamos dinero para la camioneta de segunda mano y no podíamos volver con él. Pasó una noche con Inez dándole explicaciones y sudando y discutiendo, y ella terminó echándolo a la calle. Llegó una carta para él a mi dirección. Era de Camille y decía:

«
Se me partió el corazón cuando te vi cruzar las vías con tu bolsa. Pido al Cielo que regreses sano y salvo… Me gustaría que Sal y su novia vinieran y vivieran en la misma calle que nosotros… Ya sé que te lo sabrás hacer pero de todos modos estoy preocupada… en especial ahora que lo hemos decidido todo… Dean querido, termina ya la primera mitad del siglo. Te recibiremos con amor y besos para que pases la otra mitad con nosotros. Todos te esperamos
. (Firmado)
Camille, Amy y la pequeña Joanie
».

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