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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

Elegidas (7 page)

Así pues, Fredrika se contentaba con ver a Spencer esporádicamente y aceptaba el papel de ser la otra y no la primera, la mujer de su vida. Siguiendo el mismo principio, tampoco permitía que su relación creciera y se desarrollara. Tenía cuanto necesitaba. O eso se decía para convencerse.

—No puedo sacar este corcho —dijo Spencer con la frente llena de arrugas mientras luchaba con la botella de vino que había llevado.

Fredrika no hizo nada. Antes se moriría que permitir que ella tratara de abrirla. Spencer solía encargarse del vino y Fredrika, de la música. A los dos les encantaba la música clásica. Alguna vez, Spencer le había sugerido que tocara algo para él con el violín que conservaba, pero ella se negaba.

—Ya no toco —le contestaba, concisa.

Y dejaban de hablar del asunto.

—A lo mejor el agua tibia ablanda el cuello de la botella —murmuró para sí mismo.

Su sombra jugaba en el techo mientras él se movía de un lado a otro con la botella. La cocina era pequeña, y él siempre estaba a punto de pisarle los pies. Sin embargo, Fredrika sabía que eso nunca ocurriría. Spencer no pisaba a ninguna mujer, excepto metafóricamente, cuando expresaba sus opiniones, no del todo modernas, en los debates feministas, e incluso en esas ocasiones tenía talento suficiente para salir airoso. Era una persona inteligente y con cultura, que desprendía humor y calidez. Estas características le convertían, a ojos de Fredrika y de otras muchas mujeres, en un hombre atractivo y fascinante.

Fredrika se dio cuenta de que, finalmente, había ganado la batalla contra la botella. De fondo, Arthur Rubinstein interpretaba a Chopin. Fredrika se colocó detrás de él y lo abrazó con cuidado. Cansada, apoyó la cabeza en su espalda y dejó descansar la frente contra aquel cuerpo que le resultaba más familiar que el suyo propio.

—¿Estás cansada o exhausta? —preguntó Spencer mientras servía el vino.

Fredrika sonrió.

Sabía que él también sonreía.

—Exhausta —susurró.

Él se dio la vuelta en sus brazos y le ofreció una copa de vino. Durante un segundo, dejó que su frente rozara también el pecho de él antes de coger la copa.

—Perdona que haya venido tan tarde.

Spencer brindó en silencio con ella y disfrutó del primer sorbo.

Antes de conocerle, Fredrika no tenía especial interés en el vino tinto. Ahora no podía pasar más de unos días sin beberlo.

Era innegable que él, el gran profesor, le había enseñado aquellos malos hábitos.

Spencer le acarició la mejilla con delicadeza.

—Yo llegué tarde el último día —se limitó a responder.

Fredrika sonrió.

—Sí, pero ahora son las once, Spencer, y tú no llegaste tan tarde.

Por algún motivo, quizá porque sentía cierta culpa, quizá porque estaba cansada, las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Pero, por favor… —dijo Spencer cuando vio sus ojos brillantes.

—Perdona —murmuró Fredrika—. No sé…, no sé qué me pasa. He…

—Estás cansada —afirmó Spencer con decisión—. Estás cansada y odias tu trabajo como policía. Y eso, querida mía, es una combinación muy mala.

Fredrika tomó más vino.

—Ya lo sé —dijo en voz baja—. Ya lo sé.

Él le pasó su fuerte brazo alrededor de la cintura.

—Quédate en casa mañana. Nos quedamos los dos aquí.

Fredrika suspiró en silencio.

—Imposible —respondió—. Estoy trabajando en un nuevo caso; una niña desaparecida. Por eso he llegado tarde. Esta noche he interrogado a la madre y a su nueva pareja. Una historia tan horrible que cuesta creer que sea verdad.

Spencer la atrajo más hacia sí. Ella dejó la copa y lo rodeó con los brazos.

—Te he echado de menos —susurró.

Expresar afecto infringía las reglas que habían establecido tácitamente, pero Fredrika no tenía ganas de preocuparse de ello en ese momento.

—Yo también te he echado de menos —murmuró Spencer al tiempo que la besaba en la sien.

Sorprendida, Fredrika lo miró a los ojos.

—Qué casualidad, ¿verdad? —le dijo Spencer, sonriendo.

Pasada la una, Fredrika y Spencer decidieron concederse unas horas de sueño. Como era habitual, Spencer lo consiguió sin problemas. Fredrika no logró dormirse igual de rápido.

La ancha cama de matrimonio se apoyaba en la pared más larga de lo que, en realidad, era la única habitación de la vivienda. Por lo demás, el piso apenas tenía muebles, con dos sillones ingleses muy usados y una bonita mesa de ajedrez. Junto a la cocina también había una pequeña mesa para comer y dos sillas.

El piso era propiedad del padre de Spencer y él lo había heredado cuando murió, hacía ya casi diez años. Desde entonces, Fredrika y su amante no se habían encontrado en ninguna otra parte. Nunca había estado en casa de él, lo cual resultaba lógico. Las únicas veces que se habían visto fuera de aquel piso eran cuando Fredrika acompañaba a Spencer a alguna conferencia en el extranjero. Ella suponía que algunos de sus compañeros conocían su relación pero, a decir verdad, no le importaba en absoluto. Además, Spencer disfrutaba de un excepcional estatus entre los demás catedráticos, de ahí que nunca le hicieran preguntas directas al respecto.

Fredrika se acurrucó entre los brazos de Spencer. Él respiraba tranquilo detrás de ella, profundamente dormido. Le pasó el dedo por los pelos de su brazo desnudo. No podía imaginar su vida sin él. Sabía que esos pensamientos eran muy peligrosos. Sin embargo, allí estaban. Y siempre aparecían cuando la noche era más oscura y ella se sentía más sola.

Se volvió con cuidado y se tendió boca arriba.

La visita a Sara Sebastiansson había sido dura en todos los sentidos. Por la propia Sara Sebastiansson, claro está. La mujer estaba completamente fuera de sí. Pero también por Peder. Pareció alegrarse cuando Alex decidió que Fredrika no podía ir sola a verla. Se le mudó el semblante y en su cara apareció una amplia sonrisa.

«No es que cuestione tu capacidad», había dicho Alex.

Fredrika comprendía demasiado bien de lo que se trataba. Como mujer joven y con estudios universitarios, se esperaba bastante poco de ella. Que supiera cómo funcionaba la fotocopiadora y poco más. Aún podía sentir la irritación de Alex cuando se atrevió a presentar una nueva hipótesis.

Como al referirse a la mujer de Flemingsberg, por ejemplo.

A Fredrika le resultaba difícil descartarla de la investigación. Era absurdo que no le pidieran a Sara una identificación de la mujer y que no se hubiera hecho un retrato robot. En el coche, de vuelta al trabajo tras la entrevista, Fredrika intentó sacar el tema, pero Alex, visiblemente cansado, decidió atajarla.

—Es evidente, más que evidente, que el padre de esa niña es una persona muy enferma —había dicho en tono molesto—. No hay nada que indique que haya más locos en el círculo de amigos de Sara que quisieran dañar a su hija o asustarla a ella arrebatándole a la niña. Tampoco hay nadie que le haya exigido un rescate ni nada parecido.

Cuando Fredrika abrió la boca para señalar que el autor de los hechos podía ser alguien con quien Sara no se relacionara en la actualidad, o que ella incluso desconociera que tenía un conflicto con esa persona, Alex zanjó la discusión con estas palabras:

—Sería muy provechoso para ti y para nuestra organización que respetaras nuestra capacidad y experiencia. He buscado a niños desaparecidos durante décadas, así que, créeme, sé lo que hago.

Después de aquello, se hizo un silencio absoluto en el coche y Fredrika no vio ningún motivo para proseguir la conversación.

Contempló el rostro lleno de paz de Spencer. Rasgos duros, el pelo cano y ondulado. Guapo y probablemente elegante, pero distinto. Fredrika ya había dejado de preguntarse cómo podía dormir tan bien mientras engañaba a su mujer. Suponía que se debía a que ambos llevaban vidas independientes y habían establecido unas reglas de convivencia en un marco de gran libertad. No habían tenido hijos ni tampoco los habían buscado, aunque no estaba segura de por qué.

En realidad, a Fredrika no le resultaba muy difícil manejar a Alex Recht. No después de casi catorce años con una persona cuyas opiniones, en parte, parecían sacadas de una máquina del tiempo de mediados del siglo XVII. No después de catorce años con alguien que aún no le permitía abrir una botella de vino. Fredrika sonrió con tristeza. Sin embargo, Spencer la respetaba infinitamente más que Alex.

—¿Qué es lo que te hace pensar que no podrías vivir sin él? —le habían preguntado a veces sus amigos a lo largo de los años—. ¿Por qué continuas viéndolo si no vais a más?

La respuesta había variado con el tiempo. Al principio, la relación había sido increíblemente excitante y apasionada. Lo prohibido les beneficiaba a los dos. Una aventura. Pero después, profundizaron dentro de unos marcos establecidos. Compartían muchos intereses y algunos valores. Con el tiempo, la relación con Spencer fue desarrollándose hasta convertirse en una suerte de referencia para ella. Mientras iba de una ciudad a otra y al extranjero para acabar sus estudios, y después para distintos trabajos, Spencer siempre estuvo allí, siempre la dejaba volver. Lo mismo ocurría cuando se había enredado en otras relaciones más o menos breves. Cuando la catástrofe era un hecho y la casa se le caía encima, siempre le quedaba él. Nunca sin orgullo, pero siempre hastiado de su matrimonio e incapaz de abandonar a su mujer, que según fuentes fidedignas tenía sus propias aventuras.

Con los años, en el seno de su familia la soltería de Fredrika había sido objeto de discusión en innumerables ocasiones. Sabía que había sorprendido a sus padres en más de un sentido, además de la elección de su profesión. Ninguno de ellos creía que siguiera sola a su edad. Desde luego, no su abuela.

—Ya verás como tú también encuentras a alguien —solía decirle mientras le daba unas palmaditas en el brazo.

Había pasado bastante tiempo desde la última vez que su abuela le habló así. Fredrika acababa de celebrar su treinta y cuatro aniversario con unos amigos en el archipiélago de Estocolmo, y seguía soltera y sin hijos. Probablemente a su abuela le habría dado un infarto si se hubiera enterado de que compartía cama de vez en cuando con el catedrático que había sido su tutor en la universidad.

Su padre le soltaba discursos velados en los que la exhortaba a «contentarse» y no «pedir demasiado». Cuando Fredrika entendiera aquello, iría a las comidas familiares de los domingos en compañía de su propia familia, tal como hacía ya su hermano. Pero unos años después de haber cumplido los treinta, y constatando que seguía soltera, o «sola», como decía su padre, las comidas de los domingos empezaron a estresarla demasiado y decidió evitarlas.

En aquellos instantes, tumbada en la oscuridad junto a un hombre al que, a pesar de todo, creía amar, Fredrika sabía que si hubieran tenido hijos Spencer se habría alejado de ella. No porque ella fuera sustituible, sino porque en su relación no había espacio para un niño.

Hacía tiempo que Fredrika y Spencer no hablaban de ello, pero tras un largo período de reflexión, ella había empezado a entender y a aceptar que quizá no encontraría a un hombre con quien formar una familia y que, por tanto, debía sopesar otras alternativas. No podía esperar eternamente a tomar una decisión, debía hacerlo ya. O tenía hijos sola o no tenía hijos. Le causaba un dolor inesperado imaginarse una vida sin experimentar la maternidad. En pocas palabras, le parecía injusto y antinatural.

Había varias posibilidades. La más impensable era obligar a Spencer a ser padre dejando de tomar la píldora. Más imaginable sería ir a Copenhague y comprar la posibilidad de ser madre a través de una clínica de fertilidad. Y la opción más realista era la adopción.

—Venga ya, envía los papeles —le había instado su amiga Julia hacía unos meses—. Siempre te puedes arrepentir y alegar que te has precipitado. Tienes todo el tiempo del mundo para pensártelo. ¿Sabes cuánto tarda el proceso de idoneidad? Ponte en marcha ya.

Al principio le pareció una idea poco seria. Además, suponía una especie de capitulación. El día que enviara la solicitud de adopción, habría perdido toda esperanza de formar una familia con una pareja. ¿Era allí adónde quería llegar?

Obtuvo la respuesta el día que Spencer no le contestó al móvil ni en el trabajo. Tras un día entero de silencio, empezó a llamar a los hospitales. Estaba ingresado en el departamento de cardiología del hospital universitario de Uppsala; había sufrido un infarto grave y le habían puesto un marcapasos. Fredrika se pasó una semana llorando y después, con una nueva visión de lo que era realmente importante en la vida, envió la documentación.

Fredrika besó a Spencer con delicadeza en la frente. Sonreía mientras dormía. Ella también sonrió. Aún no le había explicado sus planes de adoptar a una niña china. A pesar de todo, como le había dicho su amiga, tenía todo el tiempo del mundo.

Aún pudo formular un último pensamiento antes de dormirse. ¿Cuánto tiempo le quedaba a Lilian? ¿También todo el del mundo, o tenía los días contados?

MIERCOLES
12

La mujer de la pantalla hablaba a tal velocidad que Nora estuvo a punto de pasar por alto la noticia. Era primera hora de la mañana y su piso estaba a oscuras excepto por el televisor, pero puesto que había bajado las persianas, Nora estaba casi segura de que desde la calle no se veía el resplandor de la pantalla.

Para ella era muy importante. Sabía que estaba condenada a sentirse insegura, pero también que había ciertas medidas que podía tomar para exponerse lo menos posible, como proteger sus datos personales y evitar encender las luces del piso por la noche. Sólo tenía contacto esporádico con su abuela, siempre desde una cabina y cada vez desde una ciudad distinta. En este sentido, su trabajo la ayudaba en eso, ya que le permitía viajar bastante.

Cuando oyó las noticias se hallaba en la cocina preparándose un bocadillo, con la puerta de la nevera abierta. La luz del electrodoméstico le evitaba tener que encender otra para ver lo que hacía.

La voz de la mujer rompió el silencio y alcanzó a Nora en medio de su lucha con el cuchillo del queso.

—Una niña de seis años desapareció ayer del tren que recorre el trayecto entre Göteborg y Estocolmo —anunció la mujer con una voz monótona—. La policía solicita a todos aquellos que pudieran encontrarse en el tren que salió de Göteborg a las 10.50 o en la Estación Central alrededor de las…

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