Read Elegidas Online

Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Elegidas (12 page)

BOOK: Elegidas
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—Querida —dijo con severidad—, sería una desgracia que no investigaran a fondo a la buena de Sara, quiero decir bien a fondo.

Fredrika se sentó más erguida.

—Como ya le he dicho, investigamos a todos los que…

Teodora alzó una mano para interrumpirla.

—Créame, usted y sus compañeros ganarían mucho tiempo si se centraran en todos los conocidos de Sara que entran y salen de aquel piso a su antojo. —Al ver que Fredrika no decía nada, Teodora continuó—: Quizá no lo sepan, pero puedo afirmar que mi Gabriel ha sido más que paciente en su relación con Sara.

Acto seguido, hizo un chasquido con la lengua que Fredrika sabía que nunca podría imitar, por mucho que lo intentara.

—Sufrió una humillación total —añadió, y para sorpresa de Fredrika los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas. Apartó la vista hacia la ventana y el oscuro cielo y se enjugó el rabillo de los ojos. Cuando miró de nuevo a Fredrika había empalidecido a causa de la furia que sentía—. Y después vino con toda aquella sarta de atroces mentiras. Como si Gabriel no hubiera sufrido suficiente, estaba dispuesta a estropearle la vida acusándole de maltratador. —Se echó a reír tan de repente y de forma tan estridente que Fredrika dio un respingo—. Si eso no es maldad, dígame usted qué es.

Sin abrir la boca, Fredrika observaba a la anciana y su breve representación teatral, o lo que fuera que estuviera haciendo.

—¿Sabía que Sara presentaba heridas físicas probadas en las ocasiones en que denunció a su hijo por maltrato?

Teodora tomó aire antes de lanzarse a otra perorata.

—Naturalmente que lo sabía —dijo mirando a Fredrika como si la pregunta fuera innecesaria y sin sentido—. Alguno de sus amigos tuvo que perder la paciencia con ella, estoy segura. —Teodora se inclinó sobre la mesa y cogió la taza de café que Fredrika apenas había tocado—. Como comprenderá, tengo cosas que hacer —dijo a modo de excusa—. Así que si no tiene más preguntas…

Fredrika sacó con rapidez su tarjeta de visita del bolsillo interior y la dejó sobre la mesa.

—Puede ponerse en contacto conmigo en cualquier momento —le ofreció con decisión.

Teodora asintió con la cabeza en silencio, pero las dos sabían que nunca llamaría. De nuevo en el oscuro recibidor, Fredrika preguntó:

—¿Tiene Gabriel todavía alguna cosa que le pertenezca en esta casa?

Teodora volvió a fruncir la boca.

—Por supuesto, ésta también es su casa. Tiene su propia habitación en el piso de arriba. —Y antes de que Fredrika pudiera responder, continuó—: Si no dispone de una orden de registro, debo pedirle que abandone esta casa de inmediato.

Fredrika le dio las gracias sin dilación, pero cuando ya estaba en la escalera de la entrada y Teodora iba a cerrar la puerta, se dio cuenta de que había olvidado formular una pregunta.

—Por cierto, ¿qué número de zapato usa su hijo?

17

Ellen Lind tenía un secreto: acababa de enamorarse. Por algún motivo, aquello le provocaba remordimientos de conciencia. Mientras miraba a través de la ventana pensaba que, en alguna parte, allí fuera, una niña era prisionera de un desequilibrado, y en Södermalm su madre sufría todos los castigos del infierno. Ellen tenía hijos: una niña de casi catorce años y un niño de doce. Había vivido sola con ellos durante mucho tiempo y no podía describir con palabras lo que significaban para ella. En ocasiones, cuando estaba en el trabajo, el mero hecho de pensar en ellos la reconfortaba. Vivían una existencia serena y a veces, sólo a veces, aparecía el padre. Ellen esperaba pacientemente el día en que sus hijos crecieran y llegaran a entender lo mal que se había portado su padre durante todos aquellos años. A su edad, cuando él se presentaba, sólo había lugar para la alegría, aun cuando casi nunca preguntaban por él. Ellen había podido constatar que cuando iba a verlos ellos ya no le preguntaban dónde había estado y por qué no les había llamado durante semanas o meses.

A través de amigos en común, Ellen se enteró de que tenía una nueva novia que se había quedado embarazada. Cuando pensaba en ello, se la comían los demonios. ¿Para qué quería más hijos si no se preocupaba de los que ya tenía?

Aunque en lo que más pensaba Ellen era en su nuevo amor. Inesperadamente, el interés de ella por la bolsa y los fondos de inversión los había unido. En el trabajo, Ellen aún no había conocido a nadie que compartiera sus intereses, pero tenía varios amigos dispuestos a aconsejarla y hacerle recomendaciones. Para Ellen era una especie de lotería. Nunca apostaba grandes sumas de dinero y tenía mucho cuidado en no arriesgar la ganancia. La primavera pasada aquello la había hecho ganar mucho más dinero del que nunca hubiera podido imaginar. Una apuesta acertada, y además bastante atrevida, le había proporcionado tantos beneficios que, por primera vez, los niños y ella habían podido marcharse dos semanas de vacaciones a principios de verano. Fueron a Alanya, en Turquía, y se hospedaron en un hotel de cinco estrellas. Todo incluido, por supuesto. Comida y bebida en abundancia, excursiones y baños durante el día. Entretenimiento al anochecer. Sólo entonces se dio cuenta de cuánto necesitaba aquel respiro. Ella y sus hijos, como siempre había sido.

Ellen no era una mujer coqueta. Incluso era un poco tímida y no estaba acostumbrada a que le hicieran cumplidos. No es que fuera fea, sino que más bien daba una impresión de «normalidad». Ni mucho color ni poco. Ni un fantástico fondo de armario ni tampoco ropa aburrida. Tenía facilidad para reír y una bonita sonrisa, los ojos rasgados y el pelo lacio. Quizás el pecho un poco caído después de amamantar a dos bebés, pero por su modo de vestir era imposible notarlo.

Y una noche, en el bar del hotel de Alanya, apareció él y le preguntó si podía invitarla a tomar algo.

A Ellen le gustaba recordar ese momento y se ruborizaba cada vez que lo hacía. Era atractivo y tenía los ojos muy brillantes. Llevaba algunos botones de la camisa desabrochados y Ellen pudo ver el oscuro vello de su pecho. Además, era alto y de piel morena. Sencilla e increíblemente guapo.

No es que Ellen fuera una mujer fácil, pero aquel hombre se la ganó de inmediato. La piropeaba y coqueteaba con ella, aunque nunca en exceso. Pero sí lo suficiente para tomárselo en serio. Tenían tanto de que hablar. Ellen aceptó varias copas de vino y se dio cuenta de que el tiempo pasaba volando. Después de medianoche tuvo que disculparse; los niños, que habían estado entretenidos jugando, querían volver a la habitación y Ellen prefería no dejarlos solos.

—¿Nos veremos mañana? —preguntó el hombre.

Ellen asintió entusiasmada con la cabeza y sonrió. Deseaba sinceramente verlo de nuevo y se alegró de que el interés fuera recíproco.

Quizá dudó un poco cuando llegó el día de volver a casa. Intentaron verse un rato cada día y siempre cuando los niños estaban ocupados en otro lugar. No se habían acostado, pero él la había besado en dos ocasiones. Finalmente, fue Ellen quien sacó el tema, la última noche.

—¿Nos veremos en Estocolmo cuando volvamos a casa?

Él apartó la mirada apenas un instante.

«Joder», pensó Ellen de inmediato.

Él se recompuso en su asiento.

—Trabajo mucho —respondió al fin—. Mucho, de verdad —recalcó—. Me gustaría volver a verte, pero no puedo prometerte nada.

Ellen le había dicho que no necesitaba promesas de ningún tipo. Sólo quería saber si había alguna posibilidad de que volvieran a verse. Él le aseguró que sí, bastante aliviado cuando se dio cuenta de que ella no le exigía ninguna garantía. Además, él no vivía en Estocolmo, pero iba allí a menudo por asuntos de trabajo. La llamaría la próxima vez que pasara por la capital.

Pasó una semana, y quedó claro que el verano sería lluvioso. Y uno de aquellos días de lluvia él la llamó, y desde ese momento Ellen no pudo dejar de sonreír. Tan absurdo y a la vez tan agradablemente liberador. La única nube en el cielo de su alegría era que, como él había dicho, apenas se veían, y también que mostraba una total falta de interés por sus hijos. Claro que Ellen lo entendía. Hacer que él formara parte de la vida de los niños suponía ir demasiado deprisa. Por eso, se convencía de que era más racional verse en la habitación del hotel donde se hospedaba, como siempre proponía él. Salían y comían en algún restaurante caro y después subían a su habitación. Tras pasar la primera noche juntos, Ellen estaba segura de que no iba a dejar escapar a aquel hombre sin luchar. Era demasiado bueno para ser verdad.

Miró el calendario que tenía sobre el escritorio y contó las semanas que habían pasado desde que volvieron de Turquía: cinco. En cinco semanas, ella y su nuevo amor se habían visto cuatro veces. Teniendo en cuenta que él no vivía en la ciudad, Ellen sentía que era un principio muy estable, lo que corroboraba también su amiga, que cuidaba de sus hijos cuando ella acudía a sus citas.

—Me alegro mucho por ti —había exclamado.

Ellen esperaba que el entusiasmo de su amiga perdurara, porque creía que pronto necesitaría otra vez un canguro. Había cogido el móvil para llamar a su amor, cuando sonó el teléfono de su escritorio. Era de la centralita; le pasaban una llamada sobre una pista referente a la niña desaparecida. Ellen aceptó de inmediato y una suave voz de mujer se oyó al otro lado de la línea.

—Es sobre esa niña que ha desaparecido —dijo.

Ellen esperó.

—¿Sí? —la invitó a seguir.

—Creo… —La mujer hizo una pausa—. Creo que a lo mejor sé quién lo hizo. —Silencio de nuevo—. Creo que pudo ser un hombre que yo conocía —continuó en voz baja.

Ellen frunció el ceño.

—¿Qué es lo que le hace pensar eso? —preguntó lentamente.

Pudo oír la respiración de la mujer, como si vacilara.

—Era tremendamente desagradable —dijo al fin—. Una locura… estaba loco. —Nueva pausa—. Siempre hablaba de lo mismo, de hacer una cosa así.

—Perdone —la interrumpió Ellen—. Creo que no la entiendo. ¿De qué hablaba?

—De ponerlo todo en su sitio —susurró la mujer—. Hablaba de ponerlo todo en su sitio.

Parecía que se hubiera echado a llorar.

—¿Qué era lo que tenía que poner en su sitio?

—Decía que había mujeres que habían hecho cosas y que, por ello, no se merecían a sus hijos —declaró la mujer con la voz rasgada—. Era eso lo que tenía que poner en su sitio.

—¿Quitándoles a sus hijos?

—Yo no entendía a qué se refería, no quería escucharle —prosiguió la mujer, y ahora Ellen no tuvo duda de que estaba llorando—. Y pegaba muy fuerte, muy fuerte. Me gritaba que yo tenía que dejar de tener pesadillas, me gritaba que tenía que luchar. Que tenía que ayudarlo a ponerlo todo en su sitio.

—Perdone, pero sigo sin entenderlo —intervino Ellen con cautela—. ¿Pesadillas sobre qué?

—Decía —sollozó la mujer— que tenía que dejar de soñar, dejar de recordar lo que había ocurrido. Me decía que si no lo conseguía era porque era débil. Decía que debía ser fuerte para poder participar en la lucha. —La mujer hizo una nueva pausa antes de continuar—: Me decía que yo era su muñeca. Él sería incapaz de hacerlo solo, así que seguro que ahora tiene una muñeca nueva.

Ellen se sentía tan confundida que no sabía exactamente qué decir. Decidió llevar la conversación al tema de los niños.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó.

La mujer soltó una risa cansada.

—No, no tengo hijos —respondió—. Y él tampoco.

—¿Por eso tenía que llevarse los niños de otras personas?

—No, no, no —protestó la mujer—. Sólo se los llevaba, pero no los quería para él. Lo más importante era que las mujeres recibieran su castigo, que se quedaran sin sus hijos.

—Pero ¿por qué? —preguntó llena de dudas.

Silencio.

—¿Hola? —dijo Ellen.

—Ya no puedo hablar más, ya he dicho demasiado —gimió la mujer.

—Dígame cómo se llama —le suplicó—. No tiene nada que temer, podemos ayudarla.

Ellen no estaba segura de que la historia de aquella confundida mujer pudiera tener valor para la investigación, pero sí tenía claro que necesitaba ayuda.

—No puedo decirle mi nombre —susurró la mujer—. No puedo. Y no me diga que pueden ayudarme porque nunca lo han hecho. Las mujeres no podían quedarse con sus hijos porque no se los merecían.

«Pero ¿por qué?», se preguntó Ellen.

—Dígame dónde lo conoció, o su nombre —dijo en voz alta.

—No puedo decir más, no puedo.

Ellen pensó que la mujer iba a colgar, e intentó mantenerla al teléfono preguntando:

—Pero ¿por qué ha llamado si no quiere decir quién es?

La pregunta hizo que la otra mujer vacilara.

—No sé cómo se llama. Y las mujeres no se merecían a sus hijos porque si no te gustan los niños, no debes tenerlos.

Después colgó y Ellen se quedó confundida con el teléfono en la mano. Decidió que no había conseguido descubrir nada de valor. La mujer no le había dado nombres y tampoco había explicado por qué creía que ese hombre había secuestrado precisamente a aquella niña. Ellen negó con la cabeza, colgó el auricular, redactó un breve informe sobre la llamada recibida y lo puso junto a los demás. Se dijo a sí misma que no debía olvidarse de contar aquella conversación al resto del equipo.

18

Cuando Fredrika volvió a la Casa tras la visita a Teodora Sebastiansson, el grupo de investigación la esperaba en la Leonera. Hacía mucho que había pasado la hora de comer y, en un desesperado intento de subir el nivel de azúcar en sangre, Fredrika se estaba comiendo una galleta de chocolate que había encontrado en el fondo de su bolso.

Alex Recht permanecía de pie en un rincón de la sala. La tensión se reflejaba en su cara, se le veía profundamente preocupado. El caso de la desaparición de Lilian Sebastiansson parecía avanzar en una nueva dirección que no había podido prever. Los análisis iniciales del contenido de la caja habían confirmado que en efecto se trataba del pelo y la ropa de la niña. Por lo demás, no tenían ninguna pista. No había ni una sola huella en el paquete, ni dentro ni fuera. No había restos de sangre ni nada por el estilo. Y los de la empresa de mensajería que habían hecho la maldita entrega tampoco habían podido darles ningún tipo de información.

Poco después de que llegara Fredrika apareció Peder, que entró sin prisa detrás de ella. Por tercera vez en un plazo muy corto de tiempo, Alex iniciaba una reunión en la Leonera.

Fredrika explicó su encuentro con la abuela paterna de Lilian Sebastiansson. En un principio Alex había tenido sus dudas sobre dejar que se encargara de un interrogatorio de tanta importancia sin la compañía de un agente con más experiencia, pero a medida que avanzaba el informe de Fredrika, Alex se dio cuenta, y también Peder, que no podría haber enviado a nadie mejor para hablar con una anciana tan excéntrica.

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