Jelena metió con manos torpes la llave en la cerradura. Siempre le temblaban las manos cuando estaba exaltada o nerviosa; y ahora lo estaba, ambas cosas. Lo había conseguido; había hecho exactamente todo cuanto el Hombre le había indicado. Había conducido hasta Umeå, se había deshecho del Feto de la manera y en el lugar casi exactos que él deseaba y luego había regresado en avión. Nadie la había visto, nadie había sospechado nada acerca de su cometido. Jelena estaba segura de que nunca en la vida había hecho las cosas mejor.
Cuando cerró la puerta se encontró con el silencio.
Se quitó con torpeza los zapatos y los colocó con cuidado uno al lado del otro, como el Hombre quería que los dejara en el pequeño recibidor.
—Hola —saludó mientras avanzaba a tientas por el piso—. ¿Estás en casa?
Dio unos cuantos pasos más. Aquel silencio era muy extraño.
Algo iba mal, muy mal.
De pronto él salió de entre las sombras. Más que verlo, intuyó el gran puño que se dirigía hacia ella y que impactó en el centro de su rostro.
«No, no, no», pensó desconcertada cuando voló hacia atrás y aterrizó de espaldas, dando con la cabeza en la pared.
El dolor y el miedo le palpitaban dentro del cuerpo que, a aquellas alturas, ya había aprendido que lo más seguro era no reaccionar. Sin embargo, el golpe había sido tan inesperado y de tan mal presagio que casi se orinó encima de puro pánico.
Se abalanzó sobre ella y la arrastró por los pies. La sangre brotaba de sus labios y le corría hacia la nuca. En la espalda sentía como flechazos de dolor.
—Hija de puta, jodida idiota de mierda —le gritó con las mandíbulas apretadas mientras en sus ojos se reflejaba una furia que nunca había visto antes.
«Oh, no, no, por favor, que alguien me ayude», murmuró para sí misma.
—Debería haber estado en posición fetal —dijo él manteniendo la cara tan cerca de ella que podía distinguir hasta el menor rasgo—. Debería haber estado en posición fetal y además, además, ¿qué cojones hacía en la acera? Pero ¿cómo cojones no lo has entendido?
Aquello último lo gritó con tanta fuerza que ella enmudeció.
—Yo… —intentó explicar, pero el Hombre la interrumpió.
—¡Calla! —gritó—. ¡Calla!
Y cuando trató de nuevo de explicarle que no había tenido tiempo para poner el Feto exactamente en la postura que habían acordado, como él había planificado, y tampoco en el lugar preciso, volvió a gritarle que se callara y después le dio otro golpe en la cara. Dos golpes. Un rodillazo en el vientre y una patada en el costado. Notó cómo se le rompía una costilla produciendo el mismo sonido que una rama helada al partirse en el bosque en invierno. Al cabo de un instante dejó de oír sus rugidos y de notar los golpes. Apenas estaba consciente cuando él le quitó la ropa y la arrastró hasta el dormitorio. Empezó a gemir cuando lo vio sacar una caja de cerillas, pero él la hizo callar metiéndole un calcetín en la boca. Después encendió la primera cerilla.
—¿Cómo quieres que sean las cosas, Muñeca? —le susurró mientras mantenía la cerilla encendida delante de sus ojos abiertos de par en par—. ¿Puedo confiar en ti?
Ella asintió desesperada, intentando sacarse el calcetín de la boca.
Él la agarró por los cabellos y se inclinó hacia delante. La cerilla le quemaba.
—No lo sé —dijo mientras acercaba la cerilla hacia la fina piel donde el cuello se unía con el tronco—. No estoy seguro.
Luego bajó la cerilla y dejó que la llama vacilante le lamiera la piel.
Alex Recht y Hugo Paulsson se encontraron con Sara Sebastiansson y sus padres en una sala, llamada «familiar», pocas horas después de que hubieran identificado a Lilian. Las paredes estaban pintadas de colores cálidos y había cómodos sillones y sofás. La mesa era de madera india oscura y no había cuadros, dibujos ni fotos. Pero sí una fuente con frutas.
Alex dedicó una mirada de cansancio a Sara.
A diferencia de cuando recibió el paquete con el pelo y después, cuando le comunicaron la muerte, ahora parecía casi serena. «Parecía» serena. En su vida profesional Alex había visto sufrir a suficiente gente para saber que aún le quedaba un largo camino que recorrer para volver a disfrutar de una vida remotamente normal. La tristeza tenía infinidad de rostros, muchas fases. Alex no podía recordar quién, pero alguien había dicho que era tan difícil sobrellevar una gran pena como caminar sobre el hielo que se forma durante la noche. En un momento estás bien y al siguiente pisas y de pronto te hundes en la oscuridad más insondable.
En ese momento, Sara parecía hallarse sobre un trozo de hielo muy pequeño aunque firme. Era como si Alex la viera a lo lejos. No estaba del todo presente, pero tampoco ausente. Todavía tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, y sostenía un pañuelo de papel en la mano. A veces alzaba la mano y se limpiaba la nariz con él. El resto del tiempo, descansaba inmóvil sobre sus rodillas.
Sus padres estaban sentados, en silencio y con los ojos humedecidos.
Hugo rompió el silencio. Primero ofreció café, después té y al final les prometió que la conversación no se prolongaría demasiado.
—Nos preguntamos por qué Lilian apareció aquí, en Umeå —empezó Alex, vacilante—. ¿Alguien de su familia tiene algún tipo de conexión con la ciudad o con la zona?
Se hizo el silencio, y fue Sara la que respondió.
—No, no tenemos ningún conocido aquí —respondió en voz baja—. Ninguno. Gabriel tampoco.
—¿Y nunca habías estado aquí antes? —preguntó Alex dirigiéndose de nuevo a ella.
Sara asintió. Su cabeza se inclinaba de un lado a otro, como si estuviera separada del cuello.
—Sí, una vez. Con mi mejor amiga, Maria. Pasamos el verano aquí cuando acabamos el bachillerato —susurró, y después se aclaró la voz—. Pero hace… a ver que me acuerde… hace diecisiete años. Fui a un curso de escritura en un centro de las afueras de la ciudad y después conseguí un trabajo de verano allí, como ayudante de uno de los profesores. Pero, como he dicho, fue poco tiempo, tres meses como máximo.
Alex la miraba pensativo. A pesar del cansancio y la pena que habían cubierto su rostro, pudo distinguir una pequeña arruga, diminuta, en la comisura de uno de sus ojos. Algo la molestaba, algo que no tenía relación con Lilian.
El labio inferior le temblaba ligeramente y tenía la barbilla salida hacia delante. Parecía algo rebelde, aunque las lágrimas que se acumulaban bajo sus ojos formaban canales con riesgo de inundación.
—¿Hiciste nuevos amigos? ¿Algún chico? —quiso saber.
Sara negó con la cabeza.
—Ninguno. Sí que conocí a gente agradable en el curso y algunos de ellos vivían en la ciudad, así que salíamos a tomar algo cuando empecé a trabajar en el centro. Pero ya sabes lo que pasa, luego vuelves a casa y entonces Umeå parece tremendamente lejano. La verdad es que perdí el contacto con todos.
—¿Y no te creaste ningún enemigo? —preguntó Alex con amabilidad.
—No —respondió Sara cerrando los ojos un segundo—. No, ni uno.
—¿Y tu amiga?
—¿Maria? No, ella tampoco. No que yo recuerde. Tampoco mantenemos el contacto.
Alex se inclinó en la silla y le hizo una seña con la cabeza a Hugo para invitarlo a formular alguna pregunta. Ambos dudaban de que aquel curso tuviera algo que ver con el crimen, pero por si acaso Hugo anotó el nombre de los participantes que Sara recordaba. Muy a su pesar, no había nada más que justificara la aparición de la niña en Umeå.
Por el momento, la policía de Umeå parecía dar por hecho que habían matado a la niña en Estocolmo y que, por ello, el grupo de Alex debía encargarse de la investigación.
El grupo de Hugo, por su parte, había recopilado información respecto a cómo se produjo el hallazgo del cadáver de Lilian. La llamada telefónica para convencer a la enfermera Anne de que fuera hasta el aparcamiento había sido realizada desde un móvil con una tarjeta prepago no registrada, a treinta kilómetros al sur de Umeå. Después, el teléfono dejó de estar activo. Ninguna mujer embarazada llegó con su marido al hospital aquella noche, de modo que el grupo de investigación supuso que la llamada sólo tenía como objeto convencer a alguien para que saliera al aparcamiento. Alguien deseaba que la niña fuera encontrada enseguida.
Había muchos aspectos del caso que confundían a Alex; se sentía incómodo en aquel lugar, hasta el punto de que no podía pensar con claridad. Debía volver a Estocolmo lo antes posible, para estar tranquilo y sentarse a reflexionar sobre lo sucedido. Una molesta inquietud lo sumía en un estado de nerviosismo. Las piezas de aquella historia no encajaban de ninguna manera.
La voz ronca de Sara Sebastiansson interrumpió sus pensamientos.
—Nunca me arrepentí de tenerla —susurró.
—¿Perdona? —dijo Alex.
—Llevaba escrito en la frente «No deseada». Y no era verdad. Nunca me arrepentí de haberla tenido. Era lo mejor que me había ocurrido en la vida.
Fredrika pasó el resto del día intentando interrogar a tanta gente como le fuera posible entre amigos, conocidos y compañeros del entorno de Sara Sebastiansson, de los que tenía información a través de ella o de sus padres. La lista había ido en aumento desde la primera ronda de llamadas. Le pasó parte de los nombres a su nueva compañera.
La imagen que estaban perfilando de Sara era muy clara. La consideraban una persona cálida y positiva, una buena persona. Casi todos, aunque el grado de amistad no fuera muy fuerte, tenían la sensación desde hacía años de que su vida privada era muy difícil. Su marido era un individuo duro y desconsiderado, trío y controlador. A veces cojeaba cuando iba al trabajo, a veces llevaba manga larga aunque fuera pleno verano. No lo sabían con certeza, pero… ¿cuántas veces podía una persona caerse y hacerse daño sin querer?
Nadie reconoció la imagen que Teodora Sebastiansson había dado de Sara como una madre irresponsable y una esposa disoluta. Por el contrario, una de sus amigas íntimas dijo que Gabriel la había engañado desde el principio con otras mujeres.
—Creíamos que se separaría de él —le contó entre sollozos—, que tendría fuerzas para abandonarlo, pero se quedó embarazada. Y entonces lo supimos. Estábamos casi seguros de que nunca la dejaría en paz.
—Pero se separó de él —señaló Fredrika frunciendo el ceño—. Se iban a divorciar.
La amiga, que seguía llorando, negó con la cabeza.
—Ninguno de nosotros se lo creía. Esa clase de tipos siempre vuelven. Siempre.
A Fredrika le llamó la atención que a todas las personas a las que interrogó, incluso a las que Sara se refería como «amigos de hace tiempo», las había conocido siendo ya adulta. No le quedaba ni un solo amigo de Göteborg, donde creció. Según la lista, sus padres eran los únicos con los que mantenía contacto en la costa este.
—Una vez Sara me explicó que tuvo que dejar de verlos cuando conoció a Gabriel —le contó la amiga—. Nosotros conocimos a Sara y a Gabriel juntos, pero los que conocían a Sara de antes nunca aceptaron que acabara con él.
A juzgar por la información que obtuvieron, Sara no tenía más enemigos que su marido.
Fredrika estaba fatigada cuando volvió a la Casa con un perrito caliente en la mano. Deseaba con toda su alma que Alex hubiera regresado. En caso contrario, aprovecharía para encerrarse en su despacho y relajarse un rato. Quería descansar las piernas y escuchar la música que le había pasado su madre y que había grabado en su reproductor mp3.
«Algo para meditar», le había dicho su madre con una sonrisa. Su hija, al igual que ella, consideraba la música como una aportación a la vida diaria tan importante como la comida y el sueño.
Sin embargo, el primero con quien se cruzó fue Peder.
—¡Oh, salchicha! —exclamó él.
—Hmm —respondió Fredrika con la boca llena.
Para su sorpresa, Peder entró detrás de ella en su despacho y se dejó caer en una de las sillas para las visitas. Adios al descanso y a la música.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó, cansado.
—Bien y mal —respondió Fredrika, evasiva.
Todavía no le había contado lo de Flemingsberg, y aún menos que había enviado a un dibujante para que hiciera un retrato robot de la mujer con el perro que entretuvo a Sara Sebastiansson y le hizo perder el tren.
—¿Habéis encontrado algo más en los registros? —preguntó ella a su vez.
Peder se quedó en silencio y luego dijo:
—Claro que sí. Pero todo es muy confuso.
Fredrika se sentó a su mesa y observó a Peder. Aún iba desaliñado. En según qué momentos, sentía un auténtico desprecio por él. Era un tipo infantil y pueril, y siempre tenía las uñas afiladas, listo para atacar. Pero precisamente aquella tarde, cuando todos estaban afectados por lo ocurrido en los últimos días, lo vio desde otra perspectiva. También había una persona dentro de Peder, y esa persona no se sentía bien.
Se zampó el resto del perrito.
No sin titubear, él dejó un pequeño montón de papeles encima de su escritorio.
—¿Qué es esto? —preguntó Fredrika.
—Los e-mails del ordenador de Gabriel Sebastiansson —respondió Peder.
Fredrika levantó las cejas.
—Me los dieron hace una hora, justo cuando volvía de una entrevista con el tío de Gabriel. Una entrevista que, por lo demás, no aportó una mierda.
Fredrika esbozó una sonrisa. Ella también había tenido ese tipo de reuniones a lo largo del día.
—¿Qué hay en los e-mails? —preguntó.
—Lee —respondió Peder—. Porque no estoy seguro de que sea lo que creo.
—Vale —respondió Fredrika, y echó un vistazo a los papeles.
Peder siguió sentado. Quería mirarla mientras los leía, intranquilo y ansioso.
Ella empezó con la primera hoja.
—Es un diálogo —aclaró Peder—. Empezó en enero.
Fredrika asintió mientras leía.
El e-mail era entre Gabriel Sebastiansson y alguien que respondía al nombre de «Señor Gigante». Aunque ella no era una experta en libros infantiles, Fredrika intuyó que aquel apodo estaba extraído de la serie infantil «La pequeña Anna y el Señor Gigante».
Gabriel Sebastiansson y el Señor Gigante discutían sobre diferentes variedades de vino y se citaban para hacer catas. Después de leer dos páginas, Fredrika sintió cómo la invadía una oleada de malestar.
Señor Gigante, 1 de enero, 09.32: Al resto del grupo no les apetecen los vinos anteriores a la cosecha de 1998. ¿Tú qué opinas?
Gabriel Sebastiansson, 1 de enero, 11.17: Yo podría aceptar uvas de 1998, pero preferiría que fueran algo posteriores. Soy bastante crítico respecto a los vinos de guarda.
Señor Gigante, 2 de enero, 06.25: Hay que tener en cuenta el país de origen de los vinos, y con qué uvas han sido elaborados. ¿Te interesa también a ti?
Gabriel Sebastiansson, 2 de enero, 19.15: Yo prefiero la uva blanca a la negra. Sin embargo, no le doy mucha importancia a en qué región se ha producido el vino. Quizá me gustaría catar algo más exótico de lo que encontró nuestro eminente grupo. ¿Sería posible encontrar algo de América del Sur?