El hombre miró el dibujo con detenimiento.
—Sí, creo que es ella.
—¿Cuándo estuvo aquí? —preguntó Peder.
El tipo frunció el ceño y abrió un gran calendario que tenía delante.
—¿Es la que ha asesinado a la niña? —preguntó con poco tacto—. ¿Por eso la buscáis?
—No es sospechosa de nada —atajó Peder con rapidez—, pero tenemos que encontrarla. Existe la posibilidad de que haya visto algo importante.
El hombre asintió mientras buscaba en el calendario.
—Éste —dijo colocando un grueso dedo en el centro de la página del calendario—. Éste fue el día que vino.
Peder se inclinó hacia delante y el empleado le dio la vuelta al calendario. Su dedo indicaba el lado izquierdo de la página. El 7 de junio.
Peder se desanimó.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó.
—Porque ese día me iban a quitar una maldita muela del juicio —explicó el empleado, que parecía muy satisfecho consigo mismo mientras repiqueteaba con el dedo—. Iba a cerrar la tienda para ir al hospital cuando entró ella. —Se inclinó hacia delante en el mostrador con una mirada brillante que desagradó a Peder—. La típica mierdecilla —soltó con voz potente—. Se quedó ahí mirando a su alrededor como un pequeño animal deslumbrado por las luces largas de un coche, uno de esos que se queda clavado aunque el peligro esté encima de ellos. Ese aspecto tenía.
Se echó a reír con una risa corta y cruda.
Peder ignoró su actitud, aunque sospechaba que debía guardar en la memoria lo que había dicho.
—¿Qué coche alquiló, y cuánto tiempo lo tuvo? —preguntó.
El hombre vaciló.
—No —respondió confuso—. No. ¿Qué quieres decir con eso de qué coche alquiló? No quería ningún coche.
—Ah, vaya —dijo Peder, mirando como un tonto al empleado—. ¿Y qué quería?
—Sacarse el carné de conducir. Fue antes de que yo ofreciera el servicio, así que le dije que regresara la primera semana de julio. Pero no la he vuelto a ver.
El cerebro de Peder trabajaba a toda velocidad.
—¿Quería sacarse el carné de conducir? —repitió.
—Sí —confirmó el empleado mientras cerraba de golpe el calendario.
—¿Dijo cómo se llamaba? —preguntó Peder, aunque ya conocía la respuesta.
—No, ¿por qué iba a hacerlo? No la podía apuntar porque entonces yo aún no tenía todos los permisos en regla.
Peder suspiró.
—¿No recuerdas nada más de su encuentro? —insistió como por reflejo.
—No —respondió el hombre acariciándose la barba con una mano—. Parecía estar muy asustada; se la veía pálida y demacrada. El pelo tenía que ser teñido, lo llevaba muy oscuro y no era natural. Casi negro. Y le habían pegado.
Peder prestó atención.
—Tenía la cara amoratada —continuó el hombre señalándose su mejilla izquierda—. No eran morados recientes; resultaba muy desagradable. Seguro que le habían hecho bastante daño.
Se hizo el silencio en el despacho. La puerta tras Peder se abrió y entró un cliente. El empleado le hizo un gesto al hombre para que esperara.
—Muy bien —dijo Peder—. ¿Recuerdas algo más?
El empleado se rascaba la barba de forma frenética.
—No, sólo que hablaba raro.
—¿Hablaba raro? —repitió Peder.
—Hmm, incoherente. Pero seguro que era porque le habían zurrado en serio. Así las mujeres aprenden a tener el pico cerrado.
Cuando Peder y Fredrika dejaron la jefatura, Alex tuvo la misma sensación que cuando sus hijos aún vivían con ellos y se iban a dormir a casa de algún amigo. Todo se quedaba muy silencioso y tranquilo.
Ellos dos no eran los únicos que trabajaban en el mismo pasillo donde Alex tenía su despacho, pero notaba claramente su ausencia, y en algunas ocasiones lo vivía como algo realmente positivo.
Su mujer lo llamó al móvil.
—¿Qué vamos a hacer con las vacaciones? —preguntó—. Quiero decir, teniendo en cuenta el caso en el que estás trabajando. Han llamado de la agencia de viajes para que confirmemos y paguemos el viaje.
—Ya verás como nos vamos de vacaciones —fue la respuesta de Alex.
—¿Seguro?
—¿Miento alguna vez en esas cosas?
Sonrió, y supo que ella también lo hacía.
—¿Llegarás tarde hoy?
—Es probable.
—Podríamos asar carne —propuso Lena.
—¿Y si vamos a Sudamérica?
El mismo Alex se sorprendió al pronunciar aquellas palabras. Pero no se retractó, sino que las dejó colgando entre ellos.
—¿Qué has dicho? —preguntó Lena finalmente.
—He dicho que deberíamos ir a ver a nuestro hijo. Para que sienta que todavía formamos parte de su vida.
La esposa de Alex se quedó callada un momento.
—La verdad es que sí —asintió en voz baja—. ¿En otoño?
—Tal vez en otoño.
«El amor por un hijo es tan diferente —pensó Alex cuando acabaron de hablar—. Es un amor primigenio, innegociable.» A veces, Alex creía que era el amor hacia sus hijos lo que había permitido que él y Lena siguieran casados tras casi treinta años. ¿Qué otra cosa podría explicar que hubieran podido superar todos y cada uno de los contratiempos, todos los períodos de tristeza y la gris cotidianidad?
Aun siendo el jefe, incluso él se enteraba de los rumores que circulaban por el pasillo. Sabía lo que se decía de Peder, que tenía una amante de la policía de Södermalm. Él nunca había engañado a su mujer, pero se podía imaginar con bastante facilidad cómo podía surgir una situación como aquélla.
Si uno estaba cansado de verdad. Si sobre ti recaían un montón de problemas.
Pero no cuando había niños pequeños en casa, como era el caso de Peder. Y sobre todo no con una compañera, de modo que todo el mundo se enterara. Era mezquino e irresponsable.
Alex sintió una punzada de irritación. Los jóvenes estaban muy mal acostumbrados. Sabía que parecía un carcamal y tal vez un poco retrógrado, pero lo cierto es que a su juicio la visión del mundo de los jóvenes y de sus esperanzas en la vida era bastante criticable. Para ellos, la vida debía ser como un navegar sin fin, donde nunca hubiera viento en contra, donde nunca hubiera calma chicha. El mundo se había convertido en un gigantesco lugar de recreo, en un campo de juegos. ¿Podría Alex haber hecho lo mismo que su hijo? ¿Emigrar a Sudamérica? No. No habría podido. Y menos mal, porque con tantas posibilidades para elegir, era difícil encontrar paz en el alma. En ese caso, habría acabado como Peder.
Alex sintió remordimientos de conciencia por lo que estaba pensando. No era asunto suyo cómo vivía su vida su compañero pero, aun así, no podía evitar pensar en la mujer de Peder y en sus hijos. ¿Por qué no lo hacía él?
La llamada de Peder alivió un tanto su pesimismo. Había algo en su voz que transmitía una fuerza, que le convenció de que Peder disfrutaba con su trabajo diario. Resultaba difícil negar que aquello era positivo.
Aunque en esta ocasión, su compañero parecía descontento.
—La única novedad es que intentó sacarse el carné de conducir —concluyó Peder—. Si es que es ella.
Alex le interrumpió.
—Y también sabemos que la maltrataban, lo que refuerza nuestra sospecha de que hemos localizado a la chica que buscábamos. Y al hombre —añadió, y luego continuó, ahora más ansioso—. Piensa, Peder. La chica que fue asesinada en Jönköping vivía con identidad protegida por haber roto con un hombre que la maltrataba. En la conversación con Ellen le dijo algo sobre una especie de lucha, que el tipo en cuestión quería castigar a ciertas mujeres. Imagina que ese loco se ha buscado otra pareja y colaboradora, otra chica a quien también le ha ido mal en la vida, o mejor dicho, muy mal, y que por algún motivo se ha enamorado de ese tipo. Si, y digo
si
, el hombre que cogió a Lilian es el mismo que asesinó a la chica en Jönköping, también sabemos que alguien le ayudó a trasladar a la niña, viva o muerta, hasta Umeå, porque no puede haber estado en dos lugares a la vez. Y tendría lógica que su colaborador quisiera tener el permiso de conducir para entonces.
Peder pensó un momento.
—Ya que estoy aquí, ¿quieres que me dé una vuelta por las autoescuelas del barrio de Söder y les enseñe el retrato? —preguntó—. Tal vez fue a alguna otra después de que el empleado del establecimiento de alquiler le dijera que allí no podía sacárselo.
—Bien pensado, pero no nos olvidemos de la mujer que asegura haber sido madre de acogida de la chica.
—Haré las dos cosas —aseguró Peder con rapidez—. ¿Sabes algo de Fredrika?
—No —suspiró Alex—. Creo que está camino de casa de Sara Sebastiansson para hablar con ella otra vez. Me llamará antes de ir al aeropuerto de Arlanda.
Alex iba a colgar cuando Peder dijo:
—Hay otra cosa.
Esperó.
—¿Por qué fue a Jönköping y asesinó a esa chica justo ahora? Estaba muy ocupado con Lilian. ¿Por qué llamar la atención?
Alex asintió para sí mismo.
—También he pensado en ello —respondió, dubitativo—. Parece haber algún plan oculto en todo este asunto. Primero planea la detención del tren y entretiene a Sara en Flemingsberg y después envía la caja con el pelo y la ropa. El asesinato en Jönköping quizá sea una parte del ritual, aunque en estos momentos no lo veamos.
—Yo también lo he pensado —señaló Peder—, pero es como si las piezas no encajaran. El asesinato de Jönköping parece ejecutado con urgencia; ni siquiera limpió el suelo antes de irse. Siempre ha sido muy meticuloso, y de pronto deja huellas.
—Pero hizo lo mismo en el tren —replicó Alex.
—Porque se vio obligado —respondió Peder—. No podía ponerse a limpiar el suelo y tampoco subir al tren en calcetines o descalzo. En ese caso, la gente se hubiera fijado en él. Además, en el tren se podía sentir relativamente seguro porque allí hay montones de huellas.
—¿Así que crees que asesinó a la mujer de Jönköping para cerrarle la boca?
—Sí —respondió Peder tras una breve pausa—. Parece lo más probable.
Alex pensaba.
—Vale, pero ¿cómo lo sabía?
—¿Sabía qué?
—¿Cómo sabía que tenía motivos para cerrarle la boca?
—Eso es precisamente lo que me inquieta —respondió Peder, intranquilo—. ¿Cómo cojones sabía que había llamado a la policía? ¿O hemos de suponer que la hubiera matado de todas formas?
Ellen Lind se sentía alegre y animada. Recordar la tarde y la noche pasadas la reconfortaba interiormente. —A lo mejor me ama —murmuró para sí misma.
Estaba tan feliz de haberlo visto la tarde anterior… Había sido tan buen oyente, justo cuando ella necesitaba hablar del horrible caso de Lilian. A pesar de que él no tenía hijos, parecía entender lo que suponía para todos los implicados.
Después hablaron de las películas que irían a ver. Ellen sintió un cosquilleo en el estómago. No habían ido al cine nunca antes. Su relación estaba limitada geográficamente al hotel donde él se hospedaba, y sus citas habían tenido un contenido idéntico: comían, conversaban, hacían el amor y dormían.
«Será bueno para los dos hacer cosas nuevas», pensó Ellen sonriendo para sí misma.
Si conseguía llevarlo al cine, seguro que no habría ningún problema en convencerlo para que conociera a sus hijos. Si de verdad la amaba, tendría que entender que ellos iban incluidos en el paquete.
Ellen sonrió al sacar el móvil. Había enviado un mensaje hacía un momento y esperaba respuesta. Pero el móvil no indicaba ninguna entrada de nuevos mensajes.
Al separarse por la mañana, Ellen le preguntó cuándo volverían a verse. Al cabo de un momento de vacilación, él respondió:
—Pronto —espero—. Ya veremos cuándo me es posible.
«Cuándo me es posible», repitió Ellen en silencio, sonriendo de lado. La verdad es que era muy jodido que siempre pusiera él las condiciones.
El sol había conseguido por fin que Estocolmo entrara un poco en calor, constató Fredrika Bergman cuando aparcó delante del edificio donde estaba su apartamento. Subió deprisa las escaleras con las llaves en la mano y entró en su casa en unos pocos segundos. No le llevaría mucho tiempo preparar el equipaje para el viaje a Umeå. Sólo era una noche.
La maleta estaba en el estante más alto del vestidor. Detrás apareció el violín, guardado en su maletín. Fredrika intentó no mirarlo, no recordar. Pero ocurrió lo de siempre. El pensamiento fue más rápido que la voluntad; las palabras cruzaron su cabeza con el acostumbrado automatismo doloroso.
«Podría haber sido cualquier otro; yo podría haber estado en cualquier otra parte», pensó de nuevo.
La madre de Fredrika había intentado hablar de ello tiempo atrás.
—Los médicos nunca dijeron que no pudieras volver a tocar, Fredrika —le había dicho con su dulce voz—. Lo único que dijeron es que no podrías dedicarte profesionalmente a la interpretación.
En su terquedad, Fredrika había negado con la cabeza mientras las lágrimas le quemaban las comisuras de los ojos. Si no podía tocar como lo hacía antes, no quería tocar en absoluto.
El contestador del teléfono titilaba cuando entró en la cocina. Algo sorprendida, escuchó el mensaje.
—«Hola, soy Karin Mellander» —dijo una voz ronca que probablemente pertenecía a una mujer mayor—. «Llamo del Centro de Adopción para hablar de su solicitud. ¿Podría llamarme cuando le sea posible al 08—…?»
Fredrika se quedó muda mientras la mujer le daba su número de teléfono. Los números volaron a través de la cocina, entraron en la cabeza de Fredrika y después se desvanecieron en la nada.
«Mierda —pensó—. Mierda, mierda, mierda.»
El pánico y el agobio tenían la facultad de convertirla en una mujer muy racional. Esta vez no fue diferente.
Volvió a toda prisa al vestidor a preparar la maleta. Bragas, sujetador, jersey. Dudó al coger otro par de pantalones. ¿Iba a estar fuera más de una noche? El cerebro estaba demasiado concentrado en su objetivo para tener en cuenta aquellos pequeños detalles. Los pantalones irían con ella.
Fredrika intentó controlar sus pensamientos mientras llenaba el neceser. Por algún motivo, no dejaba de pensar en Spencer.
«Debería explicárselo —pensó—. La verdad es que debería explicárselo.» La maleta estaba hecha, y cerró la puerta tras de sí.
«Aire —pensó—. Necesito aire.»
Mientras caminaba por la acera notaba cómo el calor del asfalto le subía por las piernas.
Joder, ¿qué le estaba pasando? Si se ponía así por lo de la adopción, quizá debería echarse atrás.