Se hizo el silencio, un silencio total. Peder respiraba despacio, inspiraba y espiraba. Jonas se movió para buscar su mirada. Si Ingrid Strand tenía algo más que decir, lo mejor era que los dos se quedaran callados.
Ella hundió los hombros, con cara de resignación.
—De verdad que cuando los vi no pensé que algo fuera mal —aseguró en voz baja mientras los ojos se le volvían a llenar de lágrimas—. ¡Era evidente que la niña lo conocía! Lo cierto es que creí que era su padre.
Cuando Peder volvió a su despacho, Pia Nordh le esperaba. Se quedó de pie en el umbral y él la miró fijamente. Pia sonrió y Peder sintió cómo se le encogía el estómago cuando ella movió la cabeza de manera que el pelo rubio avena le cayó sobre la cara en forma de corazón.
—Hola —saludó Pia.
—Hola —respondió Peder mientras entraba en el despacho.
Miró a su alrededor, confundido. «Mierda.» —He visto que tenía una llamada perdida tuya —dijo Pia, sonriendo—. He respondido justo cuando colgabas.
«Claro, era lo que quería.» Peder se quedó de pie en medio del despacho, frente a Pia, sin saber muy bien qué hacer. «Joder.» —¿Estás ocupado? —preguntó ella dulcemente.
Demasiado dulcemente.
Peder negó con la cabeza. Dio unos cuantos pasos para alejarse de Pia y se sentó a una distancia segura, detrás de su escritorio.
Se recompuso. Se aclaró la voz. «Control, Peder, control.»
—Sí, en realidad —dijo en un tono excesivamente oficial—, en estos momentos estoy con un caso muy importante. La verdad es que no tengo tiempo de… bueno, ya sabes, de hablar. Tampoco de tomar café, justo ahora, quiero decir.
Peder sabía que estaba exagerando. En la policía siempre había un motivo para tomarse un café. Decir que no era el momento para ello era como dejar entrever que se enfrentaba a una situación muy seria. Quizá que habían disparado al rey o que el Parlamento había sido bombardeado por los terroristas. Claro que de esos casos se encargarían los de la Sapo, la policía secreta.
La Sapo. ¿Y si un día le ofrecieran un puesto? El sueño de cualquier policía.
Justo en ese momento los interrumpió Ellen Lind, que entró en el despacho de Peder.
—¿Puedes venir ahora? Alex quiere un informe del interrogatorio lo antes posible —le pidió, muy nerviosa.
Dirigió una mirada de sorpresa a la encantadora Pia, como si no la hubiera visto antes, pero después volvió a mirar a Peder.
—Voy enseguida —respondió éste.
Ellen salió del despacho. La puerta quedó abierta tras ella.
—¿Quieres tomar una cerveza después del trabajo? —preguntó Pia con una sonrisa.
Peder sonrió a su vez. «Olvídala, olvídala, olvídala.»
—Te llamo más tarde —dijo.
Peder volvió a mirarla y salió del despacho, aliviado de no tener que enfrentarse a quien personificaba su pecado, pero dolorosamente consciente del deseo que había sentido nada más verla. «Olvídala, olvídala, olvídala.»
El destino había sido benévolo con Ellen Lind cuando nació. No sólo por su salud de hierro, sino también porque le había otorgado ciertos dones. Uno de ellos era que sabía cuándo había chispa entre dos personas. Fue así como descubrió que su madre había conocido a alguien y por eso no le sorprendió el posterior divorcio de sus padres. Lamentablemente, fue así también como descubrió que su marido la engañaba, lo que la llevó, más tarde, a quedarse sola con los niños. Y fue gracias a ese don que pudo ver, a pesar de que sólo tuvo una décima de segundo para ello, que la bella mujer del despacho de Peder era algo más que una compañera de trabajo.
En realidad, el descubrimiento de que Peder engañaba a su mujer no sorprendió a Ellen, pero sí la enfureció. Con movimientos bruscos, clasificó los papeles que tenía sobre su mesa. Por lo que ella sabía, durante el último año la mujer de Peder había sufrido una profunda depresión posparto de difícil tratamiento.
Ellen estaba demasiado familiarizada con esa parte del universo masculino para no entender lo que había ocurrido. Peder había sentido lástima de sí mismo y se había permitido un nuevo y esporádico amor. Ellen no entendía cómo esa clase de hombres se soportaban a sí mismos. Tampoco entendía cómo alguien podía estar con un hombre en esas condiciones.
Al mismo tiempo, la vida amorosa de Ellen tampoco era para tirar cohetes. Su amante había telefoneado para decirle que le había surgido algo en el trabajo que lo obligaba a quedarse hasta tarde. Ellen no había podido disimular su desilusión. Era como si él no se diera cuenta de lo difícil que resultaba para ella, sola y con dos hijos, construir una nueva relación.
Precisamente en esa conversación había captado un tono distinto en su forma de hablar. Su voz sugería que Ellen era quejica y una infantil cuando expresaba su descontento. Y luego, de pronto, cambió de tono y casi le dio un sermón. Discretamente, pero con claridad.
—Debemos mantener nuestras pretensiones dentro del ámbito de lo racional —le había dicho—. Me preocupa que seas tan cerrada, tan rígida, Ellen.
Primero reaccionó con sorpresa, y después pensó en colgar. Al final, prefirió ignorar su poco afortunada réplica y acabó la conversación con un «ya nos veremos esta semana».
¿Por qué era tan, tan difícil, encontrar a un hombre con el que mantener una relación normal?
Sola en la carretera, protegida de la lluvia y del cielo extrañamente oscuro, Jelena se dirigía al norte en el coche que ella y el Hombre habían comprado para la ocasión. Estaba tan exaltada que apenas podía estarse quieta. Por fin había llegado la hora. Después de todos los planes y la larga espera, iba a ocurrir. Una sonrisa se dibujó en su tierno rostro; una burbuja de felicidad que no quería desaparecer llamaba su atención e imploraba apoderarse de su cuerpo. Pero el Hombre le había dado instrucciones claras, como siempre hacía.
—No nos adelantemos a los hechos, Muñeca —había susurrado mientras le cogía la cara con ambas manos—. No celebraremos nada, nada, antes de que todo haya salido bien. Recuérdalo, Muñeca. Nada de errores. No ahora que estamos tan cerca.
Expectante, ella lo había mirado directamente a los ojos mientras le prometía y juraba por todo lo sagrado que nunca le fallaría.
—¿Me quieres? —le preguntó él.
—Sí —susurró ella ardiente y anhelante—. ¡Te quiero con locura!
Él apretó con más fuerza las manos sobre su cara.
—Te he preguntado si me querías. Esa pregunta se responde con una sola palabra. No utilices nunca más palabras de las que necesites, nos podría traer disgustos.
Ella intentó asentir con la cabeza entre sus rudas manos, deseosa de complacerle.
—Lo sé —respondió ella—. Pero ahora que estamos los dos solos… Quería decirte lo mucho que te quiero, no sólo que te quiero.
Las dos manos apretaron con más fuerza; empezaba a hacerle daño. Poco a poco, la elevó hacia su pecho y luego hacia su cara. Ella tuvo que ponerse de puntillas para no quedar colgada en el aire.
—Me agrada que quisieras decírmelo, Muñeca —susurró—. Pero ya hemos hablado de eso. Lo más importante no es lo que se dice, sino lo que se hace. Si yo no sintiese lo mucho que me quieres, si tuvieras que explicármelo, nuestro amor no tendría ningún valor, ¿verdad?
Jelena intentó asentir con la cabeza, pero le era imposible mientras él la siguiera aprisionando con tanta fuerza. Las lágrimas asomaron a sus ojos e intentó desesperadamente que no le resbalaran por las mejillas. De otro modo, la noche estaría perdida. Y sufriría. Mucho.
—¿Entiendes lo que te digo?
Su presión se alivió un poco, lo suficiente para hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Habla —le exigió en su tono normal de voz.
—Lo entiendo —respondió rápidamente Jelena y repitió—: Lo entiendo.
Para su espanto, él volvió a apretar.
—Bien, Muñeca —dijo volviendo a bajar la voz—. Porque si no lo entiendes, si no puedo confiar en ti, entonces no me sirves de nada. ¿Entiendes eso también?
Jelena lo entendía. Lo entendía demasiado bien.
—Pues entonces no hablemos más del asunto —dijo con calma mientras le soltaba la cara, y ella pudo volver a poner los pies en el suelo.
Su respiración se aligeró, pero tenía tensa la musculatura del cuello.
—¿Verdad que eres mi muñequita? —susurró él al tiempo que se inclinaba hacia ella para besarla.
—Sí —susurró, aliviada por que le hubiera perdonado el error.
—Qué bien, Muñeca —dijo él—. Qué bien.
Después la empujó ligeramente pero con firmeza hacia el dormitorio.
Jelena apretó el volante cuando recordó cómo se habían unido en la cama. Los dos colmados de una alegría abrumadora por haber dado los primeros pasos. El Hombre tenía razón, estaba claro. Ella aún no podía dar rienda suelta a su satisfacción porque corría el riesgo de perder la concentración. Pero cuando hubieran acabado… A Jelena se le puso la piel de gallina sólo de pensarlo. Sólo podía ser fantástico.
El coche se deslizaba por la carretera. Jelena, que ni siquiera tenía carné de conducir, apenas se cruzó con otro vehículo. Tampoco vio a nadie delante ni detrás de ella. Se sentía muy segura en el papel que interpretaba. Pensándolo bien, esa fase de la operación era la más sencilla. Sólo tenía que hacer exactamente lo que habían decidido. Mejor dicho, lo que el Hombre había decidido. Dado que él tenía más conocimientos, Jelena había dejado toda la planificación en sus manos.
Sabía con certeza que estaba acabada si cometía un error. Tragó saliva y se concentró en conducir.
«Tenemos que desembarazarnos del Feto —pensó—. En estos momentos sólo nos resta esperar el momento oportuno.»
Fredrika Bergman acabó su jornada de trabajo haciendo una lista. Estaba muy cansada. Cuando la noche anterior había decidido beber mucho y dormir poco, no se le pasó por la cabeza que el día se desarrollaría de la manera en que lo había hecho.
Echó un vistazo al reloj. Eran las siete y media. No había podido comer hasta las cuatro y dentro de poco volvería a tener hambre.
El móvil empezó a vibrar. Nuevo mensaje. Fredrika se sorprendió al ver que era de Spencer. Casi nunca mandaba mensajes.
«Querida, muchas gracias de nuevo por una maravillosa noche. Espero verte el fin de semana. S.»
Fredrika sintió un calor interior. Cada uno tenía una persona, y la suya era Spencer Lagergren. Por lo menos a veces.
Recordó de nuevo la noche pasada. En realidad, ¿cuál era el precio que debía pagar por su relación con Spencer? En una ocasión, una amiga le había dicho que desde que estaba con él se había acomodado y que por eso nunca conocía a nadie con quien iniciar una relación seria. Spencer era un consuelo, una persona con quien contar cuando la necesidad de estar con alguien fuera demasiado grande. Si no lo tuviera a él, no sólo estaría sola, sino también desesperada.
Fredrika volvió a concentrarse en la lista, consciente de que esos pensamientos volverían pronto a su mente.
¿Por qué ningún otro testigo podía confirmar la versión de Ingrid Strand? ¿Por qué nadie más había visto que un hombre alto se llevaba a la niña en brazos por el andén?
Alex consideraba que era una visión tan habitual que la gente no se fijaba en ella y por eso tampoco lo recordaba. Un padre que lleva en brazos a su hija, ¿quién lo interpreta como un hecho extraordinario?
Hasta cierto punto, Fredrika podía aceptar aquel argumento. También podía entender que si Ingrid Strand lo recordaba, era porque había mantenido cierto contacto con la niña durante el viaje. Pero, aun así, le había preguntado discretamente a Mats, el analista sobre quien Alex aún no parecía tener mucho interés en dar más detalles al grupo. ¿No había más testigos que confirmaran lo que ya sabían?
Mats, que investigaba las pistas una a una y las introducía en una base de datos, había negado con la cabeza mientras rebuscaba entre las llamadas. No, nadie más había mencionado nada que confirmara la versión de Ingrid Strand.
Fredrika no cuestionaba que ésta hubiera visto lo que le había explicado a la policía. Sólo se preguntaba adónde habían ido Lilian y su padre, si es que era él a quien Ingrid había visto, después de abandonar el andén. ¿Por qué nadie los vio después?
Habían preguntado a diferentes compañías de taxi y a los dependientes de los locales comerciales en la Estación Central, pero nadie había aportado el menor detalle. Nadie recordaba haber visto a un hombre alto con una niña en brazos que se pareciera a Lilian. Evidentemente aquello no significaba que nadie los hubiera visto, sino sólo eso, que no lo recordaban; y eso molestaba a Fredrika, porque había muchísima gente que había tenido ocasión de fijarse en ellos.
Alex no parecía demasiado preocupado por saber cómo había abandonado Lilian la Estación Central.
—Esperemos un poco —había dicho—. Antes o después alguien recordará algo.
«Esperemos un poco.»
A Fredrika la recorrió un escalofrío. ¿Cuánto tiempo les quedaba en realidad?
Naturalmente, todo dependía de quién se había llevado a la niña y por qué. En su desesperación, Fredrika se dio cuenta de que era la única del grupo que todavía no había descartado la hipótesis de que no se tratara de Gabriel Sebastiansson.
El fiscal se había posicionado en la misma línea que Alex y Peder, y los tres consideraban más que probable que fuera el padre quien había cogido a Lilian en el tren. Ingrid Strand no había visto la cara del hombre que llevaba en brazos a la niña, pero la información que había aportado reforzaba la sospecha. Sin embargo, no era un delito ir a buscar a su hija al tren. No había nada que restringiera el derecho de Gabriel Sebastiansson a relacionarse con su hija, aunque lo lógico sería que informara a la madre de la niña si tenía intenciones de ir a recogerla. Sin embargo, afeitarle la cabeza podía interpretarse sin problemas como maltrato, razonaba el fiscal. Así las cosas, puesto que no había nada que relacionara al padre con el envío del pelo y la ropa, no se podía descartar que lo que le había ocurrido a la niña fuera otra cosa bien distinta, aunque el fiscal señaló varias veces lo improbable del caso.
Tras media hora de razonamientos, el fiscal concluyó que se habían llevado a la niña, que la madre no había sido informada, que la criatura había sido objeto de maltratos y que el envío a la madre sólo podía significar una amenaza. Aquello bastaba para considerar el hecho como «probable secuestro», y a Gabriel Sebastiansson sospechoso del delito. De manera que lo pondrían en busca y captura, y Alex decidió además elevar la alarma a nivel nacional.