Alguna vez Lilian se había levantado de la cama y, llorando, se había dirigido al lugar de donde procedía el ruido.
Sara todavía podía ver la escena. Estaba tumbada en el suelo, incapaz de levantarse debido al dolor que sentía en el costado donde Gabriel le había estado dando patadas. Loco de furia, éste se inclinó hacia ella y, de repente, oyeron la voz de Lilian.
—Mamá, papá.
Como en trance, Gabriel se dio la vuelta.
—Pero ¿cómo? —dijo en un susurro—. ¿El amor de papá se ha despertado?
Dio unos pasos sobre el suelo de la cocina, levantó a la niña en brazos y la sacó de allí.
—Mamá se ha caído, cariño —oyó Sara que le decía—. Vamos a dejarla descansar un rato y se pondrá bien. ¿Quieres que te lea un cuento?
Sara había hecho un curso de psicología básica en la universidad y sabía que muchos de los hombres que pegaban a sus mujeres mostraban después un gran arrepentimiento. Gabriel, nunca. Jamás le pidió perdón, y daba la sensación de que lo que había ocurrido no era extraño ni estaba mal. Por el contrario, le miraba las heridas y los moretones con tal desprecio que ella ardía en deseos de morirse.
Ahora se encontraba al límite de su resistencia. La noche, esa primera noche sin Lilian, había sido implacablemente larga.
—Intenta descansar —le había recomendado Alex Recht—. Ya sé que parece imposible, pero lo mejor que puedes hacer por Lilian en estos momentos es recuperar fuerzas, porque cuando la niña vuelva, necesitará una madre que la cuide. ¿De acuerdo?
Sara le hizo caso: intentó dormir, intentó prepararse para el regreso de su hija. Se agarraba a la última frase de Alex: «Porque cuando la niña vuelva…». No había dicho «
si
la niña vuelve», sino «
cuando
la niña vuelva».
Tumbada en la cama, se dio cuenta casi de inmediato de que había cometido un tremendo error al pedirle a Anders que se marchara. Era lo primero que había hecho, pues sentía que quedarse con él equivalía a traicionar a Lilian, como si su presencia, de alguna manera, empeorara las posibilidades de recuperar a su hija. A las dos de la madrugada llamó a sus padres. Su padre se quedó en completo silencio, pero ella oía su respiración a través del auricular.
—Siempre hemos sabido que os perderíamos a una de las dos —dijo al fin con voz ronca—. Era imposible que os fueran bien las cosas con una persona tan malvada en vuestras vidas.
Al oír aquellas palabras, Sara soltó el teléfono y se derrumbó en el suelo como si fuera un bulto. Con los dedos, rascaba el parqué mientras lloraba.
—Lilian —gemía—, Lilian.
A través del auricular del teléfono que estaba tirado en el suelo oyó la voz desesperada de su padre.
—Vamos enseguida, Sara. Vamos enseguida, mamá y yo.
Ahora Sara agarraba la taza de café con las dos manos. Era agradable que, a pesar del mal tiempo, amaneciera tan pronto. Al final había dormido menos de una hora, y trataba de convencerse de que eso no significaba que fuera una mala madre: una madre que no se preocupara en absoluto tenía que ser peor que una que se preocupara demasiado. Sara se sorprendió de sus propios pensamientos. ¿Cómo era posible no dispersarse en una situación así?
De pronto, el sonido metálico del timbre rompió el silencio. Sara acababa de apagar el transistor. Había oído la noticia sobre la desaparición de su hija tanto en la televisión como en la radio. Al principio, las palabras de la locutora habían constituido una cálida manta: alguien ahí fuera se preocupaba de ella, alguien ahí fuera quería ayudarla a encontrar a su hija. Pero después del tercer o cuarto informativo, sintió que la cálida manta se convertía en una soga que le recordaba constantemente la ausencia de Lilian.
Volvieron a llamar a la puerta.
Sara vaciló. Una rápida mirada al reloj le confirmó que eran casi las ocho y media. Hacía una hora que había hablado con el agente de guardia, que la había puesto al corriente de los últimos acontecimientos: seguían sin noticias.
Con cuidado, comprobó a través de la mirilla quién llamaba, deseando que se tratara de Fredrika Bergman o Alex Recht. No era ninguno de los dos, sino un hombre que parecía una especie de cartero. Y llevaba un paquete en los brazos.
Sorprendida, Sara abrió la puerta.
—¿Sara Sebastiansson?
Ella asintió con la cabeza. Pensó que debía de tener un aspecto lamentable, cansada y demacrada como estaba.
—Traigo esta caja para usted —la informó el hombre mientras se la tendía—. Hay que entregarla en mano. ¿Puede firmarme el recibo?
—Sí, claro —respondió Sara al tiempo que cogía el paquete—. Muchas gracias.
—¡A usted! —respondió el hombre con una sonrisa—. ¡Que tenga un buen día!
Sara no respondió a esto último y se limitó a cerrar la puerta con llave. Agitó con cuidado el paquete. Casi no pesaba, y no se oía nada al moverlo. Buscó información sobre el remitente, pero fue inútil. La caja era lo bastante grande como para contener un reproductor de DVD o algo parecido. Le dio la vuelta una y otra vez, dubitativa al principio, luego más decidida.
«Tienes que ponerte en contacto de inmediato con la policía si ocurre algo inesperado o imprevisto —le había ordenado Alex Recht la noche anterior—. Tienes que informar de todo, Sara: llamadas telefónicas extrañas o a la puerta de tu casa. Aunque por ahora no tengamos la certeza de que sea así, puede tratarse de un auténtico secuestro y, en ese caso, quizás el autor intente comunicarse contigo.»
De pie con el paquete en los brazos, Sara pensaba si aquello podía considerarse un hecho anormal. Sus padres llegarían en cualquier momento; ¿no sería mejor esperarlos?
Quizá fuera la falta de sueño, o probablemente la desesperación y la curiosidad, lo que hizo que Sara Sebastiansson, allí de pie, decidiera abrir el paquete. Lo dejó con cuidado encima de la mesa de la cocina y colocó su móvil al lado. Lo abriría y después llamaría a Alex Recht o a Fredrika Bergman, si es que había motivo para ello. También podía tratarse de algo que no recordara haber encargado.
Sara despegó la cinta adhesiva que cerraba la parte superior de la caja y la abrió con sus largos dedos. Apareció una capa de trozos de porexpan en forma de corazón. Sara frunció el ceño. ¿Qué era aquello?
Con cuidado, apartó el porexpan a un lado. Al principio no se dio cuenta de lo que le habían enviado; sus ojos buscaban algo a lo que agarrarse. Pelo. Había montones de cabellos castaños no muy largos. Sara los apartó, atónita, y entonces vio lo que había debajo. Fue justo en ese momento cuando supo de quién era el pelo que tenía entre los dedos y, como un animal, gritó con todas sus fuerzas. Aún chillaba cuando, un momento después, sus padres llegaron, llamaron a la policía y a un médico. Entonces los alaridos, que la habían dejado afónica, se transformaron en un llanto desesperado e interminable. El muro que con tanto esmero había levantado para protegerse del pánico se había roto.
¿Qué había hecho ella para merecer aquello? En nombre del cielo, ¿qué es lo que había hecho?
Los padres de Sara Sebastiansson dieron la alarma a la policía poco después de las nueve de la mañana. Alex Recht fue informado de inmediato sobre la llamada, y en compañía de Fredrika Bergman se dirigió al piso de Sara a la velocidad del rayo. Para su sorpresa, Fredrika se dio cuenta de que Peder parecía un poco contrariado porque había sido a ella y no a él a quien habían avisado para responder a la llamada de emergencia.
Después de enviar la caja de cartón con su terrible contenido al LEC, el Laboratorio Estatal de Criminología ubicado en Linkoping, Alex y Fredrika regresaron a la Casa.
En el corto trayecto desde Södermalm hasta la jefatura de la calle Kungsholmsgatan, los dos encontraron cierto consuelo en el silencio que reinaba en el coche. Cruzaron el puente de Västerbron y vislumbraron el cielo oscuro, casi otoñal, sobre Estocolmo. Las pesadas nubes que habían cubierto la capital durante la noche se dejaban ver más allá del agua que se extendía bajo ellas. Fredrika observó que la teñían de gris, convirtiendo el paisaje en menos atractivo de lo que solía ser.
Alex se aclaró la voz.
—¿Perdona? —dijo Fredrika.
—No he dicho nada —respondió él en voz baja.
A Alex le costaba admitirlo, pero lo que acababa de ver le había afectado. El paquete daba un vuelco completo al caso. Lo que parecía una investigación rutinaria relacionada con dos personas adultas que atravesaban el difícil momento de la separación, y cuya hija se encontraba inevitablemente implicada, se había convertido en un secuestro con una solución incierta. La experiencia había sido abrumadora. El pánico de Sara Sebastiansson inundaba la vivienda y se amplificaba con los gritos y el llanto de su madre, que le pedía que se tranquilizara. Alex pudo constatar de inmediato que Sara había superado el límite más allá del cual una persona ya no puede «tranquilizarse», y consideró que sería mucho más efectivo esperar a que llegara el médico y le inyectara un calmante, y luego investigar él mismo la caja y el contenido.
A juzgar por la reacción de Sara ante el envío, dedujo que el pelo era de Lilian o, al menos, eso parecía; los análisis lo determinarían con exactitud. Debajo del cabello estaba la ropa que llevaba la niña cuando desapareció: una falda hasta la rodilla de color verde y una camiseta blanca con un estampado verde y rosa. También había dos gomas de pelo. No había ni rastro de las braguitas.
Alex fue presa de la angustia al ver la ropa. Alguien tenía que habérsela quitado. De todas las personas con la mente trastornada, las que más repugnaban a Alex eran las que usaban la violencia contra los niños.
A simple vista, no había manchas de sangre ni nada parecido en la ropa, aunque confiaba que el LEC investigaría más a fondo y determinaría si había rastro de otras secreciones corporales.
Alex entendía perfectamente el significado de la entrega del paquete: alguien quería asustar a Sara, y a juzgar por su reacción histérica, lo había conseguido. En otro momento le preguntarían por la caja y quién se la había entregado, pero en el estado en que se encontraba ahora, cualquier tipo de conversación o interrogatorio resultaba impensable.
«Esperemos un poco —pensó Alex—. Sólo un poco.» Apretó el volante con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
—¿Sacaste algo en claro donde trabaja el ex marido? —le preguntó a Fredrika, que dio un respingo.
—Sí y no.
Se acomodó mejor en el asiento. Aquella misma mañana había hablado con el jefe de Gabriel Sebastiansson.
—Según me dijo, está de vacaciones y está ilocalizable. Se marchó el lunes.
Alex soltó un silbido.
—Interesante —comentó—. Sobre todo teniendo en cuenta que, por lo visto, no se lo había contado a su ex mujer, a pesar de que tienen una hija en común. Además ¿no le había dicho a su querida madre que estaba en viaje de negocios?
—Exacto —respondió Fredrika—. Al menos eso fue lo que dijo que él le había contado. Pero, sinceramente, no me dio muy buena espina.
Alex frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Que el hecho de que ella afirme que él le ha dicho que estaba en viaje de negocios no tiene por qué significar que sea verdad. Su lealtad hacia él es tan grande que probablemente mentiría sin ningún reparo.
Alex reflexionó mientras se acercaban a la Casa, y Fredrika se puso a pensar en por qué siempre ocupaba el asiento del copiloto cuando iba en coche con sus compañeros varones. Podría aducirse que ella nunca había ido a la Escuela de Policía ni conducido un coche patrulla, así que se asumía que era una pésima conductora.
—Ve a su casa —ordenó Alex con rudeza, olvidándose por completo de hacer hincapié en que Fredrika por primera vez reconocía que actuaba por intuición—. Ve a casa de la madre de Gabriel. Pero primero tendremos una corta reunión.
—De acuerdo —respondió ella.
Atravesaron despacio las puertas del garaje y continuaron por el túnel hasta el aparcamiento.
—¿Seguimos partiendo de la idea de que fue el padre de la niña quien se la llevó? —preguntó Fredrika en voz baja, con miedo a despertar de nuevo la ira de Alex cuestionando su hipótesis de trabajo—. ¿Le cortaría un padre el pelo a su hija y se lo enviaría a la madre?
La pregunta hizo que Alex recordara las quemaduras de plancha en el antebrazo de Sara Sebastiansson.
—Los padres normales no hacen eso —respondió, conciso—. Pero Gabriel Sebastiansson no es un padre normal.
Peder Rydh se sentía frustrado. La llamada desde casa de Sara Sebastiansson había constituido una sorpresa para el grupo de investigación, y justo entonces, en el momento más delicado, Fredrika —y no él— había sido la elegida. Por el contrario, la labor de Peder debía limitarse a comprobar llamada tras llamada. Aquello resultaba indigno y tedioso, una pérdida de tiempo comparado con ir a ver a Sara Sebastiansson para un nuevo interrogatorio.
Lo cierto era que podía contar con la inestimable ayuda de Mats Dahlman, analista de la policía nacional, a quien Alex había reclutado para ampliar el grupo de investigación inmediatamente después de mantener una conversación con los padres de Sara. Con el práctico programa de Mats podían descartarse muchas pistas. Por ejemplo, era fácil deducir cuáles de ellas habían llegado demasiado pronto; se podían descartar automáticamente todas las llamadas que aseguraban haber visto a Lilian Sebastiansson en la Estación Central a las dos menos cuarto, dado que a esa hora la niña aún no había desaparecido. Pero las demás eran más complejas. Una mujer que viajaba en el mismo tren que Sara y Lilian afirmó haber visto a un hombre de baja estatura que llevaba a una criatura dormida al salir al andén. Pero si el secuestrador calzaba un 46, había muchas probabilidades de que el individuo en cuestión fuera bastante alto. Si es que aquellas huellas tenían relación con la desaparición de Lilian.
Peder se apoyó en el respaldo de la silla y suspiró. No había sido una noche fácil. Aunque se había propuesto salir pronto no había llegado a casa hasta las diez, y allí estaba Ylva, tomándose un té en la mesa de la cocina. Ella, que se había quedado en casa todo el día, era la que parecía más cansada. Por algún motivo, aquello irritó a Peder, que tuvo que esforzarse para no soltar una grosería. Por el contrario, intentó repetirse el mismo mantra que usaba mentalmente una y otra vez desde hacía diez u once meses: «Está cansada y enferma. No puede hacer nada. Si nos lo tomamos con calma tal vez mejore. Sólo puede ir a mejor».