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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Elegidas (10 page)

Hasta hacía apenas un año, Peder era un hombre que disfrutaba de la vida en todos los sentidos. Lo consideraba casi su obligación, dado que tenía salud y una buena situación económica. Disfrutaba de ir a trabajar cada día, disfrutaba de la vida en general, disfrutaba de una profesión que por fin empezaba a dar sus frutos y disfrutaba de Ylva y la familia que estaban a punto de formar. Era una persona segura en todos los sentidos, sencilla, positiva y armónica, alegre y extrovertida. Por lo menos según su propia opinión.

El cambio llegó cuando Ylva dio a luz a los mellizos. La vida tal y como Peder la entendía desapareció para no volver. Fue meter a los recién nacidos en la incubadora e Ylva desaparecer en una enorme oscuridad llamada «depresión posparto». La vida de la que disfrutaba Peder fue sustituida por otra llena de dolor e insatisfacción, de medicamentos y largas bajas por enfermedad, y con innumerables llamadas telefónicas a su madre para que cuidara a los bebés, cada vez más a menudo. Además, se vio obligado a vivir aquella cotidianidad triste y sin fondo con una ausencia total de sexo. Peder consideraba que ni había pedido aquella vida ni se la merecía.

—Ylva está deprimida, sin fuerza ni energía; por eso no quiere saber nada de relaciones físicas —le había explicado el anciano médico a Peder—. Debes tener paciencia.

Peder había tenido paciencia. Intentaba pensar en Ylva como una persona enferma, casi como solía pensar en Jimmy y en su capacidad de mejorar. Era Peder quien, junto con su madre, asumía todas las tareas domésticas. Ylva se pasó septiembre, octubre y noviembre durmiendo. Lloró todo diciembre, menos en Navidad, cuando hizo un esfuerzo por la familia. En enero su estado mejoró algo, pero Peder siguió haciendo acopio de paciencia. A mediados de febrero tuvo una nueva crisis y pasó deprimida el resto del mes. En marzo hubo una leve mejoría, pero ya casi era demasiado tarde.

En marzo la policía de Södermalm, a la que pertenecía Peder, celebró su tradicional fiesta de primavera, y Peder se pasó media noche practicando sexo con su compañera Pia Nordh. Una experiencia agradable y liberadora, pero tan pecaminosa que ponía los pelos de punta. Tan furiosamente imperdonable y aun así, a los ojos de Peder, perfectamente comprensible.

Más tarde le embargó el arrepentimiento más profundo y terrible de toda su vida, pero luego, a medida que Ylva mejoraba y los días se hacían cada vez más largos, empezó a perdonarse a sí mismo. Después del infierno que había vivido, se merecía un poco de placer físico de vez en cuando. Unos cuantos compañeros que conocían su secreto estaban de su parte y lo apoyaban: era natural que alguna vez, no muy a menudo, estuviera con otra. Peder sentía lástima de sí mismo; se merecía un destino mejor. Joder, no había cumplido los treinta y cinco. Así que de vez en cuando se veía con Pia. Lo malo ya estaba hecho.

Sin embargo, la relación acabó de golpe cuando ella le preguntó si pensaba dejar a Ylva. ¿Estaba loca? ¿Dejar a Ylva por una colega con ganas de follar? Resultaba evidente que Pia no tenía ni idea de lo que era realmente importante en la vida, y Peder cortó con ella con un mensaje al móvil.

Poco después consiguió otro trabajo, abandonó la división de Orden Público y, mucho antes que otros, llegó a ser inspector de la policía judicial. Lo destinaron al pequeño y legendario grupo de investigación de Alex Recht, donde se sintió como pez en el agua. En casa, para su sorpresa, Ylva empezó a hablar de la nueva vida que emprenderían en otoño, cuando Peder cogiera la baja por paternidad y los niños fueran a la guardería, y a finales de mayo se marcharon todos a Mallorca a pasar una semana. Allí se acostó con Ylva por primera vez desde hacía diez meses, y las cosas empezaron a parecerse a lo que Peder consideraba normal.

—No tengas prisa para que todo vuelva a ser como siempre —le advirtió su madre—. Ylva todavía es una persona muy vulnerable.

En realidad, Peder no quería explicarle que seguía sin reconocer a Ylva, pero la semana en Mallorca le había infundido ciertas esperanzas. Poco a poco, su mujer empezó a mostrar aspectos que le resultaban familiares. Habría sido absurdo estropearlo todo y explicarle su aventura con Pia Nordh, razonaba él. Y en aquellos momentos se merecía un poco de diversión.

Ahora estaban a mediados de julio; habían transcurrido dos meses desde lo de Mallorca. Todavía conservaba el número de teléfono de Pia y la infelicidad se había apoderado de él de nuevo. Esperaba no tener que usarlo, pero nunca se sabía.

En ocasiones era incapaz de aceptar su situación, se sentía superado por los acontecimientos. La tarde en la que se acostó con Pia fue una de ellas. La noche anterior era otra.

—¿Has trabajado hasta ahora? —preguntó Ylva.

Peder se quedó de piedra. ¿Qué cojones era eso? ¿Una queja?

—Sí, ha desaparecido una niña.

—Ya lo he visto —respondió Ylva levantando la mirada de su taza de té—. No sabía que trabajaras en ese caso.

Peder sacó una cerveza de la nevera y un vaso del armario.

—La niña no desapareció hasta primera hora de la tarde; antes de eso no había caso. Y ahora te explico que trabajo en él.

La cerveza helada le enfrió la mano mientras llenaba el vaso.

—Podrías haber llamado —le reprochó Ylva.

Peder sintió crecer la furia en su interior.

—Pero si lo he hecho —replicó, airado, y dio un sorbo a la cerveza.

—Sí, a las seis —observó Ylva en tono cansado—. Y dijiste que llegarías tarde a casa, pero como mucho a las ocho. Y ahora son las diez. Estaba preocupada.

—No sabía que te preocupaba dónde estuviera —señaló Peder con sequedad, pero se arrepintió al instante.

A veces, cuando estaba cansado, soltaba esa clase de tonterías. Su mirada se cruzó con la de Ylva por encima del vaso y vio cómo las lágrimas asomaban en sus ojos. Ella se levantó y salió de la cocina.

—Ylva, joder, perdona —se disculpó en voz baja mientras la seguía.

En voz baja para no despertar a los niños, dijo «perdón» para ponerla otra vez de buen humor. Siempre había alguien cuyas necesidades tenían prioridad sobre las de él.

Sentado a su escritorio, Peder sintió cómo le atacaban la angustia y los remordimientos de conciencia. Lo cierto es que no entendía por qué al llegar a casa las cosas habían ido tan mal. Había llamado antes; el único motivo por el que no volvió a hacerlo fue para no despertar a los niños. Al menos intentaba convencerse a sí mismo de que aquél había sido el motivo principal.

Aquella noche fue un infierno. Los chicos se despertaron llorando y al final se acostaron entre sus padres en la cama de matrimonio. Peder se durmió con un brazo encima de uno de sus hijos. Así, su sueño resultó menos intranquilo.

Cuando la noche anterior Peder había salido del trabajo, había esperado que Ylva estuviera despierta y con ganas de sexo. A posteriori, le pareció un pensamiento de lo más ingenuo. Después de volver de Mallorca sólo habían mantenido relaciones una vez. Casi ni se lo podía explicar a los compañeros más íntimos cuando estaban en la sauna después del entrenamiento de bandy de los jueves.

«Joder, es humillante —pensó—. No poder acostarte con tu propia mujer.»

Y a Peder no se le humillaba, eso seguro.

Ylva, la persona más vital que uno se pudiera imaginar cuando la conoció hacía seis años. Entonces por nada del mundo habría pensado que un día la engañaría. Pero ¿se podía considerar un verdadero engaño cuando la persona en cuestión apenas había querido mantener sexo durante un año entero? Un año era muchísimo tiempo para su concepto del mundo.

«Ylva, Ylva ¿adónde cojones te has ido?» El número de Pia Nordh le quemaba en el móvil.

Si la llamaba —y era una idea muy, pero que muy agradable—, y sugería que la culpa había sido de él y que desde que rompieron todo le había ido fatal, seguro que querría verlo otra vez. Peder se acomodó en la silla. Aquella castidad obligada lo estaba convirtiendo en un insensato. Insensato y frustrado. Haría mejor su trabajo si se distraía un poco.

Sacó el móvil con dedos inseguros, y éste sonó unas cuantas veces antes de que ella respondiera.

—Hola.

La voz ronca, recuerdos cálidos. Recuerdos locos. Peder colgó, tragó saliva y se mesó el pelo con las dos manos. Tenía que calmarse. Aquél no era un buen momento para perder de nuevo el control de su vida. No era el momento y punto, así que decidió llamar a Jimmy para saber cómo estaba.

En ese instante, Ellen, la asistente, asomó la cabeza en su despacho.

—Alex ha llamado y ha dicho que te encargues de que los medios de comunicación reciban una foto de la niña. Ayer no se la dieron.

Peder se acomodó en la silla.

—Claro que sí. Ahora mismo.

Alex Recht estaba nervioso cuando reunió de nuevo al grupo tras la visita a Sara Sebastiansson. La huella del zapato de una persona desconocida, del número 46, había sido descubierta junto a los asientos de Sara y Lilian Sebastiansson. Por lo demás, el grupo no tenía otras pruebas técnicas en las que basar su investigación. Alex esperaba que la caja que había mandado al LEC pudiera aportar alguna pista.

Al mismo tiempo, el envío a Sara Sebastiansson tenía un punto angustioso. Había sido una acción tan estudiada que parecía producto de una mente enferma. ¿Qué diablos estaba sucediendo?

—Fredrika, intenta sonsacarle todo lo que puedas a la madre de Gabriel Sebastiansson, todo lo que sepa —ordenó con brusquedad.

Fredrika asintió rápidamente mientras tomaba notas en la libreta que siempre llevaba consigo. A Alex no le sorprendería si un buen día aparecía con una grabadora en la mano.

—El paquete lo cambia todo —señaló—. Ahora sabemos con seguridad que Lilian no desapareció por arte de magia y que tampoco se fue sola a ninguna parte. Alguien que sabía quién era, alguien que por lo visto quiere herir a su madre, la mantiene oculta a propósito. En la situación actual… —Alex se aclaró la voz y prosiguió—: Aún no hemos podido interrogar a Sara, pero en la entrevista de ayer no conseguí información alguna sobre si tiene más enemigos aparte de su ex. Mientras no obtengamos datos en otro sentido, trabajamos con la hipótesis de que Gabriel Sebastiansson tiene a la niña. —Alex fijó la mirada en Fredrika, que seguía callada—. ¿Alguna pregunta?

Nadie dijo nada, pero Peder se revolvió en la silla.

—¿Cómo van las llamadas? —quiso saber Alex—. ¿Ha entrado algo que podamos utilizar?

Peder negó con la cabeza.

—No —acabó diciendo mientras miraba de reojo al analista de la policía nacional que también estaba sentado a la mesa—. No, nada concreto. Hemos recibido algunas pistas, pero no creo que dé resultados hasta que saquen la foto en la tele y en los periódicos.

Alex asintió.

—¿La habéis enviado?

—Claro que sí —respondió Peder con rapidez.

—Bien —murmuró Alex—. Bien. Alguien tiene que haber visto algo. Es increíble que ni una sola persona del tren se diera cuenta de que Lilian lo abandonaba. —Tomó aire y luego añadió—: Por supuesto, ni una palabra sobre el paquete que ha recibido Sara. No quiero imaginarme los titulares si saliera a la luz que el desalmado le ha cortado el pelo a la niña.

Hubo un breve silencio. El aire acondicionado sonaba como si tosiera.

—De acuerdo —concluyó Alex—. Nos vemos esta tarde, cuando Fredrika haya vuelto de visitar a la madre de Gabriel Sebastiansson. He decidido que vaya sola porque sospecho que obtendremos más información si la dama en cuestión no se enfrenta a una delegación entera. Peder continuará con el seguimiento de las llamadas y esperemos que los del LEC nos digan algo pronto. Peder se pondrá en contacto con la empresa de mensajería que hizo la entrega. Le he pedido a los padres de Sara que hagan una lista de las personas que conocen a su hija y con los que podemos hablar para intentar obtener más datos sobre el paradero de Gabriel Sebastiansson. Hoy también vamos a tener mucho trabajo.

Así acabó la reunión, y el grupo se disolvió. Sólo Ellen se quedó sentada escribiendo en su bloc de notas.

16

Cuando Fredrika Bergman se sentó en el coche con el mapa abierto se dio cuenta de que la madre de Gabriel Sebastiansson, es decir, la abuela paterna de Lilian Sebastiansson, vivía en Djursholm. Casas caras, enormes jardines y una inacabable cantidad de besos en las mejillas. Fredrika pensó por un instante que Sara Sebastiansson no pertenecía al mismo mundo que su marido.

Hizo un repaso de las primeras horas de la mañana. Sus jornadas laborales adolecían de una falta de estructura y organización. Alex era una persona muy hábil y competente, de eso no había ninguna duda. También se había dado cuenta de que tenía una larga y sólida experiencia de la que ella carecía. Sin embargo, le fastidiaba su incapacidad para aceptar sugerencias, sobre todo en la situación en la que se encontraban. Los cabos sueltos seguían estando sueltos, sin que Fredrika pudiera hacer nada para descartarlos o atarlos. Suponían, quizás en base a una hipótesis completamente equivocada, que el padre tenía a la niña, y que por lo tanto ésta no estaba en peligro. Ahora que sabían con seguridad que la desaparición de Lilian no había sido una casualidad, ¿por qué decidía Alex que lo ocurrido en Flemingsberg era irrelevante para el caso?

Y ¿por qué se hallaba presente en la reunión un analista de la policía nacional sin que hubiera sido presentado como se merecía? En una conversación con Fredrika y Peder, Alex lo había llamado «analista». Tenía tan poco sentido que Fredrika se sonrojó. Más adelante se tomaría la libertad de presentarse.

No le gustaba reconocerlo, pero lo cierto era que, en su condición de mujer, Alex la trataba de un modo diferente que a Peder. Sobre todo en su condición de mujer sin hijos. Por no hablar del vacío que le hacían a causa de sus estudios universitarios. Al menos tenía eso en común con el analista de la policía nacional.

Fredrika pensó en hacer una llamada rápida a Spencer antes de bajar del coche, pero cambió de idea. Spencer había insinuado que tal vez podían volver a verse el fin de semana, así que lo mejor era dejarlo trabajar tranquilo para que después tuviera tiempo para ella.

«Sólo os veis cuando él quiere —le había dicho varias veces su amiga Julia—. ¿Cuándo le has llamado tú para proponerle una cita?» Las preguntas y las afirmaciones de ese estilo enfurecían a Fredrika. En su caso, las circunstancias venían dadas: Spencer estaba casado y ella no. O aceptaba las consecuencias, entre ellas que Spencer tuviera una menor disponibilidad que ella, o no las aceptaba. Y en ese último supuesto, ya se estaba buscando otro amante. Lo mismo sucedía con Spencer: si no era capaz de aceptar que Fredrika tuviera alguna que otra aventura y después volviera con él, su relación ya habría terminado hacía tiempo.

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